LA LIBERTAD DE LOS ANTIGUOS Y EL GOBIERNO
REPUBLICANO:
LIBERTY
OF THE ANCIENTS AND THE REPUBLICAN GOVERNMENT:
IÑAKI VÁZQUEZ LARREA
inakiva@yahoo.es
“Los que organizan
prudentemente una república, consideran, entre las cosas más importantes, la
institución de una garantía de la libertad, y según más o menos acertada,
durara más o menos el vivir libre. Y como en todas las repúblicas hay magnates
y pueblo, existen dudas de en qué manos estaría colocada esa vigilancia. Los
lacedemonios y, en nuestros días, los venecianos, la ponen en manos de los
nobles; en cambio los romanos la confiaron a la plebe”
Discursos sobre la primera
década de Tito Livio (Libro I)
Nicolás Maquiavelo.
Resumen: La
primera parte del ensayo es una reflexión sobre libertad y autogobierno en Maquiavelo,
para posteriormente ahondar en el concepto de libertad de los antiguos y
su génesis histórica. El nacimiento del Estado moderno lleva, finalmente, a
resaltar los supuestos aspectos procedimentales del gobierno republicano
contemporáneo.
Abstract:
The first part of this essay is a
reflection upon liberty and self-government in Machiavelli, with the aim of
explaining the so called Liberty of the ancients and its historical basis. Finally,
the very upsurge of the Modern State leads us to the supposed procedural
aspects of the contemporary republican government.
Palabras claves: libertad,
antiguos, modernidad, Maquiavelo, república.
Key words: liberty,
ancients, modernity, Machiavelli, Republic
I.
Introducción: Maquiavelo como gran filósofo de la libertad y el gobierno
republicano.
Recuerda Maurizio Viroli
que el significado clásico de república es el de Cicerón, para quien res
pública quiere decir lo que pertenece al pueblo. Cicerón añade que el
pueblo no es cualquier multitud de hombres reunidos, sino una sociedad de intereses.
En palabras de
Cicerón:
“Pues
bien, república-dijo el Africano- significa “cosa del pueblo”, siendo “el
pueblo” no cualquier conjunto de hombres reunidos de cualquier manera, sino una
asociación numerosa de individuos, agrupados en virtud de un derecho por todos
aceptado y de una comunidad de intereses y la causa primera de agruparse, no es
tanto la debilidad como una especie de tendencia natural de los hombres
a asociarse”.
De la misma forma, Pocock
afirma que Occidente vivió a lo largo de su Historia grandes momentos de vivire
civile aristotélico, que definieron, de forma decisiva, los primeros
balbuceos de la modernidad. Particularmente ostensibles, estos últimos, en el renacimiento
italiano y la revolución puritana inglesa del siglo XVII.
De hecho, la teoría de la
polis, que era en cierto modo teoría política en su forma original más pura,
resultaría crucial para la teoría constitucional de las ciudades y para las
tesis de los humanistas italianos. A los humanistas cívicos y a los defensores
del vivere civile, siempre según Pocock, les suministraría los
supuestos necesarios para hacer frente a sus compromisos: una teoría que
presentaría la vida social de los hombres como un universo de participación y
no como un universo de contemplación. Los individuos particulares y los valores
subjetivos se reencontraban en la ciudadanía, en la búsqueda y disfrute del
valor universal en la acción en pos del bien común.
Venecia
pasaba por ser, en este sentido, el modelo de república perfecta o balanced
polity.
De esta manera lo relata
Gasparo Contarini en pleno renacimiento italiano:
“Hubo
en Atenas, Lacedemonia y Roma, en diferentes épocas, hombres excelentes y de singular
piedad hacia su patria, pero en tan pequeño número que estando fácilmente (…)
atendiendo al hecho de que no se encuentran en Venecia ninguno, o muy pocos
monumentos consagrados a nuestros antepasados, aunque tanto dominados por la
multitud no fueron república tan floreciente, se unieron todos en un común
deseo de estabilidad, de honor y de ampliar su patria, sin tener en cuenta ni
consideración de su propia privada gloria y comodidad. Y eso cualquier hombre
puede comprobarlo en la ciudad, como en el extranjero hicieron cosas gloriosas,
y acreditaron personalmente un mérito particular hacia su patria. Ninguna tumba
majestuosa les ha sido dedicada, ni estatuas militares les recuerdan, ni proas
de barcos, ni insignias, ni estandartes tomados a los enemigos tras la victoria
en numerosas y valientes batallas (…)
Con
esta virtud de espíritu superior nuestros antepasados plantaron y establecieron
esta república en la memoria humana, quienquiera compararla con las más nobles
repúblicas antiguas, difícilmente encontrará una de igual valor; oso incluso
afirmar por el contrario que en los discursos de los grandes filósofos de la
Antigüedad, que concibieron y forjaron repúblicas según los deseos del
espíritu, no se encuentra ninguna tan bien concebida y organizada”.
Llegados hasta punto,
convendría prestar atención al que Skinner definió como el gran filósofo de la
libertad republicana. A menudo, y con justicia, se cita la frase de Francis
Bacon: “Mucho debemos a Maquiavelo y a otros como él que escribieron sobre
lo que los hombres hacen y no sobre lo que deberían hacer”.Bacon,
que vivió entre 1561 y 1626 escribió esto, precisamente, en el momento en que
muchos leían a Maquiavelo y aprendían de él, al tiempo que censuraban sus obras
y lo tachaban de cínico. Shakespeare lo tachó de sanguinario, Edmund Burke lo
vínculo con “la tiranía democrática” de la Revolución francesa ,
Marx y Engels lo acusaron de “paralizar energías democráticas” y ya en
época contemporánea el liberalismo monista de Leo Strauss tildó toda su obra de
“inmoral”.
Niccoló di Bernardo dei
Machiavelli (1469-1527) o Nicolás Maquiavelo, era florentino, descendiente de
una familia acomodada, mas no por ello de excesivo patrimonio. Cuando rozaba
los 25 años, Carlos VII de Francia entró en Italia, y los Medicis, que gobernaban
Florencia, tuvieron que abandonarla. Vino entonces la república del fraile
dominico, Giroalano Savonarola (1452-1498), exigente y visionario predicador,
que condujo una revuelta en 1494, la cual expulsó a los Médicis e impuso una
efímera democracia.
Sus esfuerzos por renovar
la Iglesia en un sentido más auténtico le enfrentaron con el papa valenciano
Alejandro VI, de la casa de los Borgia, y le arrastraron a la hoguera tras su
excomunión. Mientras tanto, Maquiavelo era mudo espectador de los hechos.
Desaparecido el demagógico fraile, Maquiavelo, en 1498, entra a servir a la
república con el cargo de secretario de la Segunda Cancillería, que más o menos
trataba de asuntos internos, de la guerra, y de algunas relaciones exteriores.
De este modo, Maquiavelo se vio envuelto en algunas empresas diplomáticas, de
entre las que descuella su viaje a la corte de Francia (1500), donde pudo
observar de cerca el funcionamiento y características de un estado cuasi
absolutista, en contraste con el suyo propio.
Tras esta misión,
Maquiavelo volvió a Florencia y se casó. Al poco tiempo, estalló la revuelta de
Arezzo contra la República florentina (1502), inspirada por César Borgia, cuya
vida y destreza política han de cautivar para siempre la imaginación de Maquiavelo.
César Borgia, llamado el Valentino, era hijo del Papa Alejandro VI, e intentaba
crear un fuerte estado centro italiano y, por ende, amenazar Florencia. Maquiavelo
fue a parlamentar con él, acompañando al obispo de Volterra. Junto al
Valentino, vio Maquiavelo cómo conseguía aquél deshacerse con increíble
habilidad de sus enemigos, mucho más poderosos que él- que se habían unido ante
sus ataques. Maquiavelo captó entonces el valor de la política como arte,
abstracción hecha de la mera fuerza.
Andando el tiempo se
convertiría en el mejor teorizador de este fenómeno. Fruto de este período es
un escrito sobre un episodio de la política del Duque Valentino, que es un
informe sometido al gobierno de Florencia fue a Roma para presenciar la
elección del nuevo papa, que resultó ser Julio II, el enemigo acérrimo de César
Borgia, artífice de su caída. De nuevo enriquecía Maquiavelo su experiencia,
esta vez con conocimientos directos acerca del funcionamiento interno en la
corte romana. A esta misión siguieron otras, entre ellas una segunda Francia.
