Revista Nº45 "TEORÍA POLÍTICA E HISTORIA" |
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H. C. F. Mansilla
Un tema interesante e incómodo para las ciencias
políticas: La relativa facilidad de la conquista del poder por Stalin después
de la Revolución de Octubre
El marxismo practicado en la versión leninista (y muchas
afines) no constituyó la doctrina del proletariado revolucionario, sino la
ideología legitimadora de los sectores intelectuales que anhelaban imponer su
propio dominio político de carácter irrestricto. Su enunciado ideológico más
simple fue: la revolución socialista justifica el uso de cualquier medio. Lenin
y las corrientes opositoras dentro del propio movimiento bolchevique no
pudieron desarrollar un marxismo con un impulso autocrítico y más bien
consolidaron las tradiciones autoritarias de la cultura política rusa, lo que
posibilitó fuertemente el ascenso de Stalin al poder supremo.
Palabras clave: autoritarismo, ideología compensatoria,
Lenin, Stalin, Trotski
An Interesting
and Uncomfortable Theme for the Political Science: The
Relative Easiness of the Conquest of Power by Stalin after the October
Revolution
The practiced
Marxism, in its Leninist version (and many similar), did not actually represent
the doctrine of the revolutionary proletariat, but the legitimating ideology of
intellectual sectors which tried to impose their own and unlimited political
dominion. The simplest ideological statement of this current was: a socialist
revolution justifies the use of every mean. Since Lenin, and including opponent
tendencies within the Bolshevik movement, it has been impossible to develop a
really critical Marxism without falling back in justifying ideologies. They all
consolidated authoritarian traditions within Russian political culture and so
they furthered Stalin’s rising to the supreme political power.
Key words:
authoritarianism, compensatory ideology, Lenin, Stalin,
Trotsky
Un tema
interesante e incómodo para las ciencias políticas:
La relativa
facilidad de la conquista del poder por Stalin después de la Revolución de Octubre
H. C. F. Mansilla
La tesis
principal que quiero exponer es la siguiente. La toma del poder por I. V.
Stalin y la edificación de un régimen abiertamente totalitario en la Santa Rusia muy poco tiempo después de la Revolución de Octubre (1917) fueron posibles porque
casi todos los dirigentes bolcheviques y hasta los grupos opositores a Lenin y
Stalin dentro del partido comunista compartían un idéntico desprecio por el
pluralismo democrático y el Estado de derecho. Todos ellos se habían formado en
el seno de una cultura política autoritaria de vieja data, de la cual ellos no
eran conscientes y menos críticos. Esta relativa ceguera con respecto a valores
culturales y normas colectivas de orientación era asimismo un signo distintivo
de numerosos intelectuales progresistas en Europa occidental, como Rosa
Luxemburg, y resultaba muy evidente en las grandes personalidades del partido
comunista que se opusieron a Stalin en un principio.
Desde del
comienzo
Rosa
Luxemburg (1871-1919) fue una de las exponentes más notables de un
marxismo independiente y por ello un caso muy interesante para observar la
tesis de un amplio rechazo a la democracia pluralista y de un positivo aprecio
concomitante con respecto al dogmatismo marxista que se venía formando. Por una
parte ya en 1904 ella censuró el “ultracentralismo brutal” contenido en la
nueva concepción del partido de Lenin: esta sería el intento de introducir la
disciplina del cuartel, la fábrica y de los estamentos burocráticos al interior
del partido socialdemocrático, dando como resultado una élite dirigente
privilegiada y una masa de seguidores sometidos a la obediencia más estricta y
separados para siempre de la cúpula decisoria. Luxemburg mantuvo esta posición
crítica con respecto al partido bolchevique después de la Revolución de Octubre de 1917.
Pero por
otra parte ella sostuvo como verdades indubitables algunos teoremas importantes
de la doctrina marxista tal como era propagada por los aparatos ideológicos de
los partidos socialdemocráticos y socialistas: la validez intangible de todos
los pronósticos de Marx en torno al desarrollo de la economía capitalista, la
polarización incesante de clases, la pauperización creciente del proletariado,
la necesidad de subordinar las labores sindicales a las políticas, la
inutilidad de las labores parlamentarias (el sistema parlamentario como “cretinismo”),
el carácter meramente “formal” de la burocracia “burguesa” (contrapuesto a la
verdadera democracia socialista) y la obligación de impedir todo “reformismo
pequeño-burgués”.
Por otra parte, Rosa Luxemburg reiteró el tópico marxista de rechazar y
combatir la organización federal de un Estado, los particularismos regionales y
las peculiaridades históricas preburguesas y pre-industriales en cuanto
reliquias singularmente odiosas del régimen “feudal”; el centralismo estatal de
corte unitario constituiría uno de los grandes logros del capitalismo, que la
revolución socialista debería profundizar a toda costa y que sería
especialmente adecuado para países con varias nacionalidades como Rusia. Rosa Luxemburg
se opuso tenazmente a la independencia de su patria, Polonia.
