H. C. F. Mansilla
La cultura política autoritaria y la carencia de
racionalismo en la vida social boliviana
La cultura política del autoritarismo es aún hoy
predominante en Bolivia, donde la modernidad ha tenido un impacto relativamente
moderado. Pese a su retórica revolucionaria, los partidos y movimientos de
izquierda preservan una mentalidad conservadora en sus prácticas cotidianas y
en sus valores efectivos de orientación. Ello se percibe también en los amplios
prejuicios sociales acerca de problemas ecológicos y demográficos y en la falta
generalizada del uso de la razón. Debido a la enorme influencia de las
ideologías izquierdistas sobre la población y los intelectuales, es imposible
pensar en una democratización y modernización del país sin el concurso de las
fuerzas izquierdistas, que deberían transitar por la senda de un racionalismo
social.
Palabras clave: autoritarismo, Bolivia, desarrollo
demográfico, Fausto Reinaga, indianismo, medio ambiente
H. C. F.
Mansilla
Authoritarian Political Culture and
Lack of Rationalism in Bolivia’s Social Life
The political culture of
authoritarianism is still prevailing in Bolivia, where modernity has had a
relatively moderate impact. Although leftist political parties and movements
practice a revolutionary rhetoric, they have preserved a conservative mentality
in their daily activities and in their effective orientation values. This can
also be ascertain in the very extended social prejudices about ecological and
demographical issues and in the generalized lack of utilization of reason. Due
to the vast influence of leftist ideologies on the population and on the
intellectuals, it has proved impossible to think of a democratization and
modernization in this country without the concurrence of the leftist forces,
which should go the way of social rationalism.
Key words: authoritarianism,
Bolivia, demographical development, environment, Fausto Reinaga, indianism
H. C. F.
Mansilla
La cultura
política autoritaria y la carencia de racionalismo en la vida social boliviana
El peso de la
izquierda
En Bolivia y con
urgencia necesitamos una izquierda moderna, democrática, tolerante, pluralista
y dialogante, que comprenda a los otros, es decir, a sus oponentes, una
izquierda abierta al uso de la razón para analizar y solucionar problemas
políticos, una izquierda favorable al Estado de derecho y a perspectivas éticas
que superen el cinismo consuetudinario y la indiferencia moral que han sido
inherentes a las revoluciones soviética, china y cubana y que no han estado
ausentes en los procesos bolivianos de reforma radical. Esto es muy importante,
porque la izquierda boliviana en sus muchas variantes es extraordinariamente
vigorosa, popular y bien enraizada en la mentalidad general del país. Sin su
apoyo, el país y la sociedad no cambiarán. En Bolivia la izquierda es muy pobre
en el terreno de la producción teórica, pero muy fuerte en la captación de
masas, hábil para el reclutamiento de funcionarios e indudablemente exitosa en
la manipulación de la opinión pública.
Muchos
intelectuales de izquierda, en todas sus formas de manifestación, están todavía
contra un orden social abierto, moderno y pluralista. Como dijo en una
entrevista el destacado historiador mexicano Enrique Krauze, estos intelectuales se parecen
mucho a los obispos católicos del siglo XIX: son provincianos y pueblerinos, y
también dogmáticos, arrogantes y se creen los únicos depositarios de la verdad
histórica. Aquí está el principal problema de las fuerzas de izquierda en su
configuración actual: no son conscientes de los peligros y las consecuencias
que entraña un orden autoritario. A los intelectuales progresistas les falta
igualmente la virtud de la ironía, que es, entre otras cosas, la capacidad de
cuestionar las convicciones propias más profundas y verse a sí mismos con algo
de distancia crítica.Y,
como agrega Krauze, el populismo levanta alas cuando “los más lúcidos renuncian
a decir la verdad por miedo a ser impopulares”.