A partir de ese momento,
Maquiavelo convencido por la marcha de los acontecimientos de la necesidad de
que Florencia poseyera un ejército fuerte, se hace propagador de esta idea.
Comoquiera que ésta triunfara, Maquiavelo fue nombrado canciller para la
guerra. Aparecen varios escritos suyos al respecto. Luego apareció otro Rapporto
delle cose della Magna, fruto de un viaje suyo a la corte germánica del
emperador Maximiliano, que amenazaba a Italia, y cuyo estilo recuerda bastante
a Tácito.
Después de haber
presenciado la guerra entre Venecia y los miembros de la Liga de Cambrai, y
escrito sutilmente sobre ella. Maquiavelo va a Francia de nuevo (1510) con la
intención de convertir Florencia en mediadora entre aquel reino y el Papado.
Pero no tuvo éxito. Estalla el conflicto y los españoles, que habían tomado
cartas en la disputa, asedian Florencia y hacen huir ante ellos la milicia en
la que tantas había puesto Maquiavelo. En 1512, los Médicis eran reinstaurados
en Florencia y perecía la república en esta ciudad.
Maquiavelo republicano,
perdió sus cargos y un poco más tarde llegó a ser encarcelado por poco tiempo,
además de sufrir tormento. Por influencia salió Maquiavelo de la prisión, a los
44 años de edad, sin esperanzas políticas de ningún género. Se retiró a su
villa de Percussina donde comenzó a meditar sobre lo visto y lo vivido, y sobre
lo que seguía presenciando. Esta meditación es realista, su retiro no lo vuelve
soñador ni idealista, su percepción de la vida política parece aumentar en esta
época fructífera. No hay amargura en sus obras maestras, en Il Principe
(1513), los Discorsi sopra la prima deca di Tito Livio (1519) o en
sus Storie Fiorentine (1520).
Con
su retiro, y estos escritos, no siempre impresos, con siguió Maquiavelo recuperar
ligeramente sus posiciones perdidas. Llegó a ser nombrado “defensor de
murallas”al avecinarse el conflicto entre el emperador español. Don Carlos,
y los aliados la Liga de Coñac. Esto le comprometió con los Médicis. Al caer éstos
de nuevo y volver la república de inspiración savonaloriana, el antiguo
secretario no tenía ya esperanzas de recuperarse. Murió pocos días después, en
el verano de 1527.
En detrimento de las
tesis de Pocock (y la supuesta influencia de Aristóteles en el humanismo
florentino de esta época), cabría señalar varias cuestiones. Como es sabido,
Maquiavelo, (gran paradoja) forjó gran parte de su sabiduría republicana
secular bajo el régimen florentino controlado por Savonarola (leyó a Livio en
la biblioteca de su casa). La formación de este, no se diferenciaba
ostensiblemente de la del resto de humanistas italianos del siglo XIV, en la
que Aristóteles no se encontraba presente. El concepto de studio humanitatis
del que bebió Maquiavelo derivaba de fuentes romanas “especialmente de
Cicerón” cuyos ideales pedagógicos habían sido (como estudiaremos
posteriormente) “reavivados por los humanistas del siglo XI” .
Cicerón era el marco desde el cual Maquiavelo entendía la libertad y el bien
público republicanos, incluso su Imperio de la Fortuna estaba
determinado por Salustio y Séneca, esto es, por la Historia romana
En Maquiavelo, libertad y
autogobierno son sinónimos. De hecho, en sus Discursos equipara libertad
con autogobierno, ya que “las ciudades solo adquieren grandeza si el pueblo
las controla” y que “solo las repúblicas dan importancia a este bien
común”.
Con Maquiavelo se inician
muchas cosas importantes en la historia del pensamiento político, incluso una
nueva clasificación de las formas de gobierno. Maquiavelo aborda las formas de
gobierno tanto en El Príncipe como en los Discursos sobre la primera
década de Tito Livio.
El primero es de política
militante, el segundo de Teoría política, más separado de los acontecimientos
de la época. La novedad de la clasificación de Maquiavelo con respecto a la
catalogación clásica, aparece desde las primeras palabras con las que se abre El
Príncipe, dedicadas precisamente a nuestro tema:
“Todos los Estados, todos
las dominaciones que ejercieron y ejercen imperio sobre los hombres, fueron y
son repúblicas o principados”
Estos renglones también
son importantes para la historia del pensamiento político, porque introducen la
palabra, destinada a tener gran éxito, Estado, para indicar lo que los griegos
llamaron polis, los romanos res publica, y un gran pensador
político francés, Jean Bodin, medio siglo después de Maquiavelo, llamará republiqué.
Del fragmento citado se
desprende que Maquiavelo presenta una bipartición clásica aristotélico-polibiana.
El principado corresponde al reino, la república abarca tanto la aristocracia
como la democracia. Los estados están regidos por uno o varios. Esta es la
diferencia verdaderamente sustancial. Los varios pueden ser pocos o
muchos, de allí que en el ámbito de las repúblicas se distingan las
aristocráticas y las democráticas: pero esta segunda distinción ya no está
basada en una diferencia esencial. Dicho de otro modo: o el poder reside en la
voluntad de uno solo, y tiene el principado, o el poder radica en una voluntad
colectiva, que se expresa en un colegio o en una asamblea, y se tiene la
república en sus diversas formas.
Independientemente de
estas consideraciones jurídicas, la distinción de Maquiavelo, corresponde mucho
mejor a la realidad de su tiempo que la clasificación de los antiguos. Tampoco
debe olvidarse que con respecto a la historia pasada, el campo de las
reflexiones de Maquiavelo no fueron las ciudades griegas sino la república
romana: una historia secular y gloriosa que parecía hecha a propósito en su
desarrollo dividido principalmente, salvo los primeros siglos, en una república
y un principado, para confirmar la tesis de que los Estados son precisamente
como quería demostrarse, o repúblicas o principados.
En Maquiavelo no hay
lugar para los Estados Intermedios. Y no hay lugar para ellos, es decir,
para los Estados que no son ni principados ni repúblicas, porque estos Estados
sufren del mal que es característico de los malos Estados, o sea, la
inestabilidad. Una tesis de este tipo parece contradecir la teoría de Estado
Mixto, del cual, a pesar de todo, Maquiavelo, admirador de la república romana,
es, un partidario.
El gobierno mixto que
Maquiavelo identifica en el Estado como es una república, compuesta, compleja,
formada por diversas partes que mantienen relaciones de concordia y discordia
entre ellas. Una vez diferenciados los Estados en principados y repúblicas, El
Príncipe se aboca al estudio de los primeros.
La primera distinción
tratada en el libro es entre principados hereditarios, en los cuales el poder
se transmite con base en una ley constitucional de sucesión y principados
nuevos, en los que el poder es conquistado por un señor que antes de conquistar
aquel Estado no era príncipe. El libro está dedicado casi completamente
a los principados nuevos. Lo que preocupa a Maquiavelo es establecer las
premisas que le permitían invocar al último, en la famosa exhortación final, el
príncipe nuevo que debería redimir Italia del dominio bárbaro.
Maquiavelo distingue
cuatro especies de principados nuevos, de con el diverso modo de conquistar el
poder:
a/ Por virtud
b/ Por fortuna
c/ por maldad (es decir
por violencia)
d/ por el consenso de los
ciudadanos.
Los príncipes nuevos por virtud
son alabados como los fundadores de Estados, son aquellos grandes protagonistas
del desarrollo histórico que Hegel llamará “individuo cósmico. Histórico”,
y en torno a los cuales Max Weber construirá la figura del jefe carismático.
Diferente es el caso del príncipe que conquista por maldad. Éste es el
tirano en el sentido tradicional de la palabra, pero obsérvese atentamente que
también en este caso el juicio de Maquiavelo no es moralista.
El criterio para
distinguir la buena política de la mala es el éxito; el éxito para un príncipe
nuevo se mide por su capacidad de conservar el Estado.
