H. C. F. Mansilla
¿Existe un futuro para el socialismo en América Latina?
Antecedentes, enfoques explicativos y falencias evidentes
Las perspectivas
futuras del socialismo latinoamericano
deben ser analizadas en tres campos diferentes: (1) en la esfera de
la discusión teórico-filosófica, (2) en el ámbito de las ideologías de movilización de masas
con carácter redentorio
y (3) en el terreno de las estrategias socialistas de alcanzar el poder
como normativa predominante y a veces única, bajo un ropaje populista. En el
primer caso las perspectivas son malas debido a la esterilidad del pensamiento
teórico socialista. En el segundo las perspectivas son regulares, pues la
movilización de masas mediante emociones y sentimientos tiene éxito solo en los
primeros tiempos. En el tercer caso las perspectivas son relativamente
buenas, como lo muestra la amplia imitación del modelo chino en varios países.
Los procesos de modernización, la mejor educación y los contactos más estrechos
con el mundo exterior podrían debilitar las perspectivas de éxito del
socialismo.
Palabras-clave:
burocracia Cuba futuro populismo socialismo tradición
autoritaria
H. C. F. Mansilla
Does Exist a Future for Socialism in Latin America?
Background,
Explanatory Outlines, and Evident Failures
The
future perspectives of Latin American socialism must be analysed in three
different spheres: (1) in the field of theoretical-philosophical discussion,
(2) in the camp of ideologies with a redemptory character, which are used for
mass mobilization, and (3) in the field of socialist strategies, which under a
populist look aim only at the achievement of political power. In the first case
the perspectives should be considered as unfavourable because of the sterility
of the theoretical socialist thinking. In the second case the perspectives can
be seen as mediocre, because the mass mobilization through emotions and
feelings can succeed only at the beginning of the mass mobilization process. In
the third case the perspectives can be seen as relatively good, as we can
appreciate in the broad imitation of the Chinese model in several countries.
Modernization processes, a better education, and closer contacts with the
external world can perhaps contribute to weaken the success perspectives of
socialism.
Key
words: authoritarian tradition bureaucracy Cuba future populism
socialism
H. C. F.
Mansilla
¿Existe un futuro para el socialismo
en América Latina?
Antecedentes,
enfoques explicativos y falencias evidentes
En 1980 el gran estudioso de
Hegel y Marx, el filósofo alemán Iring
Fetscher, se hizo una
pregunta similar, enfocada a nivel global. Fetscher criticó
severamente el socialismo realmente
existente, como se
denominaban a sí mismos los sistemas comunistas de Europa Oriental, pero
defendió la concepción de un socialismo estrictamente racionalista, democrático
y humanista, que debería surgir de una sociedad económicamente muy adelantada y
próspera, protectora del medio ambiente y de los derechos inalienables del
individuo, como la solución más justa y aceptable para el mundo moderno. Varios
intelectuales, incluyendo figuras centrales de la Escuela de Frankfurt, siguen
propugnando un socialismo al estilo de Fetscher como el paradigma más adecuado
para el orden social contemporáneo.
A pesar del cariño y respeto que siempre me inspiró mi maestro Iring Fetscher,
en este texto quiero exponer algunos datos y argumentos para impugnar la idea en
torno a las bondades del socialismo, aunque este último sea considerado
principalmente como un modelo especulativo para un porvenir incierto. Me basaré
en datos empíricos y en la realidad de la vida cotidiana en regímenes
socialistas, es decir en un plano que los intelectuales, aún los más ilustres,
dejan de lado. Y también me parecen insostenibles las numerosas doctrinas que conciben
una meta culminante para el desarrollo socio-político, como pueden ser también
las versiones más racionales y refinadas de la filosofía de la historia. A más
tardar desde Giambattista Vico (1668-1744), las discusiones en
filosofía y ciencias
sociales han conducido
a cuestionar la validez de
enunciados
de carácter general,
englobante
y sistemático y
a poner en
duda
la plausibilidad
de leyes de evolución histórica de
índole obligatoria.
Las
siguientes
aseveraciones,
que
están
colmadas de
generalizaciones y que,
además, pretenden tener un
cierto valor pronóstico,
deben ser entendidas como meras hipótesis provisionales,
destinadas a ser reemplazadas
por
conocimientos y argumentos de
mejor calidad y fundamentación.
Una visión general del
significado de socialismo
El futuro del
socialismo en América
Latina no
parece promisorio. Este
juicio sumario debe ser,
sin embargo, diferenciado de acuerdo con los
varios significados
emparentados entre
sí que cubren
el mismo concepto. El
panorama no es
el mismo si consideramos las
perspectivas inherentes
a un régimen de socialismo de
Estado
(el caso de
Cuba)
o a los movimientos
populistas inspirados o, mejor dicho, legitimados por vagos
principios
socialistas radicales. El
porvenir del socialismo en cuanto
teoría marxista y
discusión filosófica
en tierras del Nuevo Mundo es también incierto.
Primeramente, hay
que señalar que la noción de socialismo posee un contenido
amplio y difuso. La
doctrina y los postulados
del socialismo marxista, originados en el clima histórico y
cultural de Europa Occidental, juegan un papel que aún hoy posee una cierta importancia, pero deben competir con demandas y metas que tienen poco en común con la versión primigenia
del marxismo, el cual, por ejemplo, tenía como prioridad central el objetivo de abolir la propiedad privada
sobre los medios de producción
como el camino más adecuado para
la construcción de
una
sociedad verdaderamente humana y libre.
Hoy en día los regímenes que todavía se proclaman a sí mismos como socialistas
o comunistas, propugnan un orden social mixto, en el cual los empresarios
privados y los impulsos del mercado libre juegan un rol decisivo y
aparentemente irrenunciable, como es el caso de la República Popular China y de
varios experimentos exitosos con características similares.
En América Latina numerosos movimientos socialistas pretendían
hasta aproximadamente 1989-1991 llevar
a cabo una modernización
acelerada de índole socialista, pero con elementos culturales de corte nacionalista, que estuviera orientada
por los
paradigmas de la industrialización, la urbanización, la
racionalización de la vida cotidiana,
la mejora y ampliación de los servicios sociales y el incremento del consumo
masivo, pero preservando una cultura política tradicional, autoritaria y
caudillista. Estos intentos pueden ser calificados como sustancialmente
fallidos, considerando en primer término la llamada Revolución Cubana, iniciada
en 1959. Salvo el factor propagandístico y doctrinario – que posee una
relevancia e influencia muy importantes –, la Revolución Cubana puede ser vista
como un fracaso, medido este último por las esperanzas que despertó este
proceso en sus inicios y por las propias metas normativas que la Revolución se
impuso a sí misma, es decir mediante un procedimiento de crítica inmanente.
En segundo lugar, hay que
recordar que en América Latina y en el lenguaje cotidiano se entiende bajo el concepto gelatinoso de socialismo la superación de la herencia socio-cultural arrastrada desde la época colonial y, al mismo
tiempo, la creación
de una nueva consciencia colectiva
con funciones
identificatorias (aunque esta última se agote habitualmente en
consignas anti-imperialistas de carácter emotivo-sentimental). Hasta hace pocos años, los intelectuales latinoamericanos eran
inclinados a confundir el capitalismo con un ritmo de desarrollo lento e insuficiente y a presuponer que el
socialismo era
el camino
dinámico y la
posibilidad
más realista de suprimir las diversas formas de dependencia que vinculan a América Latina con los países metropolitanos del Norte.
