AGOTES: ITINERARIOS
DE UNA EXCLUSIÓN VASCA:
IÑAKI VÁZQUEZ LARREA
RESUMEN:
La Historia de los Agotes,
rescata el gesto de exclusión propio de la sociedad occidental. Donde las
nociones de centro y periferia son rasgos vitales de nuestra cultura.
Palabras clave: agotes,
casta, exclusión, linaje, raza
ABSTRACT:
The
History of Agotes rescues the exclusion gesture of the Western society. Where
the notions of Center and periphery are vital features of our culture”
Key words:
cagots, breed, lineage, exclusion, race.
“Cuando
yo era niño, en el pueblo de Vera, donde está la casa, había mucha gente que
tenía noticia de la existencia de los “ agotes”, “ agotak” en vasco. Había
incluso dos o tres familias de las que se decía que eran de “casta de agotes”.
La palabra “casta” se hallaba incorporada al vasco con cierta connotación
despectiva”
Julio Caro Baroja.
“De dónde sacan con
acierto algunos que ellos son los restos de los godos, quienes antiguamente
poseyeron la Aquitania; y que entre los vascos nació tan grave repugnancia
contra esta gente vil, del odio antiguo de este pueblo contra los godos”
Arnauld Oyenart (jurista
suletino)
Siglo XVII.
Durante más de tres
siglos las especiales condiciones de vida de los cagots no dejarán de suscitar
la curiosidad y el interés de los eruditos. A partir de la segunda mitad del
siglo XVI, médicos, juristas, cosmógrafos, viajeros, descubren a esta especie
de hombres.
Estudiar
las condiciones de estos marginados equivale casi siempre a dar vida a
suposiciones sobre el origen de la exclusión, buscando posibles explicaciones
en el entramado compuesto de elementos cultos y de pequeños fragmentos de la
tradición popular, y asegurándolas con envoltorios etimológicos construidos a
propósito.
Pero en cualquier caso el
problema sigue sin resolverse: nunca ha sido posible establecer con certeza los
orígenes de los agotes y de los cagots. En los estudios se superponen las
razones de la exclusión, dictadas ante todo por la necesidad de justificar en
la conciencia europea la presencia de un amplio grupo de hombres obligados a
vivir de forma inadmisible, fuera de los pueblos, señalados como una casta
relegada al ejercicio hereditario de oficios viles, sin poder mezclarse con el
resto de población, sin poder desempeñar cargos públicos, obligados a la
endogamia.
En el ámbito de lo
sagrado su contacto era igualmente temido, y su separación la defendía el mismo
clero local: vicarios, rectores, sacerdotes y abades les tratan “de forma
distinta que a los demás cristianos” y ni siquiera la intervención de Leon
X a favor de los agotes (1515) servirá para anular el orden distinto con
el que se sigue organizando el espacio sagrado en los confines de los reinos de
Francia y España.
A principios del siglo
XVII a los agotes y a los cagots se les excluía públicamente de las danzas.
Durante todo el siglo XVII se les obligaba en Francia a llevar “bajo pena de
multas, latigazos y otras penas corporales” una señal roja cosida encima de
la ropa, de manera “bien visible”, en forma de pata de ganso. Este debía
de ser a grandes rasgos el panorama que se ofrecía a la mirada de los viajeros
que atravesaban el suroeste de Francia y cruzaban los Pirineos. Se trataba,
pues, de explicar, de justificar la presencia de hombres considerados
distintos, a los que no se permitía vivir como los demás. Y las razones “doctas”
no se hacen esperar: desde la segunda mitad del siglo XVI, se representa a los
agotes y a los cagots como una incierta categoría de leprosos, como la raza
maldita de Giezi; han sido alternativamente, descendientes de leprosos, crueles
dominadores, herejes, judíos, sarracenos.
Estas primeras
explicaciones que connotan negativamente a los marginados, volviendo a situar
las causas de su separación en ellos mismos-no han sido sanos, no son
verdaderos católicos-tendrán una larga vida y volverán a surgir incluso en los
estudios actuales. Ciertamente, la realidad de la exclusión era bastante más
compleja, y estos “orígenes” están muy lejos de explicarla. Sin embargo,
revelan algo importante: detrás de la inmutabilidad y del insistente retorno de
las mismas “razones del odio”, detrás de la limitación de estas
categorías, encontramos imágenes míticas, leyendas familiares.
