H. C. F.
Mansilla
Cómo las
mentalidades dogmáticas dificultan soluciones políticas: el caso de Palestina e
Israel
Una mentalidad
fundamentalmente conservadora, cerrada sobre sí misma, verticalista y
antipluralista, permea las sociedades islámicas y también la árabe-palestina,
que nunca conoció un periodo de democracia practicada efectivamente. En la
derecha israelita, de no cesa de crecer, existe también un vigoroso dogmatismo
que aparentemente garantiza la superioridad israelita sobre otros grupos humanos.
Ambas mentalidades no han generado, por supuesto, el actual conflicto
israelita-palestino, pero ambas provienen de un poderoso trasfondo
religioso-tradicionalista, que no fomenta el entendimiento con el otro.
Palabras
clave: dogmatismo, Islam, Israel, judaísmo, Palestina, religión
How Dogmatic
Mentalities Difficult Peaceful Solutions: The Case of Palestine and Israel
A basically
conservative mentality, which is self-closed, akin to verticality and
antipluralism, pervades the Islamic societies and also the Palestinian nation.
This one never knew a period of effectively practiced democracy. The Israelite
right-wing, which does not cease to increase, is also determined by a vigorous
dogmatism, which seems to guarantee the Israelite superiority over other social
groups. Both mentalities have of course not produced the present
Israelite-Palestinian conflict, but both of them arise from a powerful
religious-traditionalist background, which does not encourage the understanding
with others.
Key words: dogmatism,
Islam, Israel, Judaism, Palestine, religion
H.
C. F. Mansilla
Cómo
las mentalidades dogmáticas dificultan soluciones políticas: el caso de
Palestina e Israel
En América Latina el desarrollo del mundo islámico nos debería concernir por
varias razones.
Compartimos, aunque sea de modo diluido, un legado cultural muy importante,
heredado mediante la colonización ibérica. Dos factores centrales de la cultura
árabe-islámica no han sido ajenos a nuestra idiosincrasia: (1) la inclinación
al dogmatismo, es decir a presuponer la existencia de una sola verdad en las
esferas de la teología, la ideología y las convicciones sociales, y (2) la
tendencia a no separar la esfera religiosa de la mundana (o la privada de la
pública), lo que es desfavorable a la moderna diferenciación de roles y
actitudes.
El área musulmana es hasta ahora pobre en experimentos exitosos de democracia
pluralista y de auténtica economía de mercado. Pese a la Primavera Árabe,
prevalece aún el sistema de partido único y el régimen caudillista habitual. El
respeto a las propias minorías étnicas y lingüísticas ─ para no
mencionar obviamente las religiosas ─ es muy exiguo, como lo atestiguan los casos Irak, Irán,
Sudán, Nigeria, Afganistán y Siria. Desde Senegal hasta Indonesia hay sólo dos
países con estructura federal: Pakistán y Malaysia. Subsisten estados sin
constitución escrita (como Arabia Saudita), sin parlamentos dignos de tal
nombre (la mayoría de los casos) y sin prensa libre. Muy a menudo la validez de
los estatutos legales se circunscribe a la mera teoría.
Los últimos tiempos han traído consigo un desarrollo lleno de traumas para el
ámbito islámico.
El horroroso conflicto bélico entre Israel y Hamás (a partir de octubre de
2023) es solo el ejemplo actual de una larga serie de confrontaciones de una
inusitada violencia, luchas justificadas y embellecidas por una mentalidad
autoritaria y una ideología dogmática. El derrumbe de arraigadas ideologías
convencionales, el colapso del otrora tan sólido sistema socialista ─ por el cual
siempre existió la más amplia simpatía en los países árabes ─ y la
conmoción del orden tradicional por efecto de la exitosa cultura occidental del
consumismo y de los nuevos medios masivos de comunicación han suscitado en el
mundo musulmán un cierto vacío de valores de orientación.
De aquí se nutren iniciativas violentas y caóticas. Se acrecienta la tentación
del encierro en sí mismo, pero igualmente la inclinación a combatir lo Otro,
presunta encarnación del mal y de las propias dificultades. El hallar a los
chivos expiatorios no es, entonces, tarea difícil: el fundamentalismo islámico
los ha encontrado en los diablos occidentales y en Israel.
