Dr. H. C. F. Mansilla
Las renovaciones periódicas del marxismo y su influencia
sobre la filosofía política del presente. El rescate del núcleo de esta
concepción y la justificación de una nueva tecnocracia
El texto muestra los factores centrales que animan los
intentos cíclicos de renovar el marxismo, que también en América Latina han
tenido representantes notables. En general estos intentos prosiguen la senda
iniciada por Georg Lukács, quien separó el núcleo metodológico del marxismo de
los resultados concretos a que llegan los análisis marxistas. El núcleo siempre
es válido y verdadero, mientras que los resultados específicos pueden contener
errores que no afectan la calidad esencial del marxismo. El peligro reside en
legitimar a los intelectuales que dominan el método marxista, quienes pueden
constituir una élite política y tecnocrática que estaría blindada contra toda
crítica.
Palabras clave: élite del poder, Georg Lukács,
justificación, marxismo, renovación, tecnocracia
The Periodic
Renovations of Marxism and Their Influence on Political Philosophy of Present
Time. The Rescue of the Core of this Conception and the Justification of a New
Technocracy
This essay
displays the central factors which animate the cyclical attempts to renew
Marxism, which also had in Latin America noteworthy representatives. These
attempts generally follow the way started by Georg Lukács. He separated the
methodological core of Marxism from the concrete results of Marxist analyses.
The core rests always valid and true, while the specific results may contain
errors which do not affect the essential quality of Marxism. The danger lies in
legitimizing the intellectuals who master the Marxist method and thus can build
a political and technocratic elite, which would be armoured against any
critique.
Key words:
Georg Lukács, justification, Marxism, power elite, renewal, technocracy
Las renovaciones
periódicas del marxismo y su influencia sobre la filosofía política del
presente.
El rescate del
núcleo de esta concepción
y la
justificación de una nueva tecnocracia
Dr. H. C. F.
Mansilla
La
paradoja del marxismo “renovado”
En los
últimos años han aparecido varias publicaciones de buen nivel académico que
pretenden detectar y luego fundamentar un “regreso” del corpus marxista
al centro de las reflexiones teóricas realmente importantes en torno al estado
calamitoso del mundo actual. Los autores de estos escritos admiten que este
retorno tendría sus límites y restricciones, porque de la notable historia
intelectual marxista quedarían vigentes sobre todo una “sensibilidad, un estilo
de pensamiento”,
que, por supuesto, continuarían siendo determinantes para el trabajo
intelectual, a pesar de que los conceptos de sensibilidad y estilo son poco
precisos y en general corresponden a efímeras modas literarias y artísticas.
Estos pensadores son conscientes del hecho de que el “socialismo realmente
existente” en la Unión Soviética (1917-1991) ha sido percibido – cuando menos –
como “aburrido” y hasta “insoportable” por la consciencia intelectual de buena
parte del mundo.
Los
estudios de encomiable nivel que han sido publicados en las primeras décadas
del siglo XXI poseen una interesante pretensión: redescubrir la originalidad y
la renovada relevancia del pensamiento de Marx en los campos de la economía, la
filosofía, la estética y hasta la psicología. Este propósito tuvo numerosos
antecedentes a lo largo del siglo XX, porque la magna teoría del Padre Fundador
Karl Marx se enfrentó – casi desde un inicio – a problemas similares. En
nuestro tiempo los autores de los estudios sobre Marx son mayoritariamente
profesores universitarios, que están obligados a generar análisis ampulosos y eruditos,
llenos de salvaguardias y reservas. En estas obras Marx es visto como un
filósofo anclado en las perspectivas del siglo XIX, brillante y original, pero
tal vez ajeno y alejado de los problemas del siglo XXI, pero al mismo tiempo es
considerado como una fuente inagotable de fundamentos teóricos y conocimientos
específicos, que todavía serían válidos y vigentes en nuestro tiempo.
En esto
consistiría la paradoja: la obra del Padre Fundador “ya no tiene respuestas
para todas las preguntas, pero seguimos dialogando con Marx”. O como afirmó José
Aricó (1931-1991), el pensador argentino que tempranamente postuló una
actualización del marxismo: “La crisis del marxismo, en consecuencia, antes que
el signo de su inevitable defunción, es más bien el indicador de su extrema
vitalidad”.
Lo inaceptable del marxismo, según Aricó, sería su tenor eurocéntrico, pero el
núcleo del pensamiento de Marx, junto con sus “virajes enriquecedores y sus
cambios de perspectiva”, representarían la base para seguir argumentando y
soñando a partir de Marx.
Se puede constatar que ya hace décadas en América Latina se han dado varios
intentos de renovar el marxismo después de proponer algunos recortes y postular
una actualización de la gran doctrina. El psicólogo y político peruano Carlos
Franco (1939-2011)
sostuvo igualmente que hay que rechazar el eurocentrismo de Marx, pero habría
que seguir siendo marxista, pero para ello habría que “descubrirlo en su oculta
manera de situarse ante la realidad y sorprenderlo en la discontinuidad, en las
rupturas sucesivas de su pensamiento”.
Esto implicaría no adherirse a los juicios políticos de Marx o a los resultados
concretos de sus investigaciones, sino guiarse por las “huellas, indicios,
caminos que conducen a un Marx problemático”,
el único rescatable.
Cambiando
la terminología, esta es la gran propuesta que hizo Georg Lukács en 1923
para fundamentar un “marxismo ortodoxo” (véase más adelante). En su obra
teóricamente más notable, Carlos Franco planteó la necesidad de una
“descentramiento” del marxismo para diluir su eurocentrismo, aunque en ningún
momento se aclara en qué puede consistir esa operación, máxime si Franco
mantiene como metas normativas de todo desarrollo la modernización y la
industrialización más convencionales y afirmando enfáticamente que el “marxismo
latinoamericano” debe ser la concepción normativa y obligatoria de los
movimientos izquierdistas de la región.
