H. C. F.
Mansilla
La
contribución de Carl Schmitt y Walter Benjamin al rechazo de la modernidad y
del racionalismo de parte de círculos progresistas latinoamericanos
Importantes
enfoques sobre la evolución latinoamericana (como las teorías favorables al
populismo y al nacionalismo de izquierda y los estudios postcoloniales) se
basan en simplificaciones acerca de la modernidad occidental, lo que tiene una
raíz romántica. Estas teorías trabajan con oposiciones binarias excluyentes,
que han sido anticipadas por Walter Benjamin e inspiradas por Carl Schmitt. Su
efecto práctico consiste en la consolidación del autoritarismo tradicional y en
la justificación del paternalismo ancestral. Por otra parte, estas oposiciones
binarias simplifican la realidad del presente e impiden una comprensión
adecuada del complejo mundo moderno.
Palabras
clave: Carl Schmitt, decisionismo, modernidad, oposiciones binarias
excluyentes, racionalismo, Walter Benjamin
H. C. F.
Mansilla
The
Contribution of Carl Schmitt and Walter Benjamin to
the Reject of Modernity and Rationalism by Progressive Circles in Latin America
Important
approaches on the Latin American evolution (like the theories propitious to
populism and leftist nationalism and the postcolonial studies) are based on
simplifications concerning occidental modernity. Those theories have a romantic
root and they work through excluding binary oppositions. They were forecast by
Walter Benjamin and inspired by Carl Schmitt. Their practical result lies in
the consolidation of traditional authoritarianism and in the justification of
ancestral paternalism. Otherwise, these binary oppositions simplify present
reality and avoid an adequate understanding of the complex modern order.
Key words:
Carl Schmitt, decisionism, excluding binary oppositions, modernity,
rationalism, Walter Benjamin
La
contribución de Carl Schmitt y Walter Benjamin al rechazo de la modernidad y del
racionalismo de parte de círculos progresistas latinoamericanos
Por: Dr. H. C. F.
Mansilla
El rechazo al mundo occidental
Después de la Primera Guerra Mundial surgió en las naciones que perdieron la contienda un sentimiento
generalizado que impugnaba las instituciones de la moderna democracia
representativa, a la que se acusaba de haber estropeado las tradiciones históricas
que conformaban la sólida identidad nacional de las sociedades centro-europeas.
Este quebranto de la unidad de la cultura espiritual habría favorecido la
derrota frente a los aliados occidentales.
Con muchas
variantes, este sentimiento intelectual también está presente en la actualidad
latinoamericana. Se trata de un fenómeno muy expandido, que hoy en día se puede
constatar en muchos países de Asia, África y América Latina, y que en líneas
generales puede ser definido como la contraposición entre la civilización
occidental – brillante pero superficial – y la cultura autóctona, tediosa
pero profunda. Se piensa que la civilización occidental ha ganado la primera
batalla contra la cultura auténtica y primordial de los pueblos del Tercer
Mundo, pero el resultado final de esta confrontación está aún abierto, porque
la modernidad occidental no ha logrado triunfar del todo. La civilización
inhumana, egoísta, despersonalizada, materialista y mecánica de Occidente,
regida por el vil dinero, la fría racionalidad y el individualismo alienante, puede
ser todavía mitigada, piensan los optimistas, por las culturas autóctonas de
Asia, África y América Latina, precisamente porque estas habrían preservado el
ámbito de las emociones y los lazos primarios, el sentimiento trágico de la
vida, las experiencias del heroísmo cotidiano y las jerarquías orgánicas de
toda comunidad humana.
En lugar de
la “fría racionalidad” de Occidente habría que echar mano a una metodología
distinta – las intuiciones y las corazonadas como una vía totalmente legítima de acceso al
conocimiento filosófico y sociológico –,
metodología que con los años se ha transformado en un instrumento muy popular
en el seno de los estudios postmodernistas y relativistas. En contraposición, la
civilización occidental sería un invento artificial y artificioso proveniente de
la dimensión urbana, de antigüedad y respetabilidad muy discutibles, creada por
comerciantes y administradores, que habrían trasladado el sistema competitivo
cortoplacista propio del mercado al terreno político, es decir al campo de los sentimientos
nobles, las intenciones prístinas y los asuntos de largo aliento.
Este es el
punto central para nuestras reflexiones. Los críticos de la modernidad y el
racionalismo occidentales combaten simultáneamente dos aspectos básicos como si
fuesen uno solo: (1) los complejos fenómenos de alienación y explotación,
pertenecientes al campo del capitalismo contemporáneo y (2) los procedimientos
para la solución de conflictos y generación de voluntades políticas asociados a
la democracia occidental. Es verdad que la democracia liberal propicia un
sistema competitivo en el cual los diferentes intereses y partidos luchan entre
sí en un foro abierto por el favor del público elector y que los resultados de
las inevitables negociaciones entre los partidos se cristalizan en compromisos
que no satisfacen plenamente a todos, pero sólo desde una posición premoderna y
prerracional – que sigue siendo muy expandida en el Tercer Mundo y
especialmente en América Latina – se puede afirmar que todo esto es
antiheroico, insustancial, trivial e inmoral y que no tiene valor porque habría
sido creado por espíritus prosaicos, como mercaderes y funcionarios. Únicamente
desde una perspectiva axiológica absolutista se puede esperar un método
perfecto para regir los asuntos humanos, que brinde además una completa
identificación entre gobernantes y gobernados. De acuerdo a la amplia
experiencia histórica, tenemos que contentarnos con el mal menor y con
soluciones provisionales, que no por esto merecen ser vistas como la banalización
de los asuntos públicos.