Por otra parte Rafael Archondo
habla de la “indulgencia apabullante”que
los cronistas y analistas progresistas emplean cuando se refieren a los hechos
y los errores de la izquierda, indulgencia que asimismo abarca fenómenos como
el surgimiento de élites privilegiadas, el desprecio del Estado
de derecho y el fomento del narcotráfico y otras actividades ilícitas. Para la
mayoría de nuestros intelectuales de izquierda no ha existido el totalitarismo
de la Unión Soviética bajo Stalin o de la China en la época de la Revolución Cultural. Ellos prefieren ignorar asuntos como Cambodia bajo Pol Pot, Corea del
Norte desde la instauración de la dinastía Kim o Cuba durante la dictadura de
los hermanos Castro. Los intelectuales
progresistas no quieren percatarse de que a menudo los regímenes izquierdistas
y populistas han resultado ser un remedio peor que la enfermedad
socio-histórica que pretendían curar.
La carencia de
un espíritu crítico con el ejemplo del indianismo
Se puede afirmar, con cierta
cautela, que en Bolivia los intelectuales no se interesan efectivamente por los
derechos de terceros, por los problemas del medio ambiente o por una educación moderna, racionalista y
democrática. La crítica de las izquierdas es indispensable porque a través de
este esfuerzo podemos acercarnos a comprender la magnitud y la intensidad de la
cultura política autoritaria, que lamentablemente todavía predomina en el país.
La crónica de los últimos años en Bolivia nos han recordado la vigorosa
persistencia de valores tradicionales, que van desde el machismo cotidiano
hasta la irracionalidad en las altas esferas burocráticas. Las consecuencias
son muy variadas: la pervivencia de una burocracia muy inflada y poco
productiva, el saqueo irracional de los bosques y de otros ecosistemas
naturales, la improvisación en todos los ámbitos y el pensar permanente en el
corto plazo. Un ejemplo elocuente de esto último es el reparto de los parques
nacionales a favor de agentes inescrupulosos que siempre tienen buenos
contactos en la burocracia estatal. En el campo gubernamental la preocupación
por la conservación del entorno natural a largo plazo ha mostrado ser mera
retórica, y esto en todos los gobiernos.
Los
pensadores izquierdistas reproducen las clásicas cualidades de las personas
provenientes de los estratos sociales privilegiados: arrogancia, megalomanía y
egocentrismo. Este tema no es insignificante y trivial, porque está
estrechamente vinculado a la aparición y consolidación de un desprecio
dogmático con respecto al que piensa de modo distinto. Precisamente este
fenómeno se da también en círculos indianistas, que una opinión ingenua podría
considerar como el espacio privilegiado de la modestia, la tolerancia y la
reivindicación de viejos anhelos de justicia histórica. Un ejemplo claro ha
sido Fausto Reinaga,hasta ahora el pensador e inspirador más importante
del indianismo, quien – sin
ironía – se comparó explícitamente con los grandes oradores de la historia
universal, desde Demóstenes y Cicerón hasta Lenin y Trotzki, exclamando
alborozado en su autobiografía Mi vida: “Domé, dominé y poseí a mi
auditorio”.
Como Reinaga mismo admitió, en 1944, cuando fue candidato oficialista a la Convención Nacional durante el gobierno de Gualberto Villarroel, utilizó toda clase de mañas
y artimañas para conseguir una victoria electoral, instigando abiertamente a la
violencia física contra sus opositores. En la obra citada él relató con
auténtica fruición las trampas y los engaños que concibió para ganar por la
fuerza una diputación.
Menciono
estos hechos, en el fondo baladíes, porque las actitudes reiterativas de
Reinaga y las normativas éticas que subyacen a las mismas son aquellas que
practican numerosos miembros de todas las fracciones de la clase política
boliviana. Lo relevante reside en el hecho de que hasta ahora nadie ha
criticado a Reinaga por este asunto, porque las triquiñuelas que utilizó son
parte cotidiana de la cultura autoritaria del país, la que se ha convertido en
algo naturalizado como obvio y sobreentendido, es decir en una porción
importante – y apreciada favorablemente – de la mentalidad nacional.
