EN EL CORAZÓN DE LAS TINIEBLAS:
IÑAKI VÁZQUEZ LARREA.
ABSTRACT:
“El
presente ensayo es una reflexión sobre la era del Imperio (1875-1914), y su
crítica, en la obra de Joseph Conrad en El Corazón de las Tinieblas”
Palabras clave:
Imperio, progreso, civilización, raza, capitalismo
ABSTRACT:
“The
current essay is a reflection on the Age of Empire (1875-1914), and its
critics, in Joseph´s Conrad Heart of Darkness”.
Key
words: Empire, progress, civilization,
race, capitalism.
“La historia de la era del
Imperio es un recuento sin fin de paradojas. Su esquema básico, es el de la
sociedad y el mundo del liberalismo burgués avanzando hacia lo que se ha
llamado su “extraña muerte”, conforme alcanza su apogeo, víctima de las
contradicciones inherentes a su progreso”
Eric. J. Hobsbawm.
INTRODUCCIÓN: LA
ERA DEL IMPERIO.
Durante la Era del
Imperio (1875-1914) la humanidad quedaba dividida por la raza, idea
que impregnaba la ideología del período de forma casi tan profunda como el progreso,
en dos grupos aquellos cuyo lugar en las grandes celebraciones
internacionales del progreso, las exposiciones universales, estaba en los stands
del triunfo tecnológico, y aquellos cuyo lugar se hallaba en los pabellones
coloniales o aldeas nativas que los complementaban.
Incluso en los países desarrollados,
la humanidad se dividía cada vez más en el grupo de las enérgicas e
inteligentes clases medias y en el de las masas cuyas deficiencias genéticas
les condenaban a la inferioridad. Se recurría a la biología, para explicar la
desigualdad, sobre todo por parte de aquellos que se sentían destinados a
detentar la superioridad.
La supremacía económica y
militar de los países capitalistas no había sufrido un desafío serio desde
hacía mucho tiempo, pero entre finales del siglo XVIII y el último cuarto del
siglo XIX no se había llevado a cabo intento alguno por convertir, esa
supremacía en una conquista, anexión y administración formales. Entre 1880 y
1914 ese intento se realizó y la mayor parte del mundo ajeno a Europa y al
continente americano fue dividido formalmente en territorios que quedaron bajo
el gobierno formal o bajo dominio político informal de uno u otro de una serie
de estados, fundamentalmente el Reino Unido, Francia, Alemania, Italia, los Países
Bajos, Bélgica, los Estados Unidos y Japón.
En efecto, los
emperadores y los imperios eran instituciones antiguas, pero el imperialismo era
un fenómeno totalmente nuevo. El término (que no aparece en los escritos de
Karl Marx, que murió en 1883) se incorporó a la política británica a partir de
1870 y a finales de ese decenio era considerado todavía como un neologismo.
Fue en la década de 1890
cuando la utilización del término se generalizó. En 1900, cuando los
intelectuales comenzaron a escribir libros sobre este tema, la palabra imperialismo
estaba, según uno de los primeros de esos autores, el liberal británico J.A.
Hobson, “en los labios de todo el mundo, y se utiliza para indicar el
movimiento más poderoso del panorama político actual del mundo occidental” (Hobsbawm,
pág. 131).
En resumen, era una voz
nueva ideada para describir un fenómeno nuevo. Ciertamente, el análisis del
imperialismo, fuertemente crítico, realizado por Lenin se convertiría en un
elemento central del marxismo revolucionario de los movimientos comunistas a partir
de 1917 y también en los movimientos revolucionarios del tercer mundo. Lo
que ha dado al debate un tono especial es el hecho de que una de las partes
protagonistas parece tener una ligera ventaja intrínseca, pues el término ha
adquirido gradualmente-y es difícil que pueda perderla- una connotación
peyorativa.
A diferencia de lo que
ocurre con el término democracia, al que apelan incluso sus enemigos por sus
connotaciones favorables, el imperialismo es una actividad que
habitualmente se desaprueba, y que, por tanto, ha sido siempre practicada por
otros. En 1914 eran muchos los políticos que se sentían orgullosos de llamarse
imperialistas, pero a lo largo del siglo XX los que así actuaban desaparecieron
por completo.