“Trate, pues, un príncipe
de vencer y conservar el Estado, que los medios siempre serán honorables y
loados por todos”
Como observamos,
Maquiavelo, al iniciar El Príncipe, señala que ya en otra ocasión
discutió sobre las repúblicas extensamente. Se refiere al primer libro de Los
Discursos sobre la primera década de Tito Livio que ya había escrito cuando
inicio El Príncipe (en 1513). El Capítulo II de este libro se titula: “De
cuántas clases son las repúblicas y a cuál de ellas corresponde la romana”.
Como se ve, hay una influencia polibiana. Maquiavelo, igual que Polibio, al
abordar la historia de Roma, se detiene para describir su constitución, y por
tener que tratar con una constitución particular empieza con un breve estudio
de las constituciones en general.
En las páginas de
Maquiavelo se reencuentran los tres temas enunciados y desarrollados por
Polibio: la tipología clásica de las seis formas de gobierno, la teoría de los
ciclos, y la del gobierno mixto, ejemplificada, como en Polibio, por los
gobiernos de Esparta y Roma.
El objetivo que
Maquiavelo se propone al elogiar el gobierno mixto es exaltar, como lo había
hecho Polibio, la constitución de la república romana, la que, a diferencia de
la espartana, producto del cerebro de un legislador, se formó, mediante un
largo proceso que duró siglos.
II. ¿Qué libertad?: la
libertad de los antiguos y su génesis histórica
II. a. La Libertad
de los antiguos:
Pocock
defiende la idea de que libertá tiene dos acepciones: por un lado,
denota un estado de cosas en el que cada ciudadano participa tan plenamente
como sea posible en el proceso de toma de decisiones y, por otro lado, resume
una situación en la que las leyes, no los hombres, son el valor supremo y en la
que el individuo recibe los beneficios de la vida social de una autoridad
pública impersonal y no de manos de personas particulares. Maquiavelo habría
utilizado para definir una situación similar el término equalitá
Ya en su La República
y Las Leyes, Cicerón argumenta que la libertad consiste en estar todos
sometidos a las leyes de la república. Textualmente:
“Por
este motivo, con nuestra ley se concede una libertad formal, se mantiene la
autoridad de los hombres de bien y se elimina la causa de las luchas (…). De la
misma manera que el mundo, gracias a una sola y misma naturaleza mantiene una
cohesión y apoyo en todas sus partes, que se corresponden entre sí; así, todos
los hombres pese a la unión que existe entre ellos por naturaleza, entran en
discordia por causa del error y no se dan cuenta de que son consanguíneos y de
que están sometidos a un único poder protector; si esto se supiera, no hay duda
de que los hombres llevarían una vida propia de dioses”
II. b. Génesis y
desarrollo de la libertad de los antiguos (en el Renacimiento).
A
mediados del siglo XII, el historiador alemán Otón de Fresinga reconoció que en
el norte de Italia había surgido una nueva y sorprendente forma de organización
social y política. Una peculiaridad que notó fue, que al parecer, la sociedad
italiana había perdido su carácter feudal. Descubrió que “prácticamente toda
la tierra está dividida entre las ciudades” y que “casi no puede
encontrarse hombre noble o grande en todo el territorio circundante, que no
reconozca la autoridad de su ciudad”
La
otra modificación que observó-y que pareció aún más subversiva-fue que en las
ciudades había evolucionado una forma de vida política enteramente opuesta a la
suposición previa de que la monarquía hereditaria constituía la única forma
sana de gobierno. Se habían vuelto “tan deseosas de libertad “que
se habían convertido en Repúblicas independientes, gobernada cada una “por
la voluntad de los cónsules, antes que los gobernantes”, a los que “cambiaban
casi cada año” para asegurarse de que su afán de poder fuera contenido, y
se mantuviera la libertad del pueblo.
El
primer caso conocido de una ciudad italiana que eligiera tal forma consular de
gobierno ocurrió en Pisa en 1085. En adelante, el sistema empezó a difundirse
con rapidez por la Lombardía, así como por la Toscana; regímenes similares
aparecieron en Milán en 1097, en Arezzo al año siguiente, y en Lucca, Bolonia y
Siena en 1125.
Durante la segunda parte
del siglo ocurrió un segundo acontecimiento importante. El gobierno de los
cónsules llegó a ser suplantado por una forma más estable de gobierno electivo,
centrado en un funcionario llamado el podestá, conocido así porque
estaba investido con el poder supremo o potestad sobre la ciudad. El podestá
normalmente era un ciudadano de otra ciudad, convención destinada a
asegurarse de que ningunos vínculos o lealtades locales coartaran su imparcial
administración de justicia. Era elegido por mandato popular, y generalmente
gobernaba asesorado por dos consejos principales, el mayor de los cuales podía
tener hasta seiscientos miembros, mientras que el consejo interno o secreto
normalmente se reducía a cuarenta ciudadanos destacados.
El podestá disfrutaba
de facultades vastas, pues se esperaba que actuara como supremo funcionario judicial,
así como administrador de la ciudad, y que sirviera como destacado portavoz en
sus diversas embajadas. Pero el rasgo decisivo del sistema era que su categoría
siempre fuera la de un funcionario asalariado, nunca de un gobernante con
independencia. El término de su cargo habitualmente se reducía a seis meses, y
durante todo ese tiempo era responsable ante el cuerpo de ciudadanos que lo
había elegido. No tenía autoridad para iniciar decisiones políticas, y al
término de su gestión se le requería someterse a un escrutinio en toda forma de
sus cuentas y juicios, antes de obtener autorización para irse de la ciudad que
le había empleado.
Al término del siglo XII,
esta forma de autogobierno republicano había llegado a ser adoptada casi
universalmente entre las principales ciudades del norte de Italia. Eran de
iure, que no de facto, vasallas del Sacro Romano Imperio, aunque el
Imperio nunca renunció a sus pretensiones jurídicas sobre los mismos (se
remontaban estas a la época de Carlo Magno).
Durante esta larga lucha,
las ciudades de Lombardía y Toscana no sólo lograron rechazar al Emperador en
el campo de batalla, sino también construir toda una gama de armas ideológicas
con las que trataron de legitimar esta continuada resistencia a su Soberano
nominal. La esencia de su respuesta a las demandas del Emperador consistió en
la afirmación de que tenían el derecho de conservar su libertad contra
intervención externa.
Es claro, por un buen
número de proclamas oficiales, que los propagandistas de la ciudad
habitualmente tenían en mente dos ideas absolutamente claras y distintas cuando
defendían su libertad contra el Imperio: una era la idea de su derecho
a ser libres de todo dominio externo de su vida política: una afirmación de
su soberanía: la otra era la idea de su correspondiente derecho a gobernarse
como lo consideraran más apropiado: una defensa de sus existentes
constituciones republicanas.
A pesar de todo, sin
duda había una debilidad en estas afirmaciones de libertas contra el
Imperio: las ciudades no tenían medios de investirse con alguna fuerza
jurídica. La causa de esta dificultad se hallaba en el hecho de que, desde que
se reanudara el estudio del derecho romano en las universidades de Ravena y de
Bolonia a finales del siglo XI, el código civil romano había llegado a ser el
marco básico de la teoría y la práctica jurídicas por todo el Sacro Romano
Imperio.
Durante toda su lucha
contra el Imperio, el principal aliado de las ciudades italianas había sido el
Papado La alianza fue forjada por el Papa Alejandro III, después de que Barbarroja
se había negado a reconocer su ascenso al trono papal en 1159.
Sin embargo, en esta
alianza había, inherente, un peligro, como pronto lo descubrieron las ciudades,
a sus expensas. Fue que los Papas empezaron a aspirar por si mismos al Regnum
Italicum. Esta ambición se hizo obvia por primera vez ante los intentos de
Manfredo , hijo ilegítimo de Federico II, por utilizar su base de poder como
rey de Nápoles para continuar la política de su padre en Italia durante el
decenio de 1260.
Una manera obvia de
atacar las pretensiones de la Iglesia al dominio temporal era llamar al
Emperador para restaurar el equilibrio contra el Papa. Era, posible, es decir,
sencillamente reconocer la antiquísima pretensión imperial de que el Regnum
Italicum era, en realidad una parte del Sacro Imperio Romano y argüir así
que el Papado no podía ser el soberano legítimo de la Lombardía y la Toscana,
ya que esto implicaría una usurpación de los derechos jurídicos del Emperador.