En este
contexto es donde ocurre la negación de la autenticidad de la modernidad: esta
habría sido no sólo casual y contingente, sino también trivial y vana. Y de acuerdo a esto último
también se puede y se debe relativizar la significación del Renacimiento, la Reforma protestante y los otros logros europeos con la consciencia tranquila y, al mismo tiempo, se proclama
la necesidad de revigorizar elementos del orden premoderno como el decisionismo
político, la vigencia de caudillos tradicionales, el retorno de las jerarquías
sociales convencionales y los modelos rutinarios de autoritarismo y populismo.
Como se
mencionó, después de la Primera Guerra Mundial emergió un amplio rechazo contra
las formas modernas de hacer política, rechazo que estaba inmerso en un
dilatado romanticismo político como antítesis palpable de la Ilustración y el racionalismo.
Puesto que se acusaba a la fría razón occidental de todos los males de la
época, se rehabilitaron el renombre y el atractivo del destino irracional, de la
fuerza dionisiaca instintiva y creadora y de procesos decisorios basados en
sentimientos profundos. Pensadores como Martin Heidegger, Walter Benjamin y
Carl Schmitt y literatos como Gottfried Benn, Ernst Jünger y Charles Maurras han
pertenecido a esta misma tradición cultural y han tenido experiencias vitales similares.
Según Jürgen Habermas, Carl Schmitt, Walter Benjamin y los intelectuales
de ideas afines propagaron una respuesta pseudo-revolucionaria favorable,
en el fondo, a la vieja nostalgia por el antiguo orden – lo aparentemente Otro
con respecto al racionalismo político –, y la respuesta habría sido reaccionaria.
El rechazo del racionalismo en la política: la crítica a
la democracia moderna
El
romanticismo político conllevó inmediatamente una severa impugnación de la
moderna democracia liberal representativa, con sus complicados mecanismos de
controles y contrapesos, y trajo consigo de manera inevitable una
revalorización positiva de formas elementales y hasta arcaicas de hacer
política: la democracia directa, el referéndum y el plebiscito, la
movilización de masas en pos de cuestiones fácilmente comprensibles, el
entusiasmo de las emociones “puras” (es decir: sencillas, nobles, profundamente
sentidas) y su corolario inevitable, la vigencia de los caudillos. Esta es, in
nuce, la posición que compartieron innumerables intelectuales después de
1918 y que configura los teoremas centrales de Carl Schmitt (1888-1985). Esa atmósfera, que se manifestó
en la postguerra a partir de 1918, pero que se derivaba de antiguos legados
culturales autoritarios,
se da actualmente, con todas las variantes y reservas que establece el tiempo
transcurrido, en dilatadas regiones del Tercer Mundo y particularmente en
América Latina, sobre todo después de la enorme desilusión que ha significado
el periodo neoliberal (alrededor de 1980 a 2000).
Este amplio
desencanto se combina con la creencia popular de que los complicados mecanismos
y procedimientos de la democracia representativa son la base del contubernio
oscuro y la componenda inmoral: la política de pactos y compromisos, por
ejemplo, es vista como la suplantación de la genuina voluntad popular. La
siempre enrevesada esfera institucional de la democracia representativa
desincentiva el interés colectivo por desentrañar los detalles confusos de la esfera
política. Como remedio surge entonces el anhelo de simplificar el proceso decisorio
y electoral, aunque esto signifique, en el fondo, el rechazo de la
modernidad política, la impugnación del actual mundo complejo, el retorno a lo
conocido, cercano y comprensible. En sociedades con una tradición autoritaria
el regreso al caudillismo convencional es percibido como una vuelta a una
constelación donde rigen los valores y las directivas simples de la infancia y
la familia.
Lo político como impulso primordial
Pensadores
afines a corrientes populistas y, sobre todo, al organicismo antiliberal
se han sentido atraídos por la revalorización que realizó Carl Schmitt del
poder político como una fuerza extraordinaria, primordial y casi sagrada, idea
contrapuesta a la comprensión del poder como una forma altamente estructurada de
dominación con sus rutinas de legalización y estabilización y con propensión a
generar normas burocráticas relativamente complicadas. La doctrina de Schmitt
como simplificación del fenómeno del poder ha sido un teorema siempre
bienvenido en periodos históricos cansados de sutilezas. Para las corrientes
asentadas en la tradición autoritaria, el decisionismo resulta ser la respuesta
adecuada al detestable contractualismo liberal, porque el fundamento primero
y último del orden político sería la decisión irracional y no las normas
debatidas de modo discursivo y democrático. Schmitt estuvo en contra de pensar
lo político como una actividad falible e incierta, porque en el fondo tenía
añoranza por un orden social simple y basado en certidumbres inequívocas. Además:
la argumentación permanente y la tolerancia pluralista no constituirían, según
Schmitt, elementos genuinos de la democracia contemporánea de masas. Esta
última estaría determinada por factores irracionales, “voluntaristas” y
plebiscitarios: el pueblo tomaría sus decisiones según los criterios de
simpatía y antipatía, de amistad y enemistad. Esto incluiría a menudo la
identidad de gobernantes y gobernados.