En
numerosos escritos Reinaga predicó la lucha de razas en lugar de la
confrontación de programas e ideas y para ello legitimó todo uso de la
violencia física. Distinguidos escritores del presente predican lo mismo, pero
ahora revestido de un tenue barniz científico a la moda del día. Él y sus
allegados no se dedicaron a promocionar una educación moderna o una actitud
abierta y humanista entre sus adherentes, sino que propiciaban lo rutinario y
convencional en la vida de los partidos políticos bolivianos: “el adoctrinamiento
de los militantes”, quienes recibían “las lecciones” de la jefatura indianista,
que luego debían reproducir sin dudas ni discusiones. Esta enseñanza no podía
ser cuestionada porque contenía “verdades de fuego”, como escribe Hilda Reinaga
Gordillo, la guardiana actual del Movimiento Amáutico. El propio Reinaga
realizó un importante aporte a una indoctrinación autoritaria al alentar una
formación de la consciencia infantil basada en el “dogma sagrado” que sería la tradición
indianista, que así quedaría exenta de todo cuestionamiento. Por otra parte, él
propalaba la idea tradicional de que la principal meta de la revolución india
estaría representada por la conquista del poder político a cualquier costo; su
divisa era: “Poder o muerte”,
es decir lo habitual de las prácticas políticas autoritarias.
Estas
manifestaciones claras de una mentalidad autoritaria no pueden ser
relativizadas mediante el cómodo procedimiento postmodernista de aludir al
“contexto” en que surgió el indianismo, en el cual habría sido necesario
“levantar la auto-estima”
de las masas indígenas, como aseveran ahora los representantes de la ortodoxia
indianista. Con este argumento se puede justificar cualquier violación a los
derechos de terceros. Según esta concepción todos los distintos modelos de
organización social poseen una historia auténtica, que no puede ser comparada
con otras y menos aún criticada desde un punto de vista racionalista. La
existencia de valores propios de orientación mostraría que estos últimos son
los mejores y los más elevados para el sujeto respectivo, lo que impediría
cualquier crítica desde afuera. Así, profilácticamente, se condena todo
análisis de las tradiciones de uno mismo, de los saberes ancestrales y – lo más
importante – del legado de autoritarismo e irracionalismo que puede contener la
propia historia. En el caso boliviano se consigue así un blindaje perfecto con
respecto al pasado y a las culturas prehispánicas, que de esta manera quedan
fuera de toda crítica seria.
Parece que la evolución posterior de las varias tendencias del movimiento
indianista no ha superado esta situación liminar.
El
autoritarismo no es una cualidad exclusiva de las tendencias izquierdistas.
Basta referirse al nazismo alemán, al fascismo italiano y a sus variantes
contemporáneas en numerosos países, por ejemplo en los Estados Unidos. La
fuerza que representa Donald Trump es aún muy grande: más de setenta millones
de fieles partidarios, muy similares a los fanáticos religiosos de tiempos
pretéritos. Esa potencialidad de totalitarismo en los Estados Unidos ya fue
estudiada mediante datos empíricos por Theodor W. Adorno, quien en 1950 publicó
su estudio sobre la personalidad autoritaria, que desde entonces ha abierto el
camino para muchas investigaciones de este tipo.
Además: los
apologistas de Reinaga (y de tendencias afines) insisten en que hay que comprender
su visión del mundo y sus invocaciones a comportamientos radicales, prosiguen perdonando
todas las exageraciones del maestro y terminan justificando el autoritarismo
del gran pensador. Además: todas las escuelas sucesorias de Reinaga incluyen un
embellecimiento del pasado prehispánico (la Edad Dorada de las civilizaciones precolombinas), que no está fundamentado en ningún dato
documental o empírico y que solo produce una distorsión de la propia identidad
y de su concepción de la historia.
El tratamiento edulcorado y celebratorio del pasado andino antes de la llegada
de los españoles
produce una visión arcaizante y simplificadora de una temática compleja y
contribuye así a la preservación de una mentalidad infantil en temas sociales y
políticos.
Los
izquierdistas e indianistas se molestan si alguien califica de premoderno,
prerracional y predemocrático a un sector de la población. Creen que es una
forma sofisticada de racismo, es decir algo muy peligroso y malvado. Estos
términos son axiológicamente bastante neutrales y no constituyen una
condenación de los fenómenos descritos. No se puede evitar la alusión a la
modernidad y a sus metas normativas porque, entre otros aspectos, casi todas
las etnias bolivianas desean vivir en un medio modernizado y tecnificado,
empezando por sus sectores juveniles.