Lo novedoso de la situación contemporánea parece residir en una curiosa amalgama
entre una defensa de la propia tradición cultural
(percibida en estado de máximo peligro) y una apropiación acrítica de los
elementos técnico-económicos de la civilización industrial de Occidente. No
pocos socialistas y revolucionarios, que se quedaron sin trabajo y sin ideas,
se dedican ahora a fomentar credos religiosos fundamentalistas, inclinaciones
particularistas de toda laya y designios reivindicatorios de gran popularidad,
junto con los nacionalismos más delirantes. Ahora bien: es comprensible, hasta
cierto punto, la actitud de fundamentalistas y nacionalistas. En una época de
fronteras permeables, de un sistema global de comunicaciones casi totalmente
integrado y de pautas normativas universales, nace la voluntad de oponerse a
las corrientes de uniformamiento y despersonalización. La legítima aspiración
de afirmar la propia identidad sociocultural puede, sin embargo,
transformarse rápidamente en una tendencia xenófoba, racista, agresiva,
demagógica y claramente irracional, que a la postre pretende la aniquilación
del Otro y de los otros. Esta actitud entraña una negación de los valores
universales, un menosprecio de los derechos y libertades de la persona, un
repudio a todo diálogo y a todo esfuerzo de educación para la tolerancia.
Hamás en Palestina y Hizbollah en el Líbano son ejemplos elocuentes de esta
evolución.
Después del fracaso de la Primavera Árabe (iniciada en 2011), se extiende la
opinión de que los derechos humanos, la filosofía racionalista, la ética del
respeto liminar al individuo y las instituciones de la democracia occidental
conformarían parte integrante de una inaceptable doctrina universalista, la
que, a su vez, sería una forma encubierta de eurocentrismo y, por consiguiente,
un instrumento de dominación cultural. Las facultades ─ o, si se
quiere, las pretensiones ─
universalistas del racionalismo europeo no han sido, empero, los factores
causales de procesos como la cultura política del totalitarismo político, la
trata de esclavos, el saqueo de los recursos naturales y el exterminio de los
propios aborígenes, procesos muy comunes en los países musulmanes y que han
tenido una historia más antigua y un alcance geográfico más dilatado que la
moderna civilización europea occidental.
Es claro que toda teoría con aspiraciones de generalidad y obligatoriedad
concita reacciones hostiles. Una ética de derecho universal, como la contenida
en la concepción actual de los derechos humanos, es considerada como una
máscara del imperialismo eurocentrista y simultáneamente como un solapado y
peligroso ataque a las propias tradiciones autóctonas, lo que se puede detectar
no sólo en el ámbito islámico, sino también en el área andina de América Latina
y en el África subsahariana.
El rechazo del universalismo a causa de su presunto carácter eurocéntrico o su
talante imperialista se conjuga con la búsqueda de una identidad cultural o
nacional primigenia, que estaría en peligro de desaparecer ante el
avasallamiento de la moderna cultura occidental de cuño globalizador. Esta
indagación, a veces dramática y a menudo dolorosa para las comunidades
musulmanas, intenta desvelar y reconstruir una esencia étnica, cultural,
lingüística o histórica que confiera características indelebles y, al mismo
tiempo, originales a las comunidades islámicas contemporáneas. Este esfuerzo
puede ser calificado de traumatizante y de inútil: los ingredientes
aparentemente más sólidos del acervo cultural e histórico de los pueblos
musulmanes resultan ser una mixtura contingente de elementos que provienen que
otras tradiciones nacionales o que tienen una procedencia común en los más
diversos procesos civilizatorios.
En la mentalidad islámica ortodoxa el Estado posee una dignidad superior a la
del individuo; este último existe sólo en y para la colectividad.
Derechos humanos, instituciones autónomas al margen del Estado omnímodo y
mecanismos para controlar y limitar los poderes del gobierno son considerados a
menudo como opuestos al legado coránico y llevan una existencia precaria. El
comportamiento adecuado a tales circunstancias es el sometimiento (lo que es el
significado literal de Islam) a las autoridades temporales y
espirituales, complementado por un quietismo intelectual bastante estéril.
El desenvolvimiento del individuo en un ámbito liberado de la influencia del Estado
y protegido por estatutos legales fue poco conocido y menos aún practicado en
el mundo islámico hasta la introducción parcial de la legislación europea.