En el habla popular socialismo
tiene
una connotación tan extendida
como difusa, significando
en
realidad una
ideología del anti-status-quo poco
precisa,
pero plena de emociones y nostalgias. En los
últimos
tiempos han surgido asimismo fenómenos de cansancio con
respecto al desenvolvimiento técnico-económico, fenómenos que se pueden percibir en gran parte del planeta y
que perjudican al socialismo en cuanto la antigua ideología prototípica del progreso material. Los procesos de industrialización y
urbanización como paradigmas supremos
de desarrollo no gozan de
la adhesión masiva de tiempos pasados.
Los gigantescos daños ecológicos y la
elevada tasa de incremento demográfico han originado un cierto malestar en torno
a las
metas y consecuencias de los decursos modernizadores. Los
movimientos indianistas e indigenistas – la base del populismo izquierdista en
el área andina – engendran una notable
resonancia social porque apelan a contenidos y paradigmas premodernos. El malestar causado por la civilización metropolitana,
especialmente por aquella versión de segunda clase que prevalece en
América Latina, afecta
también a todas las formas
de socialismo, las que, durante décadas, gozaron de la reputación de encarnar la estrategia
de desarrollo
más dinámica para conseguir una modernidad técnico-económica, cultural, política e institucional.
Los propios intelectuales progresistas comenzaron
hace mucho tiempo con la tarea de dotar al socialismo que anhelaban con un
contenido novedoso, de acuerdo con las inclinaciones postmodernistas y
relativistas del día, pero conceptualmente muy diluido con respecto a la gran
creación original de los padres fundadores Karl Marx y Friedrich
Engels.
Por ejemplo: Norbert Lechner señaló en 1984-1986 que la consigna de “transformar el mundo” despertaba reacciones cada vez más escépticas. “La
fe que depositáramos antaño en
la fuerza de la voluntad política se ha diluido”. Lechner
continuó afirmando que la “sociedad latinoamericana ya sería
demasiado compleja,
demasiado entramada en un contexto internacional demasiado rígido,
como
para que pudieran introducirse cambios mayores; incluso un
gobierno progresista tendría que contentarse finalmente con algunos cambios de
tipo simbólico”.
A partir del colapso de los regímenes comunistas en
Europa Oriental y la Unión Soviética (1989-1991), los “nuevos” experimentos
socialistas propician, sin remordimientos ideológicos, un orden culturalmente colectivista
y autoritario, pero con la preservación de la economía capitalista, como lo
muestran los regímenes de Rusia, China, Vietnam y muchos populistas del otrora
Tercer Mundo. En todo caso se puede ahora constatar, después de
décadas de euforia revolucionaria, que las transformaciones radicales
de la sociedad en
el plano de la economía pueden
convertirse en
ilusiones anacrónicas,
peligrosas y desacertadas. La política
misma, en cuanto el esfuerzo colectivo por excelencia,
emerge ahora como una actividad de importancia relativa, puesto que su
capacidad para inducir
cambios sociales dignos de este nombre
sería
limitada. Los populistas, advirtiendo este
peligro, han volcado sus esfuerzos astutamente al terreno de la propaganda, el
espectáculo, las relaciones públicas y la indoctrinación de masas ingenuas.
Por todo ello veremos las perspectivas del socialismo latinoamericano,
que son probablemente muy distintas
entre sí, según los siguientes campos
y niveles de análisis: (a) en la esfera de
la discusión teórico-filosófica, (b) en el ámbito de las
ideologías de movilización de masas
con carácter redentorio
y (c) en el campo de las estrategias socialistas-populistas de alcanzar el
poder como normativa predominante y a veces única.
(a) El futuro del socialismo en el campo
de la producción teórica
El futuro del socialismo en el marco de innovaciones teóricas, de controversias profundas y de utopías fascinantes parece ser particularmente negativo. Una
larga serie de factores
apunta en esta dirección. Pensadores latinoamericanos
inspirados en la doctrina marxista y en corrientes ideológicas afines no han enriquecido
el debate teórico a nivel
mundial con
una obra que se hubiese distinguido por ser un aporte genuinamente original. A
pesar
de la revalorización de
los escritos de José Carlos Mariátegui y del éxito de difusión alcanzado por los adherentes a la Teoría de la Dependencia (especialmente en el periodo 1960-1980), se puede aseverar que el
socialismo latinoamericano no ha contribuido
hasta
ahora al desarrollo internacional teórico en
ciencias sociales
mediante la inauguración de una nueva dimensión analítica,
ni con teoremas innovadores,
ni con cuestionamientos novedosos. Hay muchos trabajos que, ciertamente, proporcionan
conocimientos valiosos
en torno a problemáticas bien
delimitadas, por ejemplo mediante la crítica de las posiciones contrarias, pero faltan aún los ensayos teóricos que abran nuevas perspectivas heurísticas, que signifiquen un adelantamiento cognoscitivo
genuino y que sean
reconocidos como
tales por la comunidad científica internacional. No hay indicios de que esta situación vaya a variar en un futuro
previsible.
La relativa esterilidad del marxismo latinoamericano debe ser vista en conjunción con la
forma bajo la cual las ideas socialistas han sido recibidas en el Nuevo Mundo. Como todo pensamiento proveniente de ultramar,
las teorías de Marx y de sus escuelas
sucesorias han pasado por el tamiz dogmático-escolástico
de la
tradición católica hispanoamericana.
Este legado ha generado a lo largo de los siglos XX y XXI
una simbiosis curiosa, pero estable y, por lo demás, inevitable con el marxismo institucional
de origen soviético: una combinación que ha producido en abundancia apologistas
y glosadores, pero ningún renovador
crítico. Las tradiciones culturales aún vigentes en
el Nuevo Mundo favorecen una atmósfera fundamentalmente autoritaria y anticosmopolita,
colectivista e iliberal, proclive al estatismo y al burocratismo.
Esta predisposición significativa en favor de estructuras jerárquicas en teoría
y praxis y hacia
una
visión fundamentalmente
positiva
de la ampliación del aparato estatal, constituye
una
especie de memoria
colectiva de largo
alcance. Esta misma
inclinación al autoritarismo
subyace
al marxismo latinoamericano y a casi todas las tendencias que se consideran revolucionarias.
El muy publicitado levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional
(EZLN) en Chiapas (México) de 1994 no fue una excepción con respecto a esta
afirmación.
Casi todas las concepciones teóricas marxistas y socialistas en el Nuevo Mundo están mucho más cerca del espíritu y del celo de la Contrarreforma que de
las ideas e imágenes de la Ilustración, del racionalismo
y del pluralismo.
La recepción del
corpus teórico marxista ha tenido lugar, por consiguiente, en medio de un
contexto claramente premoderno, autoritario y escolástico que ha marcado la producción
intelectual con el signo de lo heterónomo y epigonal. Salvo algunas excepciones dignas de mención, los marxistas latinoamericanos suelen aplicar mecánicamente los cánones fijados oficialmente en los manuales o en los
textos clásicos
a la realidad de cada país, lo que
incluye nolens volens la explicación del desarrollo histórico
de estas sociedades
según los modelos
evolutivos y la
periodización que Marx y Engels establecieron para Europa occidental. De similares principios
santificados y administrados por la
ortodoxia de
los sacerdotes-ideólogos
se derivan los conocimientos y la interpretación en torno a problemas como el rol de
los partidos de izquierda, la
función de los intelectuales en las luchas de clase,
la significación del campesinado y su
relación con el proletariado,
el futuro de las periferias mundiales y la vinculación
con los centros
metropolitanos. Acerca de estas
temáticas no han salido a luz análisis
marxistas auténticamente novedosos, audaces y sin prejuicios eurocéntricos.