Ésta era una estrategia particularmente tentadora de adoptar a comienzos del
siglo XIV, cuando la llegada de Enrique de Luxemburgo a Italia en 1310 pareció
por un breve momento, convertir en realidad una vez más el ideal del Imperio
medieval.
Con mucho, el escritor
florentino más importante de aquellos años, que ofreció todo su apoyo al
Emperador para restaurar el equilibrio contra el Papa, fue Dante en su tratado
sobre La Monarquía. Éste fue escrito casi ciertamente entre 1309 y 1313,
en el momento en que las esperanzas de los imperialistas estaban en su apogeo.
El alegato fundamental de
Dante es en pro de la restauración de “la quietud y tranquilidad de
la paz”, pues, cree que la “paz universal es el medio más
excelente de asegurar nuestra felicidad”.
Cuando pasa a considerar
por qué y tranquilidad en la Italia de su época, enfoca dos causas principales.
La primera, a la que dedica el libro II de su escrito, es el rechazado de la
legitimidad del Imperio. La segunda, tema del Libro III, es la falsa creencia
en que “la autoridad del Imperio depende de la autoridad de la
Iglesia”. A este respecto, Dante considera a los papas como jefes de
quienes “resisten a la verdad”, pues se niegan a aceptar que el Papado
no tiene un auténtico poder temporal y no reconocen, así, que “la autoridad del
Imperio de ninguna manera depende de la Iglesia”
Su otro argumento- aún
más en armonía con la ideología prevaleciente de las ciudades-repúblicas-es que
el gobierno del Emperador también llevaría al máximo la libertad, el don, según
Dante, más precioso de Dios a la naturaleza humana, ya que “sólo en una
monarquía es la humanidad auto-dependiente, y no depende de nadie más”
A pesar de todo, no hay
duda de que desde el punto de visto de las repúblicas lombarda y toscana,
siempre celosas de sus libertades, la propuesta de Dante difícilmente pudo
parecer una solución muy tentadora a sus dificultades. Aunque les permitía
negar el derecho del Papa a intervenir en sus asuntos, lo hacía poniéndoles
nuevamente el sambenito del Sacro Imperio Romano. Era obvio que lo más necesitaban,
ante todo, era una forma de argumento político capaz de vindicar su libertad
contra la Iglesia sin tener que cederla a nadie más.
La respuesta a este
problema fue formulada por primera vez en Padua, la más destacada república
lombarda, poco después de que el fracaso de la expedición imperial de 1310-1313
había hecho imposible el tipo de solución propuesta por Dante. La contribución
clave fue de Marsilio de Padua (1275-1342) en su célebre tratado Defensor de
la Paz, que completó en 1324. La respuesta que propuso, y que ocupa el
segundo y más largo de los Discursos en que está dividido el Defensor el también
era resultado directo del marco que hemos esbozado, en el sentido que aportaba
(y se lo proponía) el tipo de apoyo ideológico que las ciudades-repúblicas del Regnum
Italicum más necesitaban en aquella coyuntura para defender sus
tradicionales libertades contra el Papa.
En esencia, la respuesta
de Marsilio consiste en la afirmación, sencilla pero osada, de que los
soberanos de la Iglesia han interpretado mal la naturaleza de la propia Iglesia
al suponer que es el tipo de institución capaz de ejercer alguna forma
jurídica, política o de otra índole de jurisdicción coactiva.
La otra forma en Marsilio
ataca la supremacía de los papas es elevando hasta las alturas sin paralelo los
derechos de las autoridades seculares sobre la Iglesia. Ya había afirmado que
ningún miembro de la Iglesia tiene derecho a ninguna jurisdicción coactiva en
virtud de su cargo. De allí se sigue que cualesquiera poderes coactivos que
puedan ser necesarios para la regulación de la vida cristiana deben ser
ejercidos, por derecho, exclusivamente por “el legislador humano fiel”, término
de Marsilio para el poder secular más elevado dentro de cada reino o
ciudad república.
A finales del siglo XIII,
la mayor de las ciudades eran víctimas de facciones internas hasta tal punto
que se vieron obligadas a abandonar sus constituciones republicanas, a aceptar
el férreo régimen de un solo signore, y a dar el paso de una forma libre
de gobierno a otra despótica, con la intención de alcanzar una mayor paz civil.
La causa radical de esta
erosión hay que buscarla en las divisiones de clase que empezaron a
desarrollarse a comienzos del siglo XII. El rápido ritmo de comercio dio
prominencia a nuevas clases de hombres, gente nuova, que pronto se
enriquecieron como mercaderes en las ciudades y en los circundantes contada.
Sin embargo, pese a su
creciente riqueza, estos popolani no tenían voz en los consejos de
gobierno de sus ciudades, que continuaban firmemente bajo el mando de las
antiguas familias de magnates. Al ampliarse estas divisiones, empezaron a
generar un alarmante aumento de violencia civil, en que los popolani luchaban
por obtener reconocimiento mientras los magnates se esforzaban por mantener sus
privilegios oligárquicos.
Ante este trasfondo de
crecientes luchas civiles, no es de sorprender que a finales del siglo XII una
mayoría de las ciudades del Regnum Italicum hubiese llegado a la
conclusión, más o menos voluntaria, de que su mejor esperanza de supervivencia
estaba en aceptar el gobierno fuerte y unificado de un solo signore en
lugar de tan caótica libertad.
Este cambio de gobierno in
libertá, a gobierno a signoria, se logró limpia y rápidamente en la mayoría
de las ciudades del Regnum Italicum, sin duda como consecuencia del
cansancio producido por el trasfondo de incesantes luchas entre facciones. Pero
hubo, varias importantes excepciones a esta regla. Unas cuantas de las ciudades
se dedicaron a resistir al surgimiento de los déspotas, con todo vigor y
algunos casos triunfalmente, desarrollando en el proceso una agudizada
conciencia propia acerca del valor especial de la independencia política y el
gobierno republicano.
La primera ciudad que
organizó una determinada defensa de su constitución republicana fue Milán.
Cuando los popolani exiliaron a sus adversarios y nombraron a Martin
della Torre como signore del pueblo en 1259. Pero la ciudad que hizo más
que ninguna otra por contener el avance de los déspotas de entonces fue desde
luego Florencia. Como hemos visto, los florentinos lograron rechazar todo
desafío interno a su independencia durante el siglo XIII. Cuando Manfredo los
atacó en el decenio de 1260 se aliaron con Carlos de Anjou y pronto conjuraron
la amenaza.
Estos esfuerzos por
resistir el advenimiento de los signori fueron acompañados en cada caso
por el desarrollo de una ideología política destinada a vindicar y subrayar las
virtudes especiales de la vida pública republicana. Puede argumentarse que el
surgimiento de esta ideología a finales del duecento y principios del
trecento ha sido muy poco reconocida por los historiadores del pensamiento
renacentista.
En realidad, había dos
tradiciones distintas del análisis político, a las que podían recurrir los
protagonistas del gobierno republicano a finales del siglo XIII. Una se había
desarrollado a partir del estudio de la retórica, que había sido un importante
foco de enseñanza en las universidades italianas desde su fundación, en el
siglo XI o Ars Dictaminis. La otra había surgido de la filosofía
escolástica, introducida en Italia desde Francia en la última parte del siglo
XIII (Aristóteles, Catón y Cicerón).
Ambas tradiciones
permitieron a los protagonistas de la libertad republicana conceptualizar y
defender el valor especial de su experiencia política, y argumentar en
particular que la enfermedad del faccionalismo era curable y así, que la
defensa de la libertad podía ser compatible con la conservación de la paz.
Si primero consideramos
los argumentos que los escritores de comienzos del quatrocentto suelen
presentar al analizar los peligros a la libertad, veremos que, aun cuando
plantean a menudo las mismas preguntas de sus predecesores, generalmente llegan
a un conjunto de respuestas marcadamente contrastantes. Los humanistas ya no
hacen gran hincapié en los peligros del faccionalismo. La razón de este cambio
de perspectiva quizá deba buscarse en el hecho de que, con la promulgación de
una constitución en 1382, cuatro años después de la revuelta de los Ciompi, Florencia
entró en un periodo insólitamente estable de dominación oligárquica, que duró
bastante más de una generación.