En el fondo la doctrina de Schmitt propugnaba una concepción de lo político
como un retorno definitivo a lo arcaico y primordial, una vuelta a lo
elemental, a lo “sano” y a veces irracional, que, de acuerdo a Schmitt, se
diferenciaba radical y ventajosamente del ámbito moderno, corrompido por la
incertidumbre liminar, la racionalidad instrumental y el juego de intereses.
Ambos
impulsos: el retorno al orden premoderno (lo que reduce la inseguridad) y el
rechazo del complejo sistema institucional de cuño liberal-democrático (que
evita el juego político en cuanto componenda inmoral de comerciantes y
administradores), tienen una larga serie de ilustres antecedentes y
propagandistas en varias tradiciones culturales. No sólo la propensión de
Jean-Jacques Rousseau – uno de los autores favoritos de Carl Schmitt – hacia la
democracia directa, sino también el actual renacimiento de formas autóctonas de
hacer política en el área andina y en el ámbito islámico, coinciden en
calificar el libre juego de intereses, las negociaciones políticas y el
pluralismo ideológico como algo contrario a la genuina voluntad popular. Estas
herencias culturales comparten con Schmitt la aversión a la heterogeneidad de
todo tipo como si fuese una carencia o una equivocación del desarrollo
histórico.
De aquí se llega rápidamente a impugnar la racionalidad de sistemas electorales
“neoliberales” basados en el voto individual y secreto y a propagar la
“necesidad” de regresar a la aclamación abierta y al voto colectivo público.
De acuerdo
a estos enfoques la voz del pueblo – el impulso primordial por excelencia – se manifestaría
clara y abiertamente por medio de plebiscitos y referéndums, es decir a través
de métodos relativamente simples, en los cuales la población se expresa de
acuerdo al binomio sí o no. Esto tendría la ventaja de una gran cercanía
al pensamiento popular y a la voluntad auténtica del pueblo. Estas opciones
decisorias son evidentemente fáciles de comprender y corresponden a la
dicotomía básica “amigo / enemigo”, que, como se sabe, ha sido y es parte
integral de ideologías autoritarias. En este contexto Carl Schmitt afirmó que
el enemigo político no necesita ser “moralmente abyecto”, ni “estéticamente feo”.
Tampoco es obligatoriamente un concurrente económico; se puede hacer negocios
con él. Pero basta que sea el otro, el extraño en un sentido intenso y
existencial, para que se convierta en el adversario. La dicotomía amigo /
enemigo ayuda entonces a expresar fácilmente la identificación del pueblo con
el gobierno que propone esta disyuntiva plebiscitaria, y esta identificación
contribuye, a su vez, a consolidar una democracia homogénea que expulsa sin
grandes miramientos a los elementos heterogéneos. En la praxis
latinoamericana los sistemas populistas y sus defensores suponen que este tipo
de democracia directa es lo adecuado para eximirse de los molestos
procedimientos liberales y pluralistas. Al devaluar todo rasgo
discursivo-argumentativo, se prepara el terreno para percibir a los líderes
carismáticos como fenómenos que no pueden ser comprendidos racionalmente, sino
sólo experimentados existencialmente, lo que además sirve para exculpar de toda
responsabilidad histórica a las tendencias autoritarias y populistas. Esta
exculpación fue postulada y defendida explícitamente por Carl Schmitt.
La oposición binaria excluyente: amigo / enemigo
La
dicotomía política fundamental (amigo / enemigo) tiene una larga historia en la
política latinoamericana en cuanto oposición binaria excluyente. Las famosas
contraposiciones ideadas o propaladas por el peronismo argentino, patria /
antipatria, nación / antinación, han tenido hasta hoy una considerable
eficacia en la praxis política. ¿Quién va a estar dispuesto a buscar o
encontrar aspectos positivos en un fenómeno llamado antipatria o antinación?
Algo similar sucede con la contraposición de sentimientos y fe, por un lado, y
leyes e instituciones, por otro; los sentimientos son percibidos como algo
noble y luminoso, mientras que las instituciones son vistas a menudo como la
fuente de la injusticia y las trampas. Esto favorece la identificación fácil
con aquellos fenómenos ideológicos y políticos definidos a priori como
positivos, es decir: sacralizados por una autoridad política o religiosa. Es
probable, sin embargo, que toda identificación fácil sea a la larga un
obstáculo con respecto a un proceso intelectual que intenta comprender una temática
compleja. Estas antinomias binarias gozan ahora de una notable simpatía en
América Latina, sobre todo entre los partidarios de ideas tradicionalistas
revestidas de modas ideológicas contemporáneas, todas ellas cercanas al
organicismo antiliberal. El teorema de amigo / enemigo no sólo explica una
realidad, sino que legitima un orden político y también justifica y da lustre
argumentativo a una constelación preconstituida como tal.
Esta
concepción no estaba y no está restringida a círculos conservadores y
derechistas. Por ejemplo: el desinterés por la esfera político-institucional y
la férrea voluntad de no enterarse de algunos detalles sucios de la realidad
llevó a que los miembros del primer periodo de la Escuela de Frankfurt – es decir: en la mejor época intelectual de Carl Schmitt – exhibieran
un desconocimiento proverbial de los mecanismos político-institucionales. Al
mismo tiempo este déficit de lo político potenció una notable
construcción teórica, una amalgama de logos, violencia y poder, lo que
dio por resultado la famosa crítica totalizadora de la razón de Theodor W.
