Revista Nº42 "TEORÍA POLÍTICA E HISTORIA"

 

 

PURITANISMO, ILUSTRACIÓN, NACIONALISMO:

                                  IÑAKI VÁZQUEZ LARREA.

 

 

Con la reforma y el desarrollo del puritanismo, una mayor literalidad del Antiguo Testamento intensificó el nacionalismo en el norte de América. En lo que respecta a la Revolución francesa, Cruise O´Brien examina como la nación se transformó en un objeto de culto, sustituyendo al Dios cristiano”.

PALABRAS CLAVE:  Jefferson, Adams, Burke, Rousseau, Herder.

“With the Reformation and the Development of Puritanism, a more literal approach to the old Testament intensified nationalism in North America. Moving to The French Revolution, Cruise O´Brien examines how the nation itself became the object of cult replacing the Christian God”

KEY WORDS: Jefferson, Adams, Burke, Rousseau, Herder.

 

 La Revolución americana y la Revolución francesa son más simétricas en sus orígenes intelectuales de lo que habitualmente se cree.  En el fermento intelectual que precedió a ambas revoluciones pueden observarse varias fuerzas que interactúan y combinan entre sí: puritanismo, ilustración y nacionalismo.

La importancia del puritanismo en la prehistoria de la Revolución americana, era reconocida por gran parte de los Padres Fundadores. En 1818 John Adams, escribía a Thomas Jefferson lo siguiente: “Creo como tú, que es difícil saber cuando comenzó la Revolución. En mi opinión empezó tan pronto como la primera Plantación del país”. Tocqueville lo dice literalmente: “Todo el destino de América estaba contenido en el primer puritano que desembarcó en estas costas” (O´Brien, pag 43).

 El papel que jugó el puritanismo, en su forma católica y protestante, ayudó a preparar el camino a la Revolución francesa o a la Revolución en Francia que diría Edmund Burke. El puritanismo poseía dos vertientes. El puritanismo fuera de la Ilustración y el puritanismo dentro de la Ilustración. Tanto dentro como fuera de la Ilustración, el puritanismo tendió a estimular el nacionalismo en la Europa de finales del siglo XVIII, tal y como lo hizo en la Inglaterra del siglo XVII, y tal y como lo estaba haciendo en la América de finales del siglo XVIII.

 Los jansenistas eran los principales portadores de un puritanismo no ilustrado que minaron los cimientos del Antiguo Régimen. Estos eran católicos puritanos, que permanecieron, no sin reservas,  dentro de la órbita de la Iglesia Católica. Luis XIV y sus confesores jesuitas los persiguieron, y tenían razones de sobra para sentirse resentidos con la monarquía francesa y los jesuitas.  De hecho, colaboraron decisivamente en la expulsión de los jesuitas en 1760 debido al poder que los jansenistas poseían en los parlamentos.

 Había, no obstante,  cuestiones de principios latentes (más allá del mero rencor). Los jansenistas se veían a sí mismos como defensores del galicanismo frente a las fuerzas de élite del papado. En cualquier caso era una señal de la victoria del nacionalismo francés frente a las fuerzas universalistas de la Contra Reforma. La expulsión de los jesuitas de Francia ha de ser vista como un seísmo político-religioso humillante para la monarquía, ya que ponía en cuestión los preceptos de Altar y Trono,  y sentaba las bases del  gran terremoto que vendría poco después en 1789.

 Los filósofos, orgullosos portadores de la Ilustración, se encontraban divididos ante la disputa. Voltaire, en nombre de la tolerancia religiosa, era medianamente pro-jesuita, mientras que D’Alambert se regocijaba públicamente en un panfleto de su desdicha. Los jansenistas eran vistos por D’Alambert como un mero residuo histórico, mientras que los jesuitas eran siervos de un poder extranjero, por encima de la nación. Este, y no otro, era su principal pecado.

 Dicho esto, existe un  error  común en la Historiografía contemporánea. El considerar que la Ilustración fue ajena al nacionalismo. Spinoza estuvo muy cerca de considerar el nacionalismo como una religión verdadera. En el capítulo XIX del Tractatus (1760) se puede leer: “No hay duda de que la devoción al país es la mayor forma de piedad que un hombre puede mostrar” (O´Brien, pag. 49). Después de Spinoza, dos fueron los escritores que más contribuyeron a la deificación del nacionalismo dentro de la Ilustración en la segunda mitad del siglo XVIII. Rousseau y Herder.

Ninguno era francés, y ninguno era católico. Los tres eran cercanos al Antiguo Testamento, y los tres contribuyeron al culto a algo que denominaron naturaleza, madre de todas naciones. El gran logro de Rousseau fue fijar las lealtades emocionales anteriormente vinculadas con la religión, ahora desplazadas. Hizo diferir  esas lealtades de Voluntad General. El artefacto literario que sirvió de puente fue la virtud. Unía lo que restaba de antigua ética religiosa con las ideas renacentistas de patriotismo y valor marcial.