A todo esto
se añade una fuerte tendencia a proponer un “marxismo latinoamericano
heterodoxo”,
basado en Walter Benjamin y Carl Schmitt y actualizado por los
enfoques postmodernistas y los estudios postcoloniales. El marxismo constituiría aún el
horizonte insuperable de nuestra época (como lo creyó Jean-Paul Sartre),
pero se trata ahora de un marxismo “disperso, oculto y alejado de sus grandes
textos”, pero marxismo ortodoxo al fin y al cabo, es decir: la única teoría que
puede abarcar y comprender “las relaciones sociales capitalistas”,
que todavía dominarían y determinarían la realidad latinoamericana del
presente. Algo similar se ha intentado también en otras latitudes: en palabras
muy simples Tom Rockmore sostuvo que el rescate del Marx filosófico
conllevaría el abandono del Marx político.
Es decir: había que conservar el núcleo concepcional de la filosofía marxista,
dejando de lado todos los enunciados concretos y las propuestas histórico-políticas
del gran autor.
El
fundamento de este tema es, en el fondo, relativamente simple: los ensayos de
actualización o renovación del marxismo (a) no pueden dejar de mencionar las
insuficiencias de todo marxismo para entender la realidad del presente y
admiten que Marx estaba fuertemente influido por las perspectivas de su época –
lo que dificulta la comprensión adecuada de los temas actuales –, pero, al
mismo tiempo, (b) tratan de rescatar un núcleo perenne del marxismo que
representaría la base decisiva para interpretar de modo adecuado y hasta para modificar
radicalmente el mundo de nuestros días. Lo problemático de todos estos esfuerzos
reside en el carácter nebuloso del “núcleo
concepcional”, del “método marxista ortodoxo” (en la terminología de Georg
Lukács) o del “marxismo descentrado”, que nunca es explicitado claramente, sino
más bien evocado con bastante emoción.
En una
palabra: el marxismo actualizado y renovado debería ser menos economicista y
más cercano a la llamada deriva culturalista del pensamiento progresista
contemporáneo. Este último, influido por intelectuales como Walter Benjamin y
los postmodernistas, exhibiría facetas novedosas de una doctrina
revolucionaria acorde con nuestro tiempo e inspiraría a los ciudadanos a comprender
mejor la complejidad de nuestro mundo. Y precisamente por ello, armados con ese
conocimiento superior que sería el marxismo renovado, estos sujetos políticos van
a estar dispuestos a desatar alguna vez la revolución socialista … y, ya que “desatan” la revolución
en el momento y el lugar adecuados, estos “sujetos políticos” estarán
destinados, por supuesto, a dirigir soberanamente todas las fases de este
proceso en la praxis.
La cuestión
de las actualizaciones del marxismo tiene una larga y complicada historia. En
uno de los trabajos más diferenciados y eruditos sobre esta temática, el
filósofo alemán Helmut Fleischer llegó a la conclusión de que la
filosofía de la historia de Marx reflejaba fielmente un “proceso abierto de
síntesis contingentes en situaciones singulares”, pues se trataba de comprender
las fases de la autorrealización humana concatenadas entre sí, pero sin una
lógica predeterminada y sin un sentido pre-establecido y sin un fin racional. Pero al mismo tiempo este
autor sostuvo que las “leyes de la historia” deben ser consideradas como inexorables
como las de la naturaleza, pues comparten el mismo principio de causalidad que
predomina en esta última.
Por un lado, Fleischer rechazó todo el determinismo y el dogmatismo que hayan
podido estar vinculados a las doctrinas marxistas, pero simultáneamente utilizó
todos los conceptos habituales de los marxismos de su época y concluyó enalteciendo
la Unión Soviética como el paradigma evolutivo.
Para una
renovación genuina la magna teoría debe sufrir un recorte y una transformación.
En el curso del recorte se concibe a Marx distante de algunas opciones teóricas
de Friedrich Engels y a veces enfrentado al proyecto de este último.
Engels es percibido ahora como el creador del marxismo en cuanto sistema
dogmático, omnisciente, casi escolástico, que abarcaba (y para algunos aún
abarca) tanto la dimensión socio-histórica como el ámbito de las ciencias
naturales.
En cambio el Marx filosófico, antidogmático, de perspectivas más profundas que
Engels, es contrapuesto ahora a las concepciones de V. I. Lenin y, por
supuesto, al trabajo intelectual y a la praxis histórica de I. V. Stalin y sus
sucesores. En casi todas sus facetas el llamado socialismo realmente existente
no habría estado a la altura del humanismo auténtico del Padre Fundador.
La
transformación consiste en situar a Marx lejos de la filosofía de la historia
de G. W. F. Hegel y de los grandes temas del socialismo del siglo XIX y
acercarlo a una dimensión de orden metodológico-epistemológico, conformada por
los “maestros de la sospecha” (Paul Ricoeur), dimensión en la cual Marx
compartiría un sitial de honor junto con Friedrich Nietzsche y Sigmund Freud. Para
los renovadores Marx representa ahora una figura de la filosofía clásica, que
dialoga “de igual a igual” con los grandes “excluidos del canon comunista”,
como Baruch de Spinoza, Blaise Pascal, Hannah Arendt y Carl Schmitt. Así Marx es incorporado a
otro canon, el postmodernista, que hoy en día ofrece dos claras ventajas: estar
firmemente situado en las modas intelectuales del momento y compartir el
relativismo y las aseveraciones gelatinosas de las concepciones contemporáneas.