Si miramos hasta el
decenio de 1430, veremos que el temor al faccionalismo revive en tratados como La
Vida Cívica de Mateo Palmieri. Pero si enfocamos la primera de humanistas,
encontramos un sentido mucho más optimista de que las dificultades
constitucionales de la república bien pueden haberse resuelto. Leonardi Bruni
en particular hace sonar una nota excesivamente optimista en el Elogio, de
Florencia, que compuso entre 1403 y 1404. No solo glosa toda prueba
sobreviviente de antagonismo faccionales, sino que se siente autorizado a
jactarse, diciendo que “hemos logrado equilibrar todas las secciones de
nuestra ciudad de manera tal que produzca armonía en todo aspecto de la
república”
El primer humanista
cívico que lanzó un ataque explícito al valor de la monarquía fue Salutati,
quien expidió una carta pública sobre este tema, allá en 1376, complementándola
con otra carta en elogio de la libertad republicana en 1392. Bruni apoya con
entusiasmo la misma posición en su Oración a Strozzi, que incluye un
ataque explícito a quienes prefieren una forma monárquica de gobierno.
El principal argumento de
Bruni es que los reyes no pueden tener esperanzas de ser bien servidos, ya que “los
hombres buenos para ellos son mayor motivo de desconfianza que los hombres
malos, siendo la razón que la virtud en cualquiera que no sean ellos mismos
siempre constituye una amenaza”
Alberti repite el mismo
argumento en su diálogo sobre La Familia, al discutir el asunto de la “buena
administración”. Insiste en que en las cortes principescas, los buenos
siempre son superados en número por los hipócritas, los aduladores y los
envidiosos”, con el resultado de que “rara vez es bien recompensada la
virtud” por príncipes o reyes. La conclusión es obvia, como ya lo había
declarado Bruni en su Oración, es que “la forma popular de gobierno”
debe ser tratada como la “única forma legítima”, por razón que no sólo “hace
posible la verdadera libertad e igualdad ante la ley para todo el cuerpo de
ciudadanos” sino que también “permite el florecimiento de las virtudes
sin provocar ninguna desconfianza”
El punto final en que
puede decirse que los humanistas de principios del quatrocentto se
apoyaron en conceptos anteriores acerca de la idea de libertad política se
encuentra en su filosofía histórica, y especialmente en la preferencia que
expresan por la libertad de la república sobre el despotismo de los últimos
años del Imperio.
Donde más claramente
aparece esto es el Elogio de Bruni, que corrobora la tesis de Salutati
en el sentido de que Florencia originalmente no fue fundada por Julio Cesar,
como siempre se había supuesto patrióticamente, sino, antes bien, por los
veteranos de Sila en los últimos años de la república. Como Florencia es tan
famosa por sus libertades republicanas, a Bruni le parece obvio que “esta
colonia debió ser establecida en un momento en que la ciudad de Roma más
florecía en poder y libertad”. Concede que “esta libertad fue socavada,
no mucho después del establecimiento de la colonia, por los más atroces
crímenes”. Pero insiste en que “tan esplendida colonia romana” solo
pudo establecerse cuando “la libertad del pueblo no le había sido arrancada
por ningún César, Antonio, Tiberio o Nerón”.
Este
elogio a la república romana va acompañado por una activa hostilidad hacia
Julio César en que una vez más se repiten las ideas de los predecesores
escolásticos de Bruni. Cesar es tratado en el Elogio como el gozne en rededor
de cuya carrera gira la libertad de de la república romana, hasta para en la
tiranía del Imperio. Antes de él llegaron Camilo, Escipión, Marcelo y Catón
todos ellos “hombres sacros y meritorios”. Luego llegó el propio Cesar,
del que se dice que “sus muchos y graves vicios”, que incluyeron “la
proscripción de ciudadanos inocentes” superaron “sus muchas y grandes
virtudes” . Y después de César, el gobierno cayó en manos de un grupo de
hombres que “no fueron redimidos de sus vicios por ninguna virtudes”
incluso el aborrecible Calígula “quien deseo que el pueblo romano tuviera
una sola cabeza”.
El único punto en que
pueda decirse que Bruni y sus seguidores extendieron el análisis ofrecido por
los anteriores teóricos escolásticos se encuentra en la explicación que ofrecen
de la grandeza de la república romana y la decadencia del Imperio. Bruni
considera la historia de Roma como la más clara prueba de su idea de que un
pueblo ha de alcanzar la grandeza mientras tenga libertad para intervenir en el
negocio del gobierno, y está condenado a caer en la corrupción en cuanto se
deja arrebatar esta libertad.
Alude primero al
surgimiento y caída de Roma como mejor prueba de su teoría, en su Elogio de
Florencia, donde observa que “después de que la república fue transferida a
las manos de un solo hombre, no pueden encontrarse ya espíritus célebres y
talentosos”.
Pero su principal desarrollo de la tesis aparece al principio de su Historia
del pueblo florentino, compuesta en su mayor parte entre 1414 y 1420.
El libro I consiste en
una visión sinóptica de la historia de Italia, desde los orígenes de la
república romana hasta las campañas contra Federico II, a mediados del siglo
XIII. El principio organizador de este estudio es la idea de que el crecimiento
y el desplome de la hegemonía romana deben explicarse básicamente por la
realización y pérdida de la libertad política.
Se considera que el
progreso triunfante de la república ilustra de que “cuando se allana el
camino a la grandeza, los hombres se levantan con mayor facilidad, mientras
que, cuando lo encuentran cerrado, cae en la molicie”. Y a la inversa, nos
dice que la corrupción y caída de Roma datan “del momento mismo en que se
suprimió la libertad del pueblo, y cayeron bajo el gobierno de los emperadores”.
Con la llegada del principado “el pueblo rindió su libertad” y “con
la pérdida de su libertad se desvaneció su fuerza”
El descubrimiento los
llamados humanistas cívicos a principios del siglo XV, fue que, a
consecuencia de haber adquirido tantos textos nuevos y de llegar así a
reconocer cuán lejos habían sido escritos originalmente, en –y para- un tipo
muy distinto de sociedad, los humanistas gradualmente empezaron a adoptar una
nueva actitud hacia el mundo antiguo. Hasta entonces, el estudio de la Antigüedad
clásica, con sus altibajos a lo largo de la Edad Media, no había generado
ningún sentimiento de radical discontinuidad con la cultura de Grecia y Roma.
Se produce lo que
Panofsky denominó como un principio de disyunción; entre el empleo de las formas
clásicas y la insistencia en que transmitieran mensajes de significación
contemporánea. En resumen, el pasado clásico fue considerado, por primera vez,
como totalmente separado del presente. Se alcanzó un nuevo sentido de la
distancia histórica, como resultado del cual la civilización de la antigua Roma
empezó a aparecer como una cultura totalmente separada, que merecía, que en
realidad requería, ser reconstruida y apreciada, hasta donde fuera posible, en
sus propios términos distintivos.
El síntoma más importante
de la nueva visión fue, desde luego, el desarrollo de un estilo clásico no
anacrónico. Esto se logró por primera en la escritura y arquitectura de
Florencia de comienzos del quottrocentto: Ghilberti y Donatello
empezaron a imitar las formas y técnicas exactas de la estatuaria antigua,
mientras que Brunellleschi hizo una peregrinación a Roma para medir la escala
precisa y las proporciones de los edificios clásicos. Dentro de una generación,
una transformación similar había invadido el arte de la pintura: Mantegna
empezó a introducir un clasicismo exacto en sus frescos, y los mismos valores
pronto fueron adoptados y desarrollados en Florencia por Pollaiuolo, Boticelli
y toda una larga sucesión de sus discípulos y seguidores.
El punto decisivo, para
los propósitos de nuestro argumento, es que lo mismo puede decirse de la
revolución organizada por los humanistas en el estudio de la retórica y la
filosofía antiguas en el curso del siglo XIV. El héroe de esta historia es Petrarca.
Finalmente, Petrarca logró superar la disyunción entre los fundamentos clásicos
del Ars dictaminis y los propósitos prácticos que básicamente estaba
destinado a servir. Rechazando todo intento de insertar los escritos de Cicerón
en las tradiciones preestablecidas de la instrucción en las artes retóricas,
trató de recuperar, lo que el propio Cicerón había considerado como el valor
especial de una educación fundada sobre una combinación de retórica y filosofía.
