RESUMEN
Las
sociedades latinoamericanas han atravesado múltiples procesos de
diferenciación; uno estructural, que opera desde la conformación de su
entramado social, y que ha dado origen, con el correr de los tiempos, a la
estratificación social latinoamericana propia de la modernidad. En
el presente trabajo desarrollaremos estas cuestiones-
ABSTRACT
Latin american
societies have gone through multiple processes of differentiation; one has been
structural, connected to the conformation of social bonds, giving birth to
latin american social stratification typical of modern era. This work will
develop these issues.
ASPECTOS GENERALES
DE LOS SISTEMAS POLÍTICO-DEMOCRÁTICOS EN LATINOAMERICA.
Por Darío
Germán Spada
I.-
LA INFORMALIZACIÓN DE LA POLÍTICA y LOS NUEVOS ACTORES COYUNTURALES.
Las
sociedades latinoamericanas han atravesado múltiples procesos de diferenciación;
uno estructural, que opera desde la conformación de su entramado social, y que ha
dado origen, con el correr de los tiempos, a la estratificación social
latinoamericana propia de la modernidad. Por su parte, las sucesivas crisis
económicas, políticas e institucionales que tuvieron lugar en los países de la
región produjeron una nueva modalidad de diferenciación social: el dualismo
entre incluidos y excluidos. En efecto, una nueva estratificación que se
tradujo en dos categorías principales definidas en función de su inclusión o
exclusión del sistema productivo.
Los
excluidos, como los sectores desaventajados en general, son los que más padecen
el debilitamiento de los mecanismos tradicionales de representatividad,
circunstancia que los lleva a delegar sus demandas en una nueva modalidad de
líderes para quienes la participación dentro del marco de las instituciones representativas
clásicas constituyen prácticas obsoletas.
En
consecuencia tales sectores, que solo reciben de los partidos políticos meras
promesas de pobres coberturas asistencialistas de corto plazo, han optado por
las nuevas vías de participación política “no institucionalizada”
instrumentadas mediante mecanismos de acción directa -cortes de calles,
movimientos de auto convocados, etc..
Por
su parte, los partidos políticos es evidente que transitan una fase crítica de
redefinición pues carecen de discurso ideológico y programático ante las
transformaciones en marcha, y se les torna difícil mantener un perfil nítido
que los diferencie. Ello conspira contra la, de por sí débil, identificación
ciudadana. Su legitimación dependerá, en buena medida, de su capacidad de
armonizar el nuevo protagonismo de la ciudadanía con el carácter representativo
de la democracia, configurando entre ambos –ciudadano y política democrática-
una relación de expectativas.
En
tal contexto resulta indispensable reconocer que el nuevo espacio de la
política es habitado por una heterogeneidad de actores –los sindicatos, los
partidos, los movimientos sociales, los medios de comunicación, las ONG’s,
etc.- que despliegan su dinámica y forman parte de un campo de decisiones
necesario para el funcionamiento de una democracia contemporánea efectiva. Ello
conforma un pluralismo útil y conlleva el desafío de la negociación democrática
como instrumento de nuevas formas de integración social capaz de contrarrestar
tendencias antagónicas, divergentes y fragmentarias.
Por
otra parte, no debe perderse de vista que en la actualidad América
Latina es escenario de un
juego de alianzas entre sectores de la política y de los medios de comunicación
en contra de otros sectores de los mismos, que sobrecargan ideológicamente a la
opinión pública. En efecto tales medios, que antes proponían una información objetiva,
hoy resultan parte de la pelea política. En cuanto al lector o televidente, antes eslabón pasivo
del proceso, hoy mediante las redes sociales ha adquirido un rol activo como
comentarista de la información.
Es
innegable que el nuevo juego democrático depende de la participación, el debate
y la confrontación en el nuevo espacio político, que ya no es privativo del
territorio de las instituciones formales de la política tradicional.
En
efecto, las transformaciones señaladas instalaron una nueva concepción de la
política, más amplia, informal y cercana a la sociedad, pero ello
simultáneamente provocó cierto vaciamiento de las instituciones políticas
tradicionales.
