UNA HISTORIA SOCIAL
DE LA EPOYEYA HOMÉRICA
“La
poesía de Hesíodo revela la aparición de casas domésticas aisladas en la escena
de los asuntos humanos; no se mencionan los pastos comunes: pronto empezaría a
comprarse y venderse grano. Casi contemporáneo suyo. Amós, el primero de los
grandes profetas, invocaba la ira de Jehová sobre aquellos que compraban y
vendían el producto de la tierra. Pero hacia mediados del siglo quinto, el
estatal templo de Judea había vuelto a los métodos redistributivos, excepto en
los subordinados mercados locales de alimentos de Jerusalén. Israel detuvo el
tráfico de alimentos y volvió a los sistemas primitivos. Algunos griegos, en
solitario, continuaron experimentando con los elementos de mercado. Hasta donde
el historiador es capaz de fechar los cambios producidos en la conciencia de la
raza humana, fue en la Grecia de Hesíodo donde surgió de las profundidades el
concepto de lo “económico” como preocupación de la existencia personal. Para
bien o para mal, se había desencadenado una fuerza espantosa de la naturaleza,
el temor al hambre”
Karl Polanyi, El
Sustento del Hombre.
ABSTRACT:
“El
presente ensayo es una reflexión crítica sobre los orígenes y la difusión de la
epopeya homérica”
PALABRAS CLAVES:
Antigüedad, clásico,
Homero, Ilíada, nobleza
ABSTRACT:
“The
current essay is a critical aproach on the origins and spread of the Homeric
classic poetry”
Ancient,
clasic, Homer, Iliad, nobility.
IÑAKI VÁZQUEZ LARREA
Las
epopeyas homéricas son los poemas más antiguos que poseemos en lengua griega,
pero no pueden ser considerados, en modo alguno como la más antigua poesía
griega; y esto no sólo porque su estructura es demasiado complicada para
corresponder a una época inicial y porque su contenido es demasiado
contradictorio, sino también porque la leyenda de Homero mismo contiene muchos
rasgos que son incompatibles con el retrato del poeta que podríamos trazar
ateniéndonos al espíritu ilustrado, escéptico y frecuentemente frívolo de sus
epopeyas. La imagen del viejo cantor ciego de Quíos está compuesta en gran
parte de recuerdos que arrancan del tiempo en que el poeta era considerado como
vate, como profeta sacerdotal inspirado por Dios. Su ceguera es sólo el
signo exterior de la luz interior que le lleva y le permite ver las cosas que
los demás no pueden ver.
Esta tara corporal- lo
mismo que la cojera del herrero divino Hefesto-expresa una segunda idea de los
tiempos primitivos: la de que los realizadores de poemas, obras plásticas y
demás obras más o menos artísticas debían salir de las filas de aquellos que
eran inútiles para la guerra y la lucha. Por lo demás, la leyenda de Homero se
identifica casi completamente con el mito del poeta considerado todavía como
una figura semidivina, como un taumaturgo y un profeta, mito que nos aparece
del modo más palpable en la figura de Orfeo, el cantor que recibió su lira de
Apolo y su iniciación en el arte del canto de las mismas Musas, que podía
arrastrar tras de sí no sólo hombres y animales, sino también los árboles y las
rocas, y que con su música, rescató a Eurídice de los lazos de la muerte.
Homero ya
no posee esta fuerza mágica, pero conserva aún los rasgos del profeta inspirado
y la conciencia de su relación sagrada y misteriosa con la Musa, a la que
invoca repetidamente con toda confianza.
Al igual que la poesía de
todas las épocas primitivas, también la poesía de los primeros tiempos de
Grecia se compone de fórmulas mágicas y sentencias de oráculo, de plegarias y
oraciones, de canciones de guerra y trabajo. Todos estos géneros tienen un
rasgo común: el ser la poesía ritual de las masas. A los cantores de fórmulas mágicas y de oráculos, a los autores de
lamentaciones mortuorias y canciones guerreras les era ajena toda
diferenciación individual: su poesía era anónima y destinada a toda la
comunidad; expresaba ideas y sentimientos que eran comunes a todos.