Adorno y Max Horkheimer, que contiene manifiestas exageraciones e inexactitudes,
que dejan percibir una incomprensión básica de la democracia representativa y
de la esfera político-institucional. Distinguidos intelectuales de indudable
prosapia progresista e izquierdista, como Walter Benjamin, Ernst Bloch y Herbert
Marcuse, alimentaron la concepción de que el parlamentarismo y el pluralismo
eran “cloroformo” para el proletariado y que las ideas liberales eran sólo
instrumentos de la “burguesía” para seducir a las masas explotadas o, en el
mejor caso, ficciones para obnubilar a los ingenuos. Pese a la terminología
marxista, la cercanía a Carl Schmitt es manifiesta.
Paradójicamente
en la sencillez de la concepción de Schmitt y en su rechazo implícito de lo
incierto reside su aceptación por intelectuales desorientados que buscan
afanosamente el núcleo presuntamente irreductible, el cimiento último de la
vida política. Ellos suponen que el radicalismo de esta concepción contribuye a
descubrir la imaginada esencia de lo genuinamente político, radicalismo que
ayudaría a desvelar la hipocresía que encubre la engorrosa democracia
parlamentaria y pluralista. El poder es identificado con algo que no se puede
definir claramente, pero que posee una enorme fuerza de atracción: el poder
entorpece la serenidad del intelectual, pero produce una soif de l'infini
difícilmente explicable y al mismo tiempo embriagadora – un fin en sí mismo –,
que hace a un lado la preocupación, vista en tal caso como subalterna, de tener
que definir para qué se quiere conquistar el poder. Es un decisionismo
resuelto y firme, pero sin metas claras y, por supuesto, sin propósitos
negociables. Como afirmó Volker Gerhardt en un texto muy meditado, este
concepto nietzscheano de poder, sin contenido, exento de metas discernibles y
sin tener la obligación de justificarse, es vacío y no tiene ninguna utilidad
racional.
Las concepciones decisionistas de Carl Schmitt y autores afines, que poseen un
claro tinte esencialista, tienden a enaltecer excesivamente la voluntad
política del Estado, que sería per se cambiante e imprevisible, y que no
debería limitarse a una razón mutilada por el discurso argumentativo.
La popularidad de las simplificaciones en la actualidad
latinoamericana
Pese a las
abiertas simpatías fascistas de Schmitt, su influencia no deja de crecer en
círculos “progresistas” y populistas de América Latina: una popularidad
tan dilatada como sorprendente. Se supone que
Schmitt logró fundamentar teóricamente una imprescindible revalorización de la
voluntad popular y del decisionismo que ahora estarían a la orden del día. Y a
todo esto hay que añadir en América Latina la atracción positiva que irradia la
violencia política ─ admitida por
Karl Marx y Carl Schmitt como uno de los más importantes impulsos históricos ─ en cuanto la gran fuerza regeneradora de
sociedades adormiladas por las corrientes “foráneas” del liberalismo y el
pluralismo.
Una pensadora
muy influyente en el Nuevo Mundo, Chantal Mouffe, criticó con toda razón
a los teóricos optimistas y hasta apologéticos de la globalización, que
postulan un pluralismo aséptico, una confrontación dulcificada de intereses
sociales y la desaparición de toda antinomia genuinamente política en un mundo
signado aparentemente por la tolerancia liberal y la probabilidad de un
consenso razonado.
Frente a esta visión “antipolítica”, Mouffe, basada parcialmente en argumentos
de Carl Schmitt, propugnó nuevamente una crítica radical del liberalismo,
especialmente en lo que se refiere a sus fundamentos racionalistas e
individualistas, los que, de acuerdo a Mouffe, imposibilitan el reconocimiento
de identidades colectivas y el adecuado tratamiento de regímenes populistas y
de sistemas sociales colectivistas.
Esta autora supone que los antagonismos (en la modalidad que ella llama
“agonismos”) no desaparecen jamás y que es indispensable un instrumento teórico
fundamentado en el teorema de amigos / enemigos (como ella también los llama:
“nosotros / ellos”) para aprehender correctamente el campo de lo político.
Lo
criticable en la teoría de Mouffe es la insistencia en explicar la dimensión
actual de la política mediante oposiciones binarias excluyentes ─ como las que postuló Carl Schmitt ─ y la inclinación a diluir la vigencia de los derechos
humanos y los procedimientos del Estado de derecho por medio del argumento,
cómodo y peligroso, de que estos fenómenos representan características
específicas de la cultura occidental, que por ello no son universalizables y no
pueden y no deben ser impuestas a otros modelos civilizatorios en el planeta. El efecto final de este
enfoque es, en claro paralelismo con Carl Schmitt, la simplificación de una
problemática compleja y la “comprensión” benevolente de todo tipo de régimen autoritario
y populista.
