Una historia de ETA: origen, actividad
y derrota (1959-2011)[*]
David Mota Zurdo
Universidad Isabel I
david.mota@ui1.es
Gaizka Fernández Soldevilla
Centro Memorial de las Víctimas del Terrorismo
investigacion@centromemorialvt.com
Resumen
Este artículo es un análisis
sintético de la historia de ETA desde su nacimiento en julio de 1959 a su final
en octubre de 2011. Se atiende al contexto histórico en el que se creó esta
organización terrorista, a sus acciones, a su impacto sobre la sociedad y a sus
estrategias políticas y de acción (espiral-acción-reacción, socialización del
sufrimiento, impacto mediático, etc.). También se profundiza en las respuestas implementadas
por los diferentes Gobiernos de España, incluyendo tanto las mejoras tácticas policiales
como la estrategia ilegítima del terrorismo vigilante de los GAL. De igual
modo, se alude a las asociaciones y colectivos pacifistas cuya labor contribuyó
a reducir el apoyo social al terrorismo. Por último, se concede una especial
relevancia a las víctimas de las acciones terroristas, subrayando el
significado de todas ellas, pese a que no estén todas reflejadas por motivos de
espacio.
Palabras clave: ETA; Terrorismo;
España; Franquismo; Transición; Democracia
Abstract
This paper is a synthetic analysis
of the history of ETA from its start in July 1959 to its end in October 2011. It
pays attention to the historical context in which this terrorist organization
was created, its actions, its impact on the society and in its political and
action strategies (spiral-action-reaction, popularization of suffering, media
impact, etc.). It also delves into the responses carried out by the different
Governments of Spain, including both the progresses of Police tactics and the
illegitimate strategy of vigilante terrorism of GAL. In the same way, it refers
to pacifist associations and groups whose work contributed to reducing social
support for terrorism. Finally, special relevance is given to the victims of
terrorist actions, underlining the meaning of all of them, even though they are
not all reflected for reasons of space.
Keywords: ETA; Terrorism; Spain; Francoism;
Transition; Democracy
Introducción
El 20 de octubre de
2011, tres días después de la conocida como Conferencia Internacional de Paz de
San Sebastián o Conferencia de Ayete, la organización terrorista Euskadi Ta Askatasuna
(ETA, País Vasco y Libertad) anunció que había “decidido el cese definitivo de
su actividad armada” (Gara, 21-X-2011). Sin embargo, el cierre de la historia
de ETA se confirmaría más adelante.
El 3
de mayo de 2018, dos dirigentes históricos de la banda, José Antonio
Urrutikoetxea (Josu Ternera) y Soledad Iparraguirre (Anboto),
leyeron un comunicado de despedida que dejó constancia del final del terrorismo:
“ETA surgió de este pueblo y ahora se disuelve en él” (Gara, 3-V-2018). Al
día siguiente de darse a conocer este manifiesto, varios muros y paredes del
País Vasco y de Navarra amanecieron con diversos grafitis que contenían lemas y
soflamas tan representativos como “Eskerrik asko, ETA. Garaipenera arte” (Muchas
gracias, ETA. Hasta la victoria), “Eskerrik asko, eusko gudariak” (Muchas
gracias, soldados vascos) o “Eskerrik asko ETA.
Euskal Herria dugu irabazteko!” (Muchas
gracias, ETA. Tenemos Euskal Herria por ganar) (Diario Vasco,
4-V-2018. ABC, 4-V-2018).
En octubre de 2021 los
promotores de la citada conferencia se reunieron de nuevo en San Sebastián
junto a dirigentes de la izquierda abertzale (nacionalista, patriótica),
entre los que se encontraba Arnaldo Otegi, líder del partido de nacionalista
vasco radical Sortu, que forma parte a su vez de la coalición Euskal Herria
(EH) Bildu. Para las personalidades políticas y mediadores que asistieron a la
cita, el fin de ETA fue consecuencia de la (buena) voluntad de los
nacionalistas vascos que, durante el proceso de “negociación”, supieron
soslayar la hostilidad de las instituciones del Gobierno de España en pos de
establecer una paz duradera. Según el diario Gara, los
“facilitadores/mediadores” subrayaron “que las cosas han avanzado sobre todo
por el impulso de la ciudadanía y los agentes vascos”. Uno de ellos, el abogado
sudafricano Brian Currin, indicó que fue “un proceso unilateral y el éxito es
del pueblo vasco porque ha querido seguir adelante” (Gara, 15-X-2021).
Esta planificada
escenificación no fue sino la enésima demostración del interés que siempre han
tenido tanto ETA como su entorno de divulgar una versión adulterada de la
historia del terrorismo. De hecho, aspiran a imponer una lectura sesgada (que
blanquee su papel) del pasado traumático de una violencia que ha afectado al
conjunto de la sociedad española, especialmente a la vasca. Por eso, después de
una década del cese definitivo de la lucha armada de ETA y dado que en la
actualidad la ciudadanía está siendo receptora de diferentes lecturas del
pasado reciente, conviene echar la vista atrás y analizar los orígenes,
desarrollo y resultado de las acciones de esta organización terrorista que
nació en 1959 y que se disolvió en 2018.
Para ello, en este
artículo tratamos de arrojar luz al respecto, realizando un análisis desde la
fundación de la organización terrorista hasta su final. En este estudio prestamos
especial atención a las distintas estrategias de la organización, a la
evolución de su discurso, a los procesos de negociación, a las respuestas
extralegales a su actividad, a las diferentes tipologías de atentados cometidos
y a las víctimas de las acciones terroristas. La lectura que ofrecemos desde
nuestra perspectiva historiográfica, la Nueva Historia Política, es la de evitar,
precisamente, omisiones y elusiones en el relato, todas ellas detectables e
identificables en el discurso político. Porque, en palabras de Marc Bloch (1952:
40), “no hay, pues, más que una ciencia de los hombres en el tiempo (la
historia), y esa ciencia tiene necesidad de unir el estudio de los muertos con
los vivos”.
¿Cómo y cuándo empezó todo?
El
nacionalismo vasco radical o izquierda abertzale ha situado los orígenes de Euskadi Ta Askatasuna
(ETA, País Vasco y Libertad) en un supuesto conflicto sempiterno entre vascos
(invadidos) y españoles (invasores). Una pugna entre nosotros (los
vascos) y los otros (los españoles), de marcadas diferencias en materia
de identidad, política, estructura social y económica, así como de ideología.
En definitiva, un enfrentamiento cuya última consecuencia habría sido el
nacimiento de la organización terrorista de forma inevitable, incluso
imprescindible, para luchar por los derechos históricos del pueblo vasco (Louzao y Molina, 2018: 76; Ruíz Soroa, 2009:
180-181; Rivera y Mateo, 2019; Fernández Soldevilla, 2016: 23-62).
Según esta perspectiva,
hubo una etapa dorada y bucólica en la que los vascos habrían administrado
armónicamente su gobernabilidad, sin injerencias extranjeras y de manera
plenamente independiente. Un periodo que se vio truncado cuando España (en sus
diferentes manifestaciones, pero especialmente Castilla) tomó el territorio, lo
colonizó, lo subyugó culturalmente y lo expolió de diversas formas. Ante esta
injusticia, los vascos decidieron alzarse en armas para recuperar lo que, a su
juicio, legítimamente les pertenecía: la independencia. De acuerdo con esta
tesis, una buena muestra de ello habrían sido los movimientos rebeldes de las
tribus de Vasconia contra las “fuerzas de ocupación” de Roma durante el Bajo
Imperio (284 d.C.-476 d.C.), la resistencia vascona frente a los diferentes
monarcas visigodos, la batalla de Roncesvalles del 778, la resistencia de
Navarra frente a la campaña de conquista y la anexión iniciada por Castilla en
1512, los conflictos sociales en Vizcaya durante la Edad Moderna, las guerras
carlistas (1833-1840 y 1872-1876) o los batallones de gudaris (soldados nacionalistas
vascos) que resistieron frente al invasor durante la Guerra Civil
española (1936-1939) para defender el territorio. Y, por supuesto, dentro de
este continuum, se incluiría a ETA, como organización patriótica y de defensa
del País Vasco (Castells, 2018: 53;
Rivera, 2018; Fernández Soldevilla, 2021: 59-60).
Pero lo cierto es que
esta supuesta “ocupación española” es una falacia. Una adulteración de los
hechos históricos, como ha subrayado la historiografía académica. Los nexos que
se han establecido son muy laxos y difícilmente demostrables. No en vano, es imposible
trazar una línea, siquiera difusa, entre las huestes que hicieron frente a
Carlomagno y los gudaris de la Guerra Civil. Porque ese conflicto supuestamente
milenario solo es una construcción ideológica. Parte de una narrativa que ha cimentado
(e inventado) el nacionalismo vasco radical para legitimar su discurso político
y justificar sus acciones (Rivera, 2004: 41-72; Molina, 2013; López Romo, 2019).
La mitificación del
pasado contribuye a crear una visión idealizada y totalizadora de la nación,
como han destacado Álvarez Junco y De la Fuente (2017). Y ese falseamiento, que
ha sido un artificio muy recurrente para construir lugares de memoria, símbolos
e identidad, crea una realidad paralela (su propia realidad) que es
utilizada como un instrumento muy efectivo para construir el discurso nacional apelando
a las emociones (Mees, 2021). Se trata, en definitiva, de mitos que matan (Fernández
Soldevilla, 2016: 23-62); es decir, la manipulación del relato histórico como
uno, de entre muchos otros, factores coadyuvantes para el surgimiento del
terrorismo.
Otra teoría es la de que
ETA fue una consecuencia de la dictadura franquista. Según esta tesis, las
acciones de la organización armada habrían sido reactivas ante la represión a
la que el pueblo vasco habría sido sometido durante la Guerra Civil y el
franquismo. Sin embargo, esta afirmación no se sostiene si se acude a los
hechos. Hubo combatientes navarros y vascos en ambos bandos y la represión
franquista desatada en Euskadi fue cualitativamente inferior a la de otras
latitudes. Para muestra el siguiente botón. Mientras que en el País Vasco
fueron asesinadas por las tropas franquistas cerca de 1.800 personas durante la
Guerra Civil y los inicios de la posguerra, en Sevilla fueron eliminadas más de
12.000. La principal explicación al respecto radica en el carácter
mayoritariamente burgués, conservador y católico del nacionalismo vasco, lo
que, a la postre, tuvo como principal consecuencia que hubiera una menor tasa
de asesinatos entre sus integrantes. Es más, la mayoría de las víctimas
mortales eran anarquistas, comunistas o socialistas, es decir, vascos que no se
consideraban nacionalistas.
Por tanto, ETA nació en
el contexto del franquismo y esta dictadura tuvo una incidencia notable sobre
su desarrollo, pero no tuvo mayor peso que otros factores; es decir, ETA no
mató para hacer frente a la dictadura, a la que no consideraba su principal
enemigo, sino casi un accidente histórico. Así, la mayoría de los asesinatos de
la organización se produjeron tras la desaparición de Franco. El objetivo
fundacional de ETA no era acabar con la dictadura, sino lograr la independencia
(De Pablo, 2018: 39-75; Fernández Soldevilla, 2021: 61).
Otras explicaciones
aducen que la semilla de la violencia de ETA se debe buscar en Sabino Arana, el
fundador del nacionalismo vasco. Esto implica que la organización armada se
habría limitado a desarrollar el fanatismo esencialista de su discurso. Sin
embargo, siguiendo a De la Granja (2015), Arana rechazó en todo momento el uso
de la violencia. Por consiguiente, la tesis de que ETA recogió el testigo
violento de los precursores del nacionalismo vasco no es suficiente, ya que, en
última instancia, debe atribuirse a ETA la paternidad de “la lucha armada”.
Una nueva generación de nacionalistas vascos
Aparte de la represión, uno de los
sostenes de la dictadura fue, por un lado, su apoyo social y, por otro, la
pasividad del grueso de la población. En la década de 1960, la principal
preocupación de la sociedad vasca pasaba por mejorar su calidad de vida y
disfrutarla. Fue una época en la que la ciudadanía tuvo por vez primera un
acceso más o menos masificado a vehículos y electrodomésticos y, después de una
larga posguerra, la población trabajadora pudo progresivamente volver a gozar
del ocio y de las vacaciones, sobre todo en el medio urbano, al calor de las
mejoras económicas y sociales derivadas del desarrollismo. Debido a la
adaptación (o acomodación) a la nueva realidad, fueron muy pocos los que optaron
por “meterse en política”, por lo que el sustrato raramente podía ser fecundo
como para que esa Euskadi irreductible e insumisa de la que ETA habría sido
vanguardia estuviera con plena vigorosidad (De Pablo, 2018: 39-75).
Con todo, la nueva generación de nacionalistas vascos estuvo
marcada por un régimen férreo, por su centralidad y por el
nacional-catolicismo. También por el militarismo, la persecución a la oposición
política, el retroceso del euskera, el desarrollismo, la inmigración, el
movimiento obrero o el tercermundismo. Un cóctel ideológico que hizo que todos
ellos guardaran puntos en común como los siguientes: creyeron en un relato
deformado sobre la Guerra Civil, considerada una invasión extranjera; mostraron
prejuicios xenófobos ante la llegada de inmigrantes de otros puntos de España;
se mostraron partidarios de la independencia de los territorios vascos (de
Vizcaya a Navarra y hasta el País Vasco francés) para crear un estado
monolingüe basado en el euskera; se enfrentaron a los nacionalistas moderados
del PNV, más veteranos, a los que consideraron inoperantes; y afirmaron que la
nación vasca estaba en situación agónica debido a la injerencia de España. Por
tanto, sobre la base de estos argumentos, llegaron a la conclusión de que la
vía más eficaz para que el País Vasco siguiera en pie era la práctica armada
(Mees, 2019).
En marzo
de 1960, el fallecimiento de José Antonio Aguirre (PNV), lehendakari
(presidente) del Gobierno vasco en el exilio, cerró un ciclo generacional: el
de los políticos que obtuvieron la mayoría de edad durante la Segunda República
y que sobrevivieron a la Guerra Civil. Su sustituto al frente del Ejecutivo, el
nacionalista Jesús María Leizaola, un personaje
gris, de menor talante, contribuyó a que la institución vasca pasara a una
posición subsidiaria, como el resto de las organizaciones y los partidos en el
exilio, aferrados a la nostalgia y a la expectativa de que las potencias
aliadas, entre ellas Estados Unidos, llevaran a cabo una acción contra Franco
en un futuro relativamente cercano (Mota Zurdo, 2016).