Hay que
señalar que la mayoría de los feminicidios ocurren precisamente en la Bolivia premoderna. Se trata, por supuesto, de un tema incómodo, y por ello muy interesante
para una discusión teórica. Igualmente incómoda resulta la aseveración
siguiente. Los sucesos de los últimos tiempos nos señalan claramente que una
buena parte de la población boliviana es reacia a comprender concepciones
abstractas como el distanciamiento social en ocasión de pandemias, los derechos
de terceros, el pluralismo cultural, el Estado de derecho y el pensar en el
largo plazo. Son fenómenos asociados al racionalismo, tendencia teórica y social
que fue muy escasa en la época colonial y que no ha sido aclimatada
adecuadamente durante la república. El sistema escolar, las tradiciones
populares y hasta los intelectuales más ilustres promueven un modelo
civilizatorio basado en los sentimientos, las emociones y las intuiciones, que
puede ser muy fructífero en el campo cultural y en la vida familiar, pero que
es anacrónico y hasta peligroso en las esferas política y económica.
La mediocridad
general de los actores políticos
Los
partidos opositores al gobernante Movimiento al Socialismo (MAS) no han hecho
hasta hoy nada relevante para reducir la cultura del autoritarismo y para fomentar actitudes
racionales. La oposición al MAS – de una apabullante mediocridad en todo
sentido – no representa un “destino errático”,
como afirma un texto editorial de Página Siete, sino que desde un
comienzo (2005) ha configurado una vocación errática, que difícilmente
va a cambiar en el corto plazo. Hay que considerar fríamente que los políticos
de todos los partidos provienen de una cultura común y comparten valores de
orientación similares. Por ello a corto plazo no hay que esperar grandes
cambios en la esfera pública. Hay que señalar que el ámbito de la cultura es
mucho más reacio al cambio que el terreno de lo técnico. Por ello en el campo
de las prácticas cotidianas la mentalidad tradicional se ha consolidado
claramente desde enero de 2006. Ahora se nota, de manera más evidente que
antes, que el pluralismo de ideas y el Estado de derecho eran sólo un barniz
relativamente delgado y efímero.
La falta de un
racionalismo social a la vista de la temática ecológica y demográfica
Todo lo dicho hasta aquí se puede
deducir también de lo siguiente. La educación masiva, la mayoría de los medios
de comunicación y las prácticas familiares no son favorables a normativas
racionales, como la consideración del largo plazo, la protección del medio ambiente,
la democracia pluralista, la vigencia efectiva de los derechos humanos, la
lucha contra la corrupción y la discusión pública de opciones programáticas.
Siendo muy generosos, podemos suponer que unas diez mil personas leen los
artículos de opinión y los suplementos culturales de los pocos periódicos
serios del país que se consagran a difundir estos valores. Siendo aún más
generosos y optimistas, podemos pensar que unas cien mil personas comparten
estos puntos de vista. Esto no llega al uno por ciento de la población del
país.
La inmensa mayoría de la nación
boliviana no es, por supuesto, partidaria explícita del autoritarismo y de la
irracionalidad socio-política. En el ambiente familiar y local ha desarrollado
valiosas normativas de orden ético congruentes con principios racionales, que,
lamentablemente, no son extendidos al conjunto de la sociedad y menos a la
esfera política. El potencial antidemocrático y antipluralista, por lo tanto,
sigue siendo alto porque el culto de los sentimientos y las emociones
colectivas y el desdén del racionalismo político permanecen como predominantes.
Esto se percibe claramente en la incomprensión
de concepciones abstractas como distanciamiento social (en el tiempo de la
pandemia del coronavirus), derechos de terceros, pluralismo ideológico y
cultural de parte de dilatados sectores de la nación.Un estudio realizado por la Oficina Regional de Educación para América Latina y el Caribe, dependiente de la UNESCO de las Naciones Unidas,con el aval y la colaboración del Ministerio de Educación y
hecho público en 2021, llegó a la conclusión de que una parte muy considerable
de los escolares bolivianos (alrededor del 62 %) tendría considerables
dificultades para realizar operaciones matemáticas elementales, para hacer inferencias
lógicas y para comprender los textos leídos.
La base del irracionalismo social sigue más o menos incólume.