También Lëv
D. Trotski (1879-1940) criticó en 1904 acremente la concepción leninista
del partido, posición de la cual Trotski abjuró definitivamente en 1917, cuando
se plegó a la doctrina leninista en cuestiones de organización y cuando Lenin
se adhirió, en lo esencial, a su teoría de la revolución permanente. De modo clarividente Trotzki
previó que el modelo leninista produciría dos efectos fatales: la élite de
revolucionarios profesionales tomaría a su cargo la labor de “dirigir y educar”
al proletariado y este la de obedecer. El partido sustituiría la voluntad del
proletariado, el comité central la del partido y el “dictador” la del comité
central.
Después de renunciar a este enfoque crítico, Trotski se convirtió ─ o volvió a ser ─ un apologista
de los tópicos más reaccionarios y de los métodos más duros del régimen
soviético: con toda razón se lo ha llamado un precursor del stalinismo.
Los opositores
a Stalin
Trotzki, el
creador del Ejército Rojo, fue un genio de la organización y la estrategias
militares. En su calidad de Comisario del Pueblo para el Ejército y la Marina y Presidente del Soviet Supremo Militar, ordenó, sin embargo, el 8 de agosto de 1918
la erección de “campos de concentración” no sólo para “saboteadores y oficiales
contrarrevolucionarios”, sino para los “parásitos sociales” y todo aquel
opositor que saliese con vida de un juicio militar sumario. Esta actitud se inscribe
en su vehemente rechazo a toda manifestación de rebeldía e insubordinación
contra sus ideas y órdenes, aunque sea sólo en el campo intelectual. La
historia posterior del trotskismo y de la IV Internacional ─ una historia de mezquindades
ridículas y escisiones pintorescas, que no aportó nada al florecimiento de un
marxismo crítico ─ tiene que ver
probablemente con ese espíritu de intolerancia y sectarismo, por demás cercano
a las tradiciones rusas y asiáticas más habituales de su tiempo. En este
sentido no es de extrañar que Trotzki haya defendido la utilización de
cualesquiera medios para alcanzar determinados fines, con el argumento de que
ello ha sido lo corriente a lo largo de la historia universal. Aparte de celebrar el rol
progresista de la violencia política, Trotzki compartió la difundida opinión de
que los derechos humanos, la democracia representativa y el pluralismo
ideológico constituirían meras formalidades con utilidad meramente instrumental
y circunstancial.
En aquel momento contra las fracciones de izquierda dentro del partido
bolchevique y basado en la idea muy convencional de que el Hombre es perezoso
por naturaleza, Trotzki propuso (con cierto éxito) en 1920 la militarización
de las relaciones laborales y de los sindicatos para conseguir la
disciplina, el sacrificio y el sentido de jerarquías que sólo se da en el
ejército, apoyado en este punto por su famoso adversario Nikolai I. Bujarin
(1888-1938), después de Lenin el teórico más destacado del partido. Bujarin, que
entonces era paradójicamente uno de los dirigentes de la fracción de izquierda
del partido bolchevique, afirmó que la nueva disciplina militar hubiera sido
bajo circunstancias capitalistas una especie de esclavismo, pero bajo un
régimen socialista se convertía casi automáticamente en la “auto-organización
de la clase proletaria”; la libertad de elegir sin coerciones el puesto laboral
conformaría una reliquia del individualismo, la insolidaridad y la
desorganización del capitalismo, y su supresión sería una conquista socialista.
En el
exilio y tras experimentar en carne propia los rigores de pertenecer a la
oposición, numerosos líderes comunistas, entre ellos Trotzki, descubrieron y
reconocieron tibiamente las bondades de la legalidad y la democracia
burguesas, pero sin jamás admitir la propia responsabilidad en la edificación
de un orden totalitario. En su análisis del stalinismo de 1936, Trotzki afirmó
que la Unión Soviética se había convertido en una sociedad dual: socialista con
respecto a la propiedad de los medios de producción, pero “burguesa” en
relación a los odiosos mecanismos de control y coerción. Lo “burgués” seguía
encarnando lo negativo, mientras que lo “socialista” ─ contra toda la experiencia fáctica ─ continuaba representando únicamente factores positivos.
La concepción de que la Unión Soviética era un Estado socialista con “degeneraciones
burocráticas”, pero socialista al fin y al cabo, no ayudó ni a iluminar el
pasado ni a construir un marxismo genuinamente crítico, y más bien contribuyó a
seguir arrastrando y exaltando un legado pleno de errores y monstruosidades.