Aparte de
que el nacionalismo vasco no creyó en ello en bloque, antes de la muerte de
Aguirre, varios dirigentes históricos del PNV, como Juan Ajuriaguerra, descreído hacia una
acción estadounidense contra Franco y partidario de la desestabilización del
régimen a través de la acción (huelgas, colocación de panfletos, banderas,
etc.), y varios grupúsculos extremistas del nacionalismo vasco, como Jagi-jagi
y los aranistas ortodoxos, ya vieron con buenos ojos transitar otros caminos
como la acción armada o el sabotaje para enfrentarse al franquismo (Fernández
Soldevilla, 2016: 85). Pronto, comenzó a darse un cada vez mayor número de
actos subversivos, todavía modestos y de escasa relevancia. En el verano de
1950, miembros de la organización estudiantil Eusko Ikasle Alkartasuna
(Solidaridad de Estudiantes Vascos), próxima al PNV, fueron detenidos por distribución
de propaganda subversiva; y, en San Sebastián, un grupo de nacionalistas trató
de sabotear un acto de recepción a Franco en la ciudad (Mota Zurdo, 2021:
12-13; Almeida, 2019: 570).
Esta disparidad
estratégica puso de manifiesto el distanciamiento entre las fuerzas políticas
en el exilio y las del interior, provocando el surgimiento de distintos frentes
y organizaciones que tomaron el relevo de Eusko Ikasle Alkartasuna. En el seno
de Eusko Gaztedi (EGI, Juventud Vasca), la sección juvenil del PNV, comenzó a
cobrar fuerza el colectivo Ekin (Hacer), dedicado a reflexionar sobre la pureza
del nacionalismo vasco, recuperar el euskera y hacer frente al franquismo desde
dentro. Las distintas corrientes internas, de estrategias contrarias, hizo que
EGI se dividiera en dos: EGI-PNV y Ekin. La primera contó con un amplio apoyo y
simpatizantes a lo largo de la geografía vasca y navarra; y, la segunda, pese a
contar con menos apoyos, tuvo mayor determinación en sus objetivos. Así, en
1958, Ekin se escindió de EGI por su desconfianza hacia el PNV, que quería
controlar la sección juvenil. Y, tras proclamarse durante un tiempo
EGI-auténtico, pasó a adoptar otras siglas en julio de 1959: las de ETA. La
organización nacionalista vasca radical hizo así su aparición en el panorama
político antifranquista de la década de 1950, declarándose sucesora del
Gobierno vasco, abogando por el derecho de autodeterminación y condenando
cualquier tipo de dictadura. El PNV perdió entonces una parte de sus
simpatizantes, que creían que la realización de actos simbólicos era
insuficiente para mantener activa la llama nacional (De Pablo y Mees, 2006:
309; Barandiarán, 2013; De Pablo, 2019).
ETA y su deriva violenta
Que ETA se declarara
sucesora del Gobierno vasco no impidió que optara por el recurso a la violencia
desde el primer momento. Jáuregui (1985), Garmendia (1996) o Fernández
Soldevilla (2016), han subrayado que la vocación violenta estuvo en la
organización desde el inicio. Aunque inicialmente coincidió con EGI en la
realización de determinados sabotajes, pronto, las diferencias entre ambos
colectivos se hicieron patentes. ETA optó por la colocación de explosivos en el
diario Alerta de Santander, el Gobierno Civil de Vitoria y una comisaría
de policía de Bilbao. Y, junto a ello, colocó ikurriñas (la bandera vasca,
ilegalizada por la dictadura), realizó pintadas, lanzó pasquines políticos y cometió
sabotajes de diversa índole, siendo los primeros flirteos de ETA con la subversión
y el terrorismo. Todas ellas fueron acciones de cierto impacto en las que la
organización no dejó su firma, como confesó su fundador Julen Madariaga, y con
las que buscaron la confusión con las iniciativas de EGI. Además, fueron el
paso ineludible para el distanciamiento del nacionalismo vasco moderado al usar
la violencia
como “instrumento patriótico” (Mota Zurdo y Fernández Soldevilla, 2021: 299).
Durante los meses
finales de 1959, la policía persiguió a EGI hasta su práctica desarticulación.
Una situación de la que ETA se aprovechó debido al mutismo de sus miembros en
las detenciones y que contribuyó a que las autoridades policiales no supieran
de su existencia hasta el verano de 1961. El 18 de julio de aquel año: varios
miembros de ETA trataron de hacer descarrilar un tren repleto de
excombatientes guipuzcoanos franquistas que se dirigían a San Sebastián para
conmemorar el XXV aniversario del inicio de la Guerra Civil. El intento de
sabotaje, que no tuvo heridos de consideración, propició que la policía
arrestara a varios etarras, entre ellos, Rafael Albisu, Félix Arrieta y uno de sus fundadores, Julen Madariaga, y que tuviera
constancia de la existencia de la banda. En otoño, fueron juzgados en consejo
de guerra por “rebelión” y aunque inicialmente las penas solicitadas fueron
bastante altas, el resultado fue de 4 años a 6 meses de cárcel. Una reducción
que, a la postre, propició que tanto Madariaga como otros dirigentes se fugaran
a Francia tras recibir la libertad provisional (Aizpuru, 2016: 34;
Fernández Soldevilla, 2018a: 19).
Los arrestos afectaron a la
estabilidad de ETA. Incluso un pequeño sector de la organización llegó a
cuestionar la viabilidad de la “lucha armada”. Muy probablemente tras ese grupo de opinión
divergente estaba la indeterminación que los “Principios” de la I Asamblea de
ETA (1962) dieron al uso de la violencia, que debía ser empleada de acuerdo con
lo que dictara la “circunstancia histórica”. Pero las discrepancias se zanjaron
rápidamente, porque la mayoría de sus miembros apostó por su empleo: el único
instrumento efectivo. ETA publicó gradualmente textos de un mayor contenido
violento, multiplicó sus actos propagandísticos, se acercó al obrerismo y
consideró que las armas eran el único medio para hacer frente a la “ocupación
extranjera”. La culminación a esta radicalización discursiva fue Vasconia,
el libro de Federico Krutwig que, publicado en 1963, unió marxismo y
nacionalismo vasco radical, aderezándolo con altas dosis de anticolonialismo,
maoísmo y anti-imperialismo. Vasconia se convirtió en la obra de
cabecera para los miembros de ETA y permitió justificar la estrategia frentista
de liberación nacional, que se basó en tácticas de terrorismo como el
secuestro, la tortura o el asesinato y que se fijó en las estrategias implementadas
por las guerrillas de liberación nacional “anti-imperialistas”, a las que trató de emular (De Pablo,
2019; Jáuregui, 1985; Fernández Soldevilla, 2018a, pp. 85-87).
Entre 1959 y 1963, ETA
demostró su vocación violenta con la quema de banderas rojigualdas, el intento
de descarrilamiento de un tren en 1961, la paliza a un maestro en Zaldívar
(Vizcaya) y
la voladura de un vagón de tren en Alsasua (Navarra) en 1963. Pero fueron años de ambigüedad
argumental y la proliferación de distintas corrientes en el seno de ETA fue
palpable. En noviembre de 1963, se
identificó como una heterogénea organización de “patriotas vascos, católicos y
obreros”, lo que puso de manifiesto la convergencia entre el catolicismo
heredado de su tronco común, el nacionalismo moderado, y las “nuevas”
corrientes obrerista, marxista y tercermundista. Por eso, en 1964, fruto de la
aparición de estas corrientes y de sus acciones, ETA se sumergió en un debate
intenso sobre el uso de la violencia. Una discusión interna que se produjo de
acuerdo con su visibilidad y el progresivo afianzamiento de su posición en el
seno del nacionalismo vasco y del antifranquismo (Mota Zurdo, 2021, p. 27; Fernández Soldevilla, 2018a, pp. 84-88).
A partir de entonces,
ETA quedó al margen del nacionalismo moderado. En 1964, durante su III
Asamblea, Julen Madariaga puso de manifiesto en el
texto “la insurrección en Euzkadi” que se debía hacer uso de “la lucha armada”
y desplegar una estrategia basada en la “espiral de acción-reacción”. Hizo
referencia a Cuba, Argelia, Vietnam e Israel, que se convirtieron en un
arquetipo para sus dirigentes, al vincular lucha nacional y de clases. Pero que
ETA estuviera ideológicamente compuesta por tres corrientes (culturalista,
obrerista y tercermundista), no implicó que cada grupo fuera uniforme, ni que
sustentaran toda la organización de forma cohesionada y al unísono. De hecho, las
diferencias y enfrentamientos ideológicos dentro de ETA fueron constantes,
incluso tiempo antes de la celebración de la IV Asamblea (1965). Hubo sectores que
identificaron a la organización como un movimiento nacionalista, aconfesional,
republicano, federal, separatista y de acción directa, lo que hizo que ese catolicismo
de los primeros años quedara muy difuminado (Jáuregui, 1985; Fernández
Soldevilla, 2016: 238; Segura, 2009: 29-30).
Fue así, debido a la
nueva estrategia de ETA, como la coyuntura fue tomando otro cariz de manera
acelerada. Zalbide fue encarcelado tras un intento fallido de atraco y otro de
sus líderes, José María Escubi se marchó de España. Como consecuencia, se
produjeron enfrentamientos internos entre el ala izquierdista, dirigido por
Patxi Iturrioz, y el frente militar, encabezado por Xabier Zumalde (El Cabra). Este último se dedicó
a realizar acciones de guerrilla, creando serias discrepancias entre las
distintas corrientes. Posteriormente, la rama militar se escindió dando lugar a
los Grupos Autónomos de ETA, dedicados a realizar sabotajes, quemar automóviles
y otras acciones de diversa naturaleza (Segura, 2009: 31).
Esta ruptura creó un
cisma en la organización: Madariaga acusó al ala izquierdista de priorizar la
lucha de clases y estar demasiado cerca de los comunistas; y Federico Krutwig y José Luis Álvarez
Emparanza impulsaron una nueva corriente en el seno de ETA, de carácter
etnolingüístico que, tamizada por el maoísmo, el trotskismo y el guevarismo, se
planteó sacar a la organización de su “deriva españolista”. Este sector fue el
que acabó imponiéndose en la V Asamblea (diciembre 1966-marzo de 1967) y el que
expulsó al ala izquierdista, que fueron acusados de “españolistas”. En esa
asamblea, la dirección de ETA se declaró Movimiento Socialista Vasco de
Liberación Nacional y creó cuatro frentes (político, económico, militar y
cultural) para poner en práctica su estrategia de acción-represión (Fernández Soldevilla,
2018b: 31; Garmendia, 1996a: 311).
El primer asesinato de ETA y sus consecuencias
Con los nuevos presupuestos
de la V Asamblea las acciones violentas comenzaron a planificarse. El frente
militar sumió a la organización en robos, sabotajes, atentados contra personas
cercanas a las FOP, y en una espiral de amenazas y de colocación de bombas en diversos
lugares. Entre 1967 y 1968, ETA atracó varias sucursales del Banco Guipuzcoano y
utilizó el dinero para la compra de armas y el pago a miembros dedicados en
exclusiva a la organización. ETA se preparó así para poner en marcha su
estrategia violenta. En junio de 1968, la dirección de ETA decidió asesinar a
José María Junquera y Melitón Manzanas, inspectores-jefe de la
Brigada de Investigación Social (la policía política) de Bilbao y San Sebastián y, en el
caso del primero, conocido colaborador de la Gestapo durante la Segunda Guerra
Mundial. Francisco Javier Txabi Echebarrieta fue quien más empeño puso para
que la organización diera este paso y fue él quien lo consumó (Ugarte, 2018;
Fernández Soldevilla y Domínguez, 2018; Casquete, 2018: 169-196)
El 7 de junio de 1968 Echebarrieta
e Iñaki Sarasketa asesinaron al guardia
civil José Antonio Pardines en un control de tráfico rutinario en Aduna
(Guipúzcoa). Tras una huida que duró varias horas, cerca de Tolosa (Guipúzcoa)
se enfrentaron a miembros de la Guardia Civil enun tiroteo que acabó con la vida de Txabi y con Sarasketa huido, pese
a que finalmente fuera capturado poco después. Con el asesinato de Pardines, ETA traspasó una línea
roja en la que, si bien la “lucha armada” era, como se ha visto, parte fundamental de su
estrategia global, no su “necesidad de matar”. El 2 de agosto de ese año, Melitón Manzanas, un policía conocido
por la práctica de excesos como la tortura, fue asesinado por ETA en Irún. La
organización dejó claro en sus publicaciones cuál sería a partir de entonces su
finalidad: “seguiremos adelante mientras el pueblo nos ayude, nos apoye y…siga
comprendiendo que ser vasco y ser pueblo, hoy, significa lucha. Lucha a
muerte…O ellos o nosotros. O Patria o muerte” (De Pablo y Mees, 2006: 348; Fernández
Soldevilla, 2018a: 94-96; Ontoso, 2019; Garmendia, 1996: 152; Garmendia, 1996: 361-366).
Menos de un año después, en el segundo semestre
de 1968, el Gobierno franquista decretó el estado de excepción en Guipúzcoa. La
policía usó todos los medios a su alcance para descabezar a la organización
terrorista y desató una oleada de detenciones, encarcelamientos y
deportaciones, que obligó a que varios miembros de ETA huyeran a Francia. Poco
después, el estado de excepción se extendió a toda España y se prolongó hasta
abril de 1969, con un notable aumento de la represión por parte del régimen
dictatorial. Mientras tanto, ETA llegó al culmen de su estrategia, consiguiendo
ofrecer la imagen de que el régimen franquista tenía “la responsabilidad última
de la violencia” (De Pablo y Mees, 2006, p. 349).
Con la finalidad de que
la organización no quedara completamente desarticulada, fruto de las
detenciones, Escubi instó a que ETA
disminuyera el número de acciones. Pero hubo sectores que hicieron caso omiso y
continuaron con sus acciones para demostrar su operatividad a las autoridades
del régimen colocando una decena de bombas. Entre 1968 y 1969, ETA cometió 30
atentados y se cobró la vida de dos personas. Esta campaña de acciones provocó
que las FOP se esforzaran en su búsqueda y capturaran a su cúpula, que sería
juzgada en Burgos un año después. Mikel Etxebarria (Makagüen), uno de los etarras
que consiguió evitar el arresto, asesinó en su huida al taxista Fermín
Monasterio, la tercera víctima
mortal de ETA. Fruto de estas acciones y del estado de excepción, el clima
sociopolítico del País Vasco se tornó crispante. ETA consiguió que aumentara la
tensión e hizo que el territorio vasco se convirtiera en una zona conflictiva.