El discípulo más ferviente de Rousseau fue Robespierre, quien definió la virtud como el amor al bien, la patria y la libertad. Ciertamente, Robespierre no estaba sólo. Toda la Revolución estuvo dominada por una exaltada noción roussoniana de la nación. En 1789, el Abate Sieyes en su panfleto seminal “¿Qué es el Tercer Estado? Escribía: “La nación existe antes que nada, es el origen de todo. Siempre es legal. Es la ley misma” (O´Brien, pag. 50)

 La tierra elegida, bajo los colores del contrato social. Jules Michelet heredero e historiador de la Revolución Francesa, legó un testimonio vivo sobre su necesidad personal por el Dios de la nación: “Es a ti a quien he de pedir ayuda, mi noble país. Debes tomar el lugar del Dios que se nos escapa, quizás tú llenes el abismo inconmensurable que la extinta Cristiandad nos ha dejado” (O´Brien, pag. 50).

 Herder, el padre del nacionalismo cultural, rechazaba la hegemonía cultural de París con el mismo fervor con el que sus ancestros rechazaron la hegemonía religiosa de Roma. Lamentaba que Lutero no hubiera fundado una Iglesia nacional para el pueblo alemán, y sus escritos bien pudieran interpretarse como un intento por llenar ese hueco sobre la base del culto a la lengua, la tierra y espíritu nacional alemán. Herder es un gran valedor de la sacralización de la geografía. El paisaje es investido de un aura nacional específica. En un Paseo por Teutoburger, escribe:”Ahora estoy en el campo, en la más bella, más esplendorosa, más alemana y más romántica región del mundo” (O´Brien, pag. 51)

  El año del clímax de la génesis de las dos grandes revoluciones del siglo XVIII es 1763. El año del Tratado de Paris y del final de la Guerra de los siete años. Después de 1763 el nacionalismo se expandió y se hizo más exaltado, por diferentes  razones  pero relacionadas entre sí, en Francia, en Alemania y en América.

En Francia, el estímulo fue la humillación nacional, junto con la necesidad de restaurar el orgullo nacional.

 En Alemania el estímulo fue la restauración del orgullo nacional después de una larga humillación.

En América el estímulo fue el deshacerse de un peligro, el poder francés en el norte de América, que había servido para aunar a las colonias de habla inglesa con su metrópoli.

¿Cómo interactuó la religión y el nacionalismo en América en este decisivo período entre el fin de la guerra de los siete años y el estallido de la Revolución?.

 Por usar una metáfora, existen constelaciones similares, pero no idénticas, brillando en los cielos de América y Francia. Ambas son triángulos y en ambas las estrellas son las mismas: Religión, Ilustración, Nacionalismo. Sin embargo, las estrellas no se sitúan de la misma manera el uno con el otro; los triángulos son de diferente tipo.

  Hacía mucho tiempo que la religión sobre natural había entrado en declive en Francia, y las emociones vinculadas a lo sobre natural  estaban siendo desplazadas a favor de la más terrestre religión del nacionalismo. En América la religión sobre natural siguió siendo vigorosa, versátil, dinámica en una multiplicidad de formas protestantes. La Ilustración influyó decisivamente en la élite ascendente, pero la Ilustración americana no era hostil al protestantismo de la manera en que la Ilustración francesa sí lo era con respecto al catolicismo.

 Lo que los ilustrados franceses y americanos tenían en común, no era la hostilidad contra la religión en general, sino de forma específica la hostilidad contra el catolicismo romano. En América, la hostilidad común hacia el catolicismo romano era un poderoso nexo de unión entre los ilustrados y los protestantes de cualquier tipología teológica.

 Los calvinistas veían con sospecha el stablishment anglicano británico, pero a partir de 1765 comenzaron a preguntarse si Gran Bretaña era en sí misma protestante. Muchos colonos entre 1745 y 1763 interpretaron el conflicto con los franceses en términos milenaristas “el triunfo del cordero sobre la bestia”. Un nuevo Armagedón que haría restaurar el orden civil y religioso en el mundo.

 Sin embargo, la actitud conciliadora de los británicos con el enemigo papista, que permitía el culto romano en América, frustró las esperanzas milenaristas, y así el Stamp Act de 1765 se interpretó tanto  como un ultraje político  como religioso. John Adams explicaba el aspecto religioso del Stamp Act según lo interpretaban los colonos americanos: “ Era consabido que ningún rey, ni ministro, ni arzobispo, podía imponer obispos en América sin la consabida acta parlamentaria. Si hoy un parlamento puede imponernos impuestos, mañana impondrá la Iglesia Anglicana, con todas sus creencias, ritos y ceremonias, y prohibir todas las otras iglesias como si se trataran de comercios cismáticos” (O´Brien, pag. 55).

 Las manifestaciones de exaltación religiosa durante  la Revolución tenían una función solemne y específica (el propio George Washington se opuso en 1774 al Pope Day, esto es  a la quema ritual de la efigie del Papa entre sus tropas). Constituían un ritual de paso de una alianza a otra. Deslegitimando la primera y legitimando la segunda. La imagen del Papa, junto con la del rey Jorge III, era esencial para que el ritual funcionase. La Gloriosa Revolución de 1688 contra un rey papista no era un mero acto de celebración entre británicos y americanos. Era la fuente misma de legitimidad política. Si se podía demostrar que Jorge III había traicionado la Gloriosa Revolución por su connivencia con el papismo y sus actos arbitrarios, entonces Jorge III dejaba de ser un soberano legítimo.

 

BIBLIOGRAFÍA:

O´BRIEN, CONOR CRUISE; God Land (Reflections on Religion and Nationalism), Harvard University Press, London, 1988.