La popularidad de Walter Benjamin: el antimodernismo
En este
contexto hay que indagar las causas por la divulgación positiva que Walter
Benjamin (1892-1940) – inspirado parcialmente por Carl Schmitt – ha
alcanzado en América Latina, a veces por vías indirectas. La crítica de esta
curiosa especie de popularidad nos puede conducir al fundamento conservador,
antimodernista e irracionalista de Benjamin y Schmitt. No hay duda de la eximia
calidad filosófica de la obra de Walter Benjamin, pero él tuvo muy poco aprecio
por la moderna democracia representativa y por el racionalismo en la esfera
práctica, pues su concepción mesiánico-teológica de la vida política lo llevaba
a despreciar las mediaciones entre los polos programáticos, los compromisos
provisionales y las negociaciones con los adversarios – es decir: lo central y
constitutivo de la política –, como si estos elementos fuesen algo subalterno y
detestable, algo así como frenos a la auténtica y anhelada revolución. Como
afirma Wolfgang Kraushaar en un hermoso texto muy bien meditado,
Benjamin creía que solo la renuncia a las mediaciones y a los caminos
intermedios podría garantizar la esperanza de la redención mesiánica en el campo
socio-histórico.
Su visión teológico-mesiánica le obligaba a favorecer los extremos y a
subestimar cualquier solución intermedia, pues la esperanza en la redención
correspondía a un salto cualitativo que la humanidad debería ejecutar,
sin concesiones o compromisos, desde la opresiva sociedad de clases hasta el
nuevo horizonte de la revolución salvadora. Esta noción benjaminiana, de índole
fundamentalista y salvífica, es proclive a legitimar regímenes totalitarios: la
negativa rotunda a permanecer en la prosaica y tediosa realidad burguesa
conduce a soluciones radicales y por ello a minimizar las consecuencias de un
régimen dictatorial. Benjamin jamás criticó al socialismo realmente existente
en la Unión Soviética o a Stalin. De acuerdo a Kraushaar, esta posición estaba
impregnada por un “gesto activista”,
aunque en la vida cotidiana Benjamin tendía a una clara pasividad política.
Este
conjunto de aspectos constituye la base para la popularidad contemporánea de
Benjamin entre los intelectuales latinoamericanos, que combinan sin problemas
un marxismo tradicional-dogmático con las últimas novedades del relativismo
postmodernista:
(a) un
sustrato teológico en el pensamiento político, muy extendido aún hoy en una
cultura permeada por el organicismo católico;
(b) el
predominio de una urgencia revolucionaria, que no permite dilaciones, es decir:
consideraciones hacia los otros actores políticos que no sean los
revolucionarios de la propia línea;
(c) una
inclinación a minimizar las consecuencias prácticas de una programática
totalitaria;
(d) una
tendencia general de carácter antipluralista y anti-individualista; y
(e) un estilo
esotérico, barroco, frondoso y oscuro, muy difundido en la literatura del Nuevo
Mundo desde el tiempo de la colonia española.
La
propagación de estos factores en América Latina ha sido facilitada recurriendo
al prestigio de la obra de Walter Benjamin, por más curiosa que suene esta
aseveración. En todo esto hay un factor mágico, como se expresa
Kraushaar, que apela a posibilidades mesiánicas de redención social, las cuales
no están sostenidas ni por procedimientos racionales ni por los datos de la
realidad empírica.
Hoy en día
en buena parte de América Latina se proclama la necesidad de revigorizar
elementos del orden premoderno como el decisionismo político, la vigencia de
caudillos tradicionales y los modelos rutinarios de autoritarismo y populismo, lo que está vinculado con
un redescubrimiento de las culturas precolombinas y del catolicismo barroco. Todo esto viene acompañado
de una visión romántica y embellecida en torno a ambos fenómenos. Al mismo
tiempo se puede detectar una tendencia vigorosa a postular un “marxismo
latinoamericano heterodoxo”,
basado explícitamente en Martin Heidegger, Walter Benjamin y Carl Schmitt y
ampliado por los enfoques postmodernistas y los estudios postcoloniales.
Al igual
que Schmitt, Benjamin rechazó toda fundamentación iusnaturalista del derecho y se decantó por un
positivismo jurídico muy convencional, que considera que todo derecho es, en el
fondo, casual y basado en la violencia irracional, particularista y egoísta.
Las leyes representarían la creación de dispositivos instrumental-racionales
con respecto a ese derecho siempre arbitrario.
La conclusión es conocida: el gobierno del instante, y no la verdad o la razón,
sería el único fundamento legítimo del derecho (Auctoritas non veritas facit
legem).
Los teóricos del populismo y el socialismo autoritarios creen que este axioma
debe tener plena vigencia para la vida cotidiana de sus respectivos regímenes.
El resultado final es la identificación del derecho con las disposiciones
momentáneas del gobierno por ser este la representación legítima del Estado. Se
trata de una clara simplificación (una desdiferenciación) de los asuntos públicos,
lo que conduce a la desaparición de la política y la moral genuinas, pues para
un florecimiento razonable de ambas se requiere de la articulación argumentada
de preferencias y la posibilidad de elecciones reflexionadas entre opciones
distintas.
