RamÓn
MenÉndez Pidal y la crisis de fin de siglo
José María López
Sánchez
Universidad
Complutense de Madrid
La derrota en la
guerra colonial de 1898 abrió una crisis que tuvo poco de económica y social,
algo más de política y fue, sobre todo, un aldabonazo intelectual. A lo largo
de las siguientes décadas las transformaciones económicas y sociales poco o
nada tuvieron que ver con el 98, sino con dinámicas de más amplio espectro
derivadas del proceso lento pero ininterrumpido de progresiva industrialización
y modernización económica del país, crecimiento del movimiento obrero y
conflictividad social derivada de las colosales diferencias sociales y
económicas generadas por un desarrollo muy desigual. En lo político, la crisis
finisecular representó, junto con el asesinato de Cánovas, el inicio de una
nueva etapa para el sistema político de la Restauración, que venía ya
cuarteándose desde antes, y para el que el desastre colonial vino a ser como
ese último mazazo que hunde un poco más el clavo, pero sobre todo abre las
grietas. El 98 tampoco fue la causa, aunque aceleró la creciente fuerza de los
movimientos nacionalistas en Cataluña y el País Vasco, facilitando una
corporalidad política que se consolidó en los primeros años del nuevo siglo.
Precisamente, una parte importante de ese aldabonazo intelectual al que me
refería más arriba pasó por lo que se empezó a conocer como la “cuestión
nacional” o “el problema de España”.
La crisis
finisecular disparó la exégesis sobre la decadencia, la postración, la ruina y
el estado de calamitosa decrepitud que la apocalíptica literatura
regeneracionista había inaugurado la década anterior. Pero si «crisis» equivale
a oportunidad, el 98 lo fue, al menos para algunos. Quizá los que mejor
supieron agarrarse a ella, a la oportunidad, fueron los institucionistas,
aquellos krausistas que habían fundado en 1876 la Institución Libre de
Enseñanza (ILE) y, como cuerpo cuasi religioso, se habían encomendado a un
santo laico, Francisco Giner de los Ríos, para que encabezara un movimiento de
reformas educativas, científicas e intelectuales que los
krauso-institucionistas creyeron eran la única salida viable para el país. La
creación del Ministerio de Instrucción Pública en 1900 y la fundación de la
Junta para Ampliación de Estudios (JAE) en 1907, ambas dos con nutrida
presencia de las filas institucionistas, parecían colmar aquellos anhelos
largamente esperados. Este grupo de intelectuales y reformistas, encabezado por
el propio Giner de los Ríos, pero en cuyas filas militaban Gumersindo de
Azcárate, Manuel Bartolomé Cossío o Rafael Altamira, entre otros muchos, venía
proponiendo un proyecto político, social e intelectual alternativo al
liberalismo doctrinario más conservador, y antagónico al integrismo católico.
El nacionalismo liberal y romántico que había construido la idea de nación en
el siglo XIX había creado sus propios mitos nacionales en torno a un discurso
histórico dentro del cual incorporó determinados dogmas procedentes del
ultramontanismo católico. Jaime Balmes, Donoso Cortés y, finalmente, Marcelino
Menéndez Pelayo habían unido catolicismo y nación en un edificio intelectual
que no supo afrontar la crisis de conciencia finisecular, como tampoco pareció
hacerlo el historicismo romántico de Modesto Lafuente o Cánovas del Castillo.
El krausismo, primero, y su posterior correlato – la ILE – venían manteniendo serias
querellas con el integrismo católico, encarnadas en las dos “cuestiones
universitarias” y la famosa polémica sobre la ciencia en España. Los
institucionistas deseaban colmatar una idea de nación que no se alejaba del
esencialismo nacionalista del integrismo católico, pero levantada sobre pilares
secularizados, laicos y basados en constructos histórico-culturales con el mismo
marchamo científico con el que las disciplinas sociales y humanísticas habían
rendido notable servicio a la construcción de la idea de nación en Francia,
Alemania, Italia o Gran Bretaña.