Se
puede
objetar que estos reproches pertenecen a una etapa pretérita y felizmente superada del marxismo latinoamericano, pero lamentablemente no
es así. Los comienzos de la Revolución Cubana, que coincidieron con
un período de deshielo político en la Unión Soviética,
despertaron la impresión de un
renacimiento creativo del marxismo latinoamericano, que pareció manifestarse en el estilo
no convencional de los nuevos gobernantes cubanos, en
los
experimentos con
una moral laboral más humanitaria, en la crítica efectuada por los cubanos contra la esclerosis
de los otros partidos comunistas y en
los
espacios de libre actuación otorgados al arte, a la literatura y a las ciencias sociales.
Todo esto, si existió realmente, duró muy poco. En más de sesenta años de
existencia, la Revolución Cubana no ha generado hasta hoy un enfoque teórico o
un pensador marxista dignos de ser tomados en cuenta por su originalidad o por
su carácter heurístico. Por ello es imprescindible un breve vistazo crítico a las
pretensiones de humanismo práctico y carácter novedoso de la Revolución Cubana.
Este enfoque se basa ante todo en los primeros estudios críticos sobre este
régimen, que tuvieron el mérito de no dejarse deslumbrar por las poderosas
modas intelectuales de aquellos momentos y así nos dejaron un testimonio
valioso de un auténtico espíritu crítico.
El primer período de
experimentación fue breve. Los requerimientos de la acumulación forzada (decretada desde arriba), la
amplia militarización de los sectores
productivo y educativo y la dependencia de Cuba con
respecto a la Unión Soviética
condujeron a un amoldamiento del modelo cubano según la
prosaica escala del entonces llamado socialismo realmente
existente.
Esto llevó al empobrecimiento del quehacer cultural y
a la “normalización” del
debate teórico-filosófico,
es decir a la práctica
modesta de
una
exégesis conformista de los asuntos públicos de acuerdo a los mandamientos
cambiantes de la autoridad suprema, la que en general imitó sin grandes
modificaciones la normativa soviética.
El plegarse a este retroceso
cultural
no les
cayó como algo penoso y
arduo a los intelectuales que en todos los países
del continente se hallaban y se hallan en las cercanías
de los partidos socialistas,
comunistas y populistas, ya que todos ellos nunca se han distinguido por su independencia teórica, o por su espíritu crítico, o por su
actuación
política
responsable y autónoma. Como están hoy las cosas, es poco probable
que en este
campo ocurran grandes
modificaciones en el porvenir inmediato,
entre otros motivos porque el anticuado modelo cubano y el anquilosado
paradigma populista siguen gozando de un notable afecto colectivo. La influencia de los acontecimientos cubanos ha sobrepasado en
mucho el campo
de los asuntos internos
de la isla. La Revolución Cubana sigue
representando
emocionalmente
una
instancia
identificatoria de primer rango y autoridad intelectual para comunistas ortodoxos, marxistas independientes, teólogos revolucionarios,
nacionalistas ardientes, populistas
entusiasmados, anti-imperialistas de todo calibre y anarquistas mal informados. Todos ellos se han adherido
hasta hoy a cualquier
política practicada por el gobierno
de La Habana con la misma intensidad e ingenuidad del primer momento.
Desde un comienzo todos los dirigentes cubanos han patrocinado abierta e inequívocamente la identificación
total de los
intereses individuales con aquellos del Estado, la subsunción de las
libertades de los ciudadanos bajo la voluntad del gobierno,
la omnipotencia de los
cuadros burocráticos, los gerentes
empresariales y los oficiales
de las fuerzas armadas y finalmente la soberanía irrestricta de la cúpula estatal.
De esta última se dice que no requiere de ninguna
justificación mediante elecciones o algún otro método democrático,
puesto que la victoria
militar y el juicio
de la
historia habrían
ya otorgado suficiente legitimidad al
régimen revolucionario
por
un tiempo indefinido. A esto hay
que añadir fenómenos como la falta de
tribunales independientes, la tuición mezquina del trabajo intelectual, la esterilidad de la vida cultural fomentada por el Estado y el
ínfimo peso real de las asambleas populares y
de otros órganos legislativos.
Lo que prevaleció durante mucho
tiempo fue la potestad carismática e ilimitada de los hermanos Castro y la carencia de garantías constitucionales y jurídicas para el individuo. Todo esto no hubiera sido posible sin un
sustrato religioso de corte conservador, que permeaba la sociedad cubana desde
antes del proceso revolucionario.
El desinterés completo que ha exhibido el régimen cubano en lo concerniente al florecimiento de un
marxismo
original y creativo, al análisis sobrio del presente y al bosquejo de una utopía
aceptable,
está
estrechamente vinculado con la escasez de valiosos
testimonios culturales desde aproximadamente 1965:
la esterilidad de la literatura
y del arte oficialmente aprobados equivale a la ausencia de espíritu crítico en las ciencias sociales toleradas desde
arriba, las que
no sobresalen ni siquiera por su volumen cuantitativo.
Ahora bien, esta carencia
de contribuciones teóricas, de controversias libres y públicas y de medios pertinentes de comunicación (como revistas científicas exentas de la
censura oficial)
no es percibida como tal
en el marco del marxismo
y populismo latinoamericanos, porque el examen no convencional de la herencia cultural y la discusión abierta de cuestiones sobre
las que hay disenso, constituyen fenómenos que no han brotado de
las propias tradiciones intelectuales del Nuevo Mundo y que, en el fondo, han sido importados junto con los modelos de pensamiento
afines
al racionalismo, a la Ilustración y al liberalismo.
La tendencia al consenso compulsivo
y al descuido de las labores crítico-intelectuales, que fomentan casi todos los
regímenes populistas y socialistas, preparó el advenimiento de nuevos credos
religiosos que privilegian un confuso comunitarismo místico-sensual (como las
diferentes denominaciones pentecostalistas) y contribuyó a la consolidación del
infantilismo político de dilatados sectores poblacionales.
En América Latina las corrientes marxistas han
perpetuado el viejo legado histórico-cultural
de un modo indirecto y, por ello, altamente efectivo. Sus cánones
petrificados
en doctrinas reputadas como verdaderas conforman
una mixtura híbrida
de pautas de acción y
reflexión autoritarias con un
leninismo dogmático y una racionalidad
meramente instrumentalista,
pese a las lecturas de Antonio Gramsci y pensadores similares.
Esta
combinación favorece un modelo de modernización centrado en los aspectos técnico-económicos, descuidando
deliberadamente los procesos
de democratización. Se podrá
argüir que este
estado
de cosas ha sido dejado atrás
por el desenvolvimiento contemporáneo de los partidos de izquierda en
América Latina, pero unos pocos ejemplos notables no pueden
alterar en un breve lapso de tiempo los valores de orientación
que están bien arraigados en la mentalidad colectiva.
Partidos socialistas, movimientos populistas e ideólogos marxistas continúan con las faenas de manipular los
fragmentos de la cultura política del
autoritarismo, los resentimientos
históricos de las masas y las populares consignas anti-imperialistas
– tareas en las
que exhiben una destreza
envidiable –, con la intención de
acrecentar la fuerza del
propio partido, consolidar la identificación de amplios sectores del pueblo con esos símbolos (cuya interpretación se arrogan) y sugerir a
la opinión pública mal informada
la creación de una teoría explicativa original y novedosa.