El renacer de la vir
virtutis ciceroniana en Petrarca se tradujo en un anhelo de libertad
patriótica entre los humanistas italianos del siglo XV, exhortando a los
conciudadanos del Regnum Italicum a restaurar antiguas glorias patrias.
Esta demanda ya es central en el análisis de virtus hecho por Petrarca,
hermosamente expresado en su famosa canzone “Mi Italia” que
incluye esta estrofa:
Virtud
contra furor
Las
armas tomarán; y será breve el combatir
Que
el antiguo valor
en
los itálicos corazones aún no ha muerto
Aseverar que los hombres
son capaces de alcanzar la mayor excelencia es implicar que deben se aptos para
superar todo obstáculo puesto en el camino de tal meta. Los humanistas
reconocen de buena gana que su visión de la naturaleza humana les hace apoyar
un análisis muy optimista de la libertad y las facultades del hombre, y por
consiguiente pasan a ofrecer un exaltante concepto del vir virtutis como
fuerza social creadora.
Francesco Guicciardini,
al escribir su Historia de Italia poco antes de 1540, dividió el
Renacimiento tardío en dos periodos distintos y trágicamente opuestos de
desarrollo político. Como lo explica al principio de la Historia, la
línea de demarcación cae en 1494, año en que “tropas francesas , convocadas
por nuestros propios príncipes, empezaron a provocar aquí muy grandes
disensiones”.
Antes de este momento fatal “Italia nunca había disfrutado tanta
prosperidad ni conocido una situación tan favorable”. Los
largos años de conflicto en Florencia y Milán finalmente habían terminado en
1454, después de lo cual “por doquier reinaron la mayor paz y tranquilidad”.
Sin embargo, con la llegada de los franceses, Italia empezó a padecer “todas
aquellas calamidades que habitualmente afligen a los miserables mortales”
Cuando Carlos VIII
invadió el país en 1494, sometió a Florencia y Roma, se abrió paso luchando
hacia el sur, hasta llegar a Nápoles, y permitió a sus vastos ejércitos saquear
los campos. Su sucesor. Luis XII, organizó tres nuevas invasiones, atacando
Milán repetidas veces y generando una guerra endémica por toda Italia. Por
último, el mayor desastre de todos llegó cuando el Emperador Carlos V, a
principios del decenio de 1520, decidió arrebatar Milán a los franceses, esta
decisión convertiría todo el Regnum Italicum en un campo de batalla
durante los próximos treinta años.
Quizás el motivo más
central del humanismo renacentista, sea la proposición de que virtu vince
fortuna, que la virtú sirve para superar el poder de la fortuna al
gobernar nuestros asuntos. Los humanistas siempre habían reconocido el grado
del poder de la fortuna, pero al mismo tiempo insistían en que un hombre de virtú
siempre encontrará los medios de limitar y subyugar su tiranía. Aún
encontramos parte de la misma confianza expresada por Maquiavelo y sus
contemporáneos.
En sus Discursos, Maquiavelo
declara que “sólo donde los hombres tienen poca virtú”, la “fortuna
no influye” sobre los grandes hombres, ya que “ellos no cambian, sino
que permanecen siempre resueltos”
aun ante su mayor malevolencia. Y termina su capítulo sobre la influencia de la
fortuna proclamando en su tono más elevado que, a pesar del dominio de la diosa
sobre los asuntos humanos, los hombres “no deben ceder nunca”. Deben
reconfortarse pensando en el hecho de que “siempre hay esperanza” aun
cuando “no conozcan el fin y avancen por caminos que se cruzan y que aún no
han sido explorados”. Y como hay esperanza “no deben desesperar, traiga
lo que traiga la fortuna, o en que avatares se encuentren”.
Sin embargo, al ir
desenvolviéndose la terrible historia de Italia en el siglo XVI, los últimos
humanistas fueron quedando abrumados por la sensación de que estaban viviendo
en una época en que virtú y ragione ya no eran capaces capaces de parar
los golpes de la fortuna. Los intentos de los republicanos por establecer un
gobierno popular en Roma finalmente fueron aplastados en 1527, cuando los
ejércitos de Carlos V, amotinados e incontenibles, saquearon la ciudad y
dejaron que su destino fuera decidido por las potencias invasoras. La última
república florentina fue aplastada tres años después de lo cual los Medicis
finalmente lograron acalllar las tradicionales exigencias de libertad
republicana. Ante estas pruebas estremecedoras de la malevolencia de la
fortuna, la confianza característica de los humanistas empezó a vacilar y se
desplomó, hasta llegar a un sentido de creciente impotencia, Y con esta pérdida
de fe en el poder de la virtú, llegó a su fin la gran tradición del
republicanismo italiano.
Los comienzos de esta
decadencia ya pueden observarse en Maquiavelo, quien acepta la visión, en el
fondo fatalista, de que pese a los mejores esfuerzos de nuestros estadistas,
hay un inexorable ciclo de crecimiento y decadencia por el cual ha de pasar
toda comunidad. No hay señales de esta visión determinista de la condición
humana en El Príncipe, pero los Discursos empiezan con una
explicación completa de la teoría polibiana de los ciclos inevitables.
Maquiavelo afirma que todas las comunidades son originalmente gobernadas por
príncipes que, al ser hereditarios, degeneran en tiranos, provocando así
conjuras de parte de la aristocracia en contra de ellos. Entonces, los
aristócratas implantan sus propios gobiernos, que pronto degeneran en
oligarquías, provocando conspiraciones de parte de las masas.
Éstas, a su vez,
implantan democracias, que a la postre conducen a la anarquía, lo cual les
persuade a retornar a la posición inicial de gobierno por un príncipe. Desde
luego, Maquiavelo cree que estas inevitables etapas de corrupción y declinar
pueden evitarse mediante el establecimiento de una forma mixta de régimen
republicano, ya que esto permite que las fuerzas de las tres formas puras de
gobierno se combinen, sin sus concomitantes flaquezas. Pero más adelante pone
en claro que, tomando la perspectiva más vasta sobre los asuntos los asuntos
humanos, hemos de concluir que a la postre, la fortuna se hace cargo de todo.
No sólo acepta la convencional creencia humanista en que ocurren muchos
acontecimientos y suceden muchos infortunios contra los cuales los cielos “no
han querido que se tomen medidas”. Y hasta llega a afirmar que la “historia
en conjunto es testigo” de la afirmación mucho más pesimista de que “los
hombres pueden secundar su fortuna, pero no pueden oponérsele”, y así, que
“pueden actuar de acuerdo con su ordenes, pero no infringirlos”
Si ahora nos adelantamos
más de una década, a partir de los Discursos de Maquiavelo, y nos
volvemos hacia las Máximas de Guicciardini y su Historia, encontraremos
un sentido grandemente intensificado del desequilibrio entre los poderes de la
fortuna y las capacidades del hombre. Las Máximas empiezan con ciertas
reflexiones bastante convencionales sobre el hecho de que la fortuna desempeñe
“tan grande papel” en nuestras vidas y “tenga gran poder sobre los
asuntos humanos”. Pero no pasa mucho tiempo antes de que empiece a oírse
una nota de creciente desesperación. Guicciardini reconoce que “todas las
ciudades, todas las regiones son mortales” y que todo “sea por
naturaleza, sea por accidente, termina en algún tiempo” a pesar de los
esfuerzos que podamos hacer para impedir este desplome último.
En consecuencia, se
concentra tratando de reconfortar a quienes, como él mismo, se encuentran
viviendo “en las etapas finales” de la existencia de su país, y dice
que un hombre que se encuentra en semejante situación “no debe sentir tanta
lastima hacia su país como hacia sí mismo”, ya que “lo que ocurrió a su
país era inevitable” en algún punto, mientras que “nacer en un tiempo en
que ha de ocurrir semejante desastre”, sólo puede considerarse como un
infortunio terrible y gratuito. Para cuando llegó a escribir su Historia en
los últimos años de su vida, esta sensación de vivir en una época de catástrofe
irreversible había llegado a dominar toda la visión de Guicciardini.