En
la coyuntura descripta, uno de los objetivos prioritarios en la agenda pública
latinoamericana ha sido revertir dicho vaciamiento mediante la ejecución de un
plan de reforma institucional fundado en la necesidad de reconstruir el vínculo
representativo y restablecer los lazos entre la ciudadanía y los partidos
políticos, a cuyo fin se promovieron, entre otras acciones, la
descentralización política para generar nuevos espacios de representación
regional, la proliferación de partidos y candidatos mediante la implementación
de legislaciones más permisivas respecto a su creación y presentación, y la
democratización de los partidos políticos a través de la apertura de las
elecciones primarias –abiertas- a efectos de permitir la participación del
conjunto del electorado en el proceso de selección de los candidatos.
Sin
embargo, las fórmulas puestas en práctica, lejos de facilitar la concreción de
los objetivos propuestos, contribuyeron a fragmentar el sistema de partidos,
generando confusión en el electorado y favoreciendo, en ciertos casos, el
surgimiento de outsiders.
Lo
cierto es que, ante el fracaso de los intentos por fortalecer el sistema
partidario, al fragmentado entramado social de las sociedades latinoamericanas
contemporáneas se agrega así un sistema de partidos políticos también
fragmentado y anárquico.
II.-
EL SISTEMA PRESIDENCIALISTA EN LATINOAMÉRICA.
En
semejante escenario el presidencialismo latinoamericano, con su enorme
y asimétrica concentración de poder en manos del titular del Ejecutivo, complejiza
aún más el distorsionado sistema democrático que se verifica en la región.
En
efecto, tal presidencialismo constituye una derivación deformada de un modelo
que ha demostrado plena eficacia: el estadounidense, en el que se verifica el
estricto cumplimiento de una serie de condiciones moderadoras del poder: 1.-
una Corte Suprema de Justicia federal que, a través de la creación del control
de constitucionalidad de las normas y de los actos de gobierno -luego del
dictado del fallo “Marbury vs. Madison” en 1803- y de una imagen de prestigio
inigualada en la opinión pública, ha logrado una importante cuota de poder y,
sobre todo, ha permanecido adecuadamente protegida de las influencias políticas
de los otros poderes del Estado, y 2.- un Congreso fuerte que a lo largo del
tiempo ha afirmando un papel de importante contención de las atribuciones del
Ejecutivo, lo que lleva a muchos publicistas de ese país a rebautizar al
sistema con la denominación de "régimen congresional" en lugar de
presidencialista. Vale destacar además la inexistencia de “disciplina
partidaria” en la relación partido/ legisladores que se evidencia en el Parlamento
al momento de votar -ya que las mayorías se obtienen y varían en función de la
cuestión objeto de tratamiento y no de la pertenencia partidaria de sus
representantes- y el riguroso acotamiento de las facultades colegislativas del
presidente.
A
la luz de las características del régimen estadounidense es posible concluir
que su éxito radica en el acatamiento al principio de división de poderes y en
la efectividad de los mecanismos de control recíproco que configuran un esquema
de frenos y contrapesos.
Tal
situación contrasta con la de los países latinoamericanos que, en su intento de
aplicar el modelo presidencialista estadounidense, incurrieron en prácticas
defectuosas que distorsionaron el diseño y dieron lugar a un presidencialismo
con características regionales propias
y ciertamente patológicas.
Así
es, una práctica corriente consiste en el bloqueo que pueden ejercer los
poderes como producto del propio diseño constitucional del sistema presidencial
que, basado en la división de poderes, plantea que el electorado elija a sus
representantes en el Ejecutivo y en el Legislativo, circunstancia que confiere
a ambos poderes legitimación propia e independiente y
abre la posibilidad de que los mismos puedan responder a partidos políticos
distintos no garantizando al Ejecutivo una mayoría
parlamentaria necesaria para gobernar. Si bien ésta situación opera como un
freno efectivo a la concentración del poder presidencial y exige cooperación en
el proceso de toma de decisiones políticas
como medio concreto de control del poder, lo cierto es que
crea la posibilidad de bloqueos mutuos entre los dos poderes obstaculizando la
dinámica de dicho proceso.
Asimismo,
la fuerte personalización del poder que supone el sistema presidencial, con su
ejecutivo unipersonal, también dificulta la formación de coaliciones de apoyo
al gobierno y favorece el despliegue de estrategias no cooperativas entre los
actores políticos, pudiendo ello desencadenar eventuales bloqueos
institucionales y devenir en intervenciones militares. En cuanto a los partidos
minoritarios, éstos no tienen aliciente alguno en participar dentro del sistema
institucional ya que su intervención en la toma de decisiones públicas resulta
marginal, y por ello el único rol que les queda es ejercer una oposición
irresponsable y destructiva para lograr sus cometidos políticos.