El desinterés por el auténtico trabajo crítico-analítico,
la transformación de las labores intelectuales en una estrategia para ganar y conservar el poder político y los lazos demasiado estrechos con in pasado totalitario, que se ha
vuelto relativamente
obsoleto, impiden hasta ahora que el marxismo latinoamericano obtenga una
comprensión teórica
adecuada de los problemas centrales del
presente
y que
pueda
elaborar propuestas fructíferas de solución para ellos.
Durante los siglos XX y XXI los marxistas latinoamericanos
no
anticiparon ni ahora
estudian convenientemente
las cuestiones fundamentales contemporáneas,
como
la crisis ecológica, el agotamiento de recursos naturales y energéticos,
la utilización
excesiva de los suelos agrícolas, la explosión
demográfica, el advenimiento de la economía
informal, los excesos de las estructuras administrativas burocratizadas,
lo anacrónico del estatismo, la irrupción
de corrientes indigenistas y regionalistas y la difícil determinación del lugar y carácter de una clase obrera declinante en medio de estructuras
productivas sometidas
a un rápido proceso
de conversión.
En lo
referente a estas temáticas relativamente nuevas,
el pensamiento latinoamericano
que
se reclama de revolucionario desiste
de todo análisis genuinamente crítico y
reproduce más bien los estereotipos de la consciencia popular del Nuevo Mundo. Marxistas y católicos reiteran la misma apología de un rápido crecimiento poblacional porque este sería un excelente factor anti-imperialista de desarrollo.
A la misma índole argumentativa pertenece la trivialización de la temática ecológica. El concepto de que podrían
existir límites
al crecimiento ha
sido calificado tempranamente como absurdo. Los límites serían en realidad meras limitaciones del modo capitalista de producción. Los daños infligidos al medio ambiente constituirían un fenómeno pasajero que no habría que dramatizar.
Un ordenamiento socialista eliminaría todos los
grandes desequilibrios
ecológicos, máxime si América Latina poseería una inagotable
profusión de recursos naturales y energéticos. Representantes marxistas y nacionalistas de la Teoría de la
Dependencia supusieron
igualmente que los problemas ecológicos y demográficos
configuran una variable subordinada a la evolución social y política, problemas
que podrían
ser “controlados” adecuadamente por medio de una planificación global.
Un tratamiento conservacionista de
los ecosistemas naturales y una preocupación persistente por los factores contaminantes serían
un
lujo que las naciones latinoamericanas no deberían
permitirse. Hoy en día (2023), básicamente en la misma línea,
pero con argumentos más refinados, se asevera que lo realmente importante sigue
siendo la preocupación por los mecanismos clásicos de explotación económica, es
decir la crítica actualizada de “la propiedad privada como robo”, la “extorsión
de la plusvalía”, la “unidimensionalidad de la sociedad consumista” y “el
espectáculo triunfante de la mercancía”, y lo negativo seguirían
siendo la “égida de las democracias representativas” y “una economía
globalizada”.
Los estudios que alertan sobre los inminentes peligros de una catástrofe
ecológica constituirían una mera “literatura derrumbista”,
una lamentable “colapsología”,
que no debería ser tomada en serio.
La
base que subyace a todas
estas
doctrinas es
el enlazamiento inextricable
de una racionalidad
concebida solo como
instrumental con una tradición cultural nacionalista
y autoritaria, que no es
puesta en duda
porque coadyuva
a fortalecer la vigencia de los partidos socialistas y populistas, a afianzar su
autoridad de modo prelógico (es decir en la triste realidad cotidiana: muy efectivo) y a ahorrarles el penoso
trabajo del análisis crítico. Este
último
elemento
tampoco abunda
en los
testimonios de la Teoría de la Dependencia, el aporte más
importante
y original de América Latina a la discusión sobre teorías del desarrollo en las décadas de 1960-1980. Las obras de
esta escuela tienen
sin duda el mérito de haber investigado y expuesto las relaciones
asimétricas que existen entre las
periferias del Tercer Mundo y los centros metropolitanos, especialmente en el terreno del comercio exterior, y
lo que esta desigualdad
habría significado para que
se produzca un subdesarrollo inducido presuntamente desde afuera.
Pero salvo este acierto,
los fundamentos conceptuales de la Teoría de la Dependencia repiten una característica
sintomática del marxismo y
de las doctrinas social-revolucionarias latinoamericanas: se puede afirmar que su intención
crítica
se queda en medio camino al omitir en su análisis las causas del atraso que han
sido inducidas internamente, como la herencia socio-cultural, la
mentalidad colectivista y conservadora, en muchos territorios la dotación insuficiente
con recursos
naturales y
suelos agrícolas y la concepción
restringida de modernización en sentido meramente instrumental.
Las perspectivas
mediocres del socialismo en cuanto trabajo
teórico deben ser consideradas dentro
de este contexto. Una porción significativa
de los actuales problemas latinoamericanos proviene de una tradición
colectivista e irracionalista, de un proceso de urbanización
tan
rápido como caótico, de los inmensos desarreglos ecológicos causados por
el Hombre en las últimas décadas
del siglo
XX, de la atolondrada
rapiña cometida con
respecto a los recursos naturales y de
la descomposición del antiguo
y sabio ritmo de vida.
Es decir, las adversidades que
atormentan ahora
al Nuevo Mundo dimanan – por lo menos parcialmente – de una
modernidad
reciente y de segunda clase y no de la preservación de un ordenamiento tradicional, pre-industrial y supuestamente estancado. Las
concepciones marxistas más usuales hasta 1989-1991 sobre el destino
socialista-comunista del mundo son responsables por haber divulgado, bajo el manto de
la cientificidad más estricta, algunos
lugares comunes acerca de la
realidad latinoamericana que bien poco tienen que ver con los hechos. Por ello puede ser calificadas como
teorías que no tienen un futuro brillante.
La relativa declinación actual del marxismo ha
estado conectada, desde un comienzo, con las insuficiencias de esta teoría en
el terreno de la praxis democrática. Es verdad que Marx criticó claramente la
exaltación del Estado llevada a cabo por G. W. F. Hegel (el Estado como
la realidad de la idea moral),
postulando más bien la reeducación del Estado por parte del pueblo, pero
posteriormente se decantó por una centralización estricta del poder político en
un Estado que estuviera por encima de aquellos mecanismos liberal-democráticos
– los resabios anacrónicos – que podrían restringir las potestades de un
gobierno socialista. La fascinación por un Estado unitario fuerte y absorbente,
que ha sido una normativa constante de los movimientos socialistas, comunistas
y populistas, empezó por el propio Marx, como lo reconocen sus admiradores. Durante el
tiempo de su actividad periodística más intensa (1849), Marx publicó varios
artículos enalteciendo los estados centralizados de Prusia y Austria y
descalificando las pretensiones democráticas de los pueblos eslavos,
escandinavos y húngaros, que no habrían tenido la capacidad histórica y
cultural de las naciones germánicas para construir estructuras estatales vigorosas
y centralizadas.
En los primeros años de la Revolución Cubana la apologista más conocida del
régimen, Martha Harnecker, aseveró que el ciudadano debe esperar todo de
un Estado vigoroso y sin fisuras, y no emprender iniciativas individuales fuera
de las instrucciones de las autoridades.