En las artes plásticas
corresponden a este período de la poesía ritual e impersonal aquellos fetiches,
piedras y troncos de árboles que se limitaban a dar una insinuación mínima de
la figura humana y que apenas pueden llamarse esculturas, a los cuales los
griegos reverenciaban en sus templos desde los primeros tiempos. Son, como las
más viejas fórmulas mágicas y las canciones culturales, arte primitivo
comunitario, expresión artística, todavía muy ruda y desmañada, de una sociedad
en la que apenas hay diferencias de clase. Nada sabemos de la situación social
de sus creadores, del papel que desempeñaban en la vida del grupo ni del
prestigio que disfrutaban entre sus contemporáneos: probablemente eran menos
estimados que los artistas- magos del Paleolítico o que los sacerdotes y los
cantores religiosos del Neolítico. Por otra parte, también los artistas
plásticos tenían una ascendencia mítica.
Dédalo, como sabemos,
podía dar vida a la madera y hacer que las piedras se levantaran y caminaran:
el autor de su leyenda no le parece tan maravilloso que construyera alas para
sí y para su hijo para volar sobre el mar como que fuera capaz de tallar la
piedra y este deseo es su objetivo principal: cualquiera otra finalidad tiene
para su público una significación muy secundaria.
Hasta cierto punto, todo
el arte de la Antigüedad clásica está condicionado por este afán de gloria, por
este deseo de alcanzar renombre entre los contemporáneos y la posteridad. La
historia de Heróstrato, que prende fuego al templo de Diana en Efeso para
eternizar su nombre, da una idea de la fuerza de esta pasión, que todavía en
épocas posteriores era muy poderosa, pero que nunca ha sido después tan
creadora como en la edad heroica. Los poetas de los cantos heroicos son
narradores de alabanzas, pregoneros de la fama; en esta función basan su
existencia y de ella reciben su inspiración. El objeto de su poesía no lo
constituyen ya deseos y esperanzas, ceremonias mágicas y ritos culturales
animistas, sino narraciones de batallas victoriosas y de botines conquistados.
Al perder su naturaleza
ritual, los poemas pierden también su carácter lírico y se hacen épicos; en
este aspecto son la más antigua poesía profana independiente del culto que
conocemos en Europa. Estos poemas llegan a convertirse en una especie de
información bélica, de crónica de los acontecimientos guerreros, y sin duda, se
limitan a narrar ante todo las últimas noticias de empresas bélicas
triunfantes y de las correrías de la tribu en busca de botín. “ El canto más
nuevo trae la alabanza más alta”, dice Homero y hace que su Demónoco
y Femio canten los últimos acontecimientos.
Pero sus cantores ya no
son meros cronistas: la crónica bélica se ha convertido ya en un género medio
histórico medio legendario, y ha tomado rasgos de romance mezclados con
elementos épicos, dramáticos y líricos. Los poemas heroicos que constituyen la
base de la epopeya tuvieron ya también, sin duda, este carácter híbrido, si
bien en ellos el elemento épico seguía siendo el definitivo.
El cantar heroico no sólo
se ocupa de una persona única, sino que además es recitado por una sola
persona, y ya no por una comunidad o por un coro. Al principio sus poetas y
recitadores son probablemente los mismos guerreros y héroes: esto quiere decir
que no sólo el público, sino también, los creadores de la nueva poesía
pertenecen a la clase dominante; son diletantes nobles, y a veces príncipes.
Pero el noble aficionado es sustituido muy pronto por poetas y cantores
cortesanos-los bardos-, que presentan los cantos heroicos en una forma más
artística, más pulida por la práctica, más impresionante. (Hauser, pág. 87).
Estos cantan sus canciones
en la sobremesa común del rey y sus generales, a la manera como lo hacen
Demódoco en la corte del rey de los feacios y Femio en el palacio de Ulises, en
Itaca. Son cantores profesionales, pero son al mismo tiempo vasallos y gentes
del séquito del rey : se les considera, por su ocupación profesional, como
señores respetables, pertenecen a la sociedad cortesana y los héroes les tratan
como a sus iguales; llevan la vida profana de los cortesanos y aunque también a
ellos “ un dios les ha plantado las canciones en el alma” y conservan el
origen divino de su arte, son versados en el rudo quehacer de la guerra como su
público, y tienen mucho más de común con él que todos sus propios ascendientes
espirituales, los profetas y magos de los tiempos primitivos.