Por lo
demás, Trotzki y su adversario Bujarin impidieron el surgimiento de un
pensamiento genuinamente crítico al repetir hasta el cansancio los lugares
comunes de su entorno: para superar el periodo de transición al comunismo pleno
hay que restablecer las jerarquías y los castigos e instaurar una especie de
dictadura pedagógica,
donde la disciplina laboral resultaba indispensable. Las libertades laborales
de los obreros en Occidente serían la manifestación de una crisis incurable. El
mercado libre reflejaría la irremediable anarquía del orden burgués, y la
polarización de clases en los países capitalistas avanzaría sin cesar. La dictadura
pedagógica se aviene con la visión tecnocrática que tenía la cúpula
bolchevique en torno al funcionamiento de la sociedad: una élite de militares,
políticos y gerentes es imprescindible porque la masa de los simples
trabajadores no se percata de los complejos problemas asociados a los procesos
productivos y administrativos de un Estado moderno.
La
diferencia decisiva entre capitalismo y socialismo era vista por Trotzki
mediante el “lenguaje de las cifras”. Éxitos en producción y productividad y
otros factores cuantitativos determinarían cuál es el orden superior. En una de
sus últimas obras (La revolución traicionada), que denota un cierto
espíritu escéptico, Trotzki aseveró que el socialismo no ganó su “derecho al
triunfo” en las páginas de El capital de Marx, sino en un enorme territorio
geográfico y por medio del “idioma del hierro, del cemento y de la electricidad”. De esta manera las metas
normativas establecidas por la modernidad capitalista permanecieron vigentes en
el imaginario comunista de todas las corrientes.
Bujarin y
el destacado economista Evgeni A. Preobrazhenski (1886-1937) ─ ambos pertenecían entonces a la fracción de izquierda ─ pensaban en 1919 que el mundo y las sociedades humanas
no ofrecerían resistencia seria a un cambio revolucionario inducido por aquellos
que conocen el rumbo de la historia y sus necesidades. Lo razonable sería un
desarrollo basado esencialmente en el despliegue impetuoso de la técnica y en
enormes proyectos de industrialización e infraestructura. Esta “alianza entre
la ciencia y la industria”
estaría inextricablemente ligada a la pronta desaparición del dinero, el
Estado, la burocracia y de la administración de justicia: una utopía, en la
cual también creyeron Marx y Engels.
Lenin,
Stalin, Trotzki y Bujarin ─ como casi
todos los marxistas rusos ─ sostuvieron
durante largo tiempo que las decisiones del partido comunista eran la
encarnación de la verdad. La verdad (con mayúscula) no se conocería a través de
antiguallas liberales, como el análisis teórico o el debate libre de puntos controvertidos,
sino mediante las determinaciones del comité central. En mayo de
1924, cuando los acontecimientos y su soberbia ya lo habían colocado en la
oposición, Trotzki afirmó que “no se puede tener razón contra el partido” y que
el partido siempre la tiene porque es “el único instrumento que la historia
concedió al proletariado para resolver sus problemas”. De acuerdo
a casi todos los líderes comunistas, no se podía tener razón fuera del partido.
El éxito posterior del stalinismo estuvo garantizado desde un primer momento
porque hasta sus adversarios más lúcidos creían que el partido personificaba
una verdad histórica superior y una forma de organización política más perfecta
que todas las inútiles construcciones de la democracia formal y burguesa. No
hay duda de que la cultura política del autoritarismo de la Rusia presocialista y la idea de la verdad histórica incorporada en la rígida estructura del
partido favorecieron el surgimiento y la consolidación de la dictadura
stalinista.
No es superfluo recordar que Lenin mismo coadyuvó a este resultado mediante su
estricto control sobre toda actividad del partido bolchevique y su rechazo
explícito a toda libertad de expresión y crítica en el seno del mismo, libertad
que Lenin calificó tempranamente como oportunismo, eclecticismo y oscurantismo.
La
universalidad de la modernización totalitaria
Es
interesante mencionar, así sea de forma muy breve, que mucho antes de la
asunción de Stalin al poder supremo las diferentes corrientes de oposición con
respecto a la ortodoxia leninista ─ la “Oposición
Obrera”, los “Centralistas Democráticos”, la “Verdad Obrera”, las agrupaciones
anarco-sindicalistas, los rebeldes de Kronstadt, el “Grupo de los 46” ─, no aportaron ningún elemento que posteriormente
fructificara un marxismo crítico o promoviese una cultura política genuinamente
democrática. Estas tendencias personificaron ciertamente “la consciencia de la
revolución”,
puesto que ellas intentaron con todo candor transformar los ideales de 1917 en
realidad: solidaridad inmediata entre todos los proletarios y revolucionarios,
extinción paulatina del Estado y de sus instancias represivas, terminación de
medidas coercitivas en lo relativo a la libertad de expresión y asociación,
autonomía para las fracciones en el seno del partido, autonomía sindical y
rechazo tanto de las degeneraciones burocráticas del gobierno como de la
militarización en la esfera laboral. Pero se trataba de una oposición
profundamente dividida, incapaz de actuar en la esfera político-institucional,
interesada sobre todo en restaurar la libertad de acción del movimiento
sindical y la validez de algunos pocos derechos humanos masivamente pisoteados
por el gobierno bolchevique. Eran grupos políticos inmersos completamente en la
tradición histórico-cultural del autoritarismo. Por ello fue extraordinariamente
fácil establecer un aparato altamente burocratizado y bastante eficiente, la
policía secreta, encargada de combatir a enemigos políticos reales e
imaginarios. En torno a este objetivo se puede constatar una sintomática
unanimidad entre Lenin y Stalin, Bujarin y Trotzki, la oposición de izquierda y
las fracciones de derecha. Sólo hubo alguna controversia en torno a la
aplicación de métodos y a la intensidad de las medidas represivas. Igual que
sus oponentes, rehusaban con la misma vehemencia el pluralismo ideológico, la
democracia “formal”, las prácticas racional-liberales y la economía de mercado.