De hecho, durante un
extenso período se han realizado pocas obras rigurosas, y gran parte de la
literatura sobre el tema se ha dejado arrastrar por inexactitudes, por
superposiciones de imágenes y palabras, por fisuras y desniveles, por
desplazamientos de significados.
Los textos, en muchos
casos faltos de datos relevantes, reflejan las actitudes de la época, los
cánones de percepción y de representación de la diferencia, y deben observarse
en su ambivalencia. Activando una especie de recogida de datos retrospectiva,
los distintos tipos de representación de los cagots deben ser referidos constantemente
a los acontecimientos históricos que los produjeron a l mismo tiempo que todo
movimiento de reproducción y de fusión de las ideas refleja la imagen de otra
diferencia, la que habita el nuevo mundo.
Pero en el descubrimiento
de los agotes y de los cagots, en la conceptualización de su
diferencia-relativamente poco lejana- nunca hay explicita una condena, como
ocurre con los salvajes. En cualquier caso, el espectro de representaciones
sigue pudiéndose relacionar con un común sentimiento de compasión por el
miserable estado en el que se obligaba a vivir a estos parias de Occidente.
El miserable estado levanta
una cuestión moral y jurídica. A caballo entre los siglos XVI y XVII, médicos,
juristas y en especial religiosos tratan de explicar las razones de esta
condición
Las opiniones de los
eruditos se alimentan de creencias populares y al mismo tiempo las legitiman,
aunque en este período no falten reflexiones originales, apartadas del
prejuicio, como son las de Raedmod y Arnaud Oyenart, y que probablemente
reflejen el influjo de Montaigne.
Pero hay que esperar a
mediados del siglo XVIII para que se hable de los orígenes de los cagots en
términos positivos. En 1754 un abad italiano, Filippo Venuti, llega a teorizar
que los cagots fueron los primeros cristianos que llegaron en peregrinación a
Tierra Santa. Pero no sólo ya no son distintos (judíos, herejes, sarracenos,
godos, leprosos), sino que además tienen otras cosas que no tienen los demás
hombres, como son la devoción, el valor, la antigüedad de la fe.
La actitud de Venutti se
puede relacionar con ese fenómeno más extendido que ve a los diferentes, a
este y al otro lado del océano, como portadores de alguna cualidad moral. Sus
condiciones miserables se describen más cuidadosamente, y a través de la
recuperación, de la revalorización de esta presencia diferente, se producen
obras filantrópicas, como La Apología de los Agotes de Lardizábal y
Uribe (1786), que por primera vez intenta poner fin a la odiosa discriminación.
Esta mirada dirigida a la
diferencia se vuelve más intensa a finales del siglo XVIII. Y en este arco de
tiempo se sitúan los orígenes del pensamiento antropológico: aparece la de
l´homme de Chavannes, profesor de Teología en Lausana; en 1799 se crea en
Paris la Sociéte des Oservateurs de l´homme.
La
discusión antropológica sobre la diferencia de los cagots se desarrolla
ampliamente en Francia, y la sedimentación de los intereses y de los estudios
del siglo XVIII conducirá, a principios del siglo XIX, a las Memoires pour
servir á l´Historie naturalle des Pyrénees et des pays adjacents de
Palassou, y en 1846 a la elaboración de una obra fundamental, L´Historie des
races maudites de Michel.
Ya en el País Vasco, Pío
Baroja, anota sus impresiones en un artículo. El cristianismo, afirma citando a
Nietzsche, “salido del subterráneo” tuvo la necesidad de “hacerse
dueño de las hordas bárbaras de la Europa central”. En todas las razas ha
habido “separaciones”, pero el culto a la “limpieza de sangre” ,
el sentimiento de la aristocracia, son ario cristianos;
“La exaltación de unas
gentes por una noción tan fantástica como la limpieza de sangre, tenía que
traer naturalmente el desprecio por otras gentes. Así, mientras el mundo
cristiano medieval se llenaba de condes, de barones, de caballeros, y de
hidalgos, iba formándose al margen la capa de los detritus con las razas
despreciadas; los moriscos, los gitanos, los agotes, los chuetas, los marranos,
los collibert, los vaqueros” (Baroja, pag. 313)
Baroja amplía las
estrechas miras desde las cuales, hasta ese momento, se habían considerado en
España las vicisitudes de los agotes, devolviéndolas a la evolución del
pensamiento occidental.
