H. C. F. Mansilla
Formas barrocas y contenidos escasos. El postmodernismo,
los estudios postcoloniales y la aproximación a la verdad en las ciencias
sociales
Edward Said y los estudios postcoloniales analizan el complejo
vínculo entre el saber académico y el poder político: el conocimiento
científico y literario de las culturas ajenas habría preparado la ocupación y
conquista de las mismas por las potencias europeas, construyendo una imagen
invariable del Oriente como si fuese lo Otro por excelencia con respecto
a lo europeo. Pero los estudios postcoloniales contienen también
generalizaciones insostenibles y contradicciones notorias acerca de la propia
historia del Tercer Mundo; ellos pasan por alto los aspectos autoritarios de
las propias tradiciones político-culturales de los países de Asia, África y
América Latina.
Palabras clave: democracia, derechos humanos, Edward
Said, estudios postcoloniales, Islam, relativismo.
H. C. F.
Mansilla
Baroque Shapes and Scarce Contents.
Postmodernism, Postcolonial Studies and the Approximation to Truth in the
Social Sciences
Edward Said and the postcolonial
studies analyze the complex links between academic activities and political
power: scientific and literary knowledge about foreign cultures could have
prepared the occupation and the conquest of them by the European states. Those
activities have built an immutable image of the East as if it were plainly the
Other with regard to the European. But the postcolonial studies also embrace
unbearable generalizations and evident contradictions about the proper history
of the Third World. They overlook the authoritarian aspects of the political
and cultural traditions of African, Asian and Latin American countries.
Key words: democracy, Edward Said, human rights, Islam,
postcolonial studies, relativism.
Formas
barrocas y contenidos escasos.
El
postmodernismo, los estudios postcoloniales
y la
aproximación a la verdad en las ciencias sociales
H. C. F. Mansilla
A modo
de introducción: fortalezas y debilidades del enfoque de Edward W. Said
Al comienzo
mismo de la corriente postmodernista, en 1978, apareció la obra más importante
de Edward W. Said (Jerusalén / Palestina 1935 – New York 2003), quien
con el tiempo se ha convertido en el padre de los estudios postcoloniales y
subalternos. Orientalismo
es un libro sugerente, con temáticas muy importantes y con una perspectiva
ciertamente original. El notable mérito de Said reside en analizar de modo
novedoso el complejo vínculo entre el saber académico y el poder político: el
conocimiento científico y literario de las culturas ajenas habría preparado la
ocupación y conquista de las mismas por las potencias europeas. Los orientalistas
occidentales construyen, de acuerdo a Said, una imagen invariable del Oriente y
de sus habitantes como si fuesen lo Otro por excelencia con respecto a
lo europeo. Contra los estudios orientalistas de su tiempo, Said tuvo la
valentía de afirmar que ese Otro se manifestaba invariablemente como portador
de una dignidad ontológica inferior: un modelo civilizatorio estático,
conservador, despótico, atrasado, patriarcal e informal. El ámbito oriental es
visto por los occidentales, según Said, como una pretendida unidad monolítica
que no conoce el progreso histórico, que no puede definirse o analizarse a sí
misma y que representa un peligro para el resto del planeta.
Pero, como
lo admiten autores muy favorables a su teoría, Said ha producido al mismo
tiempo generalizaciones insostenibles y contradicciones notorias. Estas carencias no pueden
ser exculpadas mediante los argumentos habituales de proveniencia
postmodernista: las incongruencias del propio texto constituirían los factores
indispensables del progreso intelectual; la coherencia argumentativa debería
ser vista como un aspecto superable de la cultura “burguesa e imperialista”. Orientalismo
es un libro estructurado caóticamente, inexacto y difuso, que contiene largos
pasajes filológicos que son prescindibles para la finalidad de la obra. Muy a tono con las
tendencias relativistas que recién empezaban, Said declaró enfáticamente que no
hay verdades en sentido absoluto y que todo enunciado está permeado por el
habla y la cultura del contexto. El pensar sería solamente la formulación de
metáforas y metonimias, afirmó Said citando a Friedrich Nietzsche de
forma entusiasta.
Pero inmediatamente después Said prosigue con declaraciones generales de
naturaleza dramática y no relativizadas por un sentido común crítico, al
aseverar que todo lo que dijeron los occidentales de los siglos XIX y XX sobre
el Oriente tendría necesariamente un carácter racista, imperialista y
etnocéntrico y que el orientalismo académico se agotaría en agresiones y en una
vana pretensión de verdad.
Detrás de toda actividad académica Said sospechaba un grosero interés material
y político, un ansia perenne de dominación.