Finalmente,
otra característica del presidencialismo que implica un desafío en el escenario
latinoamericano radica en la existencia de períodos fijos para la duración de
los mandatos de los presidentes y el parlamento, particularidad que endurece el
sistema al negarle la posibilidad de adaptarse a los cambios que pueden
acontecer en la realidad política. Así, en caso de una crisis política, no poco
habitual en la región, a diferencia del parlamentarismo que prevé mecanismos
preestablecidos e institucionalizados de resolución -la destitución del Presidente
por un voto de desconfianza o la disolución del Parlamento mediante un llamado
anticipado a elecciones- que instituyen un nuevo gobierno con niveles de
legitimidad garantizados y no implican un trauma grave en la continuidad
democrática, el presidencialismo no provee disposiciones, salvo la del juicio
político, para sustituir al presidente. Por ello, ante un resquebrajamiento del
Poder Ejecutivo puede no sólo modificar el mapa político sino desatar grandes
conflictos en materia de legitimidad política y social.
Lo
cierto es que las defectuosas prácticas en que ha devenido el sistema
presidencialista latinoamericano le imprimieron al mismo sus características
regionales propias, tales como la excesiva concentración de poder en el
Ejecutivo, las posibilidades de bloqueo entre poderes, la baja tendencia
cooperativa y a armar coaliciones duraderas, la rigidez y la posibilidad de
ruptura democrática y surgimiento de prácticas para-constitucionales. En
efecto, presidentes con poderes cesarísticos que gobiernan el país sustrayéndose
al control de los otros dos poderes; regímenes de doble autoridad –presidente y
legisladores elegidos por el electorado- con mandato fijo que no incentiva la
cooperación entre Ejecutivo y Legislativo; tendencia al bloqueo y a la inercia
institucional; sistemas de partidos políticos altamente fragmentados y predominio
de Legislativos débiles. Estas características definen la esencia de los
presidencialismos latinoamericanos.
III.-
LA DINÁMICA PARLAMENTARIA.
En relación concreta a los Parlamentos,
cabe señalar el descrédito instalado a su respecto tanto del mundo académico
como de la opinión pública, fundada en la idea de que los mismos se encuentran
convertidos en meros lugares de aprobación de leyes, es decir, en un instituto
certificante y notarial de la voluntad de los Ejecutivos.
Si bien es correcto pensar que, a los fines
de responder a las promesas electorales, el Parlamento le confiera la mayoría
al Ejecutivo de su mismo color político para la sanción de determinadas leyes, tal circunstancia no
lo debe relegar al lugar de mero instituto aprobatorio de las propuestas
del Ejecutivo.
Por el contrario el Parlamento debe tener la iniciativa legislativa y
ser el espacio de debate político por excelencia en el que se arriba al consenso
mediante una función negociadora.
En efecto, el Parlamento debe ser
esencialmente un espacio de discusión y debate, donde todas las voces sean
escuchadas en su diversidad, para ser encauzadas en una opinión mayoritaria
representativa de las mismas, contemplativa aún de los ausentes y de las
minorías. Sin embargo, tal como se mencionara en el párrafo anterior el tema de
la representatividad es uno de los más cuestionados por la opinión pública y académica.
Así, a la luz de las decisiones que se toman
en el recinto, pareciera perderse de vista quién es el sujeto representado,
¿los ciudadanos o los partidos políticos?. Tales cuestiones ponen en evidencia
la existencia de un nuevo mandato imperativo que las cúpulas de las dirigencias
partidarias les imponen a los legisladores, y que da cuenta que la dinámica
parlamentaria ya no expresa la relación representante/ciudadano sino que
refleja la correlación representante/partido político ya que éste es el
verdadero elector que selecciona a los candidatos en procesos de dudosa
transparencia. Dicho fenómeno queda expuesto en el proceso de toma de
decisiones, en los criterios adoptados en el Parlamento vinculados a la lógica
de las mayorías electorales.
Por otro lado, además de la disminución de
la estima pública a su respecto puede hablarse de una mengua en su eficacia.