Las dos fuerzas de la teoría benjaminiana
Para
esclarecer esta temática se acude aquí a una crítica de las concepciones de
Walter Benjamin a causa de la calidad de su obra y, ante todo, por haber
formulado temprana y lúcidamente una concepción sobre las antinomias binarias
de la cultura y de la política que es muy semejante a la que prevalece en
dilatados sectores intelectuales latinoamericanos. En el núcleo
del pensamiento benjaminiano y en teorías afines se encuentra la contraposición
de dos grandes fuerzas. Por un lado se halla la esfera del sentimiento
religioso, de los sueños y anhelos de la sociedad y de las concepciones morales
de la misma, esfera que se acerca al campo de lo divino y que por ello no puede
ser comprendida – o descrita – adecuadamente sólo mediante esfuerzos
racionales. Es el espacio del amor, el altruismo, la confianza y la
espontaneidad en las relaciones humanas, el terreno de la solidaridad inmediata
entre los hombres y de la amistad sin cálculo de intereses, pero también el
lugar de las utopías sociales, la cólera revolucionaria y la violencia política
ante las injusticias históricas. Aquí no tienen cabida las intermediaciones
institucionales, las limitaciones impuestas por leyes y estatutos. Esta esfera
posee una dignidad ontológica superior en comparación con las otras actividades
y creaciones humanas.
A ella no se puede aplicar una reflexión que analice la proporcionalidad de los
medios (por ejemplo: políticos o institucionales) o la adecuación instrumental
de medidas con respecto a fines, pues estos últimos estarían más allá de todo
esquema analítico-racionalista. Los valores de orientación de esta esfera son
“puros”, en el sentido de que su vigencia no depende de mediaciones, las que
siempre traen consigo un factor de distorsión y engaño, una posibilidad de
falseamiento y ventajismo. De acuerdo a esta reflexión, la violencia
revolucionaria tiene ese carácter de pureza y no puede ser juzgada por el
mezquino cálculo de proporciones. Las revoluciones genuinas, por lo tanto,
tendrían un derecho histórico superior frente a toda crítica proveniente del
liberalismo racionalista.
La otra
esfera, basada en el principio de rendimiento y eficacia, está constituida por
los asuntos prosaicos de la vida ordinaria: el campo laboral, los negocios y la
política convencional. (Es decir: la política como se presenta rutinariamente,
no la política en cuanto conquista sublime de la emancipación humana.) Aquí
prevalecen la racionalidad instrumental y la proporcionalidad de los medios. Es
el campo de las instituciones, los estatutos y las leyes, pero también de los
intereses particulares. La racionalidad instrumental permea todos los aspectos
de este espacio, el que puede ser descrito como la evitación o mitigación de
conflictos a través de mecanismos institucionalizados como el derecho positivo
y los contratos. Constituye el plano del egoísmo y de los cálculos mezquinos.
Es también el terreno por excelencia de las intermediaciones, cuyos
instrumentos son las negociaciones políticas, los compromisos y los acuerdos
provisionales.
Para Walter
Benjamin hay que atribuir a la primera esfera – la de la religión, la moralidad
y el altruismo – una dignidad superior por encima del campo de la
institucionalidad y las intermediaciones. Este último terreno concita casi
siempre un marcado sentimiento de desconfianza y desprecio, pues es considerado
como el lugar privilegiado de las patologías sociales. Se supone que los
factores asociados a la primera esfera disfrutan de las cualidades de pureza,
autorreferencialidad y hasta sacralidad. Estos aspectos no están,
afortunadamente, sometidos al principio de rendimiento, eficacia y
proporcionalidad; no prevalecen allí ni la racionalidad instrumental ni el
detestable debate de intereses. Aquí se encuentra, en cambio, el potencial de
nuevas concepciones, obviamente revolucionarias, acerca de la moral y la
política.
En esta
línea, y apoyado en Georges Sorel, Walter Benjamin aseveró que la violencia
revolucionaria y utópica es pura y autorreferencial: un fin en sí misma. De acuerdo a Benjamin, la
violencia revolucionaria y utópica no puede ser juzgada desde la perspectiva de
la proporcionalidad de los medios, ni desde la óptica convencional de la
filosofía de la historia, ni, menos aun, desde un punto de vista jurídico
convencional. Al ser una meta por derecho propio, la violencia revolucionaria
se convierte en sagrada. Igual que Sorel, Benjamin experimentó un notable
entusiasmo por la “heroica energía de las masas”. Como dice Axel Honneth
en un estimulante ensayo, el propósito de Sorel y Benjamin consistía en
mantener el concepto de lo político en la lejanía más grande posible de la
pugna de intereses, en un “anti-utilitarismo” doctrinario. Este intento de concebir
la “genuina” política – aquella que se consagra exclusivamente a la consecución
de la emancipación humana – en un estado de pureza prístina no hace justicia ni
a la realidad histórica ni al núcleo de la política, que es la perenne
discusión de intereses en el espacio de lo contingente y aleatorio y no algo
eximido de metas y anhelos cotidianos y prosaicos, es decir eminentemente
humanos. Pero precisamente esta concepción romántica de la violencia política
como algo utópico e irracional, arcaizante y, simultáneamente, proclive a un
uso generoso de la misma, ha sido la más difundida en círculos revolucionarios
latinoamericanos.