Los
institucionistas querían separar la idea de España de su exclusiva vinculación
al catolicismo. La religión, si algún papel debía de desempeñar, sería
cultural, contribuyendo a forjar la españolidad en un grado de igualdad e
incluso inferioridad con respecto a la lengua, el arte, la jurisprudencia, el
folklore, la literatura y cualquier otra manifestación cultural o histórica que
permitiera poner al “pueblo” en el lugar privilegiado que los integristas
habían otorgado al catolicismo. Este proyecto intelectual, con reminiscencias
del Volksgeist germano, había de forjar una nueva idea de nación que
hundiera sus bases en argumentos histórico-culturales signados con la aureola
cientificista de la Historia, la Filología, la Jurisprudencia, el Arte y la
Antropología. De esta forma, se ofrecería un concepto de nación más sólido y
asimilable que el romántico de Modesto Lafuente, que el pesimista conservador
de Cánovas del Castillo, que el exaltado integrismo de los neocatólicos y, por
descontado, una alternativa al creciente desafío de los nacionalismos
periféricos.
En 1910 la JAE creó
el Centro de Estudios Históricos, dirigido desde 1915 por Ramón Menéndez Pidal,
un organismo que se dedicó en cuerpo y alma a elaborar dicho nacionalismo
cultural y cientificista. Para ello, los investigadores del Centro se lanzaron
a buscar los fueros, las cartas pueblas, la poesía épica, los romances, las
expresiones de la cultura popular, los orígenes de la lengua castellana, las
manifestaciones artísticas propias, todo – eso sí – desde un acendrado
castellanocentrismo, no porque se despreciaran el resto de tradiciones
culturales peninsulares (incluidas las portuguesas, por cierto), sino porque se
tenía la convicción de que Castilla había sido el alma forjadora de la
nacionalidad. En este proyecto los institucionistas embarcaron a las
principales figuras del saber finisecular, pertenecieran o no a la ILE, como
fue el caso de Menéndez Pidal. Su figura es excepcional en la historia de las
humanidades en España, sobre todo en el terreno de la filología y la historia,
equiparable según alguno de sus discípulos a la obra de Cajal en medicina. Su
larga longevidad (1869-1968) lo convirtió en maestro de varias generaciones de
filólogos y su intensa actividad investigadora, facilitada por unas plenas
facultades casi hasta su muerte, hicieron de él una referencia incomparable.
Gallego de nacimiento, estudió filosofía y letras en la Universidad Central,
pero su magisterio lo recibió de Marcelino Menéndez Pelayo y Milá i Fontanals,
así como de un autodidactismo que le llevó a descubrir a algunos de los grandes
romanistas decimonónicos como Friedrich Diez, Gaston Paris y Meyer-Lübke.
Los investigadores
del Centro de Estudios Históricos tuvieron muy en cuenta el ambiente
intelectual en el que se movían, incorporaron el concepto de “intrahistoria” de
Unamuno, porque era compatible con su programa científico-intelectual, y en
ocasiones aprobaron y, en otras, se opusieron a las lecturas históricas y
culturalistas de Ortega y Gasset. De la generación del 98, a la que en alguna
ocasión se ha vinculado al propio Menéndez Pidal, asumieron la exaltación de
Castilla y la lectura panegírica del concepto “pueblo”, en quien depositaron
las esperanzas de regeneración del país. De la generación del 14 y de la del
27, esta última literaria como la del 98, se incorporaron el entusiasmo
europeizador y la recuperación de algunos temas de la historia literaria, como
el homenaje a Góngora, liderado por un Dámaso Alonso, que además de poeta era
discípulo de Pidal en el Centro de Estudios Históricos.
La ILE representaba
un liberalismo abierto al extranjero, idea que atrajo a intelectuales como
Menéndez Pidal contra aquellos casticistas a los que Unamuno acusaba de poner
sus castros a vigilar las esencias patrias. En la Junta vio un proyecto
intelectual que, en el terreno de las ciencias humanas, buscaba sacar a la
nación de su modorra rebuscando entre legajos y archivos. Pidal coincidía con
los círculos institucionistas en entender la investigación como estudio de la
civilización que aúna la historia de la cultura con la preocupación por la
psicología del pueblo español. Al frente de la Sección de Filología del Centro
y como máximo responsable de su dirección, Menéndez Pidal sintonizó a la
perfección con el proyecto de recuperación científica y cultural que la Junta y
el Centro representaban.