Una situación a la que no ayudaron las redadas policiales, porque alimentaron
la capacidad de reclutamiento de ETA, considerada por una parte de la población
un instrumento de lucha antifranquista (Fernández Soldevilla, 2020: 49-71).
Con ETA acéfala, empezaron a aflorar
discusiones y discordancias discursivas. Las cuatro ramas se habían enfrentado en
lo personal y por lo estratégico, porque ¿cuál era el fin último de ETA? ¿La
organización nacionalista radical se convertiría en un partido proletario de
carácter leninista? El sector izquierdista apostó por esta última opción,
mientras que el sector etnonacionalista y anticolonial de Krutwig, Madariaga y
Juan José Etxabe (líder de la rama militar) se opuso tajantemente. Aunque estas
tesis se aprobaron en la VI Asamblea de agosto de 1970, el equilibrio interno
de ETA se resquebrajó. La mayor parte de la militancia apoyó la tesis evolutiva
de su Ejecutiva de avanzar hacia una postura de extrema izquierda conformando
un partido, mientras que la rama militar y los etnonacionalistas decidieron no
reconocer esta asamblea y escindirse en ETA-V o Movimiento Revolucionario Vasco
de Liberación Nacional (Fernández Soldevilla, 2021: 78-79).
ETA VI, la de mayor apoyo en
aquellos momentos, salió mal parada de este enfrentamiento. Intentó sacar -sin
éxito- a los dirigentes de la banda encarcelados, pero estos apoyaron a ETA V
públicamente cuando esta facción secuestró al cónsul Eugen Beihl (República
Federal de Alemania) durante el proceso de Burgos de 1970. Además, ETA VI fue
descabezada por la Policía en marzo de 1971. Si ETA V triunfó fue porque se
benefició de los desaciertos del franquismo. El 3 de diciembre de 1970 se
inició el proceso sumarísimo de Burgos contra dieciséis miembros de ETA,
acusados de haber asesinado a Manzanas, entre otros delitos. El régimen se
decantó por convertir el proceso en un juicio ejemplarizante y permitió la
entrada de la prensa. Fue una decisión que dinamitó su objetivo aleccionador:
la defensa y los acusados aprovecharon sus intervenciones para denunciar a la
dictadura. El resultado fue la condena a muerte de 6 miembros de ETA, que desencadenó
amplias muestras de solidaridad (movilizaciones de diversa índole: paros,
huelgas, manifestaciones) que pusieron en solfa al régimen tanto en España como
en otros países. Y aunque Franco acabó conmutando las penas capitales, la
dictadura sufrió un duro golpe (Casquete, 2012: 636-647; Fernández Soldevilla y
Briones, 2020: 27-51).
Una nueva ETA
En 1972
ETA se unió la facción más radicalizada de las juventudes del PNV, la dirigida
por Iñaki Mujika Arregi (Ezkerra). Esta era la responsable de haber
saboteado una etapa de la Vuelta Ciclista a España en 1968 al poner una bomba
en la carretera que creó un importante socavón. Mientras esa ETA fusionada resucitaba
la violencia, el régimen menospreció a la organización, su capacidad y su operatividad
aduciendo que era un problema de fácil solución. Meses después de volar por los
aires un monumento dedicado al fundador de la Guardia Civil en Pamplona, el
duque de Ahumada, un sicario de ETA acabó con la vida del policía municipal
Eloy García Cambra en agosto de 1972. Pese al asesinato, el régimen reiteró:
ETA no es preocupante, sino que sólo es la consecuencia de un pequeño conato de
violencia. En enero del año siguiente, ETA secuestró a Felipe Huarte, de la
empresa Torfinasa, para solicitar a su directiva que accediera a las demandas
de los trabajadores, que consiguió, y solicitó un valioso rescate para su
liberación. La organización inauguró de ese modo uno de sus sistemas de
financiación: el secuestro. En marzo hicieron desaparecer a tres jóvenes
gallegos en Francia a los que confundieron con policías. Y, el 20 de diciembre
de 1973, acabaron con la vida del presidente del Gobierno franquista Luis
Carrero Blanco, su chófer y su escolta (Fernández Soldevilla, 2021: 78-81).
El
magnicidio fue la carta de presentación de ETA ante el mundo. Los artefactos
explosivos se convirtieron en un instrumento mucho más lucrativo en términos de
apoyo social e impacto mediático que la movilización social. De hecho, la
organización llegó a esta conclusión y decidió subordinar todas las facciones
al frente militar. Esto provocó desavenencias internas, sobre todo tras el
fallecimiento de Eustaquio Mendizábal (Txikia), y el desligamiento de
sus diversas corrientes, que acabaron atomizadas. Uno
de esos sectores planteó la posibilidad de que ETA fuera partícipe del proceso
de cambio político que pudiera llevarse a cabo una vez muerto Franco y propuso
explorar la posibilidad de su transformación en partido político. Fue el
prefacio de la división entre ETA, como organización militar y clandestina, y
el partido (una organización de masas) favorable al juego político (Jáuregui,
1985: 260).
Buscando
el impacto mediático, y con la ayuda de una red de colaboradores dirigidos por la
exmiembro del Partido Comunista de España Eva Forest, el
13 de septiembre de 1974 ETA colocó una bomba en la cafetería Rolando de
Madrid: un lugar frecuentado por policías. ETA se propuso acabar de manera
masiva con varios agentes de las fuerzas de seguridad, pero lo convirtió en una
masacre de civiles: sólo hubo un policía entre las trece víctimas mortales. La
organización dudó entre asumir o no la autoría. El mero hecho de hacerlo desató
una crisis ya presente en la organización sobre cómo articular violencia y
política. El ala militar apostó por la reivindicación, mientras que el resto lo
consideró perjudicial para sus intereses. El resultado fue la escisión de ETA
militar (ETA-m, los milis), que pasó a liderar José Miguel
Beñaran (Argala): “un eficaz y jerarquizado
ejército, cuya doctrina se había reducido a la versión más intransigente y
sectaria del nacionalismo”. El resto creó ETA político-militar (ETA-pm, los polimilis),
que se esforzó por conjugar la lucha política y el terrorismo (Fernández
Soldevilla, 2016: 282; Domínguez, 1998b; Silva, Sánchez y Araluce, 2017: 54).
Los polimilis optaron por
estrechar lazos con otros movimientos nacionalistas radicales como Unión do
Povo Galego (UPG) y el catalán Partit Socialista d’Alliberament
Nacional-provisional (PSAN-p), con los que mantuvo relaciones, a los que envió
armamento y con los que proyectó una campaña terrorista. Por ejemplo, en junio
de 1975, atracaron un banco en Barcelona acabando con la vida del policía
Ovidio Díaz en su huida. Sin embargo, este proyecto quedó en saco roto cuando
Mikel Lejarza (Lobo), un miembro de ETA colaborador de los servicios
secretos, contribuyó a la desarticulación y al arresto de los dirigentes de la
banda: Iñaki Mujika Arregi y Pedro Ignacio Pérez Beotegi (Wilson).
En septiembre de ese año, los polimilis Juan Paredes Manot (Txiki)
y Ángel Otaegi fueron fusilados junto a tres integrantes del FRAP. Los ajusticiamientos desataron una amplia ola de
protestas y el Gobierno promulgó, como ya ocurriera en 1968, un nuevo estado de
excepción en Vizcaya y Guipúzcoa (Fernández Soldevilla, 2013).
El
20 de noviembre
de 1975 tuvo lugar el fallecimiento de Franco. Y su sucesor al frente de la
Jefatura del Estado, elegido por designación testamentaria, el rey Juan Carlos
I no anunció cambio alguno. De hecho, el monarca se limitó a reafirmar al
presidente del Gobierno, Carlos Arias Navarro, y a mantener el franquismo sin
Franco. No obstante, eran los primeros pasos de un periodo histórico: la
Transición democrática. Con la muerte del dictador se cerró también el primer gran periodo
de la historia de ETA, en el que esta, ya con más de 15 años a sus espaldas,
incluyó en su haber un saldo mortal de
43 personas (López Romo, 2015). Estos asesinatos, realizados en plena dictadura,
hicieron que muchas víctimas fueran asociadas directamente con el régimen. Incluso
parte de la sociedad llegó a justificar y comprender tales crímenes como parte
de “la lucha”. Pero, como se verá a continuación, los años más mortíferos de
ETA comenzarían a partir del inicio del periodo de Transición.
ETA contra la Transición
Los cambios cosméticos
en el régimen, que no supusieron un desbaratamiento de la estructura política
franquista y que situaron a la oposición en el mismo lugar subsidiario que
había venido ocupando pusieron de manifiesto que pocas cosas habían cambiado en
España. Esta imagen, con un monarca designado por Franco, favoreció una
atmósfera en la que todo pareció continuar de manera inamovible: el franquismo
sin Franco. ETA aprovechó la incertidumbre que generó esta situación y reafirmó
sus objetivos, optando rápidamente por desplegar una estrategia que forzara al
Estado a negociar la independencia de los territorios vascos.
En paralelo, el
nacionalismo vasco radical, muy atomizado, impulsó la Koordinadora Abertzale
Sozialista (KAS, Coordinadora Socialista Patriótica) para trazar líneas de
colaboración y apoyo entre los distintos grupos, así como para plantear un
programa de mínimos a conseguir como conditio sine quanon del fin de la
violencia. De modo que el número e intensidad de los atentados aumentaron
notablemente a la par que ETA se presentó públicamente como una organización
salvífica dispuesta a liberar Euskadi del yugo del régimen posfranquista. Según
su análisis, debía acabar con su estructura y las personalidades políticas que
lo sustentaban y, por ello, resultó prioritario establecer una fecha límite
para que dimitieran todos los cargos políticos (Granja, De Pablo y Rubio, 2020:
239-240).
En enero de 1976, ETA-pm
y ETA-m fijaron su estrategia. Los primeros apostaron por el secuestro y el atraco
como vía de financiación y para la consecución de sus logros políticos; y los
segundos se volcaron en cometer atentados mortales contra cargos franquistas (alcaldes y
presidentes de las diputaciones, fundamentalmente) y contra miembros de las FOP. Las víctimas mortales,
como Antonio Echeverría Albisu, alcalde de la localidad guipuzcoana de Oyárzun,
y Víctor Legorburu, primer edil del municipio vizcaíno de Galdácano, se
convirtieron en “autoridades municipales seleccionadas” que fueron utilizadas
para presionar en su objetivo de conseguir el desmantelamiento del sistema
franquista. Igualmente, colocaron bombas-trampa para cobrarse la vida de
agentes de la Guardia Civil y asesinaron indiscriminadamente, fruto de la mala
calidad de su aparato logístico, a personas sin ningún cargo político como
Emilio Guezala, revisor de autobús, y Julián Galarza, mecánico. El de Guezala
fue justificado por la banda sobre la base de su colaboracionismo con la
policía, pero el segundo fue asumido como error, pues fue confundido con un
cargo político de su localidad de procedencia (Pérez, 2020).
Fruto de su débil
situación, derivada de las redadas policiales, ETA-pm buscó nuevas fuentes de
financiación para reconstruirse. Así, comenzó a utilizar la amenaza contra
varios empresarios y a exigirles el cobro de una extorsión económica: el “impuesto
revolucionario”. También creó los Komando Bereziak (Comandos Especiales
o berezis) para realizar los atentados más complejos. La creación de
estos comandos, marcados por la radicalidad ultranacionalista, fue a la postre
una estrategia errónea: porque su responsable, Miguel Ángel Apalategui (Apala)
lo convirtió en un frente militar que actuó al margen de la dirección política
que encabezaba Eduardo Moreno Bergaretxe (Pertur) (Fernández Soldevilla,
2016: 125).
En marzo de 1976 estos
comandos secuestraron al empresario nacionalista vasco Ángel Berazadi por su
negativa a pagar el “impuesto revolucionario”. La organización solicitó 200
millones de pesetas de rescate, pero Javier Garayalde (Erreka) y Pertur,
que se encargaron de negociar con la familia, consiguieron poco más de la
mitad: cantidad, a su juicio, suficiente como para que fuera liberado (Ugarte,
2018). Pero los berezis decidieron su “ejecución”. Este asesinato causó
una profunda conmoción en todo el arco político nacionalista y puso de
manifiesto la débil situación de la dirección política de Pertur frente
a los berezis. En parte, porque este dudaba de la validez de la lucha
armada ante el contexto democrático que se estaba perfilando en España y porque
consideraba que la vía a seguir era la de crear un partido político “de
trabajadores vascos”. Esta decisión no gustó a los comandos, porque no aceptaban
que ETApm pudiera quedar sometida a las directrices de una organización
política y tras el fiasco de la “Operación Pontxo”, mediante la que los polimilis
quisieron recuperar parte de sus efectivos provocando la fuga de varios de sus
miembros de la cárcel de Segovia, Pertur fue retenido temporalmente por
los berezis. En julio, cuando se encontraba diseñando el Partido para la
Revolución Vasca (Euskal Iraultzako Alderdia, EIA), Moreno desapareció en el
sur de Francia. Todavía no se ha descubierto si fue asesinado por los berezis
o por un comando parapolicial (Fernández Soldevilla, 2013: 93-94).
Pese a su desaparición,
EIA, un partido nacionalista radical y leninista, siguió adelante. Abogó por el
posibilismo que ofrecía el nuevo clima político habilitado con el cambio en la
dirección del Gobierno de España: la sustitución de Carlos Arias Navarro por
Adolfo Suárez, producida en julio de 1976. Esta apuesta por el juego
democrático contribuyó a que los Komando Bereziak se escindieran de ETApm y que
gran parte de sus miembros recalaran en los Comandos Autónomos Anticapitalistas
(CAA) o en ETAm. Igualmente generó controversias con partidos como Euskal Sozialista Biltzarrea (ESB,
Partido Socialista Vasco), un grupo de centroizquierda, ultranacionalista y
xenófobo que exigió a los polimilis la creación de una coalición
exclusivamente nacionalista para concurrir a unas futuras elecciones.