Finalmente
hay que mencionar un tema adicional conectado íntimamente con el renacimiento actual
del marxismo. Los intentos de renovación, pese a todas las cuidadosas reservas
intelectuales, dejan incólume el núcleo de esta doctrina, aunque desechan los
resultados teóricos concretos a los cuales han arribado los pensadores
marxistas de un periodo anterior. Algunos de estos productos de esta corriente terminan
brindando una justificación teórica a nuevas formas de una tecnocracia
autoritaria, que no fueron ajenas al pensamiento marxista en la primera mitad
del siglo XX. Precisamente el iniciador del llamado marxismo crítico u
occidental, el ya
mencionado filósofo húngaro Georg Lukács, postuló una comprensión novedosa del “marxismo
ortodoxo”, como él lo llamó, que constituye el mejor fundamento intelectual de
un élite privilegiada que, con todo derecho, instaura una tecnocracia
totalitaria. Esto representa también uno de los puntos controvertidos de la
actualización del marxismo.
Ninguno de estos esfuerzos, que se repiten cíclicamente, ha dado resultados
duraderos y satisfactorios.
Insuficiencias
del marxismo crítico desde sus inicios
Ya los primeros intentos de
actualizar el corpus devenido dogmático del marxismo exhibieron algunos
problemas que se han repetido a lo largo de la evolución de esta magna
concepción. Adelantando la conclusión principal de este ensayo, se puede
aseverar que las reiteradas e incesantes tentativas de renovación nos muestran,
entre otras cosas, que en círculos progresistas el marxismo no ha sido el
sistema teórico insustituible y siempre válido para entender la complejidad del
mundo moderno. Esto vale paradójicamente para la época misma de su nacimiento. Hay
que señalar que los conceptos de renovación y actualización no
fueron empleados en la primera mitad del siglo XX, en gran parte a causa de un
respeto casi mítico por la obra de Marx y Engels y también porque se creía que
esta teoría no requería de procedimientos de actualización, pues admitir una
necesidad de este tipo equivalía a poner en duda su aceptada infalibilidad liminar.
De todas maneras: las
modificaciones y ampliaciones que sufrió el marxismo a partir de su
implantación como doctrina oficial de los partidos comunistas y de los países
socialistas han sido siempre algo muy similar a una renovación, en el sentido
de actualizar, adaptar o acomodar las enseñanzas de los Padres Fundadores a los
desarrollos socio-económicos y a las circunstancias históricas no previstas por
la doctrina. El marxismo también tuvo que ser ajustado a las necesidades
siempre cambiantes de los partidos políticos inspirados por la idea de la
revolución radical. Así fue de manera paradigmática a comienzos del siglo XX, y
por ello se alude aquí a notables intelectuales que participaron directamente o
comentaron con talento previsor la Revolución Rusa de 1917 y sus antecedentes.
Para apreciar las dificultades de
este propósito de actualización siempre ambigua, hay que mencionar en primer
lugar a Rosa Luxemburg (1871-1919) – calificada como el “Águila” por V.
I. Lenin
–, porque fue tempranamente una de las exponentes más notables de un marxismo
independiente, sobre todo frente a la ortodoxia leninista del movimiento
socialista, la cual, gracias a la conquista del poder en un país muy
importante, se transformó muy pronto en la corriente más poderosa y prestigiosa
del marxismo. Por otra parte, Luxemburg se ha convertido hoy en una figura muy apreciada
por la izquierda renovadora y por la socialdemocracia radicalizada a nivel
mundial por ser la gran representante de la teoría de la espontaneidad
en asuntos público-políticos. En su obra, empero, se puede observar las
ambigüedades de la actualización aquí analizada. Ya en 1904 Rosa Luxemburg censuró
el “ultracentralismo brutal” contenido en la nueva concepción del partido de
Lenin: esta última sería el intento de introducir la disciplina del cuartel, la
fábrica y de los estamentos burocráticos al interior del partido
socialdemocrático, dando como resultado una élite dirigente privilegiada y una
masa de seguidores sometidos a la obediencia más estricta y separados para
siempre de la cúpula decisoria. Ella mantuvo
esta posición crítica con respecto al partido bolchevique después de la Revolución de Octubre de 1917 y siempre fue una defensora acérrima de un orden social
abierto, democrático y pluralista.
Al mismo
tiempo, sin embargo, Luxemburg sostuvo como verdades indubitables algunos
principios centrales del marxismo que ya entonces eran controvertidos: la
validez intangible de todos los pronósticos de Marx en torno al desarrollo de
la economía capitalista, la polarización incesante de clases, la pauperización
creciente del proletariado, la necesidad de subordinar las labores sindicales a
las políticas, la inutilidad de toda labor parlamentaria (el sistema
parlamentario como “cretinismo”), el carácter meramente “formal” de la
burocracia “burguesa” (contrapuesto a la verdadera democracia socialista) y la
obligación de impedir todo “reformismo pequeño-burgués” al estilo de Eduard
Bernstein, el albacea de Engels y primer representante serio de una
actualización profunda y efectiva del marxismo. Bernstein fue calificado como equivocado
y despreciable por Rosa Luxemburg y asimismo por las dirigencias de los
partidos socialdemocráticos y comunistas.
Además Rosa
Luxemburg apoyó sin reservas los tópicos marxistas de rechazar y combatir la
organización federal de un Estado, los particularismos regionales y las
peculiaridades históricas preburguesas y pre-industriales en cuanto reliquias
singularmente odiosas del régimen “feudal”. Según ella, el centralismo estatal
de corte unitario constituiría uno de los grandes logros del capitalismo, que
la revolución socialista debería profundizar a toda costa y que sería
especialmente adecuado para países con varias nacionalidades como Rusia.