En el ámbito de la
lengua y la literatura españolas, ya desde finales del siglo XIX y a lo largo
del primer tercio del siglo XX, Menéndez Pidal fue confeccionando – merced a
sus trabajos de investigación – lo que definió como concepto de tradicionalidad.
En este concepto hay que ver parte de la herencia que desde los
institucionistas había recibido, sobre todo a través de la intrahistoria y la
idea de historia interna de Rafael Altamira, es decir, el interés por los
productos tradicionales. El magisterio de Altamira era evidente además en
aspectos como el del psicologismo del pueblo español. En la obra de Pidal
hallamos asimismo el influjo del evolucionismo, en especial aplicado a la poesía
tradicional y a la comprensión del desarrollo del idioma. Si Giner y su
escuela pudieron contribuir en la adopción por parte de Pidal de opiniones
evolucionistas, tampoco fueron ajenos a su aceptación del romántico espíritu
nacional. El tradicionalismo y evolucionismo de Pidal están, pues, unidos a
la doctrina krausopositivista.
La tradicionalidad
es a su vez uno de los resultados más logrados por parte del Centro de Estudios
Históricos en la renovación de los métodos y la praxis de la literatura e
historiografía española. A través de la tradicionalidad buscó Menéndez Pidal
vindicar la pertenencia de España al grupo de países cuya literatura medieval
había sido expresión de una poesía épica nacional y narrativa. Diferentes
hispanistas como Ferdinand Wolf, el arabista R. Dozy, Gaston Paris o Paul Meyer
habían negado la existencia de una poesía épica en España y se la habían atribuido
sólo a determinados pueblos (el indo, el griego, el persa, el celta, el germano
y el galo-germano). Obviamente, si se quería dar a la nacionalidad española una
carta de naturaleza tan válida y antigua como la de Francia o Alemania,
resultaba imprescindible rebatir aquellas teorías. Demostrar la existencia de
una poesía épica nacional y original significaba haber encontrado un argumento
de peso para justificar la presencia de una conciencia nacional castellana y
española de rancio abolengo.
En este terreno
encontró en Joseph Bédier a su antagonista contemporáneo. Bédier recogió la
herencia francesa que había negado la existencia de una poesía épica meramente
española. Menéndez Pidal dedicó buena parte de sus esfuerzos investigadores a
demostrar lo contrario, es decir, que España o, mejor dicho, Castilla contó con
una epopeya autóctona y, además, histórica, pues recogía fielmente testimonios
de hechos históricos y demostrables. Detrás de ello había algo más que una mera
disputa científica, pues lo esencial era demostrar la presencia de una
conciencia nacional y de una integridad de pueblo capaz de codearse con las
grandes nacionalidades históricas: “Todos los pueblos pueden ofrecer una poesía
popular y nacional que cante las conmociones del sentimiento patrio o las
hazañas guerreras. Pero muy pocos poseyeron este género de poesía en forma
ampliamente desenvuelta, en forma de poema extenso narrativo, por el estilo de
la Ilíada, la Chanson de Roland, los Nibelungen, o el Poema
del Cid”, escribió Pidal en sus estudios sobre el Romancero.
Entre esos pueblos
se encontraba España, que aun poseyendo en Castilla el núcleo creador de esa
epopeya, pues castellanos eran todos sus héroes, vio como posteriormente esta
poesía heroica salió de Castilla para difundirse por el resto de la península.
La transformación de la canción de gesta castellana en romancero representó la
aparición del pueblo como protagonista principal en el proceso que
conduce a la configuración del alma nacional, confundiendo a nobles y plebeyos
en empresas e ideales, lo que luego recogerá la literatura del Siglo de Oro. El
pueblo era el eslabón perdido.