Mientras que en Francia
la Revolución puso fin a la discriminación, en el Baztán (Navarra), en el
momento en el que escribe, aún “no son concejales los del barrio de Bozate,
y apenas les dejan bailar la carrica-dantza a las muchachas bozatenses en la plaza
de Arizcun” y “hasta hace poco tiempo se ha seguido poniendo en Arizcun
la nota: de Bozate” en los registros parroquiales.
Bozate es un barrio
pobre:
“Si se fija uno en los
hombres, en las mujeres y en los chicos, se ve que debajo de la más cara común
de tristeza y de sospecha hay un tipo de raza especial” (Baroja, pag. 314)
Un “tipo” distinto
del vasco, un tipo de la Europa del centro y del Norte”. Entre ellos hay
algunos que recuerdan a los gitanos:
“Así como las
aristocracias se buscan, lo mismo pasa con las gentes humilladas y caídas; los
agotes han encontrado con los gitanos; los cascarotes de Zibure (cas-agotes)
son seguramente producto de esta mezcla” (Baroja, pag. 315).
Al preguntarse sobre “la
razón del odio”, Baroja considera que la más fundada de las hipótesis que
señalan a los agotes como descendientes de “una raza distinta”, es la
que sostiene que “son restos de los visigodos” , pero objeta:
“Esta misma diferencia
de raza, si existe en otras partes ha producido la esclavitud, pero no el odio.
La versión de la diferencia de raza no legitima, pues, el aislamiento”
(Baroja, 315)
También considera
probable que sean “reliquias” de los albigenses de la comarca de Tolosa;
esto explicaría de forma más convincente la “enemistad sañuda” de los
vascos en relación a ellos, legitimada además por la tradición:
“ Una vieja de
Arizcun(..) decía que éstos habían dado informes falsos a la Virgen, y que
cuando Ella preguntó por el camino de Errazu, le indicaron el de Maya” (Baroja.
pag. 316).
Pío Baroja pensaba que
no es posible saber si los agotes son o no descendientes de los leprosos, pero
dice estar convencido de que la lepra “no fue en ellos continua” desde
el momento en que eran molineros y tejedores; en cualquier caso, la enfermedad
era endémica en casi todas las regiones de Europa meridional y, sin embargo “no
se ha promovido en todas ellas una casta aislada y odiada”. Por ello, la
causa más probable de la segregación sea el fanatismo religioso.
Para Paola Antolini, no se
puede reducir todo lo que se ha escrito durante siglos sobre los agotes y sobre
los cagots para adecuarlo a una solución rápida que contemple mecánicamente el
problema de los orígenes (o quizá sólo el de filiación) pasando por encima del
resto. Es necesario, en cambio, intentar reconstruir por entero el dinamismo en
ese universo tradicional que ha llevado a los agotes y cagots a pasar del
inmovilismo forzado inducido por los estudios, al movimiento. Esta exclusión
tiene su origen en la noción de limpieza de sangre, que durante siglos
condicionó profundamente la vida de la gente en España (Antolini, pag. 109).
Como señala Julio Caro Baroja
en un ensayo sobre las ideas raciales:
“es difícil que hoy día
pueda existir una conciencia clara de lo que ha significado en España durante
muchos siglos la llamada “pureza de sangre”. Es difícil también hacer una
historia del desenvolvimiento de las ideas en torno a este tópico” (Caro
Baroja, pag. 145).