Por ello es un hecho generalizado que hasta hoy el rol de los derechos humanos
y políticos sea marcadamente secundario, que la división de los poderes
estatales y el mutuo control de los mismos permanezcan como una ficción, que el
régimen de partido único goce todavía de excelente reputación y que la
autoridad suprema tienda a ser caudillista, carismática y justificada
teológicamente. Este es el caso del Irán contemporáneo. Todos estos elementos
tienden a reforzar un monismo liminar: una sola ley, un único modelo de
reordenamiento socio-político, una cultura predominante, una estructura social
unitaria y, como corolario, una voluntad general encarnada en el gobierno de
turno. Este sistema, que confunde aclamación con participación popular y la
carencia de opiniones divergentes con una identidad colectiva sólida y bien
lograda, corresponde, en el fondo, a un estadio evolutivo premoderno y tal vez
superado por la historia universal.
Esta es la mentalidad que ha prevalecido en la Palestina controlada férreamente
por la pedagogía dogmática impulsada por Hamás, en el Líbano meridional debido
a Hizbollah y en el Yemen dominado por los huthitas, pedagogía que puede ser
calificada como el intento – a menudo muy exitoso – de mantener a la población
en un estadio político y cultural de marcado infantilismo. Así resulta
relativamente fácil manipular a la sociedad, especialmente a los estratos
sociales de bajo nivel educativo.
Mediante un vistazo a la historia del ámbito musulmán se puede llegar a la
conclusión (obviamente provisional) de que la civilización islámica destruyó
mediante su primera y muy exitosa expansión militar una pluralidad de culturas
(la persa sasánida, las variantes bizantinas en Asia y África, las culturas
autóctonas del Asia Central y hasta las comunidades árabes pre-islámicas), que
habían alcanzado importantes logros civilizatorios propios, soluciones
originales en la superación de problemas económicos, institucionales y
organizativos y una brillantez inusitada en los campos del arte y la
literatura. Para estos ámbitos la cultura islámica trajo consigo un retorno a
modelos socio-culturales arcaicos, adoptados, como se sabe, de una sociedad
proto-urbana de beduinos, rodeada del medio hostil y aislante del desierto. Los
defensores actuales del particularismo y autoctonismo árabe-islámicos olvidan
que este no es precisamente la creación auténtica, libre y realmente aborigen
de muchos pueblos del Norte de África, del Cercano y Medio Oriente.
Contra los ideólogos del particularismo islámico se puede aducir que esta
tradición propugna también la validez universal de sus principios, normas y valores
de orientación, y de un modo bastante imperioso, cuando no despótico; que la
historia de esta cultura está plagada de atropellos de todo tipo cometidos
contra otros pueblos; y que la predominancia de la fe religiosa, que ha
impregnado casi todo aspecto de la vida civil, no es favorable ni a un proceso
más o menos autónomo de modernización ni a la comprensión de las otras
comunidades (y, sobre todo, de sus singularidades) a nivel mundial.
En Palestina el fundamentalismo islámico, propagado intensamente por Hamás,
exhibe una marcada negligencia con respecto al individuo y sus derechos
pre-estatales. Con el popular argumento de cimentar la unidad de la nación,
cohesionar el cuerpo social y unir todas las energías contra el enemigo
principal (Israel), los ideólogos anti-imperialistas de Hamás y grupos afines han
desempolvado ese legado de colectivismo totalitario y lo han utilizado
eficazmente para acallar toda crítica al gobierno propio y para impedir la
formación de cualquier oposición política. La situación en la
porción del Líbano, dominada por Hizbollah, es muy similar.
En muchos países musulmanes (claramente en la Franja de Gaza y en la
Cisjordania bajo la llamada Autoridad Palestina) las relaciones interhumanas se
basan en un modelo de connotaciones mayoritariamente irracionalistas e
infantilizantes, modelo que presupone la fusión colectiva de las voluntades de
un modo prerracional.
Por el contrario, la concepción de un contrato socio-político voluntario,
surgido de una decisión libre y democrática (por ejemplo: mediante elecciones
de carácter pluralista), ha jugado un papel muy limitado en la constitución de
los estados actuales del ámbito islámico.
La constelación contemporánea en Palestina y en muchos estados del ámbito
islámico no deja mucho espacio a las libertades de expresión y asociación, a la
propiedad privada, menos aún al cosmopolitismo y al pluralismo contemporáneo, y
más bien engendra un instrumentario ideológico que puede ser usado para
reprimir cualquier idea o corriente política que parezca incómoda a los ojos de
los gobernantes. Es comprensible que la mayoría de los llamados “movimientos de
liberación nacional” de orientación islámica fundamentalista ─ como lo fue
en África el caso de Argelia, Sudán, Eritrea, Somalia y Libia ─ hayan elegido
el principio conservador de la identidad étnico-cultural como fundamento de los
nuevos estados y no la noción liberal del plebiscito cotidiano o la asociación
voluntaria laica de los ciudadanos consultados previamente. La concepción de negociaciones
voluntarias y surgidas de una decisión libre y democrática ha jugado un papel
muy limitado en la política cotidiana de Palestina y especialmente de la Franja
de Gaza.