En el siglo XXI la concepción de que se
puede
planificar la historia desde
un centro omnisciente y domeñar la naturaleza
desde directivas gubernamentales, empieza a caer en descrédito. Los pocos intelectuales críticos
en el Nuevo Mundo comienzan a desconfiar de categorías universalistas y totalizadoras en
el
referente a la historia, la
ética, la educación y la
política, porque ellas, después de
todo, han configurado la exitosa ideología justificatoria de la civilización metropolitana e industrial, y han hecho posible, en
su campo, la pretensión
occidental de ejercer un dominio mundial. Por
otra parte, hay que considerar que casi todos los sistemas políticos que
propugnan un clima artificialmente armonicista y encubren los conflictos
en su interior, han resultado ser poco flexibles ante los cambios sociales y
tecnológicos y por ello no pueden adoptar a tiempo las medidas necesarias en
caso de declinación.
El marxismo,
a causa de su déficit explicativo en lo concerniente a fenómenos político-institucionales,
de su
reduccionismo economicista
y de su ceguera frente a asuntos
étnico-culturales, no tiene ninguna oferta para entender e interpretar la
eclosión actual de movimientos ecologistas e
inclinaciones regionalistas autonómicas.
Por todo ello es probable que el futuro del socialismo en cuanto producción
teórica sea – como hasta ahora – relativamente oscuro.
(b) Socialismo en cuanto ideología de los
desclasados y desamparados
En la esfera de las ideologías capaces de
movilizar efectivamente las
masas por medio de elementos redentorios, las perspectivas del socialismo latinoamericano
son mejores, es decir, pueden ser
vistas como regulares, como un camino
que tiene sus éxitos, pero también sus límites. Hay que considerar, sin embargo, que los triunfos
y fracasos de una
determinada
estrategia de desarrollo dependen en
cierta medida de cómo son percibidos por sectores sociales importantes. En el caso de regímenes populistas, por ejemplo, estos
y sus programas de desarrollo son vistos a priori por los estratos
populares como algo aceptable y recomendable, lo que tiene que ver directamente
con un fundamento protorreligioso – probablemente en disminución a causa de los
procesos de modernización, mejor educación e intensos contactos con el mundo
exterior –, que aún es vigoroso en América Latina. Esto se ha podido observar en
el área andina en 2022-2023 con las grandes movilizaciones de masas, que no
tienen un programa claro, pero que viven todavía hoy inmersas en un memorial de
agravios, que es fomentado por un sustrato religioso, a menudo no consciente.
En una atmósfera social influida todavía por valores
religiosos surge el mito de la redención política mediante acciones casi
siempre heroicas y revolucionarias, dirigidas a menudo por el hombre
providencial, acciones que tratan de conducir a un nuevo paraíso, es decir: al
tiempo ideal de la fraternidad ilimitada, que es, en el fondo, el retorno al
presunto orden primigenio de una igualdad fundamental. Este orden idealizado
estaría exento de las alienaciones modernas y las perversidades del
individualismo egoísta. Como señaló Enrique Krauze, esta vocación
redentoria y revolucionaria se da en un continente que conserva “un celo
apostólico y un espíritu de sacrificio propio de una cultura fundada en el
siglo XVI por frailes misioneros”.
Los practicantes de este fervor religioso suponen aún
hoy que la verdadera evolución política es idéntica a la voluntad de Dios o, en
términos seculares, a la voluntad de la historia universal. Vox populi vox
Dei. Pero esta voz, para convertirse en acción manifiesta, requiere de la
interpretación de una iglesia o de los intelectuales que hablen a nombre de
ella. Pese a los aditamentos intelectuales de dudosa calidad, el resultado
final es similar a los impulsos religiosos y a los mitos tradicionales que prevalecen
desde hace siglos. Y para encarnarse en la realidad estos mitos presuponen la
acción de los auténticos redentores, los grandes héroes que “cumplen una misión
trascendental para la cual están dotados del fuego divino”. Desde el siglo XIX la función y las características de
estos superhombres han variado poca cosa. Distinguidos pensadores de muy
diferente proveniencia ideológica, como Carlos Cullen, Enrique Dussel,
Orlando Fals Borda, Ezequiel Martínez Estrada y Leopoldo Zea, han
celebrado sus virtudes: los caudillos son vistos como los seres llamados por
Dios para corregir por cualquier medio a una sociedad que habría perdido sus
genuinas normas de justicia. Ellos tienen el trágico destino de cargar con los
pecados de su pueblo y, guiados por los imperativos de la tierra y por el ethos
latinoamericano, llevan a buen término la sagrada misión de combatir el
“imperialismo” del Norte y sus valores de naturaleza egoísta y foránea.
Pero, como afirma Krauze, la fe en la redención no es
la fe en la democracia. Como toda creencia dogmática, los credos políticos de
contenido redentorio carecen de la proporcionalidad de los medios. A menudo
predican un “odio intransigente al enemigo”, que puede transformarse fácilmente
en una “fría máquina de matar”, como lo propugnó Ernesto Che Guevara en
su conocido Mensaje a la Tricontinental. Estas construcciones de ideas
muy populares en un medio impregnado por una religión absolutista reproducen un
esquema evolutivo simple, pero muy arraigado en la consciencia colectiva. El
desarrollo humano empieza en un paraíso de la igualdad, la fraternidad y la
prosperidad, adonde hay que regresar después de pasar por el valle de lágrimas
que representa la sociedad clasista y egoísta. Enrique Krauze señaló
acertadamente que el ambiente en el cual florecen estas concepciones radicales
y estos líderes heroicos adopta un carácter apocalíptico: la certidumbre de que
la revolución total es inminente. El camino al calvario puede estar acompañado de
violencia extrema – la “cuota de muerte y sus tragedias inmensas”, como dijo
Guevara –, cuya responsabilidad reside en los otros, en los explotadores.
Aquellos que nos muestran el sendero correcto son una especie de mártires, a
quienes corresponde nuestra admiración y gratitud, y de ninguna manera nuestra
distancia analítica o nuestra desconfianza ética. Por ello los redentores
políticos están a menudo por encima de toda crítica.
Muchas doctrinas redentorias e ideologías
progresistas han sido inspiradas por el amor al prójimo y por la santa ira que
ocasionan las innumerables injusticias de este mundo, pero el resultado global
no es favorable a un orden social moderno, democrático y pluralista. Algo de
esto podemos percibir en la evolución de la Revolución Cubana. En terreno de la cruda
realidad se puede decir que el sistema socialista cubano ha preservado de modo verdaderamente notable los rasgos característicos de la herencia ibero-católica:
el centralismo,
el autoritarismo, el entusiasmo ciego de las masas
adoctrinadas (hasta que se agravaron los problemas económicos) y el dogmatismo
arrogante de los dirigentes. Este régimen, de acuerdo a su propia tendencia evolutiva, ha
transformado al estamento militar en
el sector más dinámico y sustancial, pero
no en el más eficiente,
de la
sociedad cubana. Aún hoy es innegable su influencia decisiva sobre el trabajo gubernamental, la gerencia
de los asuntos económicos y los contenidos de
las actividades educativas.
Todo esto es legitimado con un discurso del sacrificio y del deber sagrado que
conserva reminiscencias religiosas, muy bien utilizadas por la jefatura del
régimen revolucionario.