Las antinomias de Benjamin y las teorías de la
descolonización
Para comprender las teorías de la descolonización, muy populares actualmente en
el ámbito latinoamericano, es útil referirse a un texto del historiador
mexicano Adolfo Gilly, quien capta lo esencial de las doctrinas
descolonizadoras y logra reconstruir el sentimiento generalizado de los
intelectuales que hablan a nombre de la población indígena del área andina que
no ha sido favorecida por el desarrollo de las últimas décadas. Gilly se apoya
explícitamente en Walter Benjamin. Construye,
como este último, una contraposición entre dos grandes fuerzas que serían las
responsables por todo el acontecer latinoamericano, lo que, en última
instancia, es la lucha perenne entre el bien y el mal. A primera vista
parecería que Gilly supera la visión religiosa y desdiferenciada que propuso
Benjamin, describiendo el conflicto entre el anhelo por la dignidad y el
reconocimiento, que prevalece todavía en el seno de las comunidades indígenas
ecuatorianas, peruanas y bolivianas, y las dificultades de su satisfacción en
un medio que se moderniza aceleradamente, es decir que evoluciona imitando los
parámetros de los Otros, de la civilización occidental. Pero el
trasfondo teórico de Gilly es una nueva versión – muy sofisticada – de la
contraposición maniqueísta entre patria y antipatria, entre hogar genuino y
mundo alienado, que fue anticipada por Carl Schmitt y Walter Benjamin.
Al mismo tiempo Adolfo Gilly nos muestra la poderosa creencia ─ ahora
ampliamente difundida mediante la labor de los intelectuales indianistas e
indigenistas ─
acerca de las esencias colectivas, inmutables al paso del tiempo, que
determinan lo más íntimo y valioso de las comunidades indígenas, esencias que
no pueden ser comprendidas racionalmente, sino evocadas con mucho sentimiento,
como si ello bastara para intuirlas correctamente y fijarlas en la memoria
colectiva de la población andina. Estas esencias se manifiestan en los
elementos de sociabilidad, folklore y misticismo (la música, la comida, la
estructura familiar, los vínculos con el paisaje, los mitos acerca de los nexos
entre el Hombre y el universo), que conforman, según Gilly y muchos autores
actuales, el núcleo de la identidad colectiva andina y de su dignidad
ontológica superior. Se trata de una evocación que hace renacer un tiempo y un
mundo, y para ello hay que tener una empatía elemental a priori con ese
universo, que no puede ser comprendido mediante un análisis racional a
posteriori. Para entenderlo hay que tomar partido por él, por sus
habitantes, sus anhelos y sus penas. Únicamente los revolucionarios, mediante
su ética de la solidaridad y fraternidad inmediatas, pueden adentrarse en esa
mentalidad popular.
Este principio doctrinario conlleva, empero, el peligro de que comprender
abarque también las funciones de perdonar y justificar.
Adolfo Gilly ha incursionado en uno de los grandes temas de las ciencias
sociales latinoamericanas. Los indígenas constituyen un dilatado sector de la
población, y son las víctimas del odio y la violencia de los mestizos y
blancos, pero asimismo han sido humillados ─ o se sienten así ─ en los
últimos siglos por ser los perdedores de una evolución histórica, la que, como
es sabido, se basa ahora en la ciencia y la tecnología occidentales. Los
indígenas en Ecuador, Perú y Bolivia, por ejemplo, quieren ser reconocidos en
igualdad de condiciones y dignidad por los otros, los modernizados, pero estos
últimos, apoyados anteriormente en el poder político y hoy en día en los
avances científicos y técnicos de la modernidad, están inmersos en valores
normativos y en preocupaciones sociopolíticas que los hacen relativamente
indiferentes a los grandes temas indígenas. Los ideólogos de la
descolonización, como Adolfo Gilly, no están dispuestos a ver los aspectos
problemáticos en los sistemas civilizatorios que desplegaron los indígenas en
el Nuevo Mundo y que perviven en las comunidades campesinas de la región
andina, sistemas que no han generado los derechos humanos, la modernidad y sus
evidentes ventajas en la vida cotidiana. En cambio estos ideólogos promueven la
concepción de que las formas ancestrales comunitarias de organización y la
democracia directa y plebiscitaria representarían formas superiores de vida
social.
Entonces esta corriente de pensamiento recurre a una visión simplificada del
desarrollo histórico: los indígenas harían bien al iniciar un odio profundo a
los representantes del colonialismo interno, a los terratenientes, al Estado
manejado por los blancos y mestizos, a los extranjeros, pues ese odio, dice
Gilly, sería sagrado, vivificante, una manera de propia fortaleza, de
auto-afirmación ante uno mismo. La voluntad de sacrificio que nace de ese odio
constituiría una especie de sacrificio histórico, que se convertiría en amor al
pueblo, a los pobres y marginados. La
compensación por la dignidad perdida se revela, empero, como la consecución de
actos simbólicos y gestos casi esotéricos de muy poca relevancia práctica,
aunque se puede argumentar que los ajenos a esta cultura ofendida no
pueden comprender el alcance y la verdadera significación de esos actos y
gestos. De todas maneras: llama la atención la desproporción entre la
intensidad del sentimiento colectivo de reivindicación y compensación
históricas, por un lado, y la modestia de los bienes simbólicos que crearían
esa satisfacción, por otro. Adolfo Gilly concluye que el odio y la voluntad de
sacrificio de los humillados “se nutren de la imagen de los antepasados
oprimidos y no del ideal de los descendientes libres”.
Esta concepción propugna al fin y al cabo la restauración del orden social
anterior a la llegada de los españoles, orden considerado como óptimo y
ejemplar, pues correspondería a una primigenia Edad de Oro de la abundancia
material y de la fraternidad permanente, como en numerosas utopías clásicas.
Este retorno, que en el fondo es sólo un impulso literario, significaría en la
realidad reescribir la historia universal y negar sus resultados tangibles.