Su interés por la esfera teórica fue simplemente nula, aunque hay que reconocer
que contribuyeron parcialmente a reavivar un impulso loable en favor de la
conexión entre política y ética, que fructificó sin duda la fuerte dimensión
moral de la dispersa oposición al régimen soviético oficialista después de la Segunda Guerra mundial.
Las
principales demandas de la oposición rusa alrededor de 1920-1924 consistían en
(1) la industrialización masiva, (2) la colectivización de la agricultura y (3)
la planificación exhaustiva, lo que conllevaba necesariamente la abolición del
mercado y de los productores independientes. Posteriormente la ortodoxia
stalinista hizo suyas estas demandas. En el plano de la teoría esto significó
la carencia de una consciencia crítica frente a los intentos de la modernización
totalitaria estatista, que, después de todo, fue la constante en Rusia a
partir del zar Pedro I el Grande: a nadie le sorprendió la mixtura de la
tecnología occidental y el legado de la cultura política del autoritarismo. La
adopción de elementos centrales del capitalismo alemán de guerra se combinó
inextricablemente con el viejo mesianismo ruso y con formas secularizadas del
milenarismo popular de aquellas tierras: la europeización de Rusia en el campo
técnico-económico se conjugó con un retorno a modelos asiáticos de despotismo
tradicional.
El gran logro de la Rusia comunista fue la creación de un modelo relativamente
estable que aunaba una modernización burocrática, decretada desde arriba y
copiada de modelos foráneos, con una herencia socio-cultural signada por la
carencia de elementos racionales, humanistas, liberales y democráticos.
Precisamente el hecho de que nadie analizó teóricamente esta constelación y
extrajo las consecuencias ético-políticas de la misma, es uno de los factores
para aseverar que nunca hubo un marxismo genuinamente crítico en la antigua Unión
Soviética.
A partir de
1917 en Rusia y después de 1945 en Europa Oriental y en el Tercer Mundo
ortodoxos y disidentes del marxismo aceptaron como obvio e inevitable un modelo
de desarrollo que era, en el fondo, un sistema autoritario ─ cuando no totalitario ─ de modernización, que mediante los conocidos procesos de la
industrialización acelerada, la acumulación forzada de capital, la explotación
inhumana de los productores independientes y los campesinos, la educación
especializada y hasta las manipulaciones poblacionales (traslados coercitivos
de enormes segmentos de varias etnias de una zona a otra), trató de alcanzar y
superar la evolución de las naciones occidentales en un espacio muy breve de
tiempo. En 1924 Evgeni A. Preobrazhenski, quien siempre perteneció a la
oposición izquierdista dentro del Partido Comunista de Rusia (B), manifestó en
el marco de su teorema de la “acumulación primaria socialista” cínica pero
correctamente que los campesinos conformarían “las colonias” del proletariado industrial
en explícita alusión al rol que jugaron las colonias de ultramar en el proceso
de la acumulación capitalista primaria. Ya en 1920 Grigorij
E. Zinov'ev (1883-1936), el gran dirigente de la fracción de izquierda,
íntimo colaborador de Lenin y presidente de la Internacional Comunista, había sostenido que las partes asiáticas de la Unión Soviética constituirían una especie de colonias para la Rusia europea.