Esta “cultura a la defensiva” (como la designó el analista sirio Bassam Tibi)
pretende una síntesis entre el desarrollo técnico-económico moderno y la
civilización tradicional en los campos de la vida familiar, la religión y las
estructuras socio-políticas.
Es decir: acepta de manera totalmente acrítica los últimos progresos de la
tecnología, los armamentos, los sistemas de comunicación más refinados
provenientes de Occidente y sus métodos de gerencia empresarial, por un lado, y
preserva, por otro, de modo igualmente ingenuo, las modalidades de la esfera
familiar e íntima, las pautas colectivas de comportamiento cotidiano y las
instituciones políticas de la propia herencia histórica conformada antes del
contacto con las potencias europeas. La consecuencia de estos procesos de
aculturación, que siempre van acompañados por fenómenos de desestabilización
emocional colectiva, se traduce en una mixtura de (a) una extendida tecnofilia
en el ámbito económico-tecnológico con (b) la conservación de modos de pensar y
actuar premodernos, particularistas (en sentido negativo) y a veces retrógrados
en los otros campos de la vida humana, como la situación de la mujer. El
resguardar y hasta consolidar la tradición socio-política del autoritarismo
tiene entonces la función de proteger una identidad colectiva en peligro de
desaparecer.
El resultado general fue anticipado por el primer intento de modernización en
el mundo árabe, en el Egipto de la primera mitad del siglo XIX bajo el
despotismo ilustrado de Mehemet Alí, quien gobernó este país entre 1805
y 1848. Como se puede ver ya en la notable obra de Mohammad ‘Abduh
(1849-1905),
quien llegó a ser Gran Mufti de Egipto, se quería combinar un intento sostenido
de modernización (restringido a la racionalidad instrumental) con un rechazo
concomitante del racionalismo humanista, el liberalismo y la democracia
occidentales, pues estos factores representarían, según Mohammad ‘Abduh,
el núcleo de una sociedad impía y, por lo tanto, aborrecible. Pero el armamento
moderno, la tecnificación del transporte y las fábricas mecanizadas constituirían
lo aprovechable de la civilización occidental, lo que podía ser utilizado sin
contaminar la identidad profunda de la cultura endógena.
El resultado contemporáneo general ha sido una modernidad imitativa, que adapta
más o menos exitosamente algunos rasgos de la sociedad industrial moderna,
rasgos pueden ser resumidos bajo la categoría de una racionalidad técnico-instrumental.
Pero sus otros grandes logros, que van desde la democracia parlamentaria hasta
el racionalismo y la ética basada en el humanismo y la tolerancia, son
rechazados con inusitada vehemencia, por pertenecer a los elementos satánicos
de Occidente.
Este tipo de mentalidad está fuertemente implantado en la población de Palestina.
Hamás ha contribuido eficazmente a ello. Hamás trata a su propia gente sin
ninguna consideración por el valor y la suerte de los individuos. A Hamás le
conviene un número muy alto de víctimas, lo que incrementa paradójicamente su
popularidad y autoridad. Es ilusorio pensar que la población de Palestina,
mediante un examen racional de consciencia, se percate de que es un mero
instrumento en los perversos juegos de poder de la dirigencia de Hamás. Por
ello el conflicto puede extenderse todavía por largos años. La población
palestina, lamentablemente, nunca generará por sí sola un pensamiento autónomo
y crítico o, en el caso concreto actual, un examen colectivo de consciencia
para percatarse de que Hamás, mediante su criminal invasión del 7 de octubre de
2023, la hundió en la destrucción y la muerte.
La enorme complejidad del actual conflicto entre Israel y Palestina nos obliga
a considerar un punto de vista adicional, como el representado por las muchas
obras del sociólogo Peter Waldmann acerca de los fenómenos de violencia
política desenfrenada. Como nos recuerda este autor, el terrorismo tiene ya
una larga historia, que se remonta por lo menos a la segunda mitad del siglo
XIX en el caso de los anarquistas radicalizados.