La imagen que la epopeya
homérica nos da de la situación social de los poetas y cantores no es unitaria.
Unos pertenecen a la corte del príncipe, mientras otros se encuentran en una
posición intermedia entre el cantor cortesano y el canto popular ( Hauser. Pág.
97). Al parecer, se mezclan en esta imagen las condiciones típicas de la edad
heroica con las propias de la época de la compilación y la última redacción de
los cantos, es decir, de la edad homérica misma.
En todo caso deberemos
suponer que ya en los primeros tiempos existían también, junto a los bardos de
la sociedad cortesana y aristocrática, gentes errantes que en los mercados en
torno al hogar entretenían a su público con historias más o menos heroicas y
menos llenas de dignidad que las aventuras de los héroes. No podemos formarnos
una idea adecuada de los que significaban estas historias de la epopeya si no
aceptamos que anécdotas como el adulterio de Afrodita tuvieron su origen en
estas narraciones populares.
En las artes plásticas
los aqueos continúan la tradición cretomicénica: por ello, la situación social
del artista no debió de ser entre ellos muy diferente de la del artista
artesano de Creta. De todas maneras no podemos pensar que algún pintor o
escultor haya salido jamás de las filas de la nobleza aquea y haya pertenecido
a la sociedad cortesana. La afición de los príncipes y nobles a la poesía y a
la familiaridad de los poetas profesionales con las prácticas de la guerra son
un motivo apto para aumentar la diferencia social entre el artista que trabaja
con sus manos y el poeta que crea con su espíritu: este nuevo rasgo eleva al
máximo la categoría social del poeta de la edad heroica sobre el escriba del
Antiguo Oriente.
La invasión doria
representa el fin de la época que había convertido de manera directa sus
empresas guerreras y sus aventuras en canción y en leyenda. Los dorios son un
pueblo campesino, rudo y sobrio, que no canta sus victorias: por su parte, los
pueblos heroicos expulsados por ellos no parten ya hacía nuevas aventuras. Los
dorios trasforman la monarquía militarista, una vez establecidas en las costas
de Asia Menor, en una pacífica aristocracia agricultura y comerciante, en la
que incluso los reyes son simplemente grandes terratenientes. Antes, las
familias reales y su séquito directo habían llevado una vida excesivamente
suntuosa a costa del resto de la población: ahora , en cambio, los bienes se
distribuyen de nuevo entre varias manos, y este sistema disminuye el exceso de
lujo de las clases superiores.
El estilo de vida es más
sobrio y los encargos que hacen a escultores y pintores en su nueva patria son
al principio probablemente muy escasos y humildes. Lo único esplendido es la
producción poética de la época. Los fugitivos llevan consigo a Jonia sus
canciones heroicas, y allí, bajo el influjo de una cultura extraña, surge la
epopeya en un proceso que dura tres siglos.
Debajo de la definitiva
forma jónica podemos reconocer todavía la vieja materia eólica, así como
determinar la diversidad de las fuentes y advertir la calidad desigual de las
partes y la brusquedad de las transiciones; pero no podemos determinar ni lo
que la epopeya debe en el aspecto artístico al cantar de gesta, ni qué parte
del mérito de esta obra incomparable corresponde a los distintos poetas, a las
distintas escuelas y a las diversas generaciones de poetas.
Y, sobre todo, no sabemos
si esta o aquella personalidad ha intervenido por si misma, independientemente,
en el trabajo colectivo y ha tenido una influencia decisiva sobre la forma
final de su obra, o si lo propio y peculiar del poema se debe considerar
precisamente como resultado de muchos hallazgos especiales y heterogéneos de
tradiciones ininterrumpidas y constantemente mejoradas, y tenemos por ello que
agradecerlo al “ genio de la colectividad” ( Hauser, pág. 120).