Lo que
faltó a la teoría de los opositores marxistas antistalinistas fue una reflexión
crítica en torno a una problemática central. La transferencia de recursos del
sector presocialista (campesino y artesanal) al socialista (industrial y
burocrático), es decir la “acumulación primaria socialista”, representa una contradictio
in adiecto según la doctrina primigenia de Karl Marx. La contaminación del “reino
de la libertad” con los elementos alienantes y despóticos de regímenes
presocialistas hace imposible la crítica y el distanciamiento con respecto a
estos instrumentos y procesos, los disimula como algo ineludible (y
relativamente inocuo) y los perpetúa así como fenómenos obvios y naturales
inherentes a todo orden socialista. El disciplinamiento de toda la población
mediante el uso generoso de procedimientos represivos revigoriza las
tradiciones más autoritarias del pasado. El capitalismo alemán de guerra
representó para Vladimir I. Lenin, como se sabe, un dechado de virtudes digno
de ser imitado en la Rusia soviética. Todos los trabajadores deberían ser
congregados en un solo organismo económico que trabajase con la precisión de un
reloj, organismo que tendría que obedecer la sabia voluntad de un único
dirigente. Todos los obreros deberían ser empleados del Estado; el socialismo
no sería otra cosa que un monopolio del capitalismo de Estado utilizado para el
provecho de todo el pueblo.
Lenin propugnó la utilización de los medios más represivos para alcanzar sus
fines: aconsejó no arredrarse ante los “procedimientos bárbaros” de Pedro el
Grande para luchar contra la “barbarie”,
la que era, en realidad, lo premoderno. Esta posición, que privilegia la
centralización, los métodos militares y la burocracia en cuanto los mecanismos
más eficientes de organización social, ha sido inmensamente popular en todos
los partidos comunistas y en círculos de marxistas de toda laya. Su
inconveniente estriba en que se halla contrapuesta a las presuposiciones que
Marx atribuyó a un régimen socialista: el acercamiento efectivo al “reino de la
libertad”, la terminación de los fenómenos de alienación y enajenación, la paulatina
extinción del Estado, el libre desenvolvimiento del individuo eximido de las
coerciones sociales.
Todos estos
elementos facilitaron indudablemente el advenimiento del stalinismo, máxime si
este régimen conllevó el renacimiento de prácticas y valores asociados a lo que
se ha llamado el asiatismo. La construcción del socialismo en el seno de
una sociedad que no estaba preparada para ello
ha tenido asimismo una relevancia considerable en la esfera de la teoría: no
sólo no se promovió ningún impulso realmente crítico, sino que el Estado usó
todos los medios a su alcance para transformar el marxismo en un instrumento
legitimatorio del poder. Uno de los resultados de este proceso fue el
continuado descenso del nivel teórico: en la obra de Lenin el ímpetu crítico y
los elementos heurísticos son ya muy limitados si se los compara con aquellos
de los padres fundadores del marxismo, y bajaron aun más hasta tocar fondo con Iosif
V. Stalin (1879-1953), sus secuaces y cortesanos.
De todas
maneras los escritos de Stalin son muy interesantes para comprender las
motivaciones, las metas y los intereses profanos de una buena parte de los
marxistas hasta entrada la década de 1960.
En ellos aparecen algunos tópicos del marxismo institucional con toda claridad:
el ensalzamiento del colectivismo y el vituperio del individualismo; la
creación téorica como fabricación de contestaciones simples y fácilmente
comprensibles a cuestiones predefinidas de tal modo que es posible una sola
respuesta; exégesis de citas clásicas en un tedioso estilo de catecismo como
principal trabajo intelectual; concepción maniqueísta del universo y del Hombre
(lo “correcto” frente a lo “equivocado”); la investigación científica como
recuperación y aplicación de verdades ya manifestadas ex cathedra por
los clásicos y sus intérpretes autorizados; teoremas y postulados de los padres
fundadores considerados como hechos empíricos comprobados; la dialéctica como
una doctrina armonicista donde finalmente se diluyen todas las contradicciones.
La transformación del marxismo en un saber legitimatorio ocurrió en una
sociedad necesitada urgentemente de todo tipo de justificaciones. Se requería,
por ejemplo, de una ideología que confirmara la validez de “leyes de hierro” de
la evolución histórica para exculpar o encubrir los actos voluntaristas de los
grandes dirigentes (que fueron decisivos para la Revolución de Octubre y la construcción de un orden técnicamente moderno bajo Stalin). Se
precisaba de una ideología compensatoria para velar la diferencia entre la
realidad prosaica de cada día, plena de los más terribles sacrificios, y los
postulados emancipatorios del marxismo original.
Conclusiones
provisionales
Una de las
principales insuficiencias de casi todas las variantes del marxismo ha sido su
capacidad relativamente limitada de comprender la complejidad del mundo moderno
de manera realista. Su posición fundamentalmente simplista le impidió percibir
las múltiples funciones que cumplen los medios generales y generalizables de la
modernidad: el dinero y el poder. La identificación de estos con las fuentes
centrales de la alienación deja de lado los variados, razonables e
imprescindibles roles que estos medios cumplen para hacer caminar las
complicadas sociedades actuales. De ahí la ilusión de que la eliminación de la
propiedad privada sobre los medios de producción terminaría pronta y
definitivamente con la fuente principal de la enajenación, lo que resultó ser
falso.