No sólo la miseria, sino más bien el presunto saber colectivo en torno a otra
realidad y la correspondiente agitación revolucionaria de partidos y movimientos reivindicatorios (la mayoría de ellos
de izquierda) producen
una
situación de crisis generalizada que se hace
progresivamente insostenible dentro del marco de las estructuras y los valores prevalecientes. En
esta atmósfera florece una ideología radical que ofrece un doble consuelo
a los
explotados y a los oprimidos, a los desheredados
y a los humillados (para hablar en términos bíblicos): la construcción de un
nuevo orden
social basado en la justicia
y en
la aniquilación
de los privilegios subsistentes y
la introducción de un credo simple, conmovedor y vigoroso, que propone una subversión del orden
social por ser este básicamente injusto. Las incursiones de la modernidad técnica
y económica no han logrado suprimir la necesidad de dogmas que pretenden dar
respuestas
simples a problemas existenciales y emocionales
de gran complejidad.
Los procesos de marginalización, pauperización y desorientación afectan también a
algunos sectores de los estratos medios, que en América Latina a veces
han sido una fuente
importante de movimientos mesiánico-políticos, sobre todo en lo que se
refiere a la juventud universitaria. Hoy
en día se manifiestan
como corrientes
politizadas superficial pero
intensamente y bajo el manto
de una
ideología radical-socialista que favorece un generoso uso de la violencia.
Su crecimiento está vinculado a
un relativo estancamiento de la economía, a la reducción
de las estructuras productivas y al aumento del desempleo, aunque factores culturales y social-psicológicos también han fomentado su
expansión. Numerosos grupos de los
estratos medios permanecen
en un
estado que puede ser
calificado de una predisposición a la esquizofrenia social, la misma que forma el núcleo de las ideologías de movilización más o menos exitosas: la conjunción de consignas anti-imperialistas y contra el status
quo (que están envueltas
en una loable
nebulosidad conceptual) con
programas altisonantes (e irreales) para un futuro visto como promisorio y con elementos sustanciales de la cultura política del
autoritarismo (preservada justamente por medio de normas, valores y actitudes reputadas como
positivas por estos movimientos, como es el caso del caudillismo carismático).
Los miembros de los estratos medios en peligro de marginalización
orientan sus pautas de consumo y gratificación
de acuerdo con los parámetros de la
civilización norteamericana, mientras que en su comportamiento
político mantienen una fidelidad
ejemplar hacia
la tradición hispano-católica.
Aunque parezca
extraño, los
movimientos guerrilleros han exhibido algunos resquicios sólidos de una tradición
religiosa dogmática y autoritaria, y también algunas de estas incongruencias de la
mencionada predisposición a la esquizofrenia
social en un grado intenso. Su propaganda ideológica y su discurso identificatorio han estado centrados en torno a valores como igualdad, solidaridad, fraternidad,
justicia social inmediata y anti-imperialismo práctico. Este aparato doctrinal coexiste paradójicamente con una jerarquía interna piramidal, severa e inescapable, calcada en
modelos militares de la índole
más
convencional y reaccionaria. En
todos los movimientos guerrilleros latinoamericanos las élites directivas han gozado de una autonomía
muy
dilatada en la determinación de objetivos, estrategias y políticas, además de una serie de privilegios muy codiciados en la vida
cotidiana. Mientras que los jefes se han destacado por su sed de publicidad, su narcisismo y su espíritu elitario de aventuras, las masas se ejercitan en las virtudes – usuales entre la gente
modesta – de la obediencia, la frugalidad,
la valentía y la docilidad.
A pesar de sus
expresiones anticonvencionales,
las guerrillas
latinoamericanas
muestran la persistencia
de las relaciones de dominación y subordinación, la
necesidad de jerarquías y élites y la amplia aceptación que tienen
las estructuras verticales y las prescripciones éticas de
catecismo dentro de movimientos consagrados profesionalmente a combatir el
llamado status quo.
Este modelo, que asigna tan desigualmente poder, prestigio
y prerrogativas a un
grupo
pequeño y obligaciones, fatigas y privaciones
a uno
mucho mayor, ha resultado ser bastante popular y relativamente exitoso (tanto en el reclutamiento de adherentes como en
el favor de los desheredados),
porque prosigue sin
ruptura alguna
una
tradición socio-cultural fuertemente arraigada
y porque sugiere
a las masas una esperanza mesiánica
que
parece estar al alcance de
la mano. Estas ideologías de movilización con mensaje redentorio (superficialmente
secularizado) se combinan
cabalmente con los
fragmentos dogmáticos del catolicismo habitual, con los momentos irracionalistas, colectivistas y anti-individualistas de la
herencia ibérica, con la continua popularidad del caudillismo político,
con las propensiones al uniformamiento institucional y cultural y finalmente con la inclinación al estatismo en cuanto
dechado de organización gubernamental.
Esta ideología de los
desamparados con tintes mesiánico-religiosos emerge con inusitado vigor y
periódicamente en la región andina, por ejemplo en el Perú. Se trata a veces de
rebeliones populares de gran escala, como la que ocurrió en enero-febrero de
2023. No hay duda de la legitimidad de muchas de las demandas de los
sublevados, que viven en condiciones deplorables y que no han sido los
beneficiarios del progreso material, estratos que habitan el ámbito de la
informalidad económica, pero que han desarrollado aspiraciones comprensibles de
ascenso social y consumismo masivo. Es relativamente fácil censurar la
actuación verdaderamente irresponsable y desproporcionada de las fuerzas del
orden al reprimir estos conatos revolucionarios, pero al mismo tiempo habría
que analizar las características a menudo irracionales, arcaizantes y violentas
de los manifestantes, que no respetan ni comprenden los intereses y los valores
de orientación de otros grupos sociales. Los sublevados configuran una masa
humana proclive a ser manipulada por dirigentes de la izquierda tradicional,
cuyas metas programáticas, muchas de ellas irreales y desautorizadas por la
historia reciente, parecen coincidir con los anhelos de los desheredados del
país. Estos últimos, por lo menos parcialmente, están inmersos en un
infantilismo político muy emotivo, en un descontento existencial impredecible,
que puede ser manejado por agentes inescrupulosos.
Hay que señalar que la fuerza propagandística y la irradiación geográfica de
esta ideología de los desamparados puede ir disminuyendo con los avances de la
modernización y urbanización, con una mejor educación y con la multiplicación
de contactos con el ancho mundo.
Para redondear este acápite sobre la función
redentoria de las tendencias socialistas, populistas y afines, es útil
mencionar a la Teología y
Filosofía de la Liberación. De acuerdo a esta concepción, el núcleo de la
genuina identidad latinoamericana estaría constituido por el ritualismo y el
comunitarismo de las religiones precolombinas, el catolicismo ibérico
tradicional, el barroco en cuanto forma original de síntesis cultural y los
modelos de convivencia de las clases populares, presuntamente incontaminadas
por la perniciosa civilización occidental moderna, individualista y egoísta. El
punto más importante, sobre todo a los ojos de sus adherentes en el área
andina, es la oposición entre dos culturas en el mismo suelo latinoamericano:
una superficial y vistosa, demoníaca y mundana, inauténtica y elitaria,
producto de la civilización decadente de Europa, y otra cultura profunda y
medio oculta, de origen indígena, pero que viene de abajo y está apegada a la
tierra y comprometida con el aquí y el ahora. Esta última cultura es la que representa la
“alternativa real”, pues su “metafísica alteridad” garantizaría su cualidad
como “lo Otro” con respecto al ámbito moderno y capitalista. Estas teorías propagan un dualismo entre lo positivo
que es la “alteridad” (la esfera de la verdad, la solidaridad con los pobres y
explotados, la utopía y la revolución promisoria) y lo negativo que es la
“totalidad” (la propiedad privada como fuente de todos los males, el egoísmo de
las élites y la mentira del individualismo). El “pueblo” representaría el
soporte de la alteridad. Según el representante más ilustre de la Filosofía de
la Liberación, Enrique Dussel, los indígenas y los trabajadores
explotados – en cuanto los integrantes más destacados del “pueblo” – poseen aún
las raíces telúricas que les permiten ser los portadores del “proyecto de
liberación”, opuesto diametralmente al incriminado modelo
occidental, aunque permanezca en una nebulosa conceptual. En los países
andinos, como en aquellos en que florecieron notables civilizaciones, se
extiende además el convencimiento de que los elementos más valiosos del saber
autóctono y sus logros civilizatorios más notables han sido confiscados por el
colonialismo europeo y norteamericano. Esta concepción radical pasa por alto el
hecho de que la mayoría de los habitantes de América Latina transita
cotidianamente entre los dos campos; hasta los indígenas del área andina tienen
como metas normativas de desarrollo los logros técnico-económicos de la
detestada civilización occidental. Aquí reside uno de los problemas más
importantes de esta temática: las mismas personas que se orientan por los
valores del modelo occidental en el terreno tecnológico y económico, son
partidarias de las concepciones premodernas y autoritarias cuando se trata de
la esfera de la política o de la familia.