A mediados del siglo XV
la idea de contagio en España está sólidamente unida a la diferencia religiosa,
como atestigua también esta carta, enviada en 1461 por los franciscanos al
General de la Orden de San Jerónimo:
“… es que esso mismo
sobre los hereges se haga inquisición en este Reyno, según como se hace en
Francia, e en otros muchos Reynos, e provincias de Christianos: porque los
buenos sean conocidos de entre los malos apartados e puedan vivir seguros, e en
paz, a esta tal malicia no aya lugar de inficionar e corromper todo el bien de
la nuestra santa Fe Católica” (Antolini, pag. 110)
En este siglo, surcado
por la tensión de “limpiar el reino de todas las herejías”, se
multiplican las llamadas a una separación cada vez más atenta con el fin de
preservar a los cristianos viejos de cualquier posible contagio. Es una
preocupación que se abre paso a partir del siglo XIII condicionando
profundamente las estructuras sociales en los siglos sucesivos, donde el temor
al contagio se presenta como reflejo de la noción de limpieza de sangre. Ya
que, como demuestra Julio Caro “es lícito subrayar la continuidad que existe
en este orden entre el siglo XVI o XVII por lo menos y el siglo actual”.
Es, de hecho, Julio Caro
Baroja quien establece las directrices para una correcta interpretación del
problema en la colección de ensayos Razas, pueblos y linajes publicada
en 1957, donde recuerda que:
“En España son todavía
bastantes los pueblos en que existe un barrio de gente despreciada porque se
dice que sus habitantes descienden de judíos o de otras castas inferiores
(agotes, gitanos)” (Caro Baroja, pag. 342).
En 1974, reedita De la
vida rural vasca, donde retoma las reflexiones sobre el tema. El
antropólogo vasco reconoce que el misterio que encierra la palabra agote, es
todavía indescifrable, aunque las viejas tradiciones dirían que los agotes
descendían de godos, de herejes o de leprosos (algunos llegarían afirmar que
tenían rabo), “no pueden tenerse en cuenta más que de un modo muy relativo”
(Caro Baroja, pag. 212) .
El primer documento
histórico conocido con los agotes de Bozate, se remontaría a los comienzos del
siglo XVI, cuando éstos pidieron al Papa que los eclesiásticos del país los
trataran del mismo modo que a los otros habitantes, con motivo de las prácticas
y ceremonias religiosas.
El Papa, por una bula
dada en Roma el 13 de mayo de 1515, encomendó a un canónigo y chantre de
catedral de Pamplona, don Juan de Santa María, el examen de los fundamentos sobre
los que estaba basada la petición.
Impacientes los agotes, al
cabo de dos años de espera infructuosa, hicieron de nueva su protesta ante las
cortes generales, siendo presidente de ellas el virrey de Navarra, don Antonio
Manrique, duque de Nájera (1517).
Después de muchas
discusiones, y pasados otros dos años, el día 30 de abril de 1519 se leyó la
sentencia del juez eclesiástico, en la catedral, en la disponía que, en lo
tocante a la administración de sacramentos, presentación de ofrendas, etc.. se
tratara a los agotes del mismo modo que el resto de la gente.
Estos vieron confirmados
sus derechos por los tres estados generales de Navarra el 15 de noviembre de
1520, y posteriormente por una provisión real de Carlos I, dada en Vitoria el
27 de enero de 1524, y otra del virrey del 27 de junio del mismo año. A pesar
de todo, las persecuciones y el desprecio llegaron a grados realmente
lamentables; ni la bula ni las provisiones surtieron efecto en realidad.
Hasta 1817, la condición
social de los agotes fue tan miserable, y aun después de reconocidos sus
derechos, hubo todavía pleitos que, como es lógico, siempre ganaron los
pertenecientes a la raza despreciada.
Julio Caro Baroja,
también persigue el rastro del antiguo desprecio por los agotes en la representación
que estos tenían en su propio pueblo natal de Vera de Bidasoa y en los pueblos
del Baztán. Para señalar que a los antiguos molineros, se decía, pertenecían
al Agoterri (lugar de agotes), de gentes “que tienen sin desprender
el lóbulo de la oreja”. Representaciones propias de las declaraciones
contra los agotes ya recogidas en el País Vasco en los siglos XVI y XVII. La
tradición oral también rescataría un imaginario linajudo medieval, por la que
al insulto de agote, se replicaría con el de pechero.