En la misma
línea Marx y casi sus discípulos sobrevaloraron las tareas que el Estado debía
cumplir en la etapa socialista, una vez superado el modo capitalista de
producción. No se imaginaron, sobre todo, que el aparato estatal podría
reproducir y hasta magnificar el legado autoritario de muchas tradiciones
culturales, creando una administración pública hipertrofiada y burocratizada,
junto con una élite política que se apoderó de las prerrogativas más odiosas.
Marx y hasta los marxistas críticos no concibieron la posibilidad de un estrato
altamente privilegiado a causa de su acceso al poder y de su control sobre la
enorme burocracia (sin poseer los medios de producción en sentido legal), y,
por lo tanto, no se preocuparon de medidas e instituciones que regulen y
refrenen sus dilatadas potestades. Marx, Lenin y hasta los marxistas críticos del
presente han creído que el socialismo y la estatización de los medios de
producción traerían consigo “la administración de cosas” en lugar del “gobierno
de las personas” (Friedrich Engels), pero no advirtieron que las cosas
se administran siempre junto a hombres de carne y hueso y que cualquier
administración (y con más razón una inmersa en un mundo complejo) significa el
establecimiento de competencias, la creación de jerarquías, la especialización
de roles y el surgimiento de privilegios. Esta necesaria diferenciación de
grupos y estratos no concuerda con el esquema estático y relativamente simple
que Marx propuso y que sus discípulos conservaron en lo fundamental: en los
países altamente desarrollados no llegó a constituirse un proletariado revolucionario,
consciente de su situación de clase inmensamente mayoritaria y de su misión
histórica y revolucionaria, que tomara a su cargo la emancipación de la
sociedad como totalidad. La consciencia de clase de los obreros en el
capitalismo occidental resultó ser afín al reformismo socialdemocrático, puesto
que sus ilusiones y esperanzas cotidianas no tenían como punto de referencia
las nostalgias utópicas y milenaristas de los intelectuales marxistas. La
postulada redención del mundo histórico-político se quedó así sin una clase
socialmente mayoritaria que le sirva de sustrato material.
Finalmente,
ni las variantes más críticas del marxismo realizaron aportes significativos a
los debates de las últimas décadas. La discusión ecológica y demográfica, la
investigación de la cultura de masas, las aporías de la civilización
industrial, las diferencias entre trabajo, praxis e interacción, las
contribuciones del psicoanálisis socio-político y los aspectos negativos
asociados (1) a toda modernidad, (2) al igualitarismo excesivo y (3) al
progreso material incesante, quedaron fuera del horizonte teórico del marxismo,
que por ello no ha logrado aprehender la complejidad del mundo contemporáneo.
Rosa Luxemburg,
Organisationsfragen der russischen Sozialdemokratie (Cuestiones
organizativas de la socialdemocracia rusa) [1904], en: Rosa Luxemburg, Schriften
zur Theorie der Spontaneität (Escritos sobre la teoría de la
espontaneidad), compilación de Susanne Hillmann, Reinbek: Rowohlt 1971, pp. 71,
74-80.- Cf. sus observaciones ejemplarmente críticas acerca de la dictadura del
partido bolchevique (heredero de las estrategias conspirativas de los
jacobinos) en su obra póstuma: Die russiche Revolution (La revolución
rusa), en: ibid., p. 171, 188.
Rosa Luxemburg,
Die russische..., ibid., p. 191.- Sobre la obra de Rosa Luxemburg cf. F.
L. Carsten, Freiheit und Revolution: Rosa Luxemburg (Libertad y
revolución: Rosa Luxemburg), en: Leopold Labedz (comp.), Der Revisionismus
(El revisionismo), Colonia / Berlin: Kiepenheuer & Witsch 1966, pp. 68-95,
especialmente pp. 78-81.
L. D. Trotzki, Die
permanente Revolution (La revolución permanente), Frankfurt: EVA 1971, pp.
24-25, 62-63, 112, 123.- En esta obra Trotzki sistematizó su concepción que
sería particularmente popular en las periferias europeas, en tierras del Tercer
Mundo y entre revolucionarios profesionales: la revolución socialista brotaría
de modo más probable en aquellas sociedades subdesarrolladas que denotaran una
mayor madurez político-ideológica que en las naciones económicamente más
avanzadas. La “revolución democrático-burguesa” tendría lugar conjuntamente con
la socialista y en un lapso temporal extremadamente breve. Aunque el triunfo
definitivo de una revolución socialista estuviera ligado, según Trotzki, a la
expansión de la misma a las sociedades altamente industrializadas, el lugar
para el estallido revolucionario se trasladó a comunidades históricamente menos
evolucionadas y se potenció el rol del factor subjetivo, es decir la función
central y dirigente de la élite de los revolucionarios profesionales, los intelectuales
“progresistas”.