Una de las primeras
decisiones que tomó el Gobierno Suárez para hacer frente a los
principales problemas que afectaban al país y tratar de tender puentes con la
oposición política para, en un futuro, caminar hacia la democracia fue la
amnistía. Pero su impulso y aprobación en un contexto socialmente convulso fue de
enorme complejidad. Suárez consiguió que Juan Carlos I aprobara previamente una
amnistía parcial que no tuvo repercusión sobre los presos de ETA y otras
organizaciones terroristas condenadas por delitos de sangre. La amnistía
parcial fue el banderín de enganche para el nacionalismo vasco radical, porque de
haberse concedido una total las reivindicaciones de estos habrían sido
neutralizadas. Pero lo cierto es que el Gobierno Suárez optó por guardarse esa
alternativa para más adelante, para un momento en el que su ejecutiva mostrara
esta concesión como un golpe de efecto, una jugada maestra presta a pacificar
el País Vasco con el indulto a los presos de ETA (Casanellas, 2014: 242-243; Álvarez
Bragado, 2018: 201).
En este contexto, ETAm
asesinó a Juan María Araluce, presidente de la Diputación de Guipúzcoa. Su
objetivo era irritar a los sectores
inmovilistas del régimen y así hacer valer sus intereses: crear tensión, evitar
la amnistía total y dinamitar el trabajo realizado por la oposición para
construir un régimen democrático. ETA pasó a ocupar de este modo la primera posición
de la larga lista de deberes del Gobierno Suárez, teniendo una notable
influencia sobre las reformas en marcha. Si bien, el 18 de noviembre, la Ley
para la Reforma Política salió adelante, pero quedó condicionada a la influencia
de los partidos más conservadores, que presionaron para que el sistema
electoral privilegiara los territorios demográficamente más deprimidos. Y
aunque esta ley alcanzó un sí rotundo en diciembre de 1976, en el País Vasco la
baja participación en las urnas para su refriendo fue instrumentalizada como un
síntoma de rechazo hacia la Constitución, lo que no implicaba necesariamente
una falta de apoyo, como han destacado los especialistas (Casanova y Gil
Andrés, 2011: 320; Granja, De Pablo y Rubio, 2020: 236-237).
El Gobierno Suárez optó,
entonces, por acercarse al Gobierno de Francia para evitar el repunte de la violencia
(de represión) que ETA buscaba para legitimar sus acciones; es decir, que el
Ejecutivo galo cerrara la frontera para así tener mayores posibilidades de
detener a los miembros de ETA. Juan Carlos I acudió oficialmente a
Francia para tratar su incorporación a organizaciones europeístas y lograr su
cooperación para frenar el goteo constante de terroristas que traspasaban la
frontera para atentar impunemente. Fue el inicio del acercamiento de posturas
entre gobiernos que más adelante contribuyó a poner fin a la situación de
Francia como santuario de ETA (Morán, 1996:
144).
Para determinados
sectores políticos, la amnistía gradual, marcada por la presión de la calle, mostró
al Gobierno débil. Si bien, la realidad
es que Suárez trató de progresar con
cautela para asegurarse que las elecciones planificadas para junio de 1977 no
se vieran condicionadas por la violencia. Así, para instaurar la democracia y,
a la par, mejorar la situación en el País Vasco, Suárez implementó medidas
escalonadas. Se entrevistó con líderes del nacionalismo moderado, como Xabier
Arzalluz (PNV), y acometió gestos
simbólicos: legalización de la ikurriña (bandera vasca), liberación de algunos
presos políticos vascos e incluso se mostró proclive a negociar el fin del
terrorismo directamente con ETA.
Pero la situación se
tensionó el 8 de marzo de 1977 cuando los etarras Nicolás Mendizábal y Sebastián Goikoetxea fallecieron a manos de
agentes de la Guardia Civil tras un tiroteo en un control de carretera. Cinco
días después, ETA reaccionó: dos pistoleros acabaron con la vida del guardia
civil Constantino Gómez cerca de Mondragón
(Guipúzcoa). Y el 22 de marzo la extrema derecha protagonizó varios sucesos en
venganza de los agentes asesinados: sabotearon una manifestación a favor de la
amnistía en San Sebastián (Guipúzcoa), causando varios heridos y desperfectos
(Molinero e Ysàs, 2020; Mota Zurdo, 2021: 110-111).
Por su parte, ETA-pm fue
más receptiva a los pasos dados por Suárez. En un comunicado se
mostró favorable a un alto el fuego a cambio de dos condiciones: la amnistía
total y la garantía de un mínimo de libertades democráticas. Para el Gobierno
de España la amnistía total de los presos por delitos de sangre era un problema
que podía causar crispación en el ejército y en el seno del ejecutivo. La
presión ejercida por los milis, que asesinaron a otro agente de la
Guardia Civil en Tolosa (Guipúzcoa), provocó, empero, que Suárez realizara
gestos a los polimilis que favorecieran el diálogo para así sofocar un
foco de terrorismo (Fernández Soldevilla, 2013).
A la par de estas
circunstancias, el nacionalismo vasco comenzó a mover ficha. En la primavera de
1977, los partidos nacionalistas vascos (incluidas las organizaciones
terroristas) se reunieron en el Hotel Chiberta de Anglet (Francia) para decidir
si participaban en las elecciones generales. Allí, Telésforo Monzón, un
veterano dirigente del PNV situado ahora en la órbita de ETAm, presentó el
proyecto de formar una candidatura unitaria (un frente nacional vasco) para que
los diputados electos crearan una asamblea, se constituyeran como Gobierno provisional
y negociaran la independencia con el Gobierno de España. Tras largas
conversaciones, la cumbre fracasó: la mayoría de los partidos presentes aceptaron
la legalidad de la reforma política de Suárez, consideraron prioritario que se
elaborara una Constitución que contemplara la autonomía vasca y rechazaban un
frentismo que excluyera a los vascos no nacionalistas (Bueno Urritzelki, 2014:
83; Martínez Rueda, 2016: 291-292; Fernández Soldevilla y López Romo, 2012;
Rivera y Fernández Soldevilla, 2019, 21-33).
Que ETA-m llamara a la
abstención en las elecciones hizo que la opción polimili fuera ganando
fuerza. Desde el otoño-invierno de 1976-1977, ETA-pm y el Servicio Secreto
español mantuvieron conversaciones ininterrumpidas en Ginebra (Suiza). Durante
estas se acordó el extrañamiento: la liberación y expulsión al extranjero de
los presos más destacados de ETA. Asimismo, el brazo político de ETA-pm, EIA, se
alió con independientes y con el EMK (Euskadiko Mugimendu Komunista, Movimiento
Comunista de Euskadi) y creó una candidatura unitaria transversal en el País
Vasco que denominó Euskadiko Ezkerra (EE, Izquierda del País
Vasco), y en Navarra, Unión Navarra de Izquierdas (UNAI) para concurrir a las
elecciones. Por consiguiente, la apuesta por la política de los polimilis
dejó a ETA-m aislada (Fernández Soldevilla, 2013).
A tenor de este
contexto, se entiende que las semanas previas a las elecciones fueran muy tensas.
ETA-pm, descontenta con los indultos del Gobierno, presionó al Ejecutivo Suárez
con atentar si no se atendía a sus exigencias antes del 15 de mayo. Tres días
después de esta fecha, los polimilis asesinaron al policía Manuel Orcera
en San Sebastián. Ante este atentado, el Gobierno se situó al borde del bloqueo
hasta que Suárez optó por continuar con su política de gestos y puso en marcha
la política de extrañamiento para excarcelar a los presos de ETA más
importantes, pero sin amnistiarlos de sus delitos; es decir, a cambio del
indulto los miembros de ETA debían comprometerse a no regresar a España.
Conforme el acuerdo
entre el Gobierno de España y ETApm parecía más cercano, los escindidos Komando
Bereziak hicieron todo lo posible por malograrlo. En mayo de 1977, durante la
campaña electoral, el empresario Javier Ybarra Bergé, antiguo alcalde de Bilbao
y presidente de la Diputación de Vizcaya, fue secuestrado por una célula de los
berezis con el objetivo de obtener financiación e influir sobre los
comicios. En parte, fue una reacción desesperada ante la detención de Apala
en Francia con la que quisieron presionar al Gobierno y condicionar la campaña
electoral Su objetivo era evitar que su cabeza rectora fuera extraditada y
obtener mil millones de pesetas en concepto de rescate. El 22 de junio de 1977,
justo una semana después de las elecciones, el cuerpo de Ybarra apareció con un
disparo en la cabeza en una zona montañosa de la frontera entre Vizcaya y
Álava. Esta macabra acción fue una demostración de su inflexibilidad: una
evidencia de que nada podría poner freno a sus objetivos y un síntoma de que la
práctica de atentados se había convertido en parte inherente a su naturaleza,
en su seña de identidad (Fernández Soldevilla, 2021: 143-145).
La victoria electoral de
la Unión de Centro Democrático (UCD), permitió a Adolfo Suárez continuar con su
agenda política, pero siempre condicionada a la Ley de Amnistía, una demanda
histórica de las fuerzas antifranquistas. Esta ley se convirtió en una
necesidad para el impulso democrático del país: un paso ineludible para dejar
atrás la Guerra Civil y el franquismo. De tal forma que el 15 de octubre de
1977 las primeras Cortes de la democracia aprobaron la citada medida: los
presos de ETA y la mayoría de los miembros de otros grupos terroristas fueron
amnistiados. A cambio de borrar la responsabilidad penal de los delitos de los
terroristas, se hizo lo propio con los cometidos durante la Guerra Civil y el
franquismo. La finalidad de la Ley era favorecer la reconciliación nacional y servir
de pista de aterrizaje a los grupos terroristas, cuyos integrantes pudieron
volver a casa. Unos días antes de la firma de la ley, Augusto Unceta, presidente de la
diputación de Vizcaya, y sus dos escoltas, los agentes Ángel Antonio Rivera y Antonio Hernández, fueron asesinados por
ETA-m. De cualquier manera, en vez de aceptar la oportunidad histórica que
suponía la amnistía, esta rama y ETA-m la percibieron como una muestra de
debilidad de la joven democracia española: creyeron que, si la presionaban aún
más, lograrían sus objetivos fundacionales (Alonso, Domínguez, García Rey,
2010: 93).
A lo largo de 1978, ETA-m
desplegó una nueva estrategia: la guerra de desgaste. Para ello,
seleccionó a sus víctimas para maximizar el daño al “enemigo” y se dedicó a
atentar contra las “fuerzas de ocupación extranjeras”: Policía Nacional,
Guardia Civil y Ejército. Así pretendía soliviantar a sus mandos y que creciera
el “ruido de sables” en los cuarteles, lo que obligaría al Gobierno de Suárez a
ceder a las pretensiones de la banda. Entre las víctimas más destacadas de
aquel momento cabe señalar al coronel del Ejército Diego Fernández-Montes, al comandante José
María Herrera, al policía nacional
Francisco Berlanga y o al gobernador
militar de Madrid Constantino Ortín. La situación en el
País Vasco y Navarra se volvió crispante. El 8 de julio de 1978 Germán
Rodríguez, militante de la Liga
Comunista Revolucionaria (LCR), murió en Pamplona de un disparo efectuado por
la policía y tres días después, en San Sebastián, Joseba Barandiaran falleció como
consecuencia de otro disparo. Ambos sucesos fueron muestras de que el Gobierno
Suárez había sido tímido
contra los excesos policiales, que recordaban los viejos usos del franquismo y que
daban argumentos a ETA para continuar matando al validarse su discurso de que todo
continuaba igual.
Este tipo de acciones
contribuyeron a que la situación sociopolítica fuera deteriorándose, al punto
de que los militares solicitaron la aprobación del estado de emergencia y la
toma de medidas excepcionales. Sin embargo, algunos analistas interpretaron las
acciones de ETA como síntoma de su final. Nada más lejos de la realidad. La
organización terrorista podría estar en horas bajas, pero ni mucho menos estaba
acabada: sus asesinatos eran una muestra de su continuidad y de su relativa
influencia sobre la negociación política. Concentró todos sus esfuerzos en
desestabilizar la democracia y hacer peligrar el consenso preconstitucional. Por
eso, la intensificación de las acciones terroristas puso en solfa la integridad
de las fuerzas de seguridad en el área vasca, lo que contribuyó no sólo a crear
un caldo de cultivo para el contraterrorismo, sino a favorecer salidas
antidemocráticas. La pugna entre los excesos policiales y las acciones de ETA
hicieron que el panorama fuera desolador.
ETA contra la democracia
y el estatuto de autonomía
Algunas
de las primeras medidas tomadas por el Gobierno de UCD fueron prioritariamente:
la Ley de Amnistía y el impulso de la Constitución. Para ello, trató de llegar
a un consenso con el PSOE en esta materia, así como en la económica. Este entendimiento, extrapolable
a otras cuestiones como llegar a poner fin al problema vasco, aprobando el
estatuto de autonomía para Euskadi como medida paliativa del terrorismo, fue
concebida como una amenaza por los grupos terroristas. Ante
tal posibilidad, ETAm, contraria a esa sintonía, se puso manos a la obra:
recrudeció sus atentados contra los militares para favorecer la represión y que
fuera creíble una intervención militar o un golpe de Estado. En esta tensa
situación, el Gobierno de España convocó a la sociedad española a elecciones
en marzo de 1979. Unos comicios que la
UCD de Suárez ganó con solvencia,
seguida del PSOE y PCE, que mejoraron su número de escaños en detrimento de la
derecha conservadora. En Euskadi, las alas moderada y radical del nacionalismo
vasco aumentaron notablemente su peso político, a la par que se produjo un
descenso de apoyo a los partidos no nacionalistas (Granja, De Pablo y Rubio,
2020: 239-240; Carreras y Tafunell, 2005: 1135).
Este aumento creó una situación compleja. El triunfo de los
nacionalistas vascos puso de manifiesto que había un creciente grado de temor
entre los vascos no nacionalistas, un sustrato de desafección hacia el Gobierno
de España, pero, además, el hecho de que un veinte por ciento hubiera ido a
parar al nacionalismo vasco radical puso al nuevo Gobierno ante un desafío: un
obstáculo para las negociaciones del estatuto de autonomía para el País Vasco.
El Gobierno Suárez se puso, por ello, manos a la obra para hacer frente a ETA.