Basándose en
estudios sobre la métrica y la temática de los romances, Menéndez Pidal
completó su concepto de tradicionalidad con el de estado latente. No
aceptaba una división meridiana entre el llamado romancero viejo (siglos XIV y
XV) y el denominado romancero moderno (siglos XIX y XX), sino que Pidal apostó
por una permanencia entre ambas formas de poesía. Para él existía una solución
de continuidad entre las manifestaciones antiguas y modernas del romancero, un
estado latente, en el que este fenómeno colectivo vivió. Incluso llegó a
remontar este fenómeno a períodos históricos anteriores, a una época primitiva,
en la que ya podríamos precisar algunos de los caracteres. Además, y esto es
muy importante en el pensamiento de Pidal, no es fenómeno exclusivo de la
historia literaria, sino que también lo encontramos en la jurídica, política y
lingüística. De esta forma conecta Menéndez Pidal las distintas disciplinas
científicas al asignarles una misma característica histórica y al ponerlas a
servicio de la fundamentación de una conciencia nacional rastreable en todas
ellas.
Los estudios de
historia literaria fueron una constante en la labor científica de Menéndez
Pidal. Ya en 1896 apareció su primera gran obra, La leyenda de los Infantes
de Lara. En este libro, sin existir por supuesto aún una formulación
acabada de su teoría de la tradicionalidad, se asiste a la compilación de los
principales ingredientes que con posterioridad contribuyeron a la misma. En
torno a 1898, amplió con más detalle sus investigaciones sobre las Crónicas
Generales de España y el Poema del Cid. Esta serie de estudios
recibieron en 1914 un nuevo empuje en el camino que condujo a la definitiva
formulación de la teoría tradicionalista en 1916. El foro que Menéndez Pidal
eligió para dar a conocer su concepto tradicionalista fue la Revista de
Filología Española, editada por el Centro de Estudios Históricos y fundada
por él mismo. Entre 1914 y 1923 publicó una serie de artículos, la mayor parte
de los cuales tuvieron por temática la poesía épica y el romancero.
Menéndez Pidal no
estuvo solo, labor fundamental fue la formación de una escuela de filólogos que
marcaría la evolución de los estudios lingüísticos españoles durante el siglo
XX. Mientras Menéndez Pidal trataba de dar carta de naturaleza a una poesía
épica castellana y originalidad al romancero, sus discípulos participaron a
través de otros estudios en los intentos de compaginar las singularidades de la
lengua y la cultura españolas con los elementos comunes al desarrollo histórico
europeo. Este fue el caso de Américo Castro y sus estudios sobre Cervantes o la
literatura de Oro del Siglo XVI y XVII. Frente a las acusaciones que negaban a
Cervantes poseer un barniz humanista y renacentista, El pensamiento de
Cervantes se convirtió en todo un alegato y en una exposición de las ideas
vitales del genial escritor complutense en temas literarios, religiosos,
morales y demás. Cervantes aparecía como prototipo del artista consciente de la
España del Siglo de Oro. Este estudio era además la culminación de una línea de
pensamiento que Castro había iniciado con su contribución sobre el concepto del
honor en la literatura española del XVI y XVII, que la conectaba con su
homóloga europea y renacentista. En este mismo terreno cabe encuadrar los
estudios de Federico de Onís o José Fernández Montesinos acerca de la poesía y
teatro español de aquel Siglo de Oro.
En la defensa de la
lengua española hay que destacar el esfuerzo de Menéndez Pidal con sus Orígenes
del español y el frustrado Atlas lingüístico de la Península Ibérica,
al modo como se habían llevado otros atlas en Alemania y Francia. Junto a ello,
otra gran línea de trabajo que el Centro de Estudios Históricos asumió dentro
de los estudios dialectales fue la de defender la unidad del grupo
iberorrománico, el cual englobaba todas las lenguas románicas peninsulares, y
contraponerlo frente a otros grupos dialectales como por ejemplo el galorrománico.
Los trabajos más importantes fueron los artículos de Amado Alonso en la revista
de la sección sobre el catalán. Al igual que en otras ocasiones fue la tesis de
un investigador extranjero el que sirvió de espoleta para la reacción desde el
Centro de Estudios Históricos. En este caso se trató de Meyer-Lübke, quien en
su estudio Das Katalanische aseveró que el catalán, por comparación
entre elementos lingüísticos fonéticos, estaba más cercano al grupo
galorrománico que al iberorromano. Amado Alonso, desde el Centro, y Antonio
Griera, desde las páginas de la Zeitschrift für romanische Philologie,
fueron los encargados de responder a las tesis del profesor alemán.