Luxemburg se opuso tenazmente a la independencia de su patria, Polonia. Suponiendo
que la evolución de Europa Occidental sería obligatoria para el resto del
mundo, calificó al Imperio Austro-Húngaro ─ esa sabia construcción de lealtades laxas, autonomías
regionales y tolerancia hacia las distintas nacionalidades y etnias ─ como un hecho histórico “anómalo”, es decir
como un fenómeno que lamentablemente no encaja en las leyes inexorables del
desarrollo humano.
Aquí se
puede percibir la paradoja que se da en una posición que exhibe aspectos
críticos y simultáneamente tendencias apologéticas, y cuyas manifestaciones
tempranas pueden observarse también en la obra de Nikolai I. Bujarin
(1888-1938), después de Lenin el teórico más destacado del partido bolchevique. Bujarin y el
notable economista Evgeni A. Preobrazhenski (1886-1937) ─ ambos pertenecían al inicio de la Revolución Rusa a la fracción de izquierda ─ pensaban en 1919 que el resto del mundo no ofrecería una resistencia
seria a un cambio revolucionario inducido por aquellos que conocen científicamente
el rumbo de la historia y sus necesidades. Lo razonable sería entonces un experimento
social-histórico de gran envergadura, dirigido por la élite tecnocrática de
aquellos que dominan adecuadamente las enseñanzas marxistas. Estos experimentos
social-históricos deberían estar basados en el despliegue impetuoso de la
técnica y en enormes proyectos de industrialización e infraestructura. Esta “alianza
entre la ciencia y la industria”, nos dice Nikolai I. Bujarin, estaría
inextricablemente ligada a la pronta desaparición del dinero, el Estado, la
burocracia y la administración de justicia. Es la
clásica utopía del orden justo y del retorno al ámbito prehistórico y
pre-urbano, pero una utopía autoritaria, en la cual también creyeron Marx y
Engels.
Casi todos
los marxistas rusos ─ con Lenin y
Bujarin en primer lugar ─ sostuvieron
que las decisiones del partido comunista eran la encarnación de la verdad; esta
última no se discernía a través del análisis teórico o el debate libre de
puntos controvertidos, sino mediante las determinaciones del comité central del
partido. En una
palabra: por un lado querían construir una sociedad altamente moderna,
democrática y justa, pero por otro estos mismos marxistas preservaban pautas de
comportamiento y valores de orientación de una tradición premoderna,
autoritaria, antidemocrática y anti-individualista. Según ellos (y miles de
comunistas de otras latitudes) no se podía tener razón fuera del partido. El
éxito posterior del stalinismo estuvo garantizado desde un primer momento
porque hasta sus adversarios marxistas más lúcidos creían que el partido
personificaba una verdad histórica superior y una forma de organización
política más perfecta que todas las inútiles construcciones de la democracia
formal y burguesa.
Esto es lo
triste y lo trágico: todos los grupos opuestos a Lenin y Stalin dentro del Partido
Comunista de la Unión Soviética celebraron el rol progresista de la violencia
política, compartieron la opinión de que los derechos humanos, la democracia
representativa y el pluralismo cultural constituirían meras formalidades con
utilidad meramente instrumental.
A partir de 1917 en Rusia y después de 1945 en Europa Oriental y en el Tercer
Mundo ortodoxos y disidentes del marxismo aceptaron como natural e inevitable
un modelo de desarrollo que era, en el fondo, un sistema autoritario ─ cuando no totalitario ─ de modernización para alcanzar y superar la evolución
de las naciones occidentales en un espacio muy breve de tiempo.
Se puede
argumentar evidentemente que esta crítica aquí ofrecida de la oposición
anti-stalinista no tiene una conexión clara con la temática de la actualización
del marxismo. Pero también se puede argüir que las actuaciones de esa oposición
y la de sus principales líderes e intelectuales se basaban en un intento fallido
de repensar la gran doctrina para acomodarla de manera original y efectiva a
una realidad no prevista por Marx y Engels. Los anti-stalinistas, que no
provenían de una tradición racionalista con elementos autocríticos, se
consagraron a preservar e intensificar los elementos prerracionales,
anti-individualistas y profundamente autoritarios de la tradición cultural
rusa, al igual que los partidarios de Stalin. Ha sido una forma usual de
permanecer fiel a una herencia histórico-cultural, a un sentido común
practicado por la sociedad, mientras se trabajaba sin descanso por modernizar e
industrializar la Santa Rusia a marchas forzadas. Como dijo Iring Fetscher,
la filosofía crítica marxista que pretendía emancipar al proletariado, se
convirtió muy pronto en la ideología justificatoria de la élite gobernante que
utilizaba para sus fines astutamente el enaltecimiento solo verbal del
proletariado.
Un último
ejemplo del carácter problemático y, en realidad fallido, de los intentos
renovadores del marxismo lo tenemos en la figura del pensador y político alemán
Karl Korsch (1886-1961), cuya obra se originó en la crítica del marxismo
institucional en cuanto ideología justificatoria. Korsch intentó un retorno al
marxismo primigenio como impulso esencialmente crítico, ético y emancipatorio. La
transformación del marxismo en un saber instrumental del poder fue posible, de
acuerdo a Korsch, porque Lenin y sus adherentes subordinaron el concepto de
verdad bajo el criterio de eficacia político-partidaria, retomando doctrinas
precríticas, es decir anteriores a la Ilustración. Korsch
entrevió que hasta el marxismo original sufría bajo algunas concepciones
dogmáticas y hasta peligrosas para la praxis: la normativa encarnada por Europa
Occidental como modelo obligatorio de desarrollo técnico-económico y la
excesiva importancia atribuida al Estado como agente de cambio, precisamente en
el caso de revoluciones socialistas.