L. D. Trotzki, Unsere
politischen Aufgaben (Nuestras tareas políticas) [1904], en: Trotzki, Schriften
zur revolutionären Organisation (Escritos sobre la organización revolucionaria),
compilación de Hartmut Mehringer, Reinbek: Rowohlt 1970, p. 68, 73 (teorema de
la sustitución de voluntades políticas).
El título de un
libro compilado por Willy Huhn es tan preciso como lacónico: Trotzki ─ der gescheiterte Stalin (Trotzki ─ el Stalin fracasado), Berlín/W: Kramer 1973,
especialmente el capítulo: Willy Huhn, Trotzki und die proletarische
Revolution (Trotzki y la revolución proletaria), en: ibid., pp. 23-73. Cf.
otras críticas a Trotzki: N. Osinski [Valerian V. Obolenski], Zur Frage der “Militarisierung
der Wirtschaft” (Sobre la cuestión de la “militarización de la economía”)
[1920], en: Frits Kool / Erwin Oberländer (comps.), Arbeiterdemokratie oder
Parteidiktatur (Democracia de los trabajadores o dictadura del partido),
Olten / Freiburg: Walter-Verlag 1967, pp. 141-157 (vol. 2 de la excelente
serie: Dokumente der Weltrevolution [Documentos de la revolución
mundial], compilación de Herbert Lüthy). Cf. también la obra más destacada y
mejor documentada sobre esta temática: Robert Vincent Daniels, The
Conscience of the Revolution. Communist
Opposition in Soviet Russia, Cambridge:
Harvard U. P. 1965, pp. 104, 108-109, 121-124, 194, 224, 231, 240.
Willy
Huhn, Trotzki und die proletarische Revolution, op. cit. (nota 5), pp. 38-39.- Es una de las primeras menciones explícitas en
toda la historia al concepto de “campo de concentración”.
L. D. Trotzki,
Terrorisme et communisme. L'Anti-Kautsky [1920], París: Union Générale
d'Editions 1963, p. 28 y caps. II & III; en 1935 mantuvo
esta posición, afirmando que la violencia es la ley histórica del progreso: Trotzki,
Préface à la deuxième édition anglaise, en: ibid., pp. 314-315.
Trotzki, Terrorisme,
ibid., pp. 57-83, 99-107, 315.
Trotzki, ibid.,
pp. 204-205, 208-226.- En igual sentido: Nikolai I. Bujarin, Ökonomik der
Transformationsperiode (Economía del periodo de transformación) [1920],
Reinbek: Rowohlt 1970, pp. 110, 116-117, 127, 155-156.
L. D. Trotzki, Verratene
Revolution (Revolución traicionada) [1936], Frankfurt: Neue Kritik 1968, p.
56-58.
Trotzki, Terrorisme,
op. cit. (nota 7), pp. 290-291; Bujarin, op. cit. (nota 9), p. 9, 30-55, 114,
130; interesantes testimonios en: A. G. Löwy, Die Weltgeschichte ist das
Weltgericht. Bujarin: Vision des Kommunismus (La historia universal es el
Juicio Final. Bujarin: visión del comunismo), Viena etc.: Europa 1969, p. 154.-
El libro de A. G. Löwy es hasta hoy la obra más sólida en torno a la biografía
y la contribución teórica de Bujarin.
L. D. Trotzki, Verratene
Revolution, op. cit. (nota 11), p. 12. El mismo tenor posee una obra
anterior de Trotzki, cuando aún tenía plena plena confianza en el modelo
soviético y no se había percatado de sus “degeneraciones burocráticas” [1924]: Kapitalismus
oder Sozialismus? Eine Betrachtung der Sowjetwirtschaft und ihrer
Entwicklungstendenzen (¿Capitalismo o socialismo? Observaciones sobre la
economía soviética y sus tendencias de desarrollo), Berlín: Neuer Deutscher Verlag
1925, p. 20, 58.
Bujarin afirmó
que la “ciencia proletaria” – de la cual él sería uno de sus grandes
representantes – es per se superior a toda ciencia burguesa y que por
eso los marxistas tendrían el derecho de exigir acatamiento a sus “verdades”:
N. I. Bujarin, El materialismo histórico, Madrid: Cenit 1933, p. 12.
L. D. Trotzki, Discurso
ante el XIII Congreso del PCR (B), en: Kostas Papaioannou, Marx et les
marxistes, París: Flammarion 1972, p. 374. Testimonios similares (y
escalofriantes) referidos a Bujarin en: ibid., p. 380; A. G. Löwy, op. cit.
(nota 12), p. 281.
Cf. la obra
clásica de Robert Vincent Daniels, op. cit. (nota 5), pp. 169, 179, 179, 221,
240, 304-311, 318.
Vlamidir I.