Consiguió la promesa de Francia de que tomarían medidas para suspender el
estatuto de refugiado a los etarras y que extraditaría a Martín Apaolaza y
Mikel Goikoetxea de ETA-m. Este acercamiento tuvo sus consecuencias: atentados
contra intereses franceses en el País Vasco (estallaron sucursales de Crédit
Lyonnais) y secuestraron, entre otras actividades, a Luis Abaitua, presidente
de la fábrica de neumáticos francesa Michelin.
Estos condicionamientos no impidieron que, finalmente, se aprobara
el Estatuto de Autonomía del País Vasco en 1979 con el apoyo explícito del
sector más posibilista de la izquierda abertzale, encarnado por EIA, y incluso de ETA-pm. Si bien, su puesta en
marcha inauguró un periodo sangriento en el País Vasco, que se prolongó hasta
los últimos años de la década de 1980. El propio año 1980 fue el más mortífero
de todos los denominados como “años de plomo” del terrorismo de ETA en España. Fue
un periodo en el que la organización concentró todos sus esfuerzos en desestabilizar al régimen
democrático y provocar la reacción desmedida de las Fuerzas Armadas,
identificar al régimen de la Transición con la dictadura, mostrar la fuerza del
nacionalismo vasco radical, subrayar la vitalidad de la causa nacionalista,
reducir la presencia de las instituciones españolas y de las lealtades
nacionales de ese signo y expulsar a los sectores no nacionalistas vascos. En
otras palabras, trató de ganar el pulso sembrando de inestabilidad el país
(Fernández Soldevilla y Jiménez Ramos, 2020).
Pronto,
dado el contexto, llegaron los problemas. El 23 de febrero de 1981, después de
otras intentonas, se produjo el golpe de Estado del teniente coronel de la
Guardia Civil Antonio Tejero, que aprovechó la dimisión
de Suárez para tomar por las armas el Congreso de los Diputados: el objetivo
era impulsar un Gobierno de salvación nacional que devolviera todo el poder al
rey y a los militares. Sin embargo, Juan Carlos I, negándose a esa posibilidad,
exigió al Ejército lealtad a la monarquía y al Gobierno para que la intentona
fracasara.
El
23-F tuvo
importantes consecuencias: demostró la fragilidad de la democracia española y
recordó a los nacionalistas vascos radicales las posibles consecuencias de un golpe
militar. Para los polimilis fue el inicio de su final. Antes del golpe habían
secuestrado a los cónsules honorarios de Austria, El Salvador y Uruguay en Euskadi
y Navarra, y trató de hacer lo mismo, pero sin éxito, con el de Portugal y la
República Federal de Alemania. Seis días después del golpe, liberaron a los diplomáticos
y decidieron dejar de utilizar las armas para dar solución al problema vasco.
Fue una tregua con una única condición: retomar la lucha armada si se producía
una situación golpista similar. En realidad, la decisión de ETApm puso de
manifiesto su situación de debilidad frente a ETAm, con la que se había enfrentado
sin éxito tras el asesinato de José María Ryan, el ingeniero-jefe de la central
nuclear de Lemóniz (Fernández Soldevilla, 2013).
La primera
victoria de ETAm fue la paralización de la construcción de Lemóniz. Las masivas
movilizaciones en contra de esta central nuclear, encabezadas desde mayo de
1976 por la Comisión de Defensa de una Costa Vasca No Nuclear, contribuyeron a
que en 1977 las distintas ramas de ETA pusieran su foco sobre el proyecto de
energía nuclear. Como resultado, ETAm realizó 246 atentados, acabando con la
vida de 5 empleados de Iberduero, la empresa constructora, e hirió a 14 más. El
hostigamiento fue total hasta que en 1984 la construcción se detuvo por las
acciones terroristas, las movilizaciones y los informes de los expertos en
medio ambiente. Según la organización, la violencia
les permitió conseguir el apoyo de la sociedad vasca y convertirse en la
defensora del pueblo trabajador vasco. Pero se cobró muchas vidas: Alberto
Negro y Andrés Guerra en 1978, Ángel Baños en
1979, José María Ryan en 1981 y Ángel Pascual un año después. Además,
la realidad fue muy diferente: la espiral de atentados y asesinatos despertó a
la sociedad, que se mostró en contra de la violencia, como sucedió con las
manifestaciones de protesta por el asesinato de Ryan (Moreno, 2019).
Por
eso, cuando los polimilis propusieron colgar las armas, trataron de
sumar a la tregua a ETA-m y a los CAA. Pero fue en vano: su estrategia final
era hacer creíble la posibilidad de un golpe de Estado que obligara al Gobierno
Suárez a ceder. La brecha
estratégica entre ambas ETAs fue palmaria: horas después de la tregua, ETA-m
hirió de gravedad a un agente de policía y asesinó al comisario José Luis
Raimundo Moya en Bilbao. La tregua de
parte de los terroristas permitió el final de uno de los focos de violencia,
pero fue el acicate que ETA-m necesitó para cometer nuevos atentados y
demostrar su capacidad mortífera. La solución del Gobierno de la UCD fue enviar
tropas militares al País Vasco para dar cobertura y refuerzo a las fuerzas de seguridad.
Una medida a la que el Gobierno Suárez se había resistido, al considerar que la
implicación de los militares en el problema terrorista generaría simpatías
sociales hacia estos. Sin embargo, tras el 23-F no quedó espacio para la duda. El
envío de militares a Euskadi fue un golpe de efecto de Leopoldo Calvo Sotelo,
el nuevo presidente, en la lucha contra ETA, pero también fue una demostración
de que el poder militar estaba supeditado al civil (Sordo, 2015).
El
territorio vasco se sumergió así en una situación conflictiva y de enorme
nerviosismo: hubo multitud de problemas de orden público, con muertos por la
policía en manifestaciones, asesinatos de grupos parapoliciales y de extrema
derecha, y otras formas de violencia ejercida por las organizaciones
terroristas. A ello se sumó la desconfianza hacia la clase política, la falta
de material apropiado para los agentes y su inexperiencia, así como estrategias
policiales válidas contra el terrorismo que no fueran la contención y la
detención masiva. Un clima que recibió otros ingredientes que completaron el
puzle: arrestos indiscriminados y sin pruebas, y uso de la tortura para la
obtención de información sobre ETA (Molina, 2013: 63-87; Pérez y Molina, 2015;
Fernández Soldevilla, 2015a: 213-240; Fernández Soldevilla, 2019: 1039-1070;
Casquete, 2009: 111-131; Labiano y Marrodán, 2018: 234).
En febrero de 1982, ETA-pm
se disolvió tras reconocer su incapacidad para influir en la vida política.
Habiendo comprobado el descenso del apoyo a sus acciones armadas, dejó toda la
iniciativa al partido EE. Tras negociar con el Gobierno de España consiguió que
sus miembros se reinsertaran en la sociedad. De hecho, se trató de una nueva
amnistía, esta vez más o menos encubierta. Debido a este paso, varios de ellos
recibieron amenazas de sus excompañeros, que les acusaron de confidentes de la
policía. Otros polimilis, como Arnaldo Otegi, optaron por integrar ETA-m
y continuar la lucha armada. A partir de entonces, sólo hubo una ETA (Fernández
Soldevilla, 2016: 298).
ETA, el PSOE y los GAL
Durante los comicios
generales de octubre de 1982, el PSOE de Felipe González ganó con mayoría
absoluta. Obtuvo 202 escaños, seguido a bastante distancia por Alianza Popular
(AP), el partido conservador, que obtuvo 107 escaños. UCD, en cambio, perdió
más de 140 escaños y su representación quedó reducida a mínimos históricos:
algo impensable unos años antes para el partido que había liderado el proceso
transicional. En Navarra, el triunfo también fue para el PSOE, seguido de
Unión del Pueblo Navarro (UPN), una formación regionalista, y de la coalición
nacionalista vasca radical Herri Batasuna que había sido creada en 1978 y que se
convirtió en el brazo político de ETA. En Euskadi, los nacionalistas moderados
del PNV afianzaron su posición como primera fuerza, seguidos de cerca por el
Partido Socialista de Euskadi (PSE), la marca del PSOE en el País Vasco, que superó
a Herri Batasuna (HB).
Los socialistas de
González obtuvieron la victoria debido a un viraje estratégico que le llevó
desde un partido de la izquierda tradicional (marxista, partidario de la
revolución socialista y anticapitalista) a la socialdemocracia, transformándose
en una organización moderada, parlamentaria, reformadora y constitucionalista.
Este cambio, según han destacado algunos especialistas, fue el que le aupó al
poder por primera vez desde la Guerra Civil y el que puso el broche final a la
Transición en España (Lago, 2005: 183).
Desde su acceso al
poder, Felipe González se propuso atajar los
principales problemas que afectaban a España, a saber, afianzar la democracia, reorientar
la economía, poner fin al paro y la inflación, acabar con el terrorismo e
introducir al país en las organizaciones europeístas. Los socialistas buscaron
sumergir al país en el progresismo, por un lado, sentando las bases del Estado
del Bienestar, y por otro, equiparando al régimen democrático español con sus
vecinos de Occidente. Consiguieron afianzar la democracia y zanjaron las
amenazas golpistas, pero la Ejecutiva socialista se vio salpicada por otros
problemas como la ruptura social, la permanencia de España en la OTAN, la
corrupción o la “guerra sucia” (Fusi, 2012: 245).
La llegada de González al Gobierno coincidió
con un periodo de intensificación de las acciones de ETA y GRAPO. Días antes de
que se celebraran los comicios de octubre, los grupos terroristas asesinaron a
varias personas y sembraron de pánico el ambiente colocando varias bombas. Su
finalidad: hacer que tambaleara el sistema democrático español y demostrar la
incapacidad del Gobierno para mantener el orden público. Pero esta estrategia
fue fallida. Al poco tiempo de jurar el cargo, la policía detuvo a varios
miembros de ETAm, incluido el líder polimili Jesús Abrisketa Korta (Txutxo), en colaboración con
las autoridades francesas y se incautaron armas, municiones y documentos.
Pero este empeño para
frenar la violencia no obtuvo los resultados esperados: los terroristas
asesinaron en Madrid al general Víctor Lago Román, al teniente César Uceda Vera
en Bilbao, al empresario Carlos Manuel Patiño en Rentería y al agente de la
Guardia Civil Juan Ramón Joya Lago en Tolosa. El clima fue de zozobra
constante, más si se tiene en cuenta que, previamente, en plena campaña
electoral ETA atacó la casa del delegado del Gobierno de España en Vitoria y
puso once bombas en ocho municipios del territorio vasco, “afectando a bancos,
oficinas de Gobierno y compañías de material eléctrico, coincidiendo con la
visita electoral del líder socialista Felipe González” (Mota Zurdo, 2021: 164).
El
asesinato del general Lago Román, de la División
Acorazada Brunete, vinculada con el golpe del 23-F, y de otros cargos militares
y policiales puso de manifiesto que ETA había colocado a las Fuerzas y Cuerpos
de Seguridad del Estado (FCSE) en su punto de mira. Entre 1983 y 1995, ETA
acabó con la vida de más de doscientas personas vinculadas a los diferentes
cuerpos de seguridad. Fue el resultado de su estrategia de poner el mayor número
de muertos sobre la mesa para negociar la independencia con el Gobierno de
España desde una situación privilegiada (Domínguez, 2006; Domínguez, 1998a: 213-215; Alonso, Domínguez y
García Rey, 2010: 423; López Romo, 2015).
No fue la única maniobra de ETA y los CAA. Según se observa en La bolsa y la
vida, estos usaron otros mecanismos violentos para lograr sus objetivos y
financiarse: la extorsión, el atraco, los secuestros y el chantaje a
empresarios fue una amenaza constante, al punto de que cuando no cedieron
acabaron pagándolo con su vida o la destrucción de su empresa (Ugarte, 2018;
Sáez de la Fuente, 2017).
Hubo más acciones terroristas
que extendieron el miedo y la zozobra. ETA llevó a cabo campañas de atentados
durante el verano contra las campañas veraniegas de atentados contra complejos
turísticos nacionales para sembrar desconfianza, cuando no pánico, sobre los
turistas de otros países que visitaban España, afectando así a un sector clave
de la economía. Por ejemplo, en junio de 1983, colocó 6 bombas en Marbella y
Fuengirola causando daños materiales leves e hiriendo a dos personas; y, en
mayo de 1985 detonó más de una decena de bombas en municipios turísticos de la
Comunidad Valenciana (Mota Zurdo, 2021: 165).
En materia antiterrorista, la política de González fue parecida a
la de los presidentes anteriores. En parte, fue una de las consecuencias de la Transición: la
Ejecutiva socialista había heredado una estructura administrativa anticuada y
lastrada por el origen franquista de su alto funcionariado, incluidos los
mandos de las FCSE. Durante los primeros años de la democracia, la Policía encabezó
la lucha contra ETA, pero gradualmente ese papel comenzó a ser desempeñado por
la Guardia Civil. Por consiguiente, estos gobiernos mantuvieron a los
principales cargos de los cuerpos de seguridad en sus puestos y concentró a los
presos por delitos de terrorismo en cárceles de máxima seguridad, lo que
favoreció el control de ETA sobre estos (Fernández Soldevilla, 2021).
Durante los primeros
meses de 1983, fracasadas las negociaciones entre el Gobierno y ETA para
decretar un alto el fuego, el Ejecutivo González aprobó el plan Zona Especial
Norte (ZEN) para trazar unas líneas maestras globales que identificaran cuál
debía ser el procedimiento de actuación del Gobierno contra ETA. En realidad,
la repercusión del ZEN fue más virtual que real, y fundamentalmente fomentó las
inversiones en material, localizaciones y protección, y contribuyó a mejorar la
coordinación entre cuerpos policiales. González también mantuvo la amnistía
encubierta de los los polimilis, ofreciendo medidas de reinserción
individual que afectaron a más de 250 personas. Tal situación fue identificada
como una amenaza por ETA, que temió una oleada masiva de reinserciones. Por
eso, optó por la amenaza, el acoso y el asesinato de estos, a los que consideró
“traidores” (Fernández Soldevilla, 2016: 185-212; Fernández Soldevilla, 2013).
El fracaso de estas
primeras negociaciones y la continuidad de los atentados de ETA, que se cebaron
especialmente con las FCSE, llevó al Gobierno del PSOE a tomar otras sendas
para la resolución del problema terrorista. Públicamente continuó mostrándose
partidario tanto de la reinserción como del uso de la vía legal para
cortocircuitar el terrorismo, pero, clandestinamente, los principales cargos
del Ministerio del Interior impulsaron medidas extrajudiciales como los Grupos
Antiterroristas de Liberación (GAL), una organización terrorista parapolicial
que practicó “la guerra sucia” entre 1983 y 1987 y que acabó con la vida de 27
personas tanto vinculadas con ETA como sin nexo alguno.