Korsch desarrolló
una actitud crítica con respecto al corpus teórico del marxismo, pero
también conservó una inmensa nostalgia por una doctrina coherente del
proletariado con el fin de superar el “capitalismo monopólico”, como Korsch
llamaba al orden social imperante en Europa y Norteamérica. En este sentido él
mantenía una posición muy convencional con respecto a la modernidad occidental.
Su intento incipiente de salvar un marxismo purificado de las deformaciones
soviéticas no llegó a conformar un impulso teórico a la altura de la época y de
sus propios postulados intelectuales. A Korsch y a los representantes actuales
de la renovación de la magna teoría les faltaron una interpretación global de
su época basada en datos empíricos (como lo intentó el ya mencionado Eduard
Bernstein a fines del siglo XIX) y una visión crítica del progreso material y
de los adelantos científico-técnicos (como lo ensayó la Escuela de Frankfurt con su crítica de la civilización industrial). Esto habría
enriquecido efectivamente a las diferentes corrientes del marxismo.
La
auto-inmunización del pensamiento marxista y la justificación de élites
tecnocráticas
Casi todos
los intentos de actualizar y renovar el marxismo comparten una estrategia
desarrollada originalmente por el filósofo húngaro Georg [György] Lukács
(1885-1971), la cual brinda simultáneamente el instrumento más eficaz para blindar este pensamiento contra toda
impugnación e inmunizarlo contra toda crítica que pudiera derivarse de la
esfera de la praxis. Lukács concibió esta posibilidad mediante una
audaz redefinición de marxismo ortodoxo: este último es sólo el método
(los modelos dialécticos para conocer y reconstruir la realidad) y no la teoría
(los resultados y las interpretaciones del trabajo intelectual y hasta del
científico). Aún en el caso de que se demostrara la inexactitud de cada uno de
los enunciados de Marx, un “marxista ortodoxo” – nos dice Lukács – podría
desechar todas aseveraciones concretas y específicas de Marx, pero continuaría
dentro de la ortodoxia marxista si seguía utilizando el materialismo
dialéctico en su versión ortodoxa. Precisamente
esta separación entre resultados concretos y específicos alcanzados mediante el
análisis marxista, por un lado, y el método histórico-dialéctico, por otro, ha
posibilitado – afirman casi todos los renovadores – la exégesis innovadora y
las iniciativas marxistas de carácter heurístico en nuestro tiempo, ya que el
mantenimiento dogmático de todas las aserciones y los vaticinios de Marx y
Engels habría conducido a una total esterilidad teórica y práctica. Como ya se
mencionó, el problema reside en la naturaleza poco clara, nebulosa y en
realidad evocativa de lo que es el método marxista, ya que los teóricos que se
adhieren a esta corriente nunca explicitan claramente los “modelos dialécticos
ortodoxos” para entender el mundo social.
Menciono dos
ejemplos del resultado práctico de esta intención que provienen del campo
académico. En 1967 Werner Hofmann sostuvo que el núcleo del teorema
marxista de la pauperización creciente del proletariado consistía en una degradación
mental incesante de esta clase social, y no en sus manifestaciones
económicas y materiales. Estas últimas pertenecían al ámbito de lo
circunstancial. En consecuencia la falta de su existencia empírica no vulneraría
la doctrina original.
Hans-Georg Backhaus afirmó en 1978 que para salvar la teoría marxista
del valor había que diferenciar estrictamente entre la sustancia del
valor y la forma del mismo. La primera tendría vigencia permanente e
insoslayable, mientras que la segunda solo podría pretender una validez
temporal y aleatoria, que no afectaba el núcleo de la teoría.
Pero esta
separación tan severa entre método general y resultados concretos es altamente
problemática, pues presupone la existencia de un núcleo indestructible del
marxismo, un conjunto de fundamentos y métodos que permanece incólume ante los
sucesos históricos y asimismo frente a los avances de las ciencias sociales. Es
improbable que existan estos cimientos genuinamente metafísicos, es decir fuera
de toda contaminación física y teórica, y menos aún que estos sean compatibles
con el enfoque eminentemente histórico de Marx. Por otra parte es imposible
imaginarse un edificio metodológico que permanezca válido si los diagnósticos y
los pronósticos fundamentados en el mismo son continuamente desautorizados por
los sucesos históricos específicos y el progreso incesante de la actividad
intelectual. Iosip I. Stalin era partidario de esa distinción radical
entre teoría y método, basada en la existencia de un núcleo metafísico del
marxismo, que sería inmune a toda alteración socio-histórica.
Es útil
recordar que este enfoque fue precursor de la teoría ─ tan exitosa en Alemania y Francia entre 1960 y 1980 a partir de la escuela de Louis Althusser (con antecedentes en Maurice Merleau-Ponty) ─ que discrimina entre un modo lógico y un modo
histórico de comprender la evolución humana: mientras el primero, basado en
los inalterables principios y modelos de la dialéctica materialista, persiste
en su validez y vigencia a través de las edades a causa de su carácter
abstracto, purificado de los hechos y detalles aleatorios de la esfera
empírica, el segundo puede producir fluidamente conocimientos, teoremas e
hipótesis en torno a los asuntos humanos que pueden ser superados o refutados
por el desarrollo efectivos de los mismos, sin que esto afecte en lo más mínimo
el modo lógico. El resultado de esta primacía de lo lógico sobre lo
histórico es la devaluación de la historia en general y de la política en
especial, lo que posee una inmejorable función de exculpación ideológica. Los
principios doctrinarios, por ejemplo, son siempre correctos, aunque la praxis
resultante de los mismos sea una desgracia para la población involucrada. Los
felices administradores de la doctrina verdadera ─ la tecnocracia del partido comunista ─ no son
responsables de todo error y horror que ocurra en la esfera subalterna y
efímera de los hechos profanos. La expresión
felices administradores – una leve ironía – debe ser reemplazada por la
indiferencia que los gestores de la doctrina correcta han exhibido de modo persistente
con respecto a los temas éticos, a la cuestión de una vida bien lograda y, en
general, a la cuestión de la verdad,
pues así podría explicarse el poco interés de las corrientes progresistas con referencia
al stalinismo y a fenómenos afines, como los actos inhumanos cometidos por
regímenes de izquierda. La historia
de una élite de revolucionarios que habla en nombre de las masas y
enalteciéndolas retóricamente es, por supuesto, una crónica muy larga que puede
ser rastreada en diferentes situaciones y épocas: una posibilidad de dominio
sobre la población que fue utilizada y legitimada por los socialistas cercanos
al poder. En general – y esto es lo realmente triste de toda la temática – los
renovadores no han criticado la meta normativa suprema de socialistas y
populistas, que es la conquista y la consolidación del poder.