De manera
paradójica y, en el fondo, permaneciendo fiel a una cultura básicamente autoritaria
y poco afecta a la investigación científica – la musulmana de su infancia –,
Said no se imaginó que pueda haber una curiosidad científica como la concibió Aristóteles
en cuanta cualidad innata del ser humano.
Así por ejemplo a Said la preocupación por un modelo civilizatorio que no es el
propio, como es usual en el ámbito universitario y académico occidental, le
pareció sospechosa porque podía esconder un anhelo de dominación. Como se
desprende de la totalidad de la obra de Said, la indagación sistemática con
intención crítica en el campo de las ciencias sociales era algo relativamente
extraño al núcleo convencional de su pensamiento.
En este sentido es sintomático que Said rechazara vehementemente todo análisis
de la cultura política cotidiana del mundo musulmán, toda descripción de los
códigos paralelos de conducta que allí son habituales y toda alusión a las
dificultades que los propios habitantes de estas tierras sufrían y sufren a
causa de la irracionalidad de muchos aspectos de la vida diaria, como la falta
del Estado de derecho y la débil posición de los individuos frente a los poderes
fácticos, casi siempre imprevisibles y a menudo despóticos. Como a todo
espíritu conservador, le molestaba que los “extranjeros” criticaran los
fenómenos recurrentes de la realidad cotidiana de su ámbito de origen. En resumen no se dio
cuenta de las consecuencias de todo tipo que se daban y se dan hasta hoy en el mundo
islámico por la falta de un análisis crítico-científico de la propia identidad
social.
Para
ilustrar los detalles engorrosos de Orientalismo se puede mencionar una
gran obra literaria analizada por Edward W. Said. A mediados del siglo XIX Gérard
de Nerval publicó su crónica del Oriente musulmán, que es un intento
literario de comprender lo Otro, lo diametralmente distinto a la cultura
occidental. Este esfuerzo no estuvo teñido por el propósito de denigrar la
civilización islámica o de despreciar la cultura de los países árabes que
Nerval visitó, sino que se inspiró en el anhelo de entender lo Otro y dar
cuenta de ello de forma objetiva e imparcial, en la medida en que la literatura
lo puede permitir. Nerval
quería hacer justicia a ese mundo tan diferente del propio. El ambiente que
describe es deslumbrante y seductor y, al mismo tiempo, monstruoso e inhumano.
Es ciertamente lo Otro por excelencia, fascinante y desafiante, lleno de
aventuras y curiosidades inesperadas, pero también un ámbito de una pobreza
indescriptible, lleno de injusticias y discriminaciones inaceptables,
relacionadas sobre todo con las mujeres y los esclavos. Y uno de los factores más
detestables, como lo insinúa Gérard de Nerval, es la justificación de ese
estado de cosas mediante la religión, la tradición y la historia, es decir
acudiendo al argumento del carácter único e irreductible de las diferencias
identificatorias. Esta es también la estrategia recurrente de los
estudios postcoloniales y subalternos.
El
relativismo con respecto a los derechos humanos
La Teoría
latinoamericana de la Dependencia, que se desarrolló aproximadamente a
partir de 1960, es un claro antecedente de las doctrinas postcoloniales, las
que tienen asimismo una fuerte deuda intelectual con los enfoques de Frantz
Fanon y Eduardo Galeano. Por otra parte han sido enriquecidas con
las concepciones de los autores clásicos del postmodernismo: Jacques Lacan,
Michel Foucault y Jacques Derrida.
Pero todo esto no puede aminorar el hecho de que son teorías basadas mayormente
en asuntos literarios y lingüísticos, cuya aplicación a las ciencias sociales ocurre
sólo mediante un esfuerzo simplificador: el mundo ha sido sustituido por
la palabra, generando un “carnaval académico”, como dice Jean-François Bayart. El gran
problema y carencia de las teorías postcoloniales debe ser visto en la
justificación de los ya mencionados aspectos criticables del área islámica y de
los otros regímenes civilizatorios del Tercer Mundo por medio de las
diferencias identificatorias, como ya lo hemos vislumbrado al mencionar a
Gérard de Nerval. Se puede decir que son enfoques que invierten el
eurocentrismo superficialmente y que no contribuyen a comprender mejor las
complejas y cambiantes estructuras internas de los países y la configuración de
la vida cotidiana en los países del Tercer Mundo. Hay que mencionar también que
teorías afines de amplio espectro, como la de Dipesh Chakravarty acerca
de “provincializar Europa” – es decir: descentrar Europa occidental y reducirla
a su verdadera y muy modesta dimensión histórica –, constituyen en el fondo
el intento de reescribir la historia universal para satisfacer los
comprensibles deseos de intelectuales que no pueden soportar el hecho de que la
anhelada modernidad se haya originado en Europa y que el planeta en su forma
contemporánea esté moldeado por los valores occidentales y no por los legados
culturales de las naciones del Tercer Mundo.