Los terroristas – como Hamás en la actualidad – tienden siempre a provocar sobrerreacciones
del Estado que ellos combaten, independientemente de la legitimidad de sus
intenciones. Esto desemboca en un horrible cálculo propagandístico – el
terror en cuanto estrategia contemporánea de comunicación, intimidación y
propaganda
–, el cual pretende generar una ola de simpatía e indignación propicia a los
terroristas, en este caso en favor de Hamás como la respuesta casi mundial que
ha suscitado a nivel mundial la sobrerreacción israelita. Waldmann nos recuerda
además que el terror estatal, desatado ahora por las fuerzas israelitas, puede
llegar a ser más destructivo y mortífero que la provocación producida
originalmente por Hamás. Estamos ante una situación aporética.
Ya se han dado más de 42.000 fallecidos del lado palestino, la mayoría mujeres
y niños, aunque hay que considerar que un buen número de ellos podrían ser
militantes armados de Hamás. El ex-ministro de Relaciones Exteriores y de
Seguridad Pública de Israel, el conocido historiador Shlomo Ben Ami
– un crítico de la conducción actual de la guerra por Israel –, ha
enfatizado la complejidad del conflicto en el Cercano Oriente, en el cual todos
los actores desempeñan un juego ambivalente y sucio. Por ejemplo: la Fuerza
Provisional de las Naciones Unidas para el Líbano (FINUL / UNIFIL),
estacionada en ese país a partir de 1978 para garantizar la paz en la región,
ha cometido una flagrante violación de la resolución 1701 del Consejo de
Seguridad de las Naciones Unidas (del 11 de agosto de 2011), al no desarmar a
Hizbollah y a otros grupos armados en el sud del Líbano, como ordenaba
explícitamente la resolución, y a permitir durante décadas y en sus cercanías
inmediatas la edificación de modernas bases militares de Hizbollah, destinadas
exclusivamente a lanzar cohetes contra Israel.
Por otro lado, el fanatismo religioso, antiliberal, antidemocrático,
anti-universalista y profundamente etnonacionalista, que propagan exitosamente
partidos y grupos conservadores en Israel, impide a una buena porción de la
población israelita el desarrollar cualquier sentimiento de comprensión y de compasión
por las víctimas de su acción bélica.
Esta corriente de pensamiento se halla en franco ascenso y difusión en los
últimos años. Como señala la socióloga franco-israelita Eva Illouz, ideologías
religioso-nacionalistas, que propagan muy activa y exitosamente la
discriminación de los musulmanes y, en realidad, de todos los que no son judíos
propiamente dichos, pueden movilizar políticamente a amplios sectores sociales
mediante el énfasis en la pureza racial y en la naturaleza presuntamente
privilegiada por Dios de la propia etnia, discriminando para siempre a los
impuros, a los otros, a los diferentes. De allí hay solo un paso
a justificar la destrucción del pueblo palestino. En la historia de Israel, el
“pueblo elegido” de Dios, hay un lejano antecedente que muestra la continuidad
de esta terrible tradición: en la primera etapa de la ocupación de la “tierra
prometida” – que estaba habitada por los cananeos desde épocas inmemoriales –
los judíos asediaron y tomaron Jericó (ca. 1400 a. C.), pasando a cuchillo a
todos los habitantes, masacre agradable y legítima a los ojos de Yahveh, el
Dios guerrero y vengativo de los hebreos.
La arrogancia israelita frente el mundo islámico en particular y a los
palestinos en particular, junto con la actual indiferencia ante el sufrimiento
concreto de las víctimas inocentes de la invasión en curso, constituyen
factores que a largo plazo van a hacer aún más precaria la propia legitimidad
del Estado de Israel en los ojos de la mayoría de la población del Cercano y
Medio Oriente. Y esto, además, tiende a poner en riesgo el carácter democrático
y los valores éticos que caracterizaron a Israel hasta hace poco tiempo. Como
afirma Ezequiel Kopel, la guerra en Gaza ha resultado ser una “catástrofe
moral” para Israel”.
Por todo ello no hay esperanza para un futuro mejor en esa región. Y a todo
esto hay que agregar que este conflicto regional se inscribe en uno mayor: la
defensa de los valores occidentales de la democracia y el pluralismo contra la
nueva santa alianza (Rusia, China, Corea del Norte, Irán), que
representa las normativas tradicionales del autoritarismo y el colectivismo.