Algunos
detalles de esta temática se pueden aclarar mencionando fenómenos recurrentes
en la región andina. Al lado de la grandiosidad del paisaje de las altas
montañas se halla la chatura de la obra humana: la majestuosa cordillera como
telón de fondo y la basura plástica anunciando la proximidad de los
asentamientos urbanos. Lo más grave reside en el hecho de que nadie es
consciente de este reino de la fealdad: ni los movimientos sociales, ni los
partidos políticos, ni los intelectuales progresistas. La mayoría de los
bolivianos, independientemente de su origen geográfico, social o étnico, es
rutinaria y convencional en su vida cotidiana y en sus valores de orientación,
pero no es conservacionista en la acepción ecológica: no cuida de manera
conveniente y efectiva los vulnerables suelos y paisajes y más bien se consagra
a destruir la naturaleza. Casi todos los grupos sociales contribuyen, a veces
sin sospecharlo, a una verdadera catástrofe medio-ambiental. Tratan, por ejemplo, de ensanchar la
frontera agrícola incendiando el manto vegetal en las regiones tropicales, lo
que significa según ellos llevar el progreso a la selva. En 2019 y 2020 ocurrieron inmensos incendios en
el Oriente boliviano. Ardieron por lo menos cinco millones de hectáreas. A casi
nadie le importó. Ningún partido de izquierda, ningún intelectual indianista,
ninguna organización indigenista y ninguna representación de intereses
campesinos mostró indignación o inició una leve protesta por este fenómeno,
inducido por la mano del Hombre para ampliar la frontera agrícola. El resultado general que se puede constatar
empíricamente en Bolivia es deplorable: bosques incendiados, superficies
taladas, terrenos erosionados. En una palabra: la muerte de la naturaleza
rondando a cada paso. Prósperos empresarios y trabajadores modestos son
por igual responsables de este desastre. ¿Desastre? En el fondo todos están
contentos – salvo algunos cultivadores marginales afectados directamente por el
incendio y alguna gente sensible en los centros urbanos –, pues ahora el
terreno puede ser utilizado de manera mucho más rentable y fácil. En todas
partes una superficie desboscada por el fuego es económicamente mucho más
valiosa que una cubierta aún por la incómoda selva.
En el caso
específico de los suelos tropicales y subtropicales se puede aseverar lo
siguiente, para lo que me baso en obras aparecidas en las últimas cuatro
décadas, obras que no han perdido su eficacia explicativa y que muy
tempranamente señalaron la gravedad de la situación ecológica. En Perú y
Bolivia hay que mencionar a los campesinos consagrados al cultivo de la coca y
a la elaboración de cocaína, los cuales coadyuvan en gran escala a la expansión
de la frontera agrícola. Otros sectores, como los colonizadores, los
agricultores, los ganaderos, los trabajadores de subsistencia y los buscadores
de oro y minerales valiosos en ríos tropicales, hacen también su parte en la
reducción de las arboledas en las tierras bajas. En suma: es difícil encontrar
un sector social que no preste su ayuda a la progresiva eliminación de los
bosques tropicales.
La crisis
ecológica también toca a los colonizadores provenientes de tierras altas que
tratan de encontrar una nueva existencia en las zonas húmedas de la Amazonía. Segúnel
testimonio muy temprano de Wagner Terrazas Urquidi, los suelos
tropicales son altamente vulnerables por contener generalmente una capa de humus
muy delgada y frágil, que se deteriora de manera irremisible después de que se
destruye la cubierta vegetal original.Ante el
agotamiento relativamente rápido de la productividad de los suelos tropicales y
el surgimiento de superficies erosionadas, los colonizadores están obligados a
buscar constantemente nuevas áreas de cultivo y a ampliar sin cesar la frontera
agrícola. Este grupo social tiene una capacidad de ahorro muy limitada. Su alta
movilidad geográfica no es favorable al surgimiento de comunidades estables.
Esto repercute negativamente sobre el nivel educacional de las generaciones
jóvenes. Pero lo más relevante es que los colonizadores, mediante su sistema
itinerante de cultivos, socavan y destruyen la propia base de su existencia
futura. En este caso la crisis ecológica genera una situación dramática de
descomposición social a largo plazo.