La correcta
administración de la verdad histórica y de sus necesidades práctico-políticas
constituye el fundamento de la renombrada teoría leninista en torno al partido
de los revolucionarios profesionales. Estos últimos son los que conocen el núcleo
suprahistórico del marxismo, blindado contra toda impugnación proveniente de la
praxis empírica, y por ello tienen la sagrada obligación de guiar – con mano
dura, si es indispensable – el curso de los acontecimientos sociales. Por ello
afirma Vladimir I. Lenin, en sus conocidos escritos ¿Qué hacer? (1902) y
Un paso adelante, dos pasos atrás (1904), que estos intelectuales, a
nombre del partido, deben inculcar la correcta consciencia revolucionaria y
socialista a la masa de los miembros de base del partido y, en general, a los
obreros y campesinos, pues todos ellos, por sí mismos, nunca llegarían a alcanzar
esa consciencia de las necesidades históricas, superando así el espontaneísmo y
el reformismo, lo máximo que habitualmente llegan a desarrollar las masas de
trabajadores.
Se puede aseverar que Lenin tenía una concepción más diferenciada sobre esta
cuestión, enfatizando el valor positivo de la democracia en varios en diversos
terrenos. Pero los escritos que podrían avalar esta posición, elaborados
alrededor de 1917, son muy escasos y perdieron toda relevancia práctica en la
vida política de la Unión Soviética.
La idea central acerca de la élite política de los revolucionarios profesionales
en cuanto administradores de la verdad histórica se consolidó y simplificó bajo
el gobierno de I. V. Stalin, quien afirmó que los cuadros deberían tomar
las decisiones definitivas sobre todo asunto pendiente a causa de su mejor
conocimiento del método y marxista y, en consecuencia, de lo que era pertinente
en la praxis.
Los errores que podían cometer los cuadros resultaban disculpables y no
afectaban la vigencia de la doctrina. Así se conformó la justificación de una tecnocracia que se llevaba muy bien
con una ideología igualitarista, como lo demuestra la historia fáctica del
socialismo realmente existente durante el siglo XX. En general los renovadores
del marxismo no han puesto en duda la función y la legitimidad de los cuadros.
Estos siguen poseyendo el derecho histórico a dirigir los procesos
revolucionarios porque conocen y pueden aplicar aquel núcleo siempre válido del
marxismo, que las masas – los ignorantes de las finezas teóricas – no llegan a
comprender.
Hoy se
puede aseverar que ninguno de estos autores y dirigentes políticos se atrevió a
examinar la hipótesis de que el marxismo en su versión leninista no constituía,
en el fondo, la doctrina del proletariado revolucionario, sino la ideología
legitimadora de los sectores intelectuales que anhelaban imponer su propio
dominio. Hasta hoy esta constelación básica no ha variado en el seno de casi
todas las derivaciones de las escuelas sucesorias del marxismo institucional,
amparado por las armas soviéticas (y de los pocos estados comunistas que aún
quedan) y dirigido a legitimar los hechos y las teorías originadas en aquel
ámbito. Es decir: casi todos los argumentos de los renovadores del marxismo han
servido para encubrir, mediante una doctrina de la emancipación del género
humano, la aspiración de los intelectuales de obtener y consolidar el poder político
por ellos y para ellos.
Algunos
intentos contemporáneos de renovación del marxismo
La figura más ilustre y seria de esta corriente es Axel Honneth, el representante
actual más conocido y conspicuo de la Escuela de Frankfurt. En su libro La idea del socialismo (2017),
este autor produce hermosos fuegos artificiales de erudición libresca y
despliega un brillante ejemplo de buen gusto literario, pero, siguiendo la más
noble tradición filosófica, no se digna descender al prosaico campo de la
praxis terrenal, es decir a analizar, por ejemplo, lo que hicieron los
gobiernos comunistas y los partidos políticos adscritos a la realización
efectiva de la “idea del socialismo”. Su obra es un libro sobre otros libros,
una teoría sobre otras teorías. O sea: lo habitual en esa dimensión
intelectual-libresca que Marx criticó tempranamente.
En el fondo el libro de Honneth se reduce a decirnos que el auténtico
socialismo sería aquel orden que pudiese combinar eficazmente las metas
centrales del marxismo con los valores de la Revolución Francesa – libertad, igualdad y fraternidad – y con una nueva visión realista del
mercado.
Honneth admite que la “pesada herencia” de todo socialismo, la “incapacidad de
diferenciaciones funcionales” y la incomprensión de la lógica autónoma de los
distintos subsistemas sociales, ha impedido hasta hoy los “caminos de la
renovación”, lo que incluiría la democracia, el Estado de derecho, el “experimentalismo”
y la vigencia real de los derechos humanos.