En vista de esta extensa gama de apoyos
y afinidades,
la atracción de estas ideologías autoritarias con
barniz socialista está garantizada
aún
por largo tiempo, aunque se trata probablemente de un fundamento
inseguro e inconfiable para la construcción de un socialismo acorde con los
requerimientos del siglo XXI. Entre los desamparados y desheredados de las
sociedades latinoamericanas florece evidentemente una afición a las utopías
románticas, aunque los resultados de estas últimas han sido casi siempre
decepcionantes.
(c) Socialismo en cuanto modelo populista de ordenamiento
social
En el siglo XXI la atracción de los paradigmas
socialistas convencionales y rutinarios se ha reducido notablemente, pero la
mixtura de planteamientos socialistas con prácticas e imágenes populistas,
nacionalistas y tradicionalistas ha resultado ser muy exitosa. Por todo esto el
análisis del futuro del socialismo no puede pasar por alto la variante
populista que se reclama de socialista, aunque los marxistas ortodoxos nieguen
con vehemencia la pertenencia de este modelo al campo tradicional del
socialismo. Por ello es indispensable una breve recapitulación de los
populismos latinoamericanos.
Carlos de la Torre caracterizó al populismo
como una estrategia política para alcanzar el poder; sus líderes buscan el
apoyo directo, no mediado por instituciones ni reglas, de un gran número de
seguidores en principio desorganizados. Ideologías y programas juegan un papel secundario,
por lo cual resulta difícil clasificar a los experimentos populistas dentro del
espectro convencional de izquierdas y derechas. La etapa movilizadora abarcaría
“la exaltación discursiva del pueblo”, que consiste en el entusiasmo de gente
habitualmente poco interesada en cuestiones público-políticas. En todo caso,
las consigas y estrategias populistas dejarían al descubierto las carencias,
los silencios y los errores de la democracia liberal. El concepto de pueblo,
muy utilizado por los movimientos populistas, queda casi siempre en una proverbial
oscuridad, con tendencia a englobar todo lo que no constituye específicamente
las élites empresariales y las dirigencias políticas opuestas a la corriente
populista.
Loris Zanatta demostró que para tener éxito
los movimientos populistas presuponen un orden más o menos democrático, donde
la demanda de ampliar el espacio público-político y extender la ciudadanía
política y social se convierte en algo apremiante, aunque se trata de
postulados de contenido nebuloso, pero muy atrayentes para la mentalidad
popular. En muchos casos los movimientos populistas surgen como promesas de
rescate de una soberanía popular presuntamente incautada y luego enajenada por
la élite tradicional.
No hay duda de que todos los regímenes populistas
intentan debilitar o hacer superfluas las estructuras de intermediación
político-institucionales. Las jefaturas populistas sostienen, por lo general,
que estas estructuras confiscan o, por lo menos, debilitan el poder soberano del
pueblo en beneficio de las élites tradicionales. Las ideologías populistas
manipulan exitosamente el imaginario colectivo al pretender la abolición de la
distancia entre gobernantes y gobernados, postulado que casi siempre ha gozado
del fervor popular y cuya capacidad de movilización social no necesita ser
mencionada con más detalle. Valiéndose de tecnologías modernas, los populistas
han sabido instrumentalizar muy eficazmente amplias redes sociales, a través de
las cuales las jefaturas hacen circular bienes materiales y simbólicos en favor
de los más pobres y vulnerables, con lo que consiguen establecer vínculos
estables y fuertes de lealtad y obediencia hacia las cúpulas benefactoras.
Lo común a los regímenes populistas y socialistas son
la inclinación antipluralista, la tendencia anti-meritocrática y la función
integradora de la ideología movilizadora. Esta última se manifiesta en el
intento de restablecer una armonía primigenia que dormita en el alma colectiva,
amenazada por los efectos corrosivos y cosmopolitas de los procesos de
modernización. El populismo constituye una forma actualizada de un sentimiento
esencialmente conservador y religioso, basado en una solidaridad mecánica y
dirigido contra la sociedad abierta y plural del presente y contra los
elementos distintivos del liberalismo. Los regímenes populistas aparecen a
menudo como un proceso de inmersión en los valores y las prácticas de la
religiosidad popular. Estos modelos tienen un arraigo popular porque rechazan
los elementos racionales y modernos del quehacer político, como el debate permanente
y la lucha abierta de intereses divergentes, que una buena parte de la
población considera como un proceso negativo, innecesario y engorroso.
Todo esto puede parecer a primera vista como un
modelo social y cultural opuesto a lo propiciado por la teoría marxista y las
prácticas socialistas. Pero en la cruda realidad, los gobiernos comunistas y
sus intelectuales progresistas han aplicado los elementos del populismo en la vida
social de su respectivo país, y lo han hecho con una intensidad que demuestra
la pervivencia de factores tradicionalistas, autoritarios y protorreligiosos en
el seno de los experimentos socialistas. Ambos paradigmas, por ejemplo,
comparten la creencia muy difundida de que la democracia pluralista moderna
constituye una forma excesivamente complicada, racionalista y, por lo tanto,
extranjerizante de tratar los asuntos de Estado, que debería ser reemplazada
por un sistema basado en la confianza y no en el disenso, un modelo, por ende,
más acorde con las emociones de la población y con una versión idealizada de la
soberanía popular, por encima de las contiendas de intereses. En el trasfondo
emerge una voluntad general de corte rousseauniano. Se trata de un imaginario colectivo
con claros rasgos premodernos, religiosos y familiares, que pretende el
restablecimiento de una armonía primigenia, la cual estaría en peligro por la
acción combinada del cosmopolitismo, el liberalismo y la globalización. Los sistemas
populistas y los socialistas refuerzan un ámbito de ideas y sentimientos
favorable a la homogeneidad social y la simplicidad ideológica, afín a la
solidaridad mecánica y más cerca de la comunidad preburguesa y pre-industrial
que de la sociedad moderna.