Mucho de ello se debe al aumento de la legislación delegada, esto es a la
transferencia al Ejecutivo de funciones propias de su naturaleza constitucional
con argumentos de emergencia y en forma permanente. Pero quizás lo más
sustancial es la pérdida de lo que Orlandi denomina su función
sistémica que es la de intervenir en el proceso político decisorio; función
que se completa con la de garantizar la correspondencia con la voluntad popular.
Por su parte, Pasquino señala tres
caracteres que configuran las degeneraciones de los Parlamentos:
en primer lugar, la cuestionada práctica por la que el parlamentario cambia su
decisión repentinamente o se aleja de su banca para pasar a otra, seguramente
por un “recompensa” de algún tipo.
La segunda característica que identifica el
mencionado autor, está dada por la articulación de un grupo más numeroso
de parlamentarios que conforman una coalición en torno a intereses más colectivos.
La tercera degeneración está dada por el
llamado “asambleísmo” en donde el Parlamento en su conjunto, modifica su
accionar, incluso en la desestabilización de los Ejecutivos o los crea a su
medida en los sistemas parlamentarios.
Lo cierto es que durante el Siglo XX, si
bien los Parlamentos han crecido en tamaño y funciones lo han hecho en una disminución
relativa a los poderes del órgano Ejecutivo y, sin perjuicio de constituir los
ámbitos formales en los que las cuestiones socialmente problematizadas se
instalan en la esfera de lo público a través de la producción legislativa, en
ocasiones la actividad parlamentaria se ha visto reducida a la de mero acompañamiento
de la acción ejecutiva del Gobierno si éste estuviera en condiciones de así
imponerlo según los disciplinamientos partidarios que se conforman en el procedimiento
electoral.
Además
cabe mencionar que los Ejecutivos latinoamericanos tienden a interpretar cualquier
oposición a su política por parte de los otros poderes como un obstáculo a la
acción de su gobierno, institucionalizando el decretismo, es decir la práctica
de gobernar a través de decretos. Así, el
poder de decretar permite a los Ejecutivos fijar la agenda legislativa, ya sea
enviando propuestas al Congreso o priorizando ciertos proyectos dentro de los
procedimientos internos del mismo. Ello debilita los mecanismos de rendición de
cuentas vertical y horizontal, evidencia una clara
voluntad de gobernar unilateralmente sin los frenos y contrapesos que le impone
el principio de la división de poderes, lleva en sí mismo la pérdida del valor
institucional del Poder Legislativo, menoscaba la
confianza de los ciudadanos en las instituciones democráticas y, finalmente,
limita al máximo la independencia de poderes y la participación de los demás
actores que integran el espectro político.
IV.-
LA ALTERACIÓN DEL SISTEMA DE FRENOS Y CONTRAPESOS Y EL ROL DEL PODER JUDICIAL.
Pero la alteración
de los frenos y contrapesos entre los poderes Ejecutivo y Legislativo incide
además en el Judicial, que a modo de restaurador del equilibrio perdido es
llamado a declarar cada vez más asiduamente la inconstitucionalidad de las
leyes, ordinarizándose así un acto de suma gravedad institucional y una de las
más delicadas funciones susceptibles de encomendarse a un Tribunal de Justicia,
considerada como última ratio del orden jurídico.
En efecto, dada la
dificultad que implica la auto-regulación del poder como límite a su propia
naturaleza expansiva, surge necesario que dicho límite provenga de otro poder
suficiente para contenerlo equilibrando las fuerzas, y así emerge el Judicial
como garante de la Constitución.
Los romanos, padres
de nuestro sistema jurídico, no le temían al poder, pero sí a su exceso.
Idearon entonces un firme sistema de pesos y contrapesos para controlarlo. Las
magistraturas eran colegiadas, circunstancia que garantizaba un control horizontal.
Pero, en previsión de que los colegas pudieren ponerse de acuerdo y excederse,
los romanos idearon una estructura jerárquica en la que magistrados superiores
controlaban a los inferiores con lo que se daba un control vertical. Pero
como también los magistrados podían tener sus componendas, por sobre todas las
instancias se creó el tribuno de la plebe, órgano creado en el 494 a.C. como contrapoder plebeyo al poder patricio de los Cónsules, cuyo deber era el de representar
y proteger a la plebe contra cualquier resolución arbitraria de los
magistrados.