La primera acción de los
GAL se produjo como consecuencia del secuestro y posterior asesinato a manos de
lo que quedaba de ETA-pm del capitán de Farmacia Alberto Martín Barrios. El 15
de octubre de 1983, los GAL secuestraron en Francia y torturaron y asesinaron
en España a los etarras José Antonio Lasa y José Ignacio Zabala en Francia.
Poco tiempo después, otro comando de mercenarios de los GAL secuestró a Segundo
Marey, al que confundieron con un dirigente de ETA. Tras su liberación, los GAL
se erigió como una organización destinada a contestar cada atentado de ETA, a
perseguir a los miembros de la banda y a realizar atentados en Francia para
conseguir el apoyo del Gobierno galo en la lucha antiterrorista (Woodworth,
2001: 94-95).
Realmente, la violencia
parapolicial de los GAL no era en esencia nada nuevo. Este tipo de acciones de
terrorismo vigilante eran en cierto modo continuación de las que se habían
reivindicado durante la Transición con siglas como las del Batallón Vasco
Español (BVE) o Anti-Terrorismo ETA (ATE). No en vano, hubo varios individuos
de los GAL en cuyo currículum criminal aparecía su membresía en estos grupos
previos que usaron la violencia para coaccionar, crear miedo e inseguridad en ETA
y su entorno y, de este modo, presionar a Francia para lograr su colaboración
en la lucha contra la banda. Ahora bien, lo que sí fue novedoso en el caso de
los GAL fue que, aunque siempre actuaron de manera ilegal y clandestina, estuvieron
financiados y dirigidos por altos cargos del Ministerio del Interior, otros de
la Administración periférica y algunos oficiales de las FCSE , además de que sus
acciones se llevaron a cabo con la democracia ya consolidada (Molina, 2019:
98-139).
Los crímenes de los GAL
y su propia existencia deslegitimaron hasta cierto punto la política
antiterrorista del Gobierno de Felipe González. No obstante, sin que
pueda establecerse una relación de causa y efecto, su actuación coincidió con
el inicio del acercamiento entre España y Francia en esta materia: el
presidente González y el rey Juan Carlos I consiguieron el apoyo del Gobierno
Mitterrand, que finalmente comenzó a implicarse en la lucha contra ETA. La
obtención de este respaldo fue clave porque la mayoría de los atentados se
planificaban y preparaban en Francia y se llevaban a cabo en Guipúzcoa,
territorio donde ETA contaba con mayor apoyo social y que estaba más cerca de
la frontera con Francia para lograr su huida (Fernández Soldevilla, 2021).
La cooperación entre
Francia y España obtuvo sus primeros frutos en 1985. Durante el invierno de
aquel año, la policía francesa detuvo a ocho miembros de ETA en Anglet e
incautó un alijo de armas, información logística de instalaciones francesas en
España y una lista de altos funcionarios españoles. Un año después, obtuvieron la
localización de un escondite en la empresa Sokoa, en el que encontraron armas,
dinero y documentación de ETA, que trajo consigo la detención del responsable
financiero. La reacción de ETA fue inminente: ataques contra objetivos
franceses en España para presionar a Mitterrand y parar la expulsión de
sus miembros. Esta campaña contra intereses galos acabó con la vida de más de
una veintena de vidas, pero no de ciudadanos franceses (Silva, Sánchez y
Araluce, 2017: 145).
También fueron momentos
de cambio en el modus operandi de ETA. Debido a su incapacidad para llevar a
cabo tantos asesinatos selectivos como antaño y tratando de generar el mayor de
los impactos mediáticos y de crear la mayor consternación posible, comenzaron a
atentar fuera del territorio vasco y navarro mediante atentados indiscriminados.
De hecho, crearon los comandos Madrid y Barcelona: dos de los más sangrientos y
crueles de la historia de la organización. Ambos optaron por la utilización del
coche-bomba en sus atentados contra las FCSE (y sus familias) y así lo hicieron
en la plaza República Dominicana de Madrid en 1986, donde segaron la vida de 12
personas e hirieron a 60, en su mayoría agentes de la Guardia Civil. Un año
después realizaron atentados indiscriminados como el del centro comercial
Hipercor de Barcelona en el que murieron 21 personas, todas civiles y entre
ellas varios menores de edad. O el de la casa cuartel de la Guardia Civil de
Zaragoza, también en 1987, en el que fallecieron sobre todo las esposas e hijos
de los agentes (Fernández Soldevilla, 2021).
Ante esta situación, el
Gobierno socialista reactivó la negociación con ETA en las “Conversaciones de
Argel”: encuentros sucesivos concertados entre 1986 y 1989, que no frenaron las
acciones de ETA, pero sí las de los GAL en 1987. En abril de 1986 se iniciaron
las conversaciones entre el líder de ETA Domingo Iturbe Abasolo (Txomin), Rafael Vera, secretario de Estado
para la Seguridad, Julen Elgorriaga, delegado del Gobierno
en el País Vasco, y los policías Jesús Martínez Torres y Pedro Martínez. Sin embargo, Txomin
murió accidentalmente en marzo de 1987 y las conversaciones quedaron en standby.
En verano de ese año, Eugenio Etxebeste (Antton), Manuel Ballesteros, jefe del mando único
de la lucha antiterrorista, y Jesús Martínez Torres retomaron las
reuniones. Pero en el marco de estas negociaciones, ETA secuestró al
empresario Emiliano Revilla en febrero de 1988,
interrumpiéndolas.
Entre 1987 y 1988, hubo cambios
destacables en la política vasca: la mayoría de los partidos firmaron varios
pactos contra la violencia y a favor de la pacificación y normalización del
País Vasco, sobresaliendo los de Madrid, Ajuria Enea y Pamplona (Sánchez y
Simón, 2017; Granja, De Pablo y Rubio, 2020: 271-285). Con este contexto, en enero de 1989, Rafael Vera y otros representantes
del gobierno se reunieron de nuevo con Antton y otros etarras, sin llegarse
a ningún acuerdo. El 10 de abril, finalmente, José Luis Corcuera, ministro del Interior,
anunció la ruptura de las conversaciones, quedando así “abiertos todos los frentes de lucha”,
como indicó ETA en un comunicado (Marín, Molinero e Ysàs, 2001: 348-349; El
País, 13-IV-1989).
En 1991, ETA se esforzó en reactivar
el impacto mediático de sus acciones dado que al año siguiente se celebrarían
en España dos eventos internacionales: la Exposición Universal de Sevilla y los
Juegos Olímpicos de Barcelona. Esta transformación puntual de sus objetivos,
decidiendo atentar con mayor asiduidad fuera del País Vasco, extendió el
sufrimiento a todo el país. La reactivación de los atentados fuera del
territorio vasco y navarro y la fijación de ETA en la Guardia Civil, como
ocurrió con el atentado de Vic de 1991, puso de relieve que su voluntad era
ofrecer una imagen desestabilizante del territorio: un país en conflicto,
incluso en guerra. Sin embargo, la realidad fue otra. El cambio estratégico de
la organización, ya iniciado años antes, constató su fundamentalismo al
justificar acciones atroces, que se cobraron la vida de familiares e hijos,
sobre la teoría de que los miembros de las FCSE utilizaban a sus allegados para
protegerse (Mota Zurdo, 2021b: 54-82).
Pero la labor policial,
progresivamente más moderna y sofisticada, dio sus frutos. La detención de la cúpula
de ETA en Bidart (Francia) en 1992 y el éxito de otros operativos de las FCSE,
obligaron a su dirección a cambiar una vez más de estrategia. Una de ellas fue
la “socialización del sufrimiento” (Domínguez, 1998: 219).
La “socialización del sufrimiento”
La caída de su cúpula
en Bidart , que dejó a ETA
profundamente debilitada, el desgaste electoral de HB y el temor a perder la
calle ante las cada vez más nutridas manifestaciones pacifistas fueron algunas
de las razones por las
que la “izquierda abertzale” dio un viraje que se plasmó en dos
vertientes. Por una parte, procuró recomponer sus relaciones con el PNV y EA,
lo que acabó derivando en el excluyente y frentista Pacto de Estella (Fernández
Soldevilla, 2021: 173-189-190).
Por otra parte, se
reorientó la violencia en una nueva dirección: la “socialización del
sufrimiento”. Con el sostén de su órgano de comunicación oficioso, el periódico
Egin, y de HB (y sus siglas herederas), ETA y su brazo juvenil se
dedicaron a amenazar, hostigar, atemorizar, herir y matar a afiliados, líderes
y cargos electos del PP, el PSOE, UPN y Unidad Alavesa, es decir, a los
representantes de la mitad de los vascos y navarros. Los ultranacionalistas
también pusieron en su diana a intelectuales, artistas, profesores,
periodistas, juristas y otro tipo de profesionales. Y a las familias de todos
sus objetivos. Una treintena de víctimas mortales de la banda respondían a este
perfil (López Romo, 2019: 141-174).
La primera de todas fue Gregorio
Ordóñez, parlamentario autonómico del PP y teniente alcalde de San Sebastián,
asesinado en enero de 1995 cuando las encuestas lo situaban como previsible
candidato más votado en las elecciones municipales de ese mismo año. En su
boletín Zutabe ETA afirmó que aquel crimen “supuso un verdadero
terremoto, en toda la sociedad vasca pero también dentro de la izquierda
abertzale”. Desde su punto de vista, el asesinato había servido para dar a
conocer “que la lucha no se limitaba a un ‘partido’ entre la Guardia Civil y
ETA, que también los políticos que hasta ahora aparecían como ‘limpios’ o
‘fuera del conflicto’ tenían una gran responsabilidad en el mismo y en este
sentido que también los afectaba”. Además, “el enemigo quedó totalmente ‘fuera
de juego’ frente a esta acción”. La “socialización del sufrimiento” evidenciaba
“uno de los frutos de nuestra dinámica: la voluntad de ir adelante, la postura
de ir a ganar” (Zutabe, 1995).
Gráfico 1: Atentados de ETA y
actos de kale borroka entre 1990 y 2011.
Fuente: Crónica de VascoPress, 12-I-2015, y Domínguez (2017: 12)
Pese a tal “postura de ir a ganar”,
lo que esta estrategia reflejaba sobre la banda era su falta de fuerzas. ETA
había cometido 125 atentados en 1990, que aumentaron hasta 150 al año siguiente.
No obstante, a partir de la caída de Bidart de 1992, y a consecuencia de las
subsiguientes operaciones policiales, el número de atentados se desplomó y
nunca volvió a recuperarse. En total, fueron 602 entre 1995 y 2011. En
consecuencia, también se redujo la cifra de víctimas mortales. Si durante su
etapa de máxima letalidad, la Transición (1976-1982), ETA cometía de media 48,5
asesinatos al año, durante la “socialización del sufrimiento” los terroristas
solo fueron capaces de matar a 6,1 personas por año.
Gráfico 2: Asesinatos de ETA
entre 1995 y 2010. Fuente:
López Romo (2015)
Para compensar el agotamiento de
ETA, su entorno juvenil intensificó el acoso, la intimidación y la kale
borroka. Según la agencia VascoPress (12-I-2015), si en 1994 se habían
registrado 287 incidentes de este tipo en el País Vasco y Navarra, al año
siguiente se multiplicaron hasta los 924. En total, desde 1995 a 2011 hubo
6.541 ataques. El repertorio violento de estos grupos incluía el lanzamiento de
objetos y cócteles molotov, la rotura y el incendio de mobiliario urbano y
vehículos, las acciones contra sedes de partidos políticos, edificios
institucionales y domicilios particulares, etc. No es de extrañar que, como
reveló el Euskobarómetro, el 90% de los vascos lo considerara un problema
bastante o muy grave.
La violencia de persecución, que no
cesó durante las breves treguas que declaró la organización terrorista (junio
de 1996, finales de 1998 y 2006), dio resultado: aisló a sus víctimas
potenciales. Raúl López Romo cuenta que en 2002 había 963 personas escoltadas
por la amenaza de ETA en el País Vasco, aparte de los 11.483 agentes de la ley
(descontados los policías municipales), objetivos habituales de la banda.
Además, este tipo de violencia sirvió para adiestrar y luego reclutar nuevos
integrantes de la organización con los que suplir a los arrestados (López Romo,
2015: 85).
La ausencia de libertad, los
atentados terroristas, la kale borroka y el acoso sistemático obligaron
a un número indeterminado de ciudadanos a abandonar Euskadi. Pese a que se
trata de un fenómeno innegable, todavía no contamos con ningún estudio riguroso
que nos permita calcular el número exacto de los transterrados por culpa de ETA
y de su entorno. Sí podemos medir variables concretas, como hicieron Rafael
Leonisio y Francisco J. Llera con el miedo a hablar de política libremente, que
siempre fue significativamente mayor entre los vascos no nacionalistas que
entre los nacionalistas (Llera y Leonisio, 2017).
El “Espíritu de Ermua”
El 17 de enero de 1996
ETA secuestró al funcionario de prisiones José Antonio Ortega Lara en Burgos. Los terroristas querían
utilizarle como moneda de cambio para que el Gobierno reubicase a los presos de
la banda en cárceles de Euskadi. Durante 532 días Ortega Lara fue retenido en
un minúsculo e insalubre zulo de Mondragón, en el que sufrió condiciones tan
penosas que llegó a plantearse el suicidio. El secuestro más largo de la
historia de ETA terminó el 1 de julio de 1997, cuando la Guardia Civil rescató
al rehén y detuvo a sus captores. Como señala José Luis de la Granja (2003), su
“imagen depauperada
recordaba las de los supervivientes del holocausto nazi contra los judíos y dio
la vuelta al mundo” (p.
311). No
obstante, la “izquierda abertzale” permaneció impasible ante los
crímenes de la organización terrorista. El titular de portada de Egin (2-VII-1997)
era elocuente al respecto: “Ortega vuelve a la
cárcel”.