La temática
demográfica
Para evitar precisamente este horroroso escenario, la humanidad tendría que
tomar ahora mismo severas medidas en los terrenos de la demografía y la
ecología y no dedicarse a manifiestos y conferencias que sólo sirven para
tranquilizar la consciencia de los poderosos. Pero debo admitir que todo
argumento razonable en pro del control del incremento demográfico no tiene,
lamentablemente, muchas oportunidades realistas de ser considerado en serio en
dilatadas regiones del Tercer Mundo. Elementos del subconsciente ─ imágenes de
connotaciones sexuales ─
se entremezclan con ideas normativas tradicionales (como las defendidas
irracionalmente por la Iglesia Católica) y con intereses político‑económicos de corto aliento, que creen ver en el crecimiento poblacional la solución de muchos problemas de desarrollo y que parten ingenua pero comprensiblemente de la presunción de que una evolución bien lograda está indefectiblemente ligada a lo grande y poderoso. Así, por ejemplo, muchos empresarios privados son favorables al crecimiento económico acelerado porque creen que las reivindicaciones obreras pueden ser satisfechas sin tocar la sustancia del producto social. No pocos empresarios comparten plenamente la opinión de los ideólogos izquierdistas
de que una población mayor representa un mercado interno virtual de dimensiones
apreciables.
Sobre todo los programas de
contención demográfica les parece a todos estos sectores algo excepcionalmente
perverso. Hasta hoy, pese a los avances del feminismo, hay algo de machismo
encubierto y de fantasías eróticas elementales en torno a la absoluta bondad
del crecimiento biológico. Esto se expresa en la negativa a considerar como
necesarias a largo plazo las medidas de limitación del incremento poblacional. En ello se puede encontrar un vigoroso
residuo de un catolicismo elemental, pero aún vigente.
Por ello intercalo aquí un
recuerdo personal. A partir de febrero de 1975 empecé a publicar textos sobre
asuntos ecológicos y demográficos. Entonces existía en Bolivia un solo
suplemento cultural en los periódicos, que era Presencia Literaria en el
seno del cotidiano Presencia, el más importante del país, propiedad de la Iglesia Católica. En Presencia aparecieron en total 111 ensayos míos. Sin embargo y
pese a repetidos esfuerzos nunca pude publicar allí mis artículos que se
referían, aunque sea de manera muy indirecta, a cuestiones demográficas. Mis gestiones me llevaron a conversaciones con el
director del suplemento cultural, Monseñor Juan Quirós, un destacado
especialista en temas de historia literaria, y con los redactores de la planta
principal del periódico, que eran personas de ideas izquierdistas. Todo fue
inútil: la Divina Providencia, por un lado, y el desarrollo justo de los
pueblos, por otro, no debían ni podían aceptar las constricciones propuestas
por intelectuales desalmados que no creían en la santidad de la vida.
Tempranamente se pudo constatar en Bolivia una vigorosa campaña contra toda
reflexión crítica en torno al crecimiento demográfico, que estaba encubierta
por una ideología que se decía partidaria de los valores más altos y nobles del
ser humano: el amor a la vida, a la familia y a la maternidad. El fundador y
jefe del Partido Demócrata-Cristiano, Remo Di Natale, afirmó en 1964 que la
sobrepoblación no era ni nunca sería un problema para América Latina y Bolivia
debido a la bajísima densidad de la población. La densidad poblacional de
Israel debía ser determinante para el Nuevo Mundo, y según este parámetro
Argentina debía tener por lo menos trescientos millones de habitantes. Habría
que saludar “jubilosamente” la explosión demográfica, pues el horizonte histórico
sólo brindaba esperanza a las naciones gigantes, y la primera condición para
convertirse en un país gigante era poseer una población enorme. Ese mismo año Arturo
Urquidi, el notable sociólogo marxista y redactor de la ley de Reforma Agraria
(1953), exhortó a superar el pesimismo y aseveró que el crecimiento demográfico
acelerado es siempre un impulso al desarrollo económico y un arma contra el
colonialismo.
En marzo de 1975 el episcopado boliviano, mediante una carta abierta que
encantó a los izquierdistas de toda laya, declaró que todo intento de controlar
el crecimiento demográfico se debía a la “intención egoísta” de las
organizaciones internacionales para legitimar su propósito de dominio mundial.