Al iniciarse el
siglo XVIII, el sistema político predominante en Europa era el absolutismo
monárquico, resultado del fortalecimiento del poder real iniciado desde
finales de la Baja Edad Media. El poder del rey estaba por encima de la
ley y exento de todo control. La historia fue testigo del largo camino que
debió recorrerse hasta llevar el poder del Soberano hacia el único y original titular
de la soberanía: el pueblo, y así en la Edad Moderna apareció en el horizonte político otra genialidad, la teoría de la separación de poderes /funciones, acuñada
en la obra de Montesquieu “El Espíritu de las Leyes”, que se inspiró en la
descripción que los tratadistas clásicos hicieron especialmente del sistema
político de la República Romana -además de las teorías de Platón y
Aristóteles- y en la experiencia política contemporánea de la Revolución inglesa del siglo XVII.
La separación de
poderes requiere para su equilibrio un sistema de “checks and balances” (controles
y contrapesos), representado por diversas reglas de procedimiento que permiten
a uno de los poderes limitar a otro. En tal dinámica, el gran garante del
sistema es el Poder Judicial.
Ahora
bien, la pregunta que surge naturalmente es; el Poder Judicial se encuentra
exento de control?. Pues, de ninguna manera; su control está asegurado por un
régimen procesal que habilita por lo menos la doble instancia, como freno
contenedor de eventuales arbitrariedades. Este es el fundamento la
cuestión: que el poder se encuentre debidamente repartido y controlado de modo
que el sistema sea coherente y equilibrado.
V.- CONSIDERACIONES FINALES y
CONCLUSIONES.
Lo cierto es que el valor de las instituciones
deviene precario ante las demandas sociales y la falta de confianza en aquellas
favorece la corrupción, pero, a su vez, la corrupción favorece la falta de
confianza en las instituciones. Ello da lugar al surgimiento de un círculo
vicioso de ingobernabilidad y decadencia de las bases de convivencia, que sólo
se detiene si la clase política y las elites económicas y sociales se embarcan
conjuntamente en la reconstrucción de la integridad política, económica y
social.
Desde el punto de vista político, el sistema
más adecuado para fomentar el desarrollo moral es la democracia deliberativa
pues ésta brinda mayores posibilidades de desarrollar la participación,
argumentación, y lograr consensos. El deterioro de la confianza social e
institucional privilegia la acción de partidos corruptos y prebendalistas, y de
gobiernos ineficaces.
Es innegable que el nuevo juego democrático
depende de la participación, el debate y la confrontación en el nuevo espacio
político, que ya no es privativo del territorio de las instituciones formales
de la política tradicional. También aquí deviene necesario revitalizar el alma
democrática, instando nuevas formas de participación y deliberación pública,
democratizando éste nuevo espacio.
Es preciso hacer frente al reto de construir
una ética pública post convencional que aporte fines y principios
universalizables. Pero, la reflexión sobre fines es muy difícil en sociedades
de politeísmo axiológico.
La opción ética es individual e
intransferible, y la ética colectiva sólo tendrá lugar respetando esos ámbitos
individuales en lo que tienen de razonables. La
ética pública surge de un consenso entre éticas diversas y razonables, es
decir, constituye lo que está bien y mal para toda la colectividad, y en dicha
ética pública tiene su fundamento la del funcionario público. Por ello, tal
como se mencionó anteriormente, el desafío de ésta época es construir una ética
post consensual que constituya un marco de valores para el ejercicio de la
función pública.
La idea de que los gobiernos tienen la responsabilidad moral de servir a su
pueblo se encuentra presente ya en la milenaria noción china del mandato
celestial, en el concepto indio de rajadharma o en la idea occidental del
interés general, que es su razón de ser. Conforme todo lo dicho, hablar de un
buen gobierno implica hablar de algo más que de un gobierno legitimado. En
efecto, la idea conlleva la de un gobierno que hace lo que debe hacer y que
sigue una conducta virtuosa, sea por cumplir su deber o por las consecuencias
positivas que pretende para la ciudadanía.
A modo de conclusión general, el análisis efectuado
permite diagnosticar un sistema proclive a la corrupción, que es necesario y
urgente revertir, devolviendo la confianza en las instituciones y recomponiendo
la integridad político democrática. Es urgente, a tales efectos, construir una
ética pública post consensual, que aporte fines y principios universalizables
que guíen la conducta en el marco de la función pública y de la sociedad en
general.
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