Aquella ausencia de
empatía no lograba ocultar que la labor de las FCSE había frustrado el plan de
ETA. La banda decidió vengarse. Como amenazó el portavoz de HB Floren Aoiz, “tras la borrachera policial, puede
llegar la resaca si no hay una solución política” (El País, 2-VII-1997). El jueves 10 de julio de 1997 un
comando secuestró en Ermua a un joven y desconocido concejal del PP: Miguel
Ángel Blanco. La organización dio 48 horas al Gobierno para cambiar su política
penitenciaria y trasladar inmediatamente a Euskadi a los condenados por delitos
de terrorismo. Se trataba de una condición imposible de cumplir, por lo que las
intenciones de ETA eran evidentes. Así lo comprendieron la sociedad española en
general y la vasca en particular, que se manifestaron para salvar la vida de
Miguel Ángel Blanco. Tan solo en Bilbao se llegaron a reunir cerca de medio
millón de ciudadanos. Una vez más, la banda hizo caso omiso. El 12 de julio
Miguel Ángel Blanco fue abandonado con dos heridas de bala. La víctima falleció
en la madrugada del día siguiente (Fernández Soldevilla, 2021: 194-196).
Aquel crimen desató una
oleada de indignación que desbordó todas las previsiones. Unos seis millones de
ciudadanos se sumaron a las movilizaciones convocadas en toda España, en las
que se corearon lemas como “¡vascos sí, ETA no!”. Precisamente en Euskadi se habían
sucedido las protestas multitudinarias, muchas de ellas espontáneas. Se trató
de un punto de inflexión en nuestra historia reciente que, siguiendo a
Irene Moreno, solo se
explica atendiendo a una serie de factores. “Fue importante el perfil humano y
político de Miguel Ángel Blanco: un chaval de pueblo, trabajador, un concejal
sin mayores aspiraciones políticas y aficionado a la música. También, la
atmósfera emocional que se creó en las largas 48 horas de secuestro y que
cohesionó a la mayoría de la sociedad vasca. Pero la reacción en todo el País
Vasco no se entiende sin la tensión preexistente en los años de las contras,
el continuo estado de violencia derivado del aumento de la kale borroka,
el cambio en el perfil de las víctimas y las movilizaciones que ya habían
tenido lugar” (Moreno, 2019: 196).
Cuando los
habitantes de Euskadi se deshicieron del miedo, lo que quedó patente en
consignas como “¡ETA aquí tienes mi
nuca!”, el nacionalismo
radical perdió no solo el control de la calle, sino también su tradicional
coartada. Era imposible seguir sosteniendo que ETA y su entorno representaban a
todo el “pueblo vasco”. El
“Espíritu de Ermua” y las movilizaciones eran la prueba de lo que ya habían
apuntado las encuestas y el continuado descenso de los votos a HB: la mayoría
absoluta de los habitantes de Euskadi y Navarra rechazaban el terrorismo.
El
asesinato de Miguel Ángel Blanco inspiró la creación de plataformas como el
Foro de Ermua (1998), ¡Basta Ya! (1999) y la Fundación para la Libertad
(2002), integradas por intelectuales, profesores universitarios, periodistas,
artistas, sindicalistas, etc. Se trataba de un movimiento cívico a favor de la
Constitución, el Estatuto de Guernica, la libertad, el pluralismo y las
víctimas del terrorismo; y, por tanto, que se posicionaba frontalmente contra
ETA y sus cómplices. No obstante, y esto era una novedad, también criticaba con
dureza al PNV, su intento de homogeneizar Euskadi mediante un “nacionalismo obligatorio” y su supuesta equidistancia entre
víctimas y victimarios (Moreno, 2019).
La
liberación de Ortega Lara y el “Espíritu de Ermua” no fueron los únicos reveses
que ETA tuvo que encajar en aquella época. En junio de 1998 se quedó sin su
órgano oficioso de expresión, cuando el juez Baltasar Garzón ordenó el cierre
provisional del diario Egin, que se convirtió en definitivo en julio del
año siguiente. Era el comienzo de la ilegalización de las organizaciones
sectoriales que componían el nacionalismo radical, a las que este respondió con
más violencia callejera (Fernández Soldevilla, 2021: 198).
Por
añadidura, tras pasar décadas en el olvido, los damnificados consiguieron que
su problemática empezara a ser conocida públicamente. A la AVT, creada en 1980,
se fueron sumando otras fundaciones y asociaciones como COVITE en 1998. El
movimiento asociativo se volvió tan plural y complejo que, para coordinar a
todas las asociaciones y fundaciones, el Gobierno creó la Fundación de Víctimas del
Terrorismo (2002). También se aprobó una legislación específica para los damnificados
a nivel nacional: la Ley
32/1999, de 8 de octubre, de Solidaridad con las víctimas del terrorismo
mediante la cual, “el Estado rinde
testimonio de honor y reconocimiento a quienes han sufrido actos terroristas y,
en consideración a ello, asume el pago de las indemnizaciones que le son
debidas por los autores y demás responsables de tales actos” (Mateo, 2018: 9-46).
El Pacto de Estella
La socialización del sufrimiento se
complementaba en el plano político con la “acumulación soberanista”. La hoja de
ruta de ETA requería convencer al PNV y a EA de que rompiesen con el resto de
las fuerzas democráticas para configurar un frente nacionalista a favor de la
independencia de una estado-nación que incluyese Euskadi, Navarra y el País
Vasco francés. A cambio de su adhesión, la banda ofrecería al nacionalismo
moderado un alto el fuego. Por supuesto, no se trataba de una propuesta
original. ETA (o al menos una de sus corrientes) había defendido el horizonte
frentista en varias ocasiones desde los años sesenta, aunque sus propósitos
siempre se habían malogrado por el rechazo peneuvista. En 1995 se produjo un
punto de inflexión cuando comenzó a funcionar la unidad sindical entre LAB y ELA (Rivera y Fernández Soldevilla, 2019: 21-33).
Si bien tanto ese precedente como la
postura de ETA tuvieron un peso específico, la razón última por la que el
frente abertzale se materializó en Estella se encuentra en el PNV: por
una vez los planes del partido coincidían con la táctica política de la banda,
al menos sobre el papel. En una obra publicada en 1996, Una vía hacia la paz,
el político peneuvista Juan Mari Ollora había sido el primero en
plantear la alianza nacionalista, idea que no tardaron en hacer suya dirigentes
del peso de Xabier Arzalluz. Por tanto, el PNV ya estaba diseñando un
acercamiento a la “izquierda abertzale” antes del asesinato de Miguel
Ángel Blanco, aunque, como advierten Santiago de Pablo y Ludger Mees (2005: 441), “la catarsis
de Ermua y la constante pérdida de apoyo electoral del nacionalismo en su
conjunto hicieron que el PNV se decidiera a dar un paso definitivo”. En ese
sentido, conviene recordar que en las elecciones generales de 1996 las fuerzas
no nacionalistas habían sumado el 52% de los votos en el País Vasco y el 85% en
Navarra, comunidades autónomas en las que los peneuvistas se tuvieron
que conformar con el 25% y el 0,97% de las papeletas, respectivamente. Hay que
añadir, siguiendo a José Luis de la Granja (2003: 316), que, “tras Ermua,
parecía factible que una próxima derrota policial de ETA trajese aparejada una
derrota política del conjunto del nacionalismo vasco”.
Los primeros contactos entre la
organización terrorista y el PNV se celebraron en enero de 1998. A largo del
primer semestre de aquel año los puentes entre las fuerzas nacionalistas
moderadas y las no nacionalistas fueron saltando por los aires. Primero lo hizo
el pacto de Ajuria Enea. El lehendakari José Antonio Ardanza pretendía
sustituirlo por un nuevo acuerdo, abierto al diálogo con ETA y a un nuevo
consenso político que implicase a la “izquierda abertzale”, lo que
suponía dejar atrás el Estatuto de Guernica, pero no contó con el beneplácito
de los constitucionalistas. Después se rompió el Gobierno Vasco de coalición
PNV-EA-PSE. Tras la salida de los socialistas, el gabinete Ardanza quedo en
minoría, pero pudo contar con el sostén de HB en el parlamento autonómico.
En junio de 1998 la coalición abertzale
radical creó el Foro Irlanda con el propósito de promover un “proceso de paz”
similar al que estaba teniendo lugar en Irlanda del Norte con los Acuerdos de
Viernes Santo. Los nacionalistas moderados se sumaron al Foro, que se
constituyó en embrión del pacto de Estella. En agosto el PNV y EA se
comprometieron ante ETA a “dar pasos eficaces para lograr una estructura
institucional única y soberana” y a “dejar sus acuerdos con los partidos que
tienen como objetivo la destrucción de Euskal Herria y la construcción de España
(PP y PSOE)”, mientras que la banda aceptaba “iniciar un alto el fuego
indefinido” (El Mundo, 12-IX-1998).
Ese era el espíritu que animaba el
pacto de Estella, que fue presentado públicamente en septiembre de 1998. Estaba
integrado por todas las fuerzas nacionalistas vascas de ambos lados de la
frontera con el exótico añadido de IU. El proyecto de Estella aunaba frentismo
y radicalización del nacionalismo democrático, cuyo discurso se mimetizó tanto
con el de la “izquierda abertzale” que el término “conflicto” se transformó en pieza clave de su
vocabulario (López Romo, 2019).
Unos días después de la
puesta de largo del pacto de Estella, ETA declaró una tregua. Pese a las
esperanzas que despertó, no estaba planteada como definitiva: la banda la
aprovechó para reconstruir sus estructuras, reforzar su arsenal y recabar
información sobre posibles objetivos.
Significativamente el
parón no incluía ni el “impuesto revolucionario” ni la kale borroka
contra los no nacionalistas, que se sintieron abandonados tanto por sus
conciudadanos nacionalistas como por el Gobierno Vasco y otras instituciones
dominadas por el PNV y EA. A decir de José Luis de la Granja
(2003), el
nacionalismo moderado imaginaba el pacto de Estella como la pista de
aterrizaje del terrorismo, pero “servía igualmente como pista de
despegue que, por medio del frente nacionalista allí constituido, llevaría
a la ruptura con la Constitución y el Estatuto, a la autodeterminación y, en
último término, a la independencia de Euskal Herria” (p. 319). El precio, al
marginar a las formaciones que daban voz a casi la mitad de la población vasca,
era eliminar la diversidad que históricamente había caracterizado a Euskadi. De
nacer, la nueva nación sería monolítica y homogénea.
La primera prueba para el pacto de
Estella llegó en las
elecciones autonómicas de octubre de 1998. El PNV revalidó la primera posición,
con 350.322 papeleras (el 28,01 % del total). Le seguían el PP, con 251.743
votos (20,13 %); la nueva marca ultranacionalista, Euskal Herritarrok, con
224.001 (17,91%); el PSE-EE, con 220.052 (17,60 %); EA, con 108.635 (8,69 %);
Ezker Batua, con 71.064 (5,68 %); y Unidad Alavesa, con 15.738 (1,26 %). De
lejos, las candidaturas que más habían mejorado sus resultados eran las del PP
y las de la “izquierda abertzale”. El apoyo a EH era un síntoma de que el entorno
sociológico de ETA avalaba la tregua; la segunda posición del PP, de que muchos
ciudadanos no se sentían representados por la “acumulación
soberanista”. Desaparecidos los efectos
positivos del pacto de Ajuria Enea, la sociedad se estaba polarizando: el 54%
había optado por opciones nacionalistas; el resto, por partidos no
nacionalistas. Aquellas grietas se hicieron más hondas cuando en enero de 1999
fue elegido lehendakari Juan José Ibarretxe, político que encarnó la
deriva radical del PNV y firmó un pacto de gobierno con EH.
No obstante, ETA fue incapaz de
alcanzar sus objetivos. En mayo de 1999 hubo una reunión entre delegados del
Gobierno de José María Aznar y dirigentes de la organización terrorista, con la
presencia del obispo Juan María Uriarte. No sirvió más que para constatar su
lejanía. No obstante, se convino en mantener un segundo encuentro, que nunca
llegaría a materializarse porque la banda acabó echándose atrás (Sordo, 2017:
195-257).
Tampoco el pacto de Estella tuvo
éxito en su vertiente institucional: aparte del acuerdo de gobierno, dio un
único fruto. En septiembre de 1999 los alcaldes y concejales nacionalistas
crearon un poder paralelo al legítimo: Udalbiltza, la Asamblea de Municipios y
Electos Municipales de Euskal Herria. ETA concebía Udalbiltza como una especie
de cortes constituyentes de la nación vasca, pero la asamblea tuvo un recorrido
más propagandístico que real. Se dividió y naufragó.
En enero de 2000,
acusando al PNV de haber faltado a su palabra, ETA volvió a matar. Lo hizo con un coche bomba en Madrid que
acabó con la vida del teniente coronel Pedro Antonio Blanco García. Un mes más
tarde los terroristas asesinaron al exvicelehendakari
socialista Fernando Buesa y a su escolta, el ertzaina Jorge Díez
Elorza. A lo largo de ese año habría 23 víctimas mortales, entre ellas el
exgobernador civil de Guipúzcoa Juan María Jáuregui, el exministo socialista Ernest
Lluch y el intelectual José Luis López de Lacalle (Fernández Soldevilla, 2021:
213-216). Los atentados deshicieron la alianza entre la “izquierda abertzale” y el PNV, cuyos planteamientos se habían demostrado más alejados de
lo que se había previsto. Sin embargo, a esas alturas el problema era mucho más
profundo: la fractura que habían provocado atravesaba a toda la sociedad vasca.
La derrota operativa de ETA
La ruptura de la tegua también tuvo
consecuencias en el seno del nacionalismo radical. En los comicios vascos de
mayo de 2001 la candidatura de EH bajó hasta los 143.139 votos (el 10,12% del
total): había perdido 80.000 sufragios y la mitad de sus parlamentarios
autonómicos, pasando de catorce a siete. Aquel fiasco propició la refundación
en junio de aquel mismo año de EH como Batasuna. La nueva marca de la
“izquierda abertzale”, formalmente un partido político, extendió su
presencia al País Vasco francés (Rubio, 2021).
Los comicios habían sido un indicio
de que una parte del entorno de ETA se estaba distanciando del terrorismo. A
partir de entonces, según Rafael Leonisio y Raúl López Romo (2021: 204), “todas
las circunstancias del contexto pos-Lizarra (ruptura de la tregua, bajada
electoral y posterior ilegalización o presión policial a ETA y su entorno)
afectan de una manera muy intensa al apoyo (declarado) a la organización, que
hasta ese momento se había mantenido muy estable en torno al 50 por 100”. Se trato,
por consiguiente, de “un cambio de actitud hacia la banda armada forzado por
una coyuntura adversa y no consecuencia de ninguna reflexión ética”. Aquella
evolución era un dato muy preocupante para ETA, que percibió como su entorno
sociológico iba distanciándose tanto de la violencia terrorista como de su
caudillaje.