En octubre de 1976 el cardenal Clemente Maurer, arzobispo de Chuquisaca,
escribió al Presidente Hugo Banzer y le dijo que gobernaría sobre un país
“débil y despoblado” si aceptaba cualquier programa de regulación de la
natalidad.
En abril de 1983 un sacerdote católico, Hermann Artale, incitó a los bolivianos
a “saltar como serpientes” sobre aquel que se pronunciara a favor de cualquier
control del crecimiento demográfico y a morderlo “sin piedad”. A riesgo de aburrir a los
lectores menciono in extenso estas ideas porque las tendencias
izquierdistas han sostenido y sostienen aún opiniones doctrinarias muy
similares. Entre las novelas, los relatos y las películas más populares del
país – consideradas además como parte irrenunciable del patrimonio cultural de
la nación – se hallan aquellas en las cuales se censura amargamente todo
proyecto de planificación familiar y todo intento de reducir el número de hijos
en los matrimonios jóvenes.
En el fondo las corrientes progresistas exhiben su naturaleza conservadora al
promocionar las familias numerosas y al ensalzar a las mujeres que paren muchos
hijos como un aporte valioso y patriótico a la lucha contra el imperialismo.
Bajo Stalin la constelación era semejante en la antigua Unión Soviética.
Aludo a
estos testimoniospara señalar cuán difícil ha sido y es toda discusión sobre la
limitación del
incremento poblacional y cómo estas concepciones están enraizadas en el imaginario colectivo. Yo sé que el tema es
tedioso, pero sirve para mostrar la persistencia de una misma mentalidad hasta
hoy. En lo relativo a la protección del medio ambiente la situación es similar
porque las metas normativas de desarrollo de casi todas las líneas políticas
prescriben un crecimiento económico acelerado, que no debería ser limitado por
innecesarias preocupaciones ecologistas, propias de sociedades ricas y
decadentes. En la Primera Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio
Ambiente Humano (Estocolmo 1972), Galo Plaza, entonces Secretario General de la Organización de Estados Americanos (OEA) y ex-presidente del Ecuador (por el Partido
Liberal), afirmó que las medidas de protección al medio ambiente representarían
“un lujo” para los países latinoamericanos, los que tendrían proyectos de
desarrollo más serios para llevar a cabo.
Enfatizo esta frase porque casi todas las corrientes políticas se han
identificado hasta hoy con estas palabras.
La carencia
del pensar racionalmente y en el largo plazo
Insisto en debatir esta temática porque nos muestra lo difícil que es para la
mentalidad tradicional boliviana el pensar racionalmente y a largo plazo. Por
ello creo que la gravedad de la situación a largo plazo, dependiente de la
conjunción del crecimiento demográfico con una utilización abusiva de nuestros
fundamentos y recursos naturales, no es comprendida en toda su magnitud e
intensidad por la mentalidad tradicional de la mayoría de la población, ni
tampoco por los círculos políticos hoy prevalecientes ni por los intelectuales
que podrían influir sobre la opinión pública. Como los síntomas actuales son de
un empeoramiento progresivo, pero no dramático de las condiciones ecológicas,
existe el peligro de que los gobiernos implementen medidas serias para
salvaguardar el medio ambiente cuando ya sea demasiado tarde. Los factores tiempo,
irreversibilidad, acumulación cuantitativa de hechos que repentinamente
originan una nueva calidad, representan lamentablemente elementos de juicio que
están fuera del pensamiento pragmático, utilitario y centrado en el corto plazo
que prevalece aún en la mayoría de la sociedad boliviana.
Estos argumentos y, en general, los postulados pro-ecológicos apuntan a un
plano racional, mientras que las ansias de crecimiento y progreso materiales
tienen que ver primordialmente con el nivel preconsciente y emotivo de la
mentalidad colectiva. Ninguna sociedad renunciará a edificar instalaciones
industriales que brinden trabajo, ingresos y adelantamiento económico si
alguien demuestra que a largo plazo ellas conllevarán daños para los nietos.