Coda: la religiosidad como base del ámbito político
El
resultado del esfuerzo teórico de Walter Benjamin y Carl Schmitt puede ser
visto como un relleno quiliástico del concepto marxista de revolución. Así la
política adquiriría definitivamente la calidad de un fin religioso en sí mismo. Al mismo tiempo se puede
afirmar que estas posiciones son básicamente conservadoras o, mejor dicho,
tradicionalistas, porque regresan acríticamente a una posición anterior
a la Ilustración y al racionalismo y hasta previa a los debates de los estoicos
en la Antigüedad clásica y a todo esfuerzo para transformar la política en algo
previsible y racional-argumentativo o, por lo menos, exento de las
arbitrariedades más inhumanas. Al sacralizar la política de la manera señalada,
Benjamin y Schmitt devaluaron las normativas filosóficas y jurídicas que tratan
de proteger la dignidad humana de las incursiones de violencias y poderes
irracionales, a las cuales pertenecen, por ejemplo, la separación entre las
esferas pública y privada, la clara distinción entre Estado y praxis religiosa
y la vigencia irrestricta de los derechos humanos. En este
contexto es donde ocurre la negación de la legitimidad de la modernidad: esta
habría sido no sólo casual y contingente, sino también trivial y vana.
La notable
popularidad de las teorías de Walter Benjamin en América Latina tiene que ver
con su severa crítica al racionalismo y con su rescate de tradiciones y
prácticas prerracionales. Benjamin reprochó a Immanuel Kant el haber concebido
solo la posibilidad de experiencias de calidad inferior porque su método del
conocimiento excluía los caminos cognoscitivos que brindan la dimensión
onírica, las drogas y las alucinaciones.
El sistema benjaminiano de exposición también goza de gran adhesión en América
Latina porque otorga un aura de calidad y originalidad a lo oscuro, lo
esotérico y lo enrevesado, lo que a menudo es visto como lo auténtico, lo
profundo y lo propio.
Por otra parte
solo desde una posición premoderna y prerracional se puede afirmar que la
democracia representativa pluralista es antiheroica, insustancial, trivial e
inmoral y que no tiene valor porque habría sido creada por espíritus prosaicos,
como mercaderes y funcionarios. Únicamente desde una perspectiva axiológica absolutista
– como la de Schmitt y Benjamin – se podría esperar un método perfecto para
regir los asuntos humanos, que brinde además una completa identificación entre
gobernantes y gobernados. De acuerdo a la amplia experiencia histórica, tenemos
que contentarnos con el mal menor y con soluciones provisionales, que no por
esto merecen ser vistas como la banalización de los asuntos públicos. La
impugnación de la moderna democracia liberal representativa, con sus
complicados mecanismos de controles y contrapesos, trajo consigo
automáticamente una revalorización positiva de formas elementales y hasta
arcaicas de “hacer política”: la democracia directa, el referéndum y el
plebiscito, la movilización de masas en pos de cuestiones fácilmente
comprensibles, el entusiasmo de las emociones “puras” (es decir: sencillas,
nobles, profundamente sentidas) y su corolario inevitable, la vigencia de los
caudillos.
Benjamin
sostuvo en el mismo contexto que el “dogma de la santidad de la vida” sería una
de las últimas confusiones de la “debilitada tradición occidental”. No es entonces de
extrañar que compartía muchas de estas ideas con Carl Schmitt. Como afirma
Honneth en forma global acerca de la teoría de Benjamin: su concepción del
derecho tenía tintes terroristas, su ideal acerca de la violencia parecía
teocrático y su imagen de la revolución era quiliástico-mesiánica.
Por supuesto otras interpretaciones, diferentes de las que aquí son
presentadas, son posibles y legítimas, sobre todo en lo referente a Walter
Benjamin. Este último puede ser visto como el intelectual que está en peligro
inminente, como el pensador que arriesga su pellejo en todo momento y que por
ello es empujado a una posición radical. Wolfgang Kraushaar aseveró que
este contexto de total inseguridad llevó a Benjamin a producir una obra
enigmática y fragmentaria, que nos brinda un importante testimonio de lo frágil
y precaria que resulta ser la modernidad, y esa fragilidad pasó a conformar el
centro de la teoría benjaminiana.
Aquí no se pone en duda ni la originalidad ni la elevada calidad filosófica de
la obra de este autor. Como señaló Theodor W. Adorno en un brillante
texto, el estilo de Benjamin se asemejaba al de un jugador: su pensamiento
renunciaba a toda la apariencia de la seguridad que brinda la organización
intelectual, como la inferencia y las conclusiones, y se entregaba
completamente a la suerte y al riesgo, que a veces coinciden con la experiencia
empírica y con lo esencial.
La
popularidad de Schmitt y Benjamin en círculos intelectuales en América Latina
se basa en que estos autores representan la nostalgia por el orden premoderno y
el rechazo del racionalismo en la esfera público-política. Esta hipótesis puede
parecer improbable o, por lo menos, paradójica, pero un estudio de este problema,
por más somero que fuera, nos conduce a una pista importante: el mundo
contemporáneo, signado por la complejidad y la insolidaridad, promueve, entre
otras metas, una especie de retorno a formas simplificadas de comprender el
orden social actual. Benjamin y Schmitt han brindado un brillante y temprano
aporte a esta posición teórica.