La producción poética,
que adquirió una forma más personal al separarse los poetas de los sacerdotes
durante la edad heroica, y que era obra de individualidades aisladas e
independientes, muestra de nuevo una tendencia colectivista. La epopeya no es
obra de poetas diferenciados, sino de escuelas poéticas. Si no es creación de
una comunidad popular, lo es ciertamente de una comunidad laboral, es decir, de
un grupo de artistas ligados por una tradición común y por métodos comunes de
trabajo. Comienza con ello en la vieja poesía una modalidad nueva, enteramente
desconocida, de organización del trabajo artístico, un sistema de producción
que hasta ahora sólo era habitual en las artes plásticas y que en lo sucesivo
hace posible también en la literatura una distribución del trabajo entre
profesores alumnos, maestros y ayudantes.
El bardo cantaba su
canción en los salones reales, ante un público real y noble; el rapsoda
recitaba sus poemas en los palacios de la nobleza y en las casas señoriales,
pero también en las fiestas populares, y en las ferias. A medida que la poesía
se vuelve más popular y se dirige a un público cada vez más amplio, su
recitación se hace cada vez más estilizada y se acerca cada vez más al lenguaje
cotidiano. El cayado y la recitación sustituyen a la lira y el canto.
Este proceso de
polarización encuentra su conclusión cuando la leyenda, con su nueva forma
épica, retorna a su tierra natal, donde los rapsodas difunden la canción de
gesta, los epígonos la amplían y los trágicos le dan una forma nueva. Desde la
tiranía y el comienzo de la democracia la representación de los poemas épicos
en las fiestas populares se convierte en una costumbre regular; ya en el siglo
VI una ley dispone que se reciten todos los poemas homéricos-probablemente turnándose
las rapsodas- en las Fiestas Panateneas, que se celebraban cada cuatro años.
El bardo era el pregonero
de la gloria de los reyes y de sus vasallos: el rapsoda se convierte en
panegirista del pasado. El bardo ensalzaba los sucesos del día; el rapsoda
rememora sucesos histórico-legendarios. Componer y recitar poemas no son
todavía dos oficios distintos y especializados: pero el recitador del poema no
tiene que ser necesariamente su autor.
El rapsoda constituye un
fenómeno de transición entre el poeta y el actor. Los abundantes diálogos que
los poemas épicos colocan en la boca de sus figuras y que exigen del recitador
un efecto histriónico forman el puente entre la recitación de poemas épicos y
la representación dramática. El Homero de la leyenda está entre Demócoco y los
homéridas, a medio camino entre los bardos y los rapsodas. Es, a la vez, vate
sacerdotal y juglar viajero, hijo de la Musa y cantor mendicante.
Su persona no es una
figura histórica determinada, sino tan sólo el resumen y la personificación de
la evolución que conduce de los cantares de las Cortes aqueas a los poemas
épicos jónicos. Las rapsodas eran con toda probabilidad gentes capaces de
escribir, pues aunque en tiempos muy tardíos existían aún recitadores que se
sabían su Homero de memoria, la recitación ininterrumpida sin un texto escrito
habría provocado con el tiempo la descomposición total de los poemas.
Tenemos que imaginarnos a
los rapsodas como literatos diestros y prácticos, cuya tarea artística y
gremial consistía más bien en conservar que en incrementar los poemas
recibidos. El hecho de que se designase a sí mismo como homéridas y mantuviesen
la leyenda de su descendencia del maestro demuestra el carácter conservador de
su clan.
Frente a esta concepción
se ha subrayado, sin embargo, que las designaciones de estos gremios como homéridas,
asclepíadas, dedálidas… han de ser considerados como símbolos elegidos
caprichosamente y que los miembros de estos gremios no creían en una
descendencia común ni querían hacer creer en ella.
Más, por otra parte,
también se ha señalado que al principio las diversas profesiones fueron
monopolio de tales linajes. Sea de ello lo que quiera, lo cierto es que los
rapsodas formaban una clase una clase profesional cerrada, separada de otros grupos,
una clase de literatos muy especializados, formados en antiguas tradiciones,
que nada tenían que ver con lo que llamamos poesía popular ( Hauser,
pág. 130). La “poesía épica popular” es un invento de la filología
romántica: los poemas homéricos son cualquier cosa menos poemas populares, y
esto no sólo en su forma definitiva, sino incluso en sus comienzos.