En otro lugar Honneth admite y cuestiona la incomprensión que los pensadores
socialistas de todas las corrientes, incluyendo en primer lugar al propio Karl
Marx, habrían exhibido frente a la dimensión político-institucional, ante la
democracia pluralista moderna y los derechos humanos, incomprensión que según
él se debió al nexo muy estrecho que todos ellos mantenían con “el espíritu y
la cultura del industrialismo”. Dice Honneth que desde el siglo XIX
“[…] el socialismo
sufre de la incapacidad de encontrar por sí mismo, con la ayuda de sus propios
medios conceptuales, un acceso productivo a la idea de la democracia política;
si bien hubo siempre planes para una democracia económica, para consejos de
trabajadores e instituciones similares de la autogestión colectiva, estos
fueron referidos únicamente a la esfera económica porque se suponía que en el
futuro ya no sería necesaria una creación de voluntad ético-política del
pueblo, es decir, una autolegislación democrática”.
Honneth nos dice, en el fondo, que la inclinación economicista (el “monismo
económico”) de los primeros socialistas y de los clásicos Marx y Engels impidió
comprender la relevancia positiva de los derechos humanos, por una parte, y de
las instituciones de la moderna democracia liberal, por otra. Esto habría sido
muy grave porque el economicismo de los socialistas hizo imposible percibir la
complejidad y las “diferenciaciones funcionales” del orden social moderno.
Pero al mismo tiempo toda la obra está empeñada en rescatar el núcleo valioso
de la idea del socialismo como la formuló Marx de manera ejemplar… y parece que
para todos los tiempos venideros.
Si se toman en serio las insuficiencias del marxismo que Honneth señala,
entonces surge en seguida la probabilidad de que todos los enfoques socialistas
resulten demasiado elementales e indiferenciados para hacer justicia a la
modernidad de nuestro tiempo. El intento de rescatar la “idea del socialismo” –
concepción prístina, no contaminada por la praxis del “socialismo realmente
existente” – se vuelve superflua porque permanece en el terreno de la pura
teoría y de las ilusiones más nobles de los intelectuales, pero no constituiría
nada más que una quimera erudita.
Esta persistente carencia de un vínculo
razonable con la realidad se manifiesta también en el caso de los veinte
ilustres marxistas, marxólogos y marxianos postmodernistas que compusieron el
voluminoso libro Después de Marx (2013), compilado por Rahel Jaeggi
y Daniel Loick, que tiene la fama de ser una de las opiniones más
sólidas y más diferenciadas sobre esta temática. Representa también la deriva
contemporánea de la Escuela de Frankfurt hacia un marxismo todavía freudiano,
relativista y postmodernista. Pese a todo lo sucedido en el terreno de la
teoría y, ante todo, en el campo de la praxis histórica, los participantes en
esta obra colectiva postulan la vigencia plena del Padre Fundador para la “filosofía,
crítica y praxis” en el siglo XXI, como reza el subtítulo de la obra.
Todos los autores son distinguidos catedráticos de las mejores universidades de
Europa y Estados Unidos. A pesar de que el subtítulo engloba la aquí misteriosa
palabra praxis, en todo el libro no existe ni la más mínima mención a la
praxis real y reiterativa de partidos, movimientos y estados inspirados por el
marxismo. Tampoco se registra una sola alusión a los innumerables estudios de
ciencias sociales sobre la evolución del socialismo en el plano de la prosaica realidad.
Es más: en todo el texto uno buscaría en vano fenómenos reales y hechos
prácticos como la vida cotidiana en la Unión Soviética, China, Cuba, la República Democrática Alemana o acerca de acontecimientos históricos como la caída del Muro
de Berlín. Es la conjunción de un marxismo muy refinado con las tendencias
postmodernistas del momento, conjunción que se auto-inmuniza contra todo
cuestionamiento de sus premisas.
En las 518 páginas del tomo salen
a relucir metateorías — otra palabra mágica de las modas
contemporáneas — de carácter metafórico o, mejor dicho: metafísico, que de
manera vaga y distante tratan de explicar el mundo actual mediante una renovada
exégesis de los escritos de Marx, sin una sola alusión a los experimentos
socialistas de los siglos XX y XXI o a personalidades como Lenin, Stalin o Mao,
que también en su momento acariciaron altas pretensiones filosóficas. Ni
siquiera Friedrich Engels juega un rol menor en toda esta obra.
Los autores del volumen han establecido un marxismo esotérico purificado de
todo contacto con la realidad, que deja de lado deliberadamente lo ocurrido en
la dimensión de la praxis real de todos los regímenes socialistas y, en el
fondo, del mundo entero. Esta teoría marxista contemporánea resulta así
blindada contra toda impugnación, inmunizada contra toda crítica que pudiera
derivarse de la esfera de la praxis. Los autores están profundamente enamorados
de su propia doctrina, contentos con su modesta producción, encantados con sus
propias palabras.
En términos contemporáneos, pero
en una línea similar, David Pavón-Cuéllar se pregunta: ¿Cómo mantener la
fidelidad a Marx al atravesar el tentador escepticismo de los postmodernistas y
de otras corrientes de las últimas décadas? ¿Cómo asir, se cuestiona, a Jacques
Lacan sin soltar a Marx? Todo ello es posible porque Lacan y otros
pensadores afines – en la curiosa interpretación de Pavón-Cuéllar – no
abandonan los grandes sueños utópicos. Marx, por un lado, y los
postmodernistas, por otro, habrían guardado lealtad a la dimensión onírica, que
es la esfera del deseo y de los anhelos del alma.
Puesto que se trata de un problema de interpretación de los sueños, entonces no
hay un límite a las destrezas hermenéuticas de los autores postmodernistas y,
por suerte para ellos, todo parece posible: cualquier
exégesis caprichosa adquiere el barniz de las modas obligatorias del día. En
este ámbito también hay cínicos neo-stalinistas, con un amplio bagaje
intelectual y con preguntas interesantes, pero con respuestas – si las hay –
superficiales.