El factor fundamental de
la situación de la situación económica general era el hecho de que una serie de
economías desarrolladas experimentaban de forma simultánea la misma necesidad
de encontrar nuevos mercados. Cuando eran lo suficientemente fuertes, su ideal
era el de la puerta abierta en los mercados del mundo subdesarrollado,
pero cuando carecían de la fuerza necesaria, intentaban conseguir territorios
cuya propiedad situara a las empresas nacionales en una posición de monopolio
o, cuando menos, les diera ventaja sustancial. La consecuencia lógica fue el
reparto de las zonas no ocupadas del tercer mundo.
De todos los países
metropolitanos donde el imperialismo tuvo más importancia fue en el Reino
Unido, porque la supremacía económica de este país siempre había dependido de
su relación especial con los mercados y fuentes de materias primas de ultramar.
De hecho, se puede afirmar que desde que comenzara la revolución industrial,
las materias primas de ultramar. De hecho, se puede afirmar que desde que
comenzara la revolución industrial, las industrias nunca habían sido muy
competitivas en los mercados de las economías en proceso de industrialización,
salvo quizá durante las décadas doradas de 1850-1870. En consecuencia, para la
economía británica era de todo punto esencial preservar en la mayor medida
posible su acceso privilegiado al mundo no europeo.
El número de personas
implicadas directamente en las actividades imperialistas era relativamente
reducido, pero su importancia simbólica era extraordinaria. Cuando en 1899
circuló la noticia de que el escritor Rudyard Kipling, bardo del imperio indio,
se moría de neumonía, no sólo expresaron sus condolencias los británicos y los
norteaméricanos, Kipling acababa de dedicar un poema a los Estados Unidos sobre
“la carga del hombre blanco”, respecto a sus responsabilidades en las Filipinas,
sino que incluso el emperador de Alemania envió un telegrama.
El triunfo imperial
planteó problemas e incertidumbres. Planteó problemas porque se hizo cada vez
más insoluble la contradicción entre la forma en que las clases dirigentes de
la metrópoli gobernaban sus imperios y la manera en que lo hacían sus pueblos.
En las metrópolis se impuso la política del electoralismo democrático, como
parecía inevitable. En los imperios coloniales prevalecía la autocracia, basada
en la combinación de coacción física y la sumisión pasiva, a una superioridad
tan grande que parecía imposible de desafiar y, por tanto, legitima.
Soldados y “procónsules” auto
disciplinados, hombres aislados con poderes absolutos, sobre territorios
extensos como reinos, gobernaban continentes, mientras que en la metrópoli campaban
a sus anchas las masas ignorantes e inferiores. El imperialismo también suscitó
incertidumbres. En primer lugar, enfrentó a una pequeña minoría de blancos con
las masas de los oscuros, y el “peligro amarillo”, contra el cual
solicitó el emperador Guillermo II la unión y la defensa de Occidente.
¿Podrían durar esos
imperios tan fácilmente ganados, con una base tan estrecha, y gobernados de
forma tan absurdamente fácil, gracias a la devoción de unos pocos y a la
pasividad de los más?.
Kipling, el mayor- y tal
vez el único-poeta del imperialismo, celebró el gran momento del orgullo
demagógico imperial, las bodas de diamante de la reina Victoria en 1897, con un
recuerdo profético de la impermanencia de los imperios:
Nuestros barcos, llamados
desde tierras lejanas, se desvanecieron:
El fuego se apaga sobre
las dunas y los promontorios:
¡Y toda nuestra pompa de
ayer, es la misma de Nínive y Tiro!
Juez de las naciones, perdónanos
con todo
Para que no olvidemos,
para que no olvidemos. (en Hosbawm, pág. 254).
EL CORAZÓN DE LAS
TINIEBLAS:
“La conquista de la
tierra, que más que nada significa arrebatársela a aquellos que tienen un color
de piel diferente a la nariz ligeramente más aplastada que nosotros, no posee
tanto atractivo cuando se mira desde muy cerca, lo único que la redime es la
idea. Una idea al fondo de todo, no una pretensión sentimental, sino una idea,
y una fe desinteresada en la idea, algo que puede ser erigido y ante la que uno
puede inclinarse y ofrecer un sacrificio”
Joseph Conrad
El Corazón de las
tinieblas.