Lenin, Was tun? (¿Qué hacer?) [1902], en: Lenin, Werke (Obras),
Berlín / RDA: Dietz 1960, t. V, p. 361 y siguientes; cf. el excelente estudio
de Kostas Papaioannou, L'idéologie froide. Essai sur le dépérissement du
marxisme, París: Pauvert 1967, pp. 43-44, 61-62.
Así las
denominó Roberto Vincent Daniels en su exhaustiva y dramática obra: op.
cit. (nota 5), passim. Sobre estos grupos y su trágico destino cf. la
excelentes compilación: Gottfried Mergner (comp.), Die russische
Arbeiteropposition. Die Gewerkschaften in der Revolution (La oposición rusa
de los trabajadores. Los sindicatos en la revolución), Reinbek: Rowohlt 1972.
Cf. Borys
Lewytzkyj, Die rote Inquisition. Die Geschichte der sowjetischen
Sicherheitsdienste (La inquisición roja. La historia de los servicios
soviéticos de seguridad), Frankfurt: Societät 1967.
Cf. sobre esta
temática: Emanuel Sarkysianz, Russland und der Messianismus des Orients
(Rusia y el mesianismo oriental), Tübingen: Mohr-Siebeck 1955, p. 7, 138, 168;
Richard Pipes, Russland vor der Revolution. Staat und Gesellschaft im
Zarenreich (Rusia antes de la revolución. Estado y sociedad bajo el imperio
zarista), Munich: dtv 1984, passim; Umberto Melotti, Marx y el Tercer Mundo.
Contribución a un esquema multilineal de la concepción del desarrollo histórico
elaborada por Marx, Buenos Aires: Amorrortu 1974, pp. 122-125, 138-151.- En
todas las variantes del marxismo crítico faltó una obra como estas, que
interpretan hasta cuál grado el socialismo realmente existente preservó necesaria
y conscientemente las tradiciones autoritarias y totalitarias de la época
presocialista.
E. A. Preobrazhenski,
Die neue Ökonomik (La nueva economía) [1924/1926], Berlín/W: s.e. 1971,
passim. Sobre esta discusión cf. Alexander Erlich, The Soviet
Industrialization Debate 1924-1928, Cambridge: Harvard U. P. 1967.
V. I. Lenin, Ursprünglicher
Entwurf des Aufsatzes “Die nächsten Aufgaben der Sowjetmacht” (Esbozo
original del ensayo “Las próximas tareas del poder soviético”) [1918], en:
Lenin, Für und wider die Bürokratie. Schriften und Briefe 1917-1923 (En
favor y en contra de la burocracia. Escritos y cartas 1917-1923), compilación
de Günther Hillmann, Reinbek: Rowohlt 1970, p. 24, 49. - Críticas a esta
posición: R. V. Daniels, op. cit. (nota 5), pp. 83-86, 108, 460; Kostas
Papaioannou, L'idéologie..., op. cit. (nota 17), p. 52; Ulf Wolter, Grundlagen
des Stalinismus. Die Entwicklung des Marxismus von einer Wissenchaft zur
Ideologie (Fundamentos del stalinismo. El desarrollo del marxismo de una
ciencia a una ideología), Berlín/W: Rotbuch 1975, pp. 83-94, 126.
V. I.
Lenin, Werke, op. cit. (nota 17), t. 27, p. 333;
otros testimonios similares de Lenin en: Kostas Papaioannou, Marx ...,
op. cit. (nota 15), p. 314.
Testimonios de
Marx y Engels sobre lo que sucedería si tiene lugar un intento prematuro de
construir el socialismo en un medio que económica y culturalmente no está
preparado para ello: Karl Marx / Friedrich Engels, Die russische Kommune.
Kritik eines Mythos (La comuna rusa. Crítica de un mito), compilación de
Maximilien Rubel, Munich: Hanser 1972, pp. 278-281, 319-325.
Andrej A.
Zdanov (1896-1948), alto funcionario del partido y papa de la cultura
soviética hasta su muerte, tuvo el mérito de haber aventajado holgadamente a
Stalin en la producción de necedades. Por otra parte, no faltaron preclaros
espíritus de Occidente que cantaron loas a Stalin de la manera más indigna,
como Henri Barbusse, Pablo Neruda y Paul Éluard. Cf. los testimonios similares
de Louis Aragon y otros representantes de la cultura francesa en: Kostas
Papaioannou, Marx..., op. cit. (nota 15), pp. 414-417.
Cf. dos buenas
selecciones de las obras de Stalin, con interesantes prólogos de los
compiladores: Iosif V. Stalin, Zu den Fragen des Leninismus (Sobre las
cuestiones del leninismo), compilación de Hans-Peter Gente, Frankfurt: Fischer
1970; Stalin, Schriften zur Ideologie der Bürokratisierung (Escritos
sobre la ideología de la burocratización), compilación de Günther Hillmann,
Reinbek: Rowohlt 1970.
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