Siguiendo a Florencio Domínguez, “el
liderazgo carismático e incondicional de la banda sobre sus seguidores empezó a
ser cuestionado de una manera pasiva, pero significativa” (Domínguez, 2006). Un
sector se atrevió a hacerlo abiertamente. En junio de 2000 los
disidentes crearon la corriente Aralar, cuya cabeza visible era Patxi Zabaleta.
En septiembre del año siguiente Aralar se transformó en una formación política
de corte independentista pero que rechazaba la violencia. Pese a los discretos
resultados electorales que cosechó, la participación de este partido en las
instituciones fue vista como una amenaza por el entorno civil de ETA, que temía
ser suplantado.
La banda ignoró
aquellos síntomas de desafección en su propio campo y siguió matando. También
cerró los ojos ante el cambio de actitud de la ciudadanía vasca respeto a las víctimas del
terrorismo que reflejaban las encuestas del Euskobarómetro y las nutridas
movilizaciones que se produjeron tras cada atentado: al contrario que en las
décadas anteriores, desde el asesinato de Miguel Ángel Blanco todos tuvieron
respuesta social. Del “algo habrá hecho” se había pasado a la empatía con los
damnificados, que habían recuperado una voz que ya no se podía ignorar (Moreno,
2019).
Así, cuando ETA intentó repetir sus
victorias de Lemóniz y Leizarán con el Tren de Alta Velocidad, le salió el tiro
por la culata. En diciembre de 2008 la banda asesinó en Azpeitia a Ignacio
Uría, propietario de una constructora que participaba en las obras. “Si bien la
principal organización contraria a la construcción del TAV no realizó un
pronunciamiento claro sobre el asesinato de Uría”, señala Javier Merino (2018),
“sí que se produjeron manifestaciones de condena desde el campo ecologista; el
contraste con episodios anteriores reflejó el cambio en la situación política”
(pp. 110-113). Los dirigentes de cinco de las principales organizaciones
desautorizaron el atentado, que fue contestado por la ciudadanía vasca en la
calle. Tras su negativa a condenar el asesinato de Uría, el alcalde de
Azpeitia, afín a la “izquierda abertzale”, fue destituido por una moción
de censura del PNV y EA (ABC, 18-I-2009). Lejos de paralizar el Tren de
Alta Velocidad, ETA únicamente conseguía confirmar su impotencia.
Y es que los avances en la lucha
contra el terrorismo estaban siendo continuos. En 1997 el juez Baltasar Garzón
había formulado la hipótesis de la identificación entre ETA y su entorno civil,
que más tarde la Audiencia Nacional demostró era cierta. Así, se inauguró una
nueva estrategia antiterrorista: derrotar a ETA por medio de la acción policial
y judicial. En esa dirección apuntaba el Acuerdo por las
Libertades y contra el Terrorismo, firmado en el año 2000 por los
principales partidos políticos, aunque no por el PNV. Se comprometían a
derrotar a la banda con los únicos medios del Estado de Derecho, a no politizar
esta cuestión y a renunciar a una eventual negociación. Aquella decisión fue transcendental
porque mientras los sucesivos gobiernos estuvieron dispuestos a sentarse a
negociar, ETA no tenía incentivos reales para dejar las armas. En realidad,
aquellas ocasiones le habían dado oxígeno, reforzando la idea de que para tener
más fuerza en una negociación, tenía que acumular cadáveres (Fernández
Soldevilla, 2021: 205).
Desaparecido tal horizonte, el
futuro de los terroristas se ensombrecía. Un informe de Florencio
Domínguez analiza la cada vez más eficaz actuación policial a ambos lados de la
frontera, gracias a la intensa colaboración francesa. Las FCSE no solo
arrebataron la iniciativa a ETA, sino que fueron desmantelando sus comandos,
sus aparatos sectoriales y sus direcciones, así como a los sustitutos de todos
ellos, lo que dejó a la banda débil, desorientada, sin líderes experimentados y
con una grave crisis interna. Desde 2000 hasta 2011, ambos incluidos, fueron
arrestados 1.415 presuntos miembros o colaboradores de ETA (Domínguez, 2017).
Gráfico 3: Sospechosos de
pertenencia a ETA arrestados en España entre 1990 y 2014. Fuente: Crónica
de VascoPress (12-I-2015)
En total, 907 de los 1.415
arrestados ingresaron en prisión y 235 quedaron en libertad con cargos. El
índice de selectividad (el porcentaje de detenidos que fueron encausados) se
había multiplicado: del 39,4% de 1990 al 96% de 2010 y el 85% de 2011.
Gráfico 4: Selectividad de los
arrestos entre 1988 y 2014. Fuente: Crónica de VascoPress (12-I-2015)
Además, entre 1999 y 2011 las FCSE
incautaron a la banda 1.545 armas de fuego, 811 granadas y 23.881 kilogramos de
explosivo: así se produjo el auténtico desarme. Como la propia organización
reconocía en sus documentos internos, su capacidad letal entró en un imparable
declive a partir de 2002. Dos años después, desde la cárcel, Francisco Múgica (Pakito)
advirtió que no se podía practicar la “lucha armada” a base de comunicados y
señalando que “nunca en la historia de la organización nos hemos encontrado tan
mal” (Domínguez, 3-V-2018). Desde entonces hasta 2011, la media anual de
violencia etarra fue de 24 atentados y dos víctimas mortales, las cifras más
bajas desde principios de los años setenta. El antiguo líder de HB Txema Montero lo resumió de
manera sucinta en El Correo: “la Guardia Civil ha sido el instrumento
más efectivo en la lucha contra ETA” (El Correo, 7-I-2012).
Gráfico 5: Armas de fuego
incautadas a ETA entre 2000 y 2011. Fuente:
Domínguez (2017)
Gráfico 6: Kilogramos de
explosivo incautados a ETA entre 2000 y 2011. Fuente: Domínguez (2017)
El papel de las FCSE fue crucial,
pero no fue el único factor que propició la derrota operativa de ETA. También
fue muy importante la Ley de Partidos (2002), que permitió dejar fuera de las
instituciones democráticas al brazo político de la banda, HB, que fue adoptando
diferentes siglas pantalla que también serían ilegalizadas: EH, Batasuna,
Sozialista Abertzaleak, EHAK, ANV, etc. Aquel vacío dejó libre un espacio que
fuerzas independentistas contrarias al uso de la violencia, como Aralar,
empezaban a ocupar electoralmente. En junio de 2009 el Tribunal Europeo de
Derechos Humanos ratificó la decisión de ilegalizar Batasuna (2003). La
eficiencia y la firmeza del Estado de Derecho habían dejado sin salidas a los
terroristas y a quienes les habían respaldado. En ese contexto hay que situar
las declaraciones que el histórico líder abertzale Tasio Erkizia realizó
en junio de 2010: “hay más razones que nunca para la
lucha armada, pero menos condiciones objetivas y subjetivas” (El Correo, 16-VI-2010).
Para entonces ETA
ya había dejado pasar la última gran oportunidad que se le ofreció. En las
elecciones generales de marzo de 2004, condicionadas por la masacre yihadista
del 11-M, el PSOE obtuvo una amplia mayoría y conformó un nuevo Gobierno
presidido por José Luis Rodríguez Zapatero. Después de que en marzo de 2006 ETA
declarase un “alto el fuego permanente”, el Gobierno mantuvo contactos con la
banda. El parón únicamente duró hasta el 30 de diciembre, día en que la
explosión de una furgoneta-bomba en la Terminal 4 del aeropuerto de Barajas
acabó con la vida de dos hombres, ambos procedentes de Ecuador: Carlos Alonso
Palate y Diego Armando Estacio. Aquel atentado acabó con la última oportunidad
de la organización terrorista que, sin embargo, no dio marcha atrás. En
diciembre del año siguiente causó otras dos víctimas mortales en Capbreton
(Francia): los jóvenes guardias civiles Raúl Centeno Bayón y Fernando Trapero
Blázquez.
Cada vez más acorralada y agotada, ETA había perdido sus apoyos
internacionales, su “santuario”, sus comandos, sus cabecillas y su moral de
resistencia. La acción policial y judicial, por otro lado, provocó una profunda
crisis en la relación entre la banda y su anteriormente servil entorno civil.
Si bien ETA seguía apostando por el terrorismo, el sector mayoritario de la
“izquierda abertzale” deseaba volver a la arena pública. Y, como había
recalcado el ministro de Interior Pérez Rubalcaba, la condición sine qua non
era el fin de la violencia. En 2009 se inició una sorda lucha por el poder
interno en el seno del ultranacionalismo. Como señala Florencio Domínguez, “la
debilidad de la dirección de ETA facilitó que los dirigentes de la antigua HB
se atrevieran, por vez primera, a plantarle cara y a presionarle para que
detuviera su actividad y de esa forma poder volver a la legalidad. La acción
policial se convirtió en aliado estratégico de los dirigentes de Batasuna,
reconvertida en Sortu” (Domínguez, 2017: 41).
ETA intentó paralizar el debate
sobre su continuidad con un atentado. Su plan era hacer estallar un coche bomba
en las torres Kio de Madrid el 14 de enero de 2010. No obstante, el día 9 de
ese mismo mes una patrulla de la Guardia Civil interceptó en Bermillo de Sayago
(Zamora) la furgoneta que los terroristas iban a cargar con explosivos en
Portugal (Noivo, 2020). Tras aquel fiasco, ETA declaró un “parón técnico”
secreto para reorganizarse. No solo fue incapaz de hacerlo, sino que el 16 de
marzo de 2010 un comando que acababa de robar automóviles de alta gama disparó
a una patrulla de la Policía Nacional francesa. Ese día ETA acabó con la vida
de su última víctima mortal, el brigadier Jean-Serge Nérin. El 20 de octubre de
2011 la banda anunció el “cese definitivo de su actividad armada” (Fernández
Soldevilla, 2021: 221-222).
Balance
A
lo largo de este artículo se ha tratado de arrojar luz a la trayectoria de ETA
desde una perspectiva política, remontándonos a sus orígenes, al desarrollo de
su actividad armada y a su final, que fue producto de la labor policial y
judicial. De hecho, se ha puesto en contexto su actividad y se ha prestado
especial atención a sus víctimas, constatando que la historia de ETA y los
grupos terroristas afines sólo está plagada de crímenes (muchos aún sin
resolver), de sinrazón y de fundamentalismo nacionalista vasco. A diez años
vista del final de la actividad terrorista, el nacionalismo vasco radical
“institucionalizado” ha impulsado decididamente una narrativa mixtificadora del
terrorismo, que edulcora el pasado traumático de la violencia en España y el
País Vasco y que, por consiguiente, blanquea su impacto sobre la sociedad civil.
Se trata de lo que los especialistas han definido como “teoría del
conflicto”. Una tesis que presenta a “un Pueblo Vasco histórico y perenne”,
sujeto de “un conflicto” con “los Estados español y francés”, cuyos
protagonistas [desde las tribus vasconas y los soldados vascos de la Guerra
Civil a los miembros de ETA] son parte de un continuum diacrónico, “el epítome
de esa comunidad” (Rivera,
2019: 55).
Pero lo cierto es que después
de más de 50 años de existencia, lo único que se puede señalar sin ambages es que
ETA no consiguió sus objetivos de un País Vasco independiente, compuesto por
todos los territorios vascos y navarros (incluidos los administrativamente
situados en Francia), monolingüe y socialista. En su empecinamiento por lograr
sus objetivos, ETA sólo aumentó su currículum criminal dejando tras de sí 3.500 atentados, 853
asesinatos, 2.632 heridos, 86 secuestrados y un número desconocido de
amenazados, exiliados y damnificados económicamente. Teniendo presente el
impulso de la narrativa legitimadora de las acciones de ETA a la que se ha
hecho alusión más arriba, cabe señalar los pasos estratégicos que ha dado el
entorno político de la organización terrorista. Desde octubre de 2011, fecha en que ETA comunicó el
cese de su actividad armada, el nacionalismo vasco radical se ha dedicado a
presentar este final como una decisión tomada en exclusividad por la banda
armada. Por eso, gestos como la entrega de parte de su arsenal en abril de 2017
han de entenderse como mera propaganda. En realidad, ETA apenas tenía armamento
disponible en su fase final, porque las diferentes operaciones policiales que
se habían ido impulsando progresivamente ya había provocado su desarme y su
falta de operatividad. En este sentido, debe valorarse que ETA no dijo adiós a las armas ni
ceso su actividad motu proprio porque su cúpula, sus miembros y sus
diferentes apoyos sociales se hubieran sumergido en un proceso de reflexión que
los llevara a plantearse su utilidad real, como si ocurrió en la década de 1980
con el sector polimili. ETA abandonó la lucha armada por el desgaste derivado
de la actividad policial y judicial y fue derrotada por el Estado de
Derecho, sin olvidar el papel fundamental que jugaron las organizaciones cívicas y
pacifistas, la resistencia de los cargos públicos no nacionalistas y la
insubordinación de un sector, hasta entonces servil, del nacionalismo vasco
radical.
El
fin de ETA ha sido uno de los mayores logros de la democracia española, que ha
pagado un alto precio en número de víctimas. Pero la página de la historia de ETA aún no ha sido
completamente escrita, porque están presentes una serie de factores que se
continúan reproduciendo y que no permiten que la sociedad española (y vasca)
pueda avanzar hacia una auténtica convivencia. El discurso del odio sigue
presente en muchos medios de comunicación y textos políticos; todavía hay más
de 300 casos de asesinato sin resolver (Domínguez, 2021) y muchos miembros de
ETA que no han sido juzgados por los crímenes cometidos; se producen actos de
bienvenida públicos a los presos de ETA que salen de las cárceles, recibidos
como héroes; se está tratando de tergiversar el relato histórico para evitar
verdades incómodas; continúa habiendo intolerancia y sectarismo; la política
continúa siendo un tema tabú; los miembros de las FCSE siguen siendo receptores
del discurso radical; y las víctimas son, en muchos casos, denostadas o
politizadas.
En conclusión, ante esta situación
de conflicto de narrativas, la aportación de este artículo es vital para
conocer el problema terrorista y entender los conflictos latentes en la
sociedad vasca actual.
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