Para Baroja, la
discriminación de los agotes refleja estrechos nexos entre lo pseudobiológico y
lo religioso, ya que las ideas de pureza o limpieza, e impureza e infección
en la sangre, se fundan en criterios religiosos relacionados con la
antigüedad o modernidad en el bautismo y la proximidad mayor o menor de
antepasados infieles:
“El origen de este
concepto es viejo (aunque no cristiano); puede hallársele antecedentes
bíblicos. Por ejemplo, en la constitución del grupo separado de “los agotes” en
Navarra y el sudoeste de Francia que, en fin, constituye una casta despreciada,
no cabe duda de que pesa el hecho de que descendían de leprosos…pero también la
noción bíblica de que la lepra era una enfermedad que Dios enviaba, como
castigo, a los hombres malos y que, por tanto, era una prueba de disfavor
divino.
En el caso de los agotes
se funda en la conexión que se establece entre un criterio moral y un criterio
biológico, o si se quiere, entre la religión y la patología, de suerte que las
faltas morales se les impone un castigo hereditario, físico, corporal” (Caro
Baroja, pag. 508).
Resultará así, que en el
asunto de la conceptualización de los agotes como gente infecta, se interfieren
dos grupos de ideas, que hoy nos parecen de carácter y aún de origen muy distinto
pero que para las sociedades antiguas no estaban desligadas entre sí, a saber.
1.- La noción de que hay
males y caracteres físicos contagiosos, pero también hereditarios, y en todo
caso muy repugnantes, que justifican el que los que padecen o se cree que los
padecen, hayan de vivir segregados de la sociedad sana, normal.
2.- La noción de que tales
males, pueden tener origen divino y ser un castigo impuesto por Dios a
infieles, a herejes o a malvados y a descendientes de ellos. Sobre estas bases
han existido la separación y prevención de que durante siglos fueron víctimas
los agotes.
Dice Martín de Vizcay en
su escrito sobre los orígenes de los agotes (a los que hace descender de los
godos) escrito publicado en 1621, que son un “linaje de gente separada” que
hay en Bearne, Navarra, y Aragón: “ se les trata “ como si fuesen leprosos y
poco menos que descomulgados”. Es decir, que une el criterio patológico al
religioso. He aquí ahora pormenores acerca del trato recibido que da el mismo:
“Nunca son admitidos en
poblado para vivir en comunidad. Habitan en chozas apartados de los otros, como
gente infectada y apestada. No tienen cabida en los officios y cargos comunes
de la República. Jamás se assientan en una mesa con los naturales. Beber en
copa tocada por sus labios, sería como beber tóxico. En la Iglesia no pueden
pasar de la pila del agua bendita adelante. No llegan a ofrecer, como allá se
usa, cerca del altar sino que acabado el ofertorio, el sacerdote revestido como
se halla va a la puerta de la Iglesia, donde ellos están, y allí hacen su
ofrenda.
No se les da paz en la
Missa, o si se les da, es con diferente portapaz, o con el reverso de la común.
Tratar de mutuos casamientos es cosa tan inaudita y nefanda, como si un
christiano trasse de casarsecon una mora, o un moro con una christiana. Y en
tantos centenares de años no se ha visto jamás hombre ni mujer tan miserable, y
de tan baxos pensamientos, que se aya mezclado con ellos justa, e injustamente.
Yo me acuerdo en mi niñez
se les vedó todo género de armas, excepto un cuchillo despuntado, como si se
pudiera temer de ellos, que hubieran de conquistar otra vez la tierra Ha
llegado la pasión y rabia a tanto extremo, que les imponen defectos naturales
notoriamente falsos: como que a todos huele mal el aliento, que ninguno tiene
purgación de narices, que todos padecen fluxo de sangre y simiente, que todos
nacen con un palmo de cola, y otros dislates así: que con ser contra lo que se
ve y palpa cada día, con todo se difunden y derivan por tradición de padres a
hijos; con intento y efecto de arrayar y fomentar en sus coracones el asco y
horror, el odio, de esta miserable gente” (Caro Baroja,
122).
En este sentido, Julio
Caro Baroja concluye que ha existido:
“una idea popular o
popularizada respecto a la “raza”, “casta” o “linaje”, unida a la de maldad o
de bondad en función de conceptos morales (y por tanto religiosas dentro del
Antiguo Régimen), que se justifica por diferencias físicas, más o menos míticas
(rasgos fisiológicos, olores, defectos, etc..)” (Aguirre Delclaux,
pag.2).
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