Primero viene la satisfacción de los anhelos urgentes y de los profundos, mucho
después la reflexión sobre las consecuencias de nuestros actos. Además,
poquísimas personas están (y estarán) dispuestas a poner en cuestión las
bondades aparentes de la industrialización, la agricultura intensiva y la
modernización, pues estas actividades encarnan los esfuerzos sistemáticos y los
éxitos indiscutibles de varias generaciones. Al hombre normal no se le pasa por
la cabeza que las labores más esmeradas y tecnificadas de buena parte de la
humanidad vayan a ser en el futuro las causantes de estragos irreparables.
Se puede argüir, evidentemente, que la situación ha cambiado bastante en
América Latina en los últimos años, expandiéndose una razonable simpatía y
comprensión en torno a asuntos medio‑ambientales, que alcanza a funcionarios de
las administraciones públicas, empresarios privados, periodistas,
universitarios y líderes de movimientos indigenistas.
Pero en el ámbito sindical, en círculos populistas, en partidos de las
izquierdas convencionales y en el campo nacionalista ha sido preservada una
ideología simplista que ha hecho del progreso acelerado una nueva fe secular,
que ve en los planteamientos de los ecologistas una especie de adversario. Como
toda doctrina prerracional, este credo relativamente dogmático está basado en
emociones, prejuicios y anhelos vehementes. En cuanto a popularidad,
resistencia, energía y voluntad se refiere, estos credos seculares son
infinitamente más eficaces que cualquier argumento racional.
La fascinación que han ejercido
los regímenes socialistas sobre la consciencia
intelectual del Tercer Mundo no se debe tanto a una mejor oportunidad de
alcanzar libertad política y justicia social, sino al hecho de que estos
regímenes parecen garantizar mayor rapidez en el proceso de modernización e
industrialización en sociedades periféricas. Los sistemas socialistas se han caracterizado por un modelo fallido de
modernización, rico en signos superficiales, que bajo un centralismo estricto y severas restricciones al consumo de la población, fomentó una cierta
acumulación de capital y logró, por
ende, reproducir temporalmente algunos aspectos exteriores de la
civilización occidental, postergando, sin embargo, el adelantamiento político, cultural y económico-técnico.
La
incorporación de las masas indígenas al proceso político – mejor dicho: de
los que hablan en nombre de las masas indígenas – no ha conllevado una
democratización profunda e institucionalizada de la formación de voluntades
políticas en el área rural boliviana, sino una consolidación de prácticas
autoritarias habituales de índole inquisitorial. Numerosos comentaristas han
enaltecido la ruralización de la vida política boliviana como signo y resultado
de un notable progreso social. Pero la ruralización del conjunto de la nación
significa también la pérdida de la urbanidad en el trato social, el descuido de
los derechos de terceros, la declinación de la proporcionalidad de los medios y
del principio de plausibilidad, la simplificación forzada de procesos
complejos, la expansión de un abierto cinismo desde esferas oficiales y la
reaparición de formas elementales y hasta primitivas de hacer trabajo político,
todo ello bajo el engañoso renacimiento de lo autóctono.
La mentalidad
tradicional sigue vinculada a los sentimientos colectivos y a las emociones
profundas, sentimientos y emociones que tienen mayoritariamente una opinión
despectiva con respecto a los análisis racionales; por ello rara vez intentan
comprender el campo discursivo del adversario.
Como se sabe, el peligro inherente a las emociones, a las intuiciones y la
mística en el terreno cultural es el surgimiento de élites privilegiadas de
iluminados que interpretan la realidad – siempre complicada, plural y opaca –
en nombre de las masas. Los sentimientos son extremadamente importantes en la
vida íntima de las personas, pero cuando son transferidos al campo político se
exponen con relativa facilidad a ser manipulados por los expertos en cuestiones
públicas. Es la eterna repetición de lo ya conocido y experimentado.
Todo lo
dicho hasta aquí no significa una esencia nacional de carácter conservador, una
identidad invariable y siempre fiel a sí misma, inmune al paso del tiempo.
También la Bolivia profunda es pasajera. Las pautas normativas de
comportamiento pueden durar varias generaciones, pero pueden ser transformadas
paulatinamente por la educación y los contactos con otras culturas. Ahí reside
la esperanza para una democratización efectiva de la sociedad boliviana. Para construir un orden social
exento de autoritarismo e irracionalidad necesitamos ineludiblemente el
concurso de una izquierda democrática.