Son muchas clases de
tinieblas las que el viaje explora, pero sobre todas ellas plantea la realidad
de la explotación colonial, la ambigüedad de la misión civilizadora en
África. Como Conrad escribió a su editor:
“La criminalidad
ineficiente y puramente egoísta que ha envuelto la obra civilizadora en África”
(Raymond Williams, pág. 98).
Desde luego, hay que
estar atentos a los términos: se acepta la misión civilizadora, y la
criminalidad es un fracaso contingente. Gran parte de la tensión de El
Corazón de las Tinieblas viene de esa incómoda relación. El sistema
colonial se evoca directamente; al principio en la referencia a los romanos,
con toda su profunda ironía histórica; después, en la torpedera “disparando
sobre un continente”; y sobre todo, en las escenas de contraste entre la
fila de africanos encadenados y el contable de la compañía, que para poder
llevar correctamente sus libros tiene que hacerse sordo a los “gemidos de
esa persona enferma” (Conrad, pag. 54).
Para Edward W. Said la
persuasión de El Corazón de las Tinieblas radica en el hecho de que
tanto su política como su estética son, por así decirlo, imperialistas, lo
cual, en los años finales del siglo XIX, parecían constituir a la vez una
estética, una política y hasta una epistemología inevitables e insoslayables.
Si de veras no podemos entender la experiencia del otro, y dependemos
por lo tanto de la autoridad asertiva del tipo de poder que Kurtz detenta como
hombre blanco o que Marlow, otro blanco, detenta como narrador, es inútil
buscar alternativas distintas, no imperialistas. El sistema las ha eliminado
del todo, y las ha hecho impensables.
Aunque Conrad
escrupulosamente nos recuerde las desgraciadas diferencias emanadas de las
actitudes coloniales diversas de belgas e ingleses, el solo era capaz de
imaginar un mundo ajustado a una u otra esfera del dominio occidental. Pero
porque Conrad también poseía un sentido residual extraordinariamente
persistente de su propia marginalidad de exiliado; con mucho cuidado otorga al
relato de Marlow la provisionalidad característica de su situación en el límite
entre uno y el otro mundo:
El relato del sufrimiento
nativo es el siguiente:
“Cada uno tenía un
collar de hierro alrededor del cuello, y todos estaban conectados por una cadena
cuyos eslabones bailaban entre ellos golpeándose rítmicamente. La ley
ultrajante, como el bombardeo de proyectiles, había llegado hasta ellos, un
misterio insoluble venido del mar. Estaba absorto en sus libros, dispuestos
como un pastel de manzana. Todo lo demás en la estación era un lío, cabezas,
cosas, construcciones. La criminalidad ineficiente y puramente egoísta”
(Conrad, pág. 105).
La conclusión de
Conrad es que si el imperialismo, como relato ha monopolizado el sistema
completo de representación- lo cual en el caso de El Corazón de las
Tinieblas le permite ser el portavoz de los africanos , el de Kurtz y el de
los otros aventureros, incluyendo a Marlow y a su audiencia, su conciencia como
outsider lo faculta, al contrario, para comprender de modo activo, como
funciona la máquina Imperial, dado que la sincronía o correspondencia
entre él y la máquina no es del todo perfecta. Al no llegar a ser jamás un
inglés completamente integrado y del todo aculturado, Conrad pudo preservar una
distancia irónica en cada una de sus obras.
BIBLIOGRAFÍA:
Conrad, J; El Corazón
de las Tinieblas, Alianza Editorial, Madrid, 2020.
Hobsbawm, E. J; La Era
del Imperio (1875-1914), Crítica, Barcelona, 1987.
Hobsbawm, E. J; Historia del siglo XX, Planeta,
Barcelona, 2012.
Said, E, W; Cultura e
Imperialismo, Anagrama, Barcelona, 1996.
Williams, Solos en la
ciudad (la novela inglesa de Dickens a D. H. Lawrence), Debate, Madrid,
1997.