Abandonando la creencia humanista en que el principal deber del historiador es
dar a sus lectores preceptos y consejos útiles, dedica todo su relato a narrar
la tragedia de la progresiva explotación final y desplome de Italia.
Por último, cuando
llegamos a un escritor como Boccalini, que trata de avanzar entre las ruinas de
la tradición republicana a finales del siglo XVI, encontramos un tono de franca
desesperación. El último Libro de Los Consejos desde el Parnaso contiene
una escena en que “todos los principales potentados de la Tierra” se
encuentran ante “ el censor público de los asuntos políticos”, para ser
condenado por turnos, en el estilo más despiadadamente irónico de Boccalini,
por no haber dado a sus ciudadanos ni la menor apariencia de un gobierno sano y
eficaz.
El Sacro Romano Emperador
es acusado de negligencia escandalosa; los franceses son acusados de auténtica
locura: a los españoles se les dice que su gobierno es “odioso a los
hombres”; los ingleses son estigmatizados como peligrosos herejes; el Imperio
Otomano es execrado por su cruel rigor” y aun a Venecia se le advierte
que su serenidad está en peligro, por los excesos de sus nobles
Cada gobierno trata de defenderse,
pero las justificaciones que ofrece sólo sirven para subrayar la triste
conclusión de que la época de la virtú ha llegado a su fin. Algunos de
ellos tratan perversamente de argüir que sus aparentes flaquezas son, en
realidad, pruebas de la sabiduría de sus estatistas. Así los franceses se
quejan de haber censurados por “las virtudes primarias” de su gobierno,
mientras los otomanos defienden su crueldad en términos estrictamente
maquiavélicos, insistiendo en que “las virtudes heroicas de la demencia y la
bondad” sólo sirven para poner en peligro “ la tranquilidad y la paz de
los estados”
Las
naciones más modestas reconocen que su conducta es repugnante, pero insisten en
que el maligno poder de la fortuna y sus propias circunstancias, generalmente
adversas hacen imposible pensar siquiera en alguna reforma. El Emperador
declara que los problemas de su gobierno son tan intratables que harían que el
propio “Rey Salomón” pareciera “un necio”. Los españoles
reconocen que su gobierno es “deficiente y lleno de peligro”, pero
protestan diciendo que no está en su poder sugerir siquiera algún remedio. Y el
Rey de Inglaterra simplemente se echa a llorar sin tratar siquiera de
defenderse. Toda la época aparece condenada como aquella en que la virtú es
ya casi irreconocible y, de ser reconocida, ya no se la práctica.
III. La libertad
Republicana en el siglo XVII (Las paradojas de Hobbes)
Quentin
Skinner señala que la eclosión de esta noción de libertad se produjo durante la
Revolución puritana inglesa, a mediados del siglo XVII. Lo que Harrington llamó
la libertad de una commonwealth (república). Al igual que Nedham en la
introducción a su obra Excellency of a Free State (La excelencia de un
Estado Libre).
“Los
romanos alcanzaron una cumbre, más allá de lo imaginable después de la
expulsión de los reyes y del gobierno monárquico. Estas cosas no suceden sin
una razón concreta, pues es más frecuente que en los Estados libres, al
dictarse un decreto, se tenga una mayor consideración hacia el interés público
que hacia los intereses particulares: lo opuesto sucede en una monarquía, porque
en esta forma de gobierno la voluntad de la príncipe pesa más que cualquier
consideración del bien común. Y de ahí que cuando una nación pierde su libertad
y cae bajo el yugo de un tirano, de inmediato pierde su antiguo lustre”
El
autor de De Cive y Levitan era muy consciente de la existencia de una
tercera libertad heredera de griegos y romanos, pero, paradójicamente, Hobbes
se mofa en el Leviatan se de la república auto gobernada de Lucca y de
las ilusiones que abrigan sus ciudadanos sobre su modo de vida o aparentemente
libre. Han escrito, dice Hobbes: “en las torretas de la ciudad de Lucca, en
el día de hoy y con grandes caracteres, la palabra LIBERTAS”
Para
Hobbes no tendrían razón, para creer que, en cuanto ciudadanos comunes y
corrientes, tendrían una mayor libertad de la que tendrían bajo el Sultán de
Constantinopla. No se darían cuenta de que lo que importa para la libertad
individual no es el origen de la ley sino su alcance y que, por lo tanto, “la
libertad sigue siendo la misma bajo un Estado monárquico o popular”.
Harrington
replica de manera directa. Como súbdito del sultán se es menos libre que como
ciudadano de Lucca, simplemente porque la libertad en Constantinopla, por muy
amplia que sea, seguirá dependiendo por completo de la buena voluntad del
sultán. Pero esto significa que en Constantinopla se sufre una forma de
limitación ajena incluso para el más humilde ciudadano de Lucca.
Lo
que se puede decir y hacer estará siempre limitado por la conciencia de que,
tal y como señala Harrington sin ambages, incluso el más grande de los pachas
en Constantinopla no es ni siquiera dueño de su cabeza y está expuesto a
perderla en cuanto hable o actúe de modo que ofenda al sultán. En otras
palabras, el solo hecho de que la ley y la voluntad del sultán sean una misma
cosa implica una limitación de la libertad del individuo. La libertad no es la
misma bajo un Estado monárquico o popular.
Al
contrario que Hobbes, el republicano afirma que para que la libertad política
se dé, no sólo hay que enfrentarse a la interferencia y a la constricción en
sentido propio, sino también a la dependencia, ya que la condición de
dependencia constituye una constricción de la voluntad, y por tanto, una
violación de la libertad. Esto significa que quien ama la verdadera libertad
del individuo no puede ser no ser liberal, pero no puede ser sólo liberal.
Debe
estar dispuesto asimismo a defender programas políticos cuyo fin sea reducir
los poderes arbitrarios que impongan a muchos hombres y mujeres una vida en
condiciones de dependencia.
Philip
Pettit pretende demostrar que este lenguaje de la dominación y de la libertad,
este lenguaje de la libertad como no dominación, está vinculado con la larga
tradición intelectual republicana que ha venido moldeando muchas de nuestras
más importantes instituciones y constituciones que asociamos a la democracia.
La
antigua tradición republicana a la que se refiere es la tradición de Cicerón en
la época de la República romana; la de Maquiavelo de los Discursos, y de
otros varios autores de las repúblicas renacentistas italianas; de James
Harrington y un buen puñado de figuras menores durante y después del período de
la Guerra Civil y de la Commonwealth inglesa; y de muchos teóricos de la
república y la Commonwealth en la Inglaterra, la Norteamérica y la Francia del
siglo XVIII.
Las
discusiones contemporáneas sobre la organización social y política están
dominadas por una distinción que Isaiah Berlin (1958) hizo célebre. Se trata de
la distinción entre lo que él, siguiendo una tradición de finales del siglo
XVIII, describe como libertad negativa y libertad positiva.
Berlin
topó con la tradición que distinguía entre la libertad de los antiguos y la
libertad de los modernos. Lo que llevó a la clara sugerencia de que mientras la
libertad negativa hacia mención a la no interferencia, la libertad positiva sería
el tipo ideal que reduce sólo a esos celebradores de los tiempos premodernos,
que son los aficionados románticos de la contra ilustración, Herder, Rousseau,
Kant, Fichte, Hegel o Marx.
Para
Pettit existe un tercer enfoque de entender la libertad, y las exigencias de la
libertad, el enfoque republicano. Más allá de la taxonomía berliniana, existe
una libertad de no dominación, de ausencia de servidumbre, esto es, ausencia de
interferencia arbitraria:
“Concluyo,
pues, que no sólo hay una tercera intermedia entre las ideas de la no
interferencia y el autodominio. También resulta perfectamente plausible pensar
en esta alternativa como en un ideal de libertad política y social”
La
línea seguida por los republicanos se revela en su concepción de la libertad
como ciudadanía o civitas. La ciudadanía es un status que sólo puede existir
bajo un régimen adecuado de derecho.
Por
tanto, lo que hace que la idea de libertad como no dominación tenga sentido no
es sólo la ecuación republicana de libertad y ciudadanía-con su implicación de
que las leyes crean libertad- También le da sentido la aseveración
harringtoniana- afín a la anterior -, según la cual las condiciones en las que
un ciudadano es libre son las mismas en las que la ciudad o el estado es libre.