Para
entender mejor la constelación contemporánea, por ejemplo en el ámbito
islámico, hay que acudir a estudios fundamentados empíricamente. De acuerdo al
erudito sirio Bassam Tibi, muchos aspectos de la vida diaria en la
mayoría de las sociedades que conforman el área musulmana – el tratamiento de
las mujeres y de las minorías, las prácticas políticas habituales y el
funcionamiento efectivo de las administraciones públicas – no son sólo modelos
distintos del europeo occidental, sino sistemas de ordenamiento social que
denotan un arcaísmo petrificado, un legado autoritario preservado intencionalmente
y un nivel organizativo que ha quedado sobrepasado por el decurso histórico
modernizante.
No hay duda, por otra parte, de que los elementos centrales de esa tradición
brindan seguridad emocional, un sentido bien establecido de pertenencia
colectiva y, por consiguiente, una identidad social relativamente sólida. Y por todo ello estos
factores son aceptados gustosamente y estimados en alto grado por una porción
muy importante de la población en casi todos los países islámicos. En otras
regiones del Tercer Mundo se encuentran numerosos fenómenos similares.
Constituyen piedras angulares de una identidad colectiva que viene de muy atrás
y que durará todavía por largo tiempo.
En muchos casos se trata de una combinación de un arcaísmo autoritario con
tecnologías muy avanzadas en el campo productivo.
En todos
estos enfoques – desde Edward W. Said hasta Dipesh Chakravarty –, situados en
el terreno de los estudios postcoloniales, se pueden detectar cinco carencias
principales: (1) la incapacidad de autocrítica; (2) la aceptación tácita de los
elementos autoritarios y anacrónicos de la propia cultura porque es el legado de
valores que uno mismo ha recibido (“el lugar de enunciación”); (3) el uso
instrumental, demasiado evidente, del relativismo postmodernista, porque este
último sirve extraordinariamente bien – con un toque de actualidad y
cientificidad – a las metas de enaltecer la posición político-cultural de las
naciones del Tercer Mundo y, al mismo tiempo, de diluir y hasta menospreciar
los logros científicos, democráticos y organizativos de Europa occidental; (4)
la preservación de una visión romántica y edulcorada acerca del propio pasado y
de los regímenes autoritarios (populistas y socialistas) que prima facie
parecen construir una alternativa al “capitalismo imperialista”; y (5) el
cultivo de formas confusas y barrocas de exposición, junto con contenidos
teóricos que a la postre se muestran como modestos o insignificantes. Estos
factores aseguran paradójicamente la popularidad de estos enfoques en el mundo
académico latinoamericano.
El
tratamiento relativista de los derechos humanos tiene uno de sus mejores
exponentes en Mahmoud Bassiouni, quien ha combinado modelos muy
avanzados de teoría postmodernista con la erudición de los expertos
tradicionales en derecho islámico. En América Latina hay numerosos paralelismos
similares, que se extienden desde la defensa del derecho consuetudinario
indígena hasta la
invocación a concebir los derechos humanos dentro una forma “alternativa” y
“matizada”, que correspondería “pragmáticamente” a las “especificidades” del caso
nacional respectivo.
Para Bassiouni cada orden cultural posee sus propios derechos humanos y su
propia tradición, religiosa y secular, referida a estos derechos. Su tesis
principal es muy popular en el mundo académico contemporáneo: los derechos
humanos deben ser “redefinidos” por el legado intelectual de cada modelo
civilizatorio e integrados, por ejemplo, al derecho islámico clásico, en cuyo
marco recién tendrían significación efectiva. Por un lado se “respeta” la
tradición occidental de los derechos humanos, pero estos últimos tienen
vigencia práctica sólo si se los interpreta en el seno de los principales
saberes jurídicos y políticos del Islam.
Bassiouni, pese al despliegue de su imponente aparato crítico e histórico, se
basa en el principio conservador por excelencia que ha desarrollado la
convención islámica clásica sobre este punto: todos los derechos provienen
directamente de la voluntad de Dios; su vigencia está asegurada por este origen
divino, que en la mayoría de los casos hace superflua una regulación
constitucional o legal, ya que esta sería redundante. Medidas provenientes de
parlamentos, gobiernos e instituciones para la protección e implementación de
los derechos son vistas como secundarias y a veces como innecesarias.
La
fundamentación filosófica que construye Bassiouni postula una idea muy
difundida en todo el Tercer Mundo: las necesidades básicas de la
población son la única fuente real de los derechos humanos. Estos últimos son
instituciones jurídicas para “la protección de necesidades humanas universales
y objetivas”.