Tampoco son ya poesía
cortesana como lo era todavía por completo el cantar de gesta: sus motivos, su
estilo, su público, todo el cantar de gesta griego se haya convertido en poesía
popular, como ocurrió con el poema de Los Nibelungos; éste, después de
atravesar una primera etapa cortesana en su desarrollo, fue llevado al pueblo
por los juglares errantes y pasó por un periodo de poesía popularesca antes de
alcanzar de nuevo su definitiva forma cortesana. Según esta opinión, los poemas
homéricos serían la continuación inmediata de la poesía cortesana de la época
heroica; los aqueos y eolios habrían llevado consigo a su nueva patria no sólo
sus cantos heroicos, sino también sus cantores, y éstos habrían transmitido a
los poetas de la épica las canciones que ellos habían cantado en las cortes de
los príncipes.
En consecuencia, el
núcleo de la poesía homérica habría estado formado no por romances populares
tesalios, sino por canciones panegíricas cortesanas, que no estaban destinadas
a las masas, sino a los oídos exigentes de los entendidos. Sólo muy tarde, en
la forma de una épica ya plenamente desarrollada, se habría hecho popular la
leyenda heroica y sólo en tal forma habría pasado al pueblo helénico.
Es algo que choca con
todas las concepciones románticas de la naturaleza del arte y del
artista-concepciones que pertenecen a los fundamentos de la estética del siglo
XIX-el que la epopeya homérica , no pueda ser considerada ni como la creación
de un individuo ni como un producto de la poesía popular, sino como poesía
artística anónima, obra colectiva de elegantes poetas cortesanos y literatos
eruditos, en los cuales los límites entre las aportaciones de las diversas
personalidades, escuelas y generaciones son completamente imprecisos.
A la luz de esta certeza
los poemas se nos muestran con una faz nueva, sin perder por ello su misterio.
Los románticos designaban el elemento enigmático de estos poemas como poesía
popular ingenua. La concepción del mundo de la poesía homérica es todavía
completamente aristocrática, aunque ya no estrictamente feudal; sólo sus temas
más antiguos pertenecen al mundo feudal. El cantar heroico se dirigía todavía
exclusivamente a los príncipes y a los nobles: sólo se interesaba por ellos,
por sus costumbres, normas e ideales.
Aunque en la epopeya el
mundo no está ya tan estrictamente limitado, sin embargo, el hombre común del
pueblo carece todavía de nombre y el guerrero vulgar no tiene ninguna
importancia. En todo Homero no existe ni un único caso en que un personaje no
noble se eleve por encima de su propia clase. La epopeya no critica realmente
ni a la realeza ni a la aristocracia: Térsites, el único que se levanta contra los
reyes, es el proto tipo de l hombre incivil, carente de toda urbanidad en sus
maneras y en su trato.
Pero si los rasgos burgueses
que han sido señalados en las comparaciones homéricas no reflejan todavía
una manera de sentir burguesa, sin embargo la epopeya no expresa ya del todo
los ideales heroicos de la leyenda. Más bien se da ya una notable tensión entre
la concepción de un poeta humanizado y el modo de vida de sus rudos héroes.
No es sólo en la Odisea
donde se nos muestra el Homero no heroico. No es Ulises el primero
en pertenecer a otro mundo, más próximo al poeta, que aquél al que pertenece
Aquiles; ya el noble, tierno y generoso Héctor, comienza a suplantar el
terrible héroe en el corazón del poeta.
Todo esto demuestra
sencillamente que el modo de ser de la propia nobleza estaba cambiando, y no
que, por ejemplo, el poeta de la epopeya orientara sus patrones morales según
los sentimientos de un público nuevo y no perteneciente ya a la nobleza. En
todo caso los poemas ya no están dirigidos a la nobleza militar terrateniente,
sino a una aristocracia ciudadana y no belicosa.
BIBLIOGRAFÍA:
Hauser, A; Historia
Social de la Literatura y el Arte I, Guadarrama, Madrid, 1974.
Homero, La Ilíada,
Akal, 1998.
Polanyi, K; El Sustento
del hombre, Capitán Swing, Barcelona, 2009