III.
El nacimiento del Estado Moderno y la teoría del autogobierno republicano
contemporáneo
Ya
en el siglo XIV, es posible encontrar el término latino status- junto
con algunos equivalentes en las lenguas vernáculas tales como estat, estato
y state usado de manera general en una variedad de contextos políticos.
Durante este período de formación, estas expresiones eran utilizadas sobre todo
para aludir al estado o posición de los propios gobernantes. Hacia fines del
siglo XIV, el término status también se usaba regularmente para hacer
referencia el estado de un reino o república. Esta concepción del status
republicae tiene un origen clásico, y puede hallarse en las historias de
Livio y Salustio, así como en los discursos y obras políticas de Cicerón.
Para
el momento en que nos encontramos con El Príncipe de 1513, la cuestión
de lo que los gobernantes deberían hacer para mantener su posición política
había llevado a ser el tema principal del debate. Los consejos de Maquiavelo
están casi enteramente dirigidos a los nuevos príncipes que quieren “mantener
lo stato”, conservar sus posiciones en los territorios que hubieran podido
heredar o adquirir.
La
introducción inglesa del De Cive de Thomas Hobbes de 1651, comienza con
la promesa de investigar el derecho del Estado y con los deberes de los
ciudadanos.La introducción al Leviatán, publicado por primera ese
mismo año, anuncia de modo similar que el propósito de la obra será analizar “ ese
Gran Leviatán que llamamos república o Estado”.
Desde entonces, la idea de que la confrontación entre individuos y estados
proporciona el tema central de la teoría política ha llegado a ser
universalmente aceptada.
Al
entender a lo que el estado republicano contemporáneo debería hacer, la primera
cosa que hay que observar es que el republicanismo ofrece al Estado un
lenguaje pluralista en el que formular los agravios que él habrá de tratar de
rectificar: un lenguaje de libertad, en el que es posible dar sentido a una
variedad de exigencias dirigidas al estado. Esas causas no sólo incluyen la
tradicional y conservadora petición de orden y predictibilidad-y en verdad, de
propiedad privada-, sino también causas tan diversas como el ambientalismo, el
feminismo, el socialismo y el multiculturalismo.
“Yo
sostendré que el lenguaje republicano de la libertad como no dominación
proporciona un medio que permite articular un buen número de agravios. No sólo
tiene un atractivo universal como lenguaje de la libertad. También resulta
pertinente para un sinfín de causas específicas, particularistas incluso”.
Hay
cinco grandes ámbitos de toma de decisiones políticas-que tocan a la defensa
exterior, a la protección interior, a la independencia personal, a la
prosperidad económica y la vida pública.
El
Estado republicano no sólo debe tratar de combatir concepciones dominadoras del
dominium; también debe guardar de la dominación procedente del imperium
del estado, tiene que preocuparse tanto por lo que hace el estado, cuanto
por lo que es: tanto por los objetivos del estado, cuanto por sus formas.
“La
lección es que los instrumentos empleados por el estado deberían ser, en lo
posible, no manipulables. Diseñados para la promoción de ciertos bienes
públicos, tendrían que ser máximamente reluctantes a su empleo arbitrario,
banderizo quizá”
Si
el modo de operar del estado no ha de estar sujeto a manipulación sobre bases
arbitrarias, hay unas condiciones constitucionalistas que deben ser
plausiblemente satisfechas.
1.-
El Imperio de la ley
2.-
Restricción de la dispersión de poder
3.-
La contramayoría, según la cual tienen que dificultársele, no facilitársele a
la voluntad mayoritaria las modificaciones de al menos ciertas áreas
fundamentales del cuerpo de leyes.
El
único modo de un régimen republicano para garantizar que la discrecionalidad
constitucionalista no sea hostil a los intereses del conjunto de la ciudadanía,
es la introducción sistemática de posibilidades de disputar los actos del
estado por parte de la gente corriente. Se trata de una democracia basada en la
disputabilidad por parte de la gente de cualquier cosa que pueda hacer el
estado. Esta democracia contestataria será incluyente y deliberativa.
“la promoción de la libertad como no dominación exige, que se haga algo para
garantizar que la toma pública de decisiones atienda a los intereses y a las
interpretaciones de los ciudadanos por ella afectados…Requerir que la toma de
decisiones públicas sea disputable desde cualquier rincón de la
sociedad, es insistir en que la toma de decisiones adopte un determinado perfil
democrático. La democracia según se entiende corrientemente, va ligada al consentimiento;
está casi exclusivamente vinculada a la elección popular del personal del
estado, o al menos, con la elección popular de la legislatura.
Pero
la democracia puede entenderse también, sin necesidad de forzar indebidamente
nuestras instituciones, de acuerdo con un modelo más de disputa o de disenso
que de consenso. De acuerdo con este modelo, un gobierno será democrático, un
gobierno representará una forma de poder controlado por el pueblo, en la medida
que el pueblo, individual y colectivamente, disfrute de la permanente
posibilidad de disputar las decisiones del gobierno”.
Las
leyes que promueven los objetivos de la república, que institucionalizan sus
formas y establecen los controles regulatorios, necesitan el sostén de las
normas cívicas, necesitan el sostén de una virtud ciudadana ampliamente
difundida.
La
crítica más perspicaz a las tesis neorepublicanas de Philip Pettit, es
que pueden terminar sacrificando las libertades negativas de la tradición
contractual de gobierno representativo , desde Locke a John Stuart Mill,
en nombre de una razón instrumental o de bien común republicano
(niegan un “yo autónomo)”.
Tampoco aclara como una teoría de buen gobierno puede ser conciliada
con ciertas reivindicaciones comunitaristas o nacionalismos étnicos de nuevo
cuño. En este sentido, Ronald Dworkin ya afirmaba que la dignidad humana y la vida
buena son valores objetivos filosóficamente irrefutables. En definitiva,
una cultura política que no asuma este principio no puede figurar como una base
común para todos nosotros
Maurizio
Viroli reconoce compartir las tesis de Skinner y, hasta cierto punto, las del neo
republicanismo de Philip Pettit . Años atrás (en un diálogo con Norberto
Bobbio) ofertaba la ya virtud del patriotismo cívico republicano para
superar el populismo italiano .
Ahora bien, su republicanismo es más bien deudor del rapto romántico de civilidad
ciudadana presente en El Príncipe de Maquiavelo, de virtud frente a
ferocidad, en la línea ya expresada por Petrarca. A diferencia de Pettit, su republicanismo
de proyección universalista se ofrece como alternativa a otras grandes
tradiciones, la liberal y la comunitarista.
No
en vano, su obra Republicanismo es todo un recetario de “utopía de
libertad y buen gobierno”, fundamentada en un ideal de ciudadanía, que en
Maurizio Viroli sería herramienta útil para salir del marasmo político y
social que plantean tanto la atomización neoliberal como el tribalismo étnico.
Conclusión:
En
primer lugar, convendría subrayar que la explicación neorromana del
surgimiento y desarrollo de la Libertas republicana de Skinner, no
encuentra contrapartida epistemológica, ni histórica, plausible, alguna, con el
mero renacer del vivere civile aristotélico planteado por Pocock.
Maquiavelo,
el gran filósofo de la libertad republicana, nunca bebió de fuentes
aristotélicas para elaborar sus tesis en sus Discursos o en el Príncipe.
Maurizio Viroli en sus estudios sobre republicanismo no cuestiona este último
punto.
En
segundo lugar, años atrás, en un diálogo abierto sobre el estado actual de la res
pública entre Viroli y, el ya fallecido, Norberto Bobbio, ambos concluyen
que la libertad y el buen gobierno republicano no viven precisamente su mejor momento
maquiavélico.
La
reciente apuesta de Viroli en su Republicanismo, la de trascender el
nacionalismo étnico a través de un patriotismo cívico de cuño republicano,
choca con la tozuda realidad de un mundo que se debate,,entre la atomización liberal
y el comunitarismo.
Amenazada
por populismos y nacionalismos de nuevo cuño (en el contexto de plena ofensiva
neoliberal) La República languidece. Las tesis de Pettit no explican,
por último, como combinar y hacer compatible el buen gobierno y la libertad
republicana con “políticas de reconocimiento”, si suelo ético alguno.
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