En suma: todos estas herencias culturales y prácticas
políticas tienen, por lo menos en parte importante, el favor de la mayoría de
la población. Por ello es que los regímenes populistas y sus estrategias de
comunicación y movilización sociales son exitosas y pueden disfrutar de una
perspectiva futura de éxito material. En varios regímenes
populistas-izquierdistas de África y América Latina la popularidad y la
estabilidad de los mismos tienen que ver, paradójicamente, con una colaboración
constante entre el Estado y las mafias modernizadas, que se consagran a
actividades ilegal-delictivas en el seno de la economía informal (contrabando,
narcotráfico, proliferación de armas, trata internacional de personas y
explotación de recursos como oro, tierras raras y afines). El relativo éxito
del socialismo-populismo mafioso se basa en la creación de empleos precarios
(en una época de desempleo masivo) por medio de la economía informal, en la
carencia de valores normativos de largo plazo (como la ética de la
responsabilidad) y en la persistencia de factores como la indiferencia infantil
por cuestiones público-políticas y las ansias de un consumismo irracional.
Esta perspectiva de éxito emerge claramente en el modelo chino de la
actualidad. En este caso específico no se puede hablar de populismo en el
sentido que el concepto ha adquirido en América Latina, pero otras facetas del
sistema chino son similares a las del populismo del Nuevo Mundo. Tempranamente
(1990) Thomas Heberer sostuvo que el régimen mixto (socialismo autoritario
en la política, capitalismo irrestricto en la economía), instaurado en China
después de la Gran Revolución Cultural Proletaria (1966-1976), era una
tecnocracia modernizante, que utilizaba profusamente elementos disciplinarios
de la tradición china, como una visión estrecha de la ética confuciana, para
disminuir las fricciones sociales, abaratar costos y crear la ilusión de un
modelo civilizatorio original, que preservaría lo más valioso del propio legado
histórico de esa nación.
En la actualidad (2023) no hay duda alguna acerca del éxito del modelo chino y
de su posible difusión a gran parte del mundo. En este sentido se puede hablar
de que una forma específica de socialismo tiene todavía un gran futuro por
delante. El modelo chino, que dosifica cuidadosamente la herencia confuciana,
prescribe un tratamiento paternalista destinado al grueso de la población. Al
mismo tiempo enaltece las glorias de la tradición nacional china, pasa por alto
las derrotas de esta nación en los conflictos internacionales, minimiza el rol
de los opositores políticos y santifica la función de las jerarquías rígidas en
los ámbitos económico-empresarial y político-institucional. El muy probable
éxito de este modelo a nivel planetario se deriva de su carácter
conservador-tradicionalista, lo cual siempre tiene resonancia en los estratos
sociales con menor nivel educativo. La ideología oficial china preserva,
además, la ideología armonicista que fue propagada durante siglos por
los gobiernos imperiales y por sus intelectuales oficialistas.
Por todo ello se puede afirmar que la combinación de (a) elementos antiguos de
índole conservadora y autoritaria con (b) una estructura económica abierta a las
innovaciones tecnológicas y organizativas, y todo esto con una vaga ideología
socialista, sobre todo presente en los signos externos, tiene asegurada una
recepción muy favorable en buena parte del mundo. Por ello se puede aseverar
que el socialismo del modelo chino y los regímenes populistas que lo imitan
parcialmente, van a tener un cierto éxito en las próximas décadas. No es, por
supuesto, el “reino de la libertad”, que Marx concibió como realización del
socialismo.
Conclusiones
provisionales
En varios países las élites asociadas al
neoliberalismo y a la economía de libre mercado han tenido un historial
particularmente mediocre en el campo de la ética social y en el desempeño
técnico de las funciones gubernamentales. El descalabro del sistema tradicional
de partidos tuvo lugar paralelamente al desprestigio de aquellas modernas
élites tecnocráticas, como parecen ser los casos agudos de Bolivia, Nicaragua y
Venezuela. No se trata sólo de la gestión económica de los
regímenes liberal-democráticos, considerada ahora como deficiente, sino de una
decepción cultural muy amplia, percibida como tal por la mayoría de la
población. Y esto es lo preocupante. Se puede afirmar que la gestión
deficitaria de los partidos asociados al neoliberalismo no fue el único factor
que desencadenó la desilusión colectiva. La presión demográfica, las demandas
de las nuevas generaciones y de los grupos que pugnaban por reconocimiento,
trabajo y bienestar, el resurgimiento de las identidades indígenas y la lucha
por recursos naturales cada vez más escasos han promovido efectivamente una
decepción casi ilimitada con respecto a lo alcanzado y a lo alcanzable en los
terrenos social, económico y político. No se trata, en el fondo, de una
apreciación objetiva de parte de las masas (los resultados del neoliberalismo
no fueron tan negativos en ninguno de los países mencionados), sino de cómo el
desarrollo histórico es visto por amplios sectores sociales. Y esta percepción
colectiva es muy desfavorable al conjunto político-ideológico que hoy se
denomina neoliberalismo. No hay duda de que las corrientes populistas y
socialistas han desplegado un notable virtuosismo al conformar y manipular las
imágenes públicas ahora predominantes en torno a los logros y fracasos del
neoliberalismo. Hay que mencionar, ante todo, las destrezas de los partidos
populistas al aprovechar las oportunidades de ganar adherentes en medio de una
atmósfera generalizada de frustraciones colectivas, marginación socio-económica
real y resentimientos ficticios o imaginarios que prevalecían entre las masas
latinoamericanas a fines del siglo XX y comienzos del XXI. Al perfilarse
paulatinamente estos problemas en el horizonte político, las élites
tradicionales no pudieron esbozar una solución adecuada ni tampoco un imaginario
colectivo más o menos favorable a sus intereses.
Como se sabe, en numerosos países latinoamericanos
dilatados sectores populares perciben que existe una brecha creciente entre el
juego político cotidiano y las imágenes idealizadas de la democracia, entre el
funcionamiento efectivo de las instituciones y las expectativas de la
población. Aunque la realidad siempre es algo muy complejo y polifacético (el
“fracaso” de la democracia representativa liberal es una tesis hábilmente
difundida por sus adversarios), los estratos con nivel educativo inferior
tienden a creer que existe un muro artificial, creado por los intereses del
“sistema”, que los separa de las bendiciones de la modernidad y de la dignidad
social. Los gobiernos populistas y socialistas aparecen entonces como el camino
más seguro y promisorio de acceso a estos bienes materiales e ideales que las
élites tradicionales presuntamente les escatiman desde tiempos inmemoriales.
En las periferias
mundiales el
socialismo en cuanto proceso
de modernización de corte instrumentalista ha
tenido una significación mucho mayor que la doctrina emancipatoria
del marxismo original. El principio del “desarrollo pleno y libre de cada individuo”
(Karl Marx)
ha permanecido
como postulado teórico, y
no ha
sido tomado en serio ni por los partidos que se reclaman de marxistas ortodoxos
ni por los intelectuales progresistas. La ética
humanista, la aceptación de la democracia pluralista,
la estimación de la autonomía
individual como el valor más elevado
y el considerar la técnica y la economía como
medios para fines más nobles, constituyen fenómenos que en América Latina han surgido fuera del socialismo inspirado por ideas marxistas.
Por todo lo expuesto es probable,
por
lo tanto, que el futuro del socialismo sea mediocre en cuanto a teoría,
pero
sus posibilidades son ciertamente mejores como estrategia tecnocrática de modernización
con ribetes populistas. Las perspectivas del socialismo pueden ser vistas como regulares en el campo prosaico de la seducción de masas desfavorecidas. Los procesos de
modernización, la mejor educación y los contactos más estrechos con el ancho
mundo podrían debilitar todas las perspectivas de éxito del socialismo y
populismo, pero esta es tal vez una ilusión optimista.