Intentando
una actualización novedosa de la teoría crítica de la Escuela de Frankfurt, Alex Demirovic ha presentado la tesis de que la verdad sigue una
lógica de la contextualidad y la relatividad. Apoyándose en Michel Foucault,
Demirovic sostiene que la verdad es un “campo de una praxis autónoma”, que
sostendría presiones sobre los discursos, los cuales tendrían que demostrar sus
“facultades de verdad”. La teoría sería una forma de abrir el mundo, no podría
pretender ser una forma generalizable de comprensión de la totalidad social. Más adelante el mismo
autor afirmó que la teoría social está obligada a la verdad y la racionalidad y
que hay, por consiguiente, una “política de la verdad” con un status
emancipatorio, con lo que contradice sus aseveraciones anteriores. Este aire lleno de
incongruencias, que hoy en día parecen testimonios de un talante juvenil,
desenfadado e innovador, acompaña a un buen número de publicaciones similares
en torno a un marxismo acorde a nuestra época.
Carencias reiterativas
de los intentos renovadores del marxismo
La
rehabilitación en el presente del auténtico impulso teórico del Padre Fundador
Karl Marx es, en el fondo, el intento de restablecer lo que falta en el ámbito
postmodernista de la actualidad: una base firme y creíble para seguir pensando.
No quiero dar a entender que estos esfuerzos han sido vanos y que han poseído
un nivel intelectual discutible. Aspiro solo a mostrar que muy tempranamente
emergieron notables esfuerzos por actualizar la doctrina de Marx y Engels
mediante el análisis de datos empíricos de la realidad correspondiente,
esfuerzos que no requirieron de un aparato filosófico enrevesado. El mejor
ejemplo es la obra hoy olvidada de Eduard Bernstein (1850-1932). Él intentó superar una
visión “catastrofista” de la historia universal y especialmente del
capitalismo, precisamente la contenida en las obras de Marx, que, como se sabe,
pronosticaron la polarización creciente de clases, la desaparición de los
estratos medios y la pauperización incesante del proletariado de fábrica. Para
el movimiento socialista de ello se derivaba la necesidad de inducir una
revolución socialista, que, entre otras cosas, obligaba a destruir el orden
“burgués” y el Estado concomitante, lo que hubiera estado justificado por las
leyes inflexibles de la historia. Basado en una multitud de datos estadísticos
y en su análisis desapasionado de la realidad, Bernstein demostró que la
evolución histórica de Europa Occidental iba por otro camino, y que por ello el
movimiento socialista tenía que “reformar” su programa, su estrategia política
y sus expectativas de largo plazo.
Casi todas las corrientes intelectuales progresistas de su tiempo rechazaron
las aseveraciones de Bernstein. Como pasa a menudo con los incómodos
precursores, recién hoy, más de 120 años después de la publicación de su gran
obra reformista, el Partido Socialdemocrático Alemán (SPD) empieza a reconocer
la originalidad y la relevancia de Eduard Bernstein.
Podemos
también partir de una afirmación de Hannah Arendt, quien dijo que
autores radicales como Friedrich Nietzsche y Karl Marx no llegaron a explicarse
a sí mismos sus propios presupuestos teóricos.
La concepción de Arendt
establece una diferencia liminar entre trabajo, praxis e interacción, que Marx
no habría considerado.
Estos matices nos ayudan a entender mejor porqué Marx supuso que la libertad
como valor normativo estaba subordinado a los dictados de la necesidad, a la
pugna entre el Hombre y la naturaleza y entre las clases sociales.
Por ello es que las escuelas sucesorias,
incluyendo en primer lugar a los renovadores críticos, no se interesaron ni
pudieron analizar temas de primera relevancia práctica, como la esfera
político-institucional y factores centrales recurrentes como la formación de
nuevas élites privilegiadas dentro de los sistemas socialistas y en los
regímenes populistas, élites muy sólidas y de larga duración, conducidas por
narcisistas y mesiánicos de dudosas cualidades intelectuales, por un lado, y
las condiciones de la vida cotidiana en esos mismos órdenes sociales, por otro.
Los
pensadores adscritos a la corriente crítica han exhibido una especie de
sentimiento de culpabilidad frente al socialismo realmente existente y hasta
hoy han preservado una imagen embellecida del modelo iniciado en 1917, cuya
función mistificadora probablemente les era bien conocida. Con la posible excepción
de Axel Honneth, casi todos los marxistas críticos se han adherido al axioma de
que un mal socialismo es preferible a un buen capitalismo. Esto se debe, entre
otras causas, a la mencionada incomprensión de la esfera
político-institucional, que proviene del núcleo del marxismo primigenio, lo que
configura la otra cara de un fenómeno muy importante en este contexto: el
marxismo – incluyendo el original – imposibilita una ética de la persona, es
decir: una moral de responsabilidad individual, que se rija por el principio de
la proporcionalidad de los medios.
A la vista de los resultados prácticos del socialismo, hoy se puede decir que
la liberación del individuo no ocurre necesariamente por medio de la
emancipación de la especie. A ello hay que añadir la ignorancia premeditada
acerca de un fenómeno que recién ahora empieza a ser analizado: la impregnación
y la codificación masculinas de las revoluciones socialistas, que ha conllevado a los
dirigentes revolucionarios y también a los intelectuales aliados a los mismos a
una fijación enfermiza frente al poder político y a una ética inmediatista de
comportamiento cotidiano basada groseramente en el principio de rendimiento y
en la consecución de ventajas materiales. Así es cómo los grandes intentos de
mejorar el mundo terminaron en lo ya muy conocido a lo largo de la historia
universal: el remedio resulta peor que la enfermedad.