Recién una investigación exhaustiva en torno a las necesidades genuinas del ser
humano puede darnos luces acerca de los derechos humanos y su vigencia objetiva
y universal, sobre la cual habría entonces un consenso general. Según Bassiouni, esa investigación
exhaustiva nos demostraría que el fundamento primero y último de las
necesidades y, por consiguiente, de los derechos, es de origen
religioso-teológico. Esto aseguraría, de modo concluyente afirma este autor, la
auténtica universalidad de los derechos humanos. Al mismo tiempo y en
contradicción con este concepto de universalidad, Bassiouni asevera
inequívocamente que los derechos humanos representan una construcción social de
la civilización occidental, que no puede pretender universalidad porque se
originó como “reacción” a amenazas que una sociedad determinada experimentó en
el seno de una historia particular. Por ello habría muy diferentes concepciones
de derechos humanos en el planeta, y ninguna de estas concepciones, por lógica,
podría pretender una validez universal. El “lugar de enunciación” de los
derechos humanos no podría ser un foro supranacional (como las Naciones Unidas),
sino una sociedad concreta con dilemas específicos y soluciones particulares.
Todas estas
aseveraciones, por más eufónicas que suenen, predisponen a una estrategia de
dilución de los derechos humanos, que ya no tendrían una vigencia irrestricta
como pilar de la identidad humana, sino sólo una validez relativa como parte de
un todo mayor consagrado a obtener la satisfacción de las necesidades.
Bassiouni afirma con un triunfalismo equivocado que la discusión internacional
en las Naciones Unidas y en otros organismos no se ocupa preferentemente de los
derechos humanos, sino de otros problemas más importantes, como la
repartición adecuada de la riqueza social o la consecución de la justicia
social en el comercio internacional.
En consecuencia Bassiouni – como la mayoría de los pensadores adscritos al
relativismo y simpatizantes de regímenes tanto conservadores como populistas –
cuestiona con especial énfasis la pertinencia y la vigencia de los derechos
humanos con relación a las actividades políticas. La satisfacción de las
necesidades elementales tendría absoluta prioridad sobre los derechos
“liberales”, es decir subalternos, como la libre expresión y asociación. Esta
opción teórica, que en el fondo permite cerrar ambos ojos en caso de toda
vulneración de derechos políticos, se legitima con un argumento que ha sido
usado por casi todos los regímenes autoritarios y totalitarios: el hambre no
espera. Por otra parte tanto Bassiouni como muchos intelectuales del Tercer
Mundo señalan con énfasis un aspecto que según ellos debilita radicalmente la
concepción occidental de los derechos humanos: la doble moral de los países occidentales
y de sus portavoces oficiales. Por un lado predican los derechos humanos, por
otro pisotean esos mismos principios mediante su praxis colonialista. Los derechos humanos
aparecen entonces como un mero instrumento político de seducción y dominación.
La obra de
Bassiouni, plena de repeticiones de todo tipo, constituye una típica discusión
dentro de la jurisprudencia islámica, que posee una notable riqueza
interpretativa, pero que casi nunca pasa a analizar dos planos que son
relevantes en todo debate realmente serio: (a) la distancia entre teoría y
praxis, en este caso entre la retórica habitual de los expertos jurídicos y la
realidad de la vida cotidiana en las sociedades musulmanas, y (b) los posibles
elementos autoritarios en los legados culturales profundos del ámbito islámico,
en las políticas públicas de los gobiernos respectivos y en el propio Corán.
Uno buscaría vanamente un análisis crítico de estos aspectos en la obra de
Mahmoud Bassiouni, ampulosa en la forma de exposición y con un contenido muy
modesto y previsible.
En los farragosos escritos de los pensadores postmodernistas en América Latina
se asevera a menudo que la concepción de los derechos humanos es algo de
naturaleza contingente, porque
proviene de un modelo civilizatorio (el europeo occidental) particular que no
debería pretender una vigencia universal. El racionalismo, la Ilustración y la democracia pluralista moderna serían
igualmente fenómenos históricamente fortuitos, es decir: sin valor normativo
para las culturas extra-europeas. Esta estrategia doctrinaria no es inocua en
términos políticos reales. En numerosos países del Tercer Mundo la impugnación
académica de la legitimidad de los derechos humanos contribuye a revigorizar
antiguas tradiciones autoritarias, que ahora, con lustre teórico y vocabulario
progresista, pueden ser consideradas como los fundamentos autóctonos de un
régimen que se ha liberado del colonialismo cultural.
Teorías
postmodernistas sobre la democracia
La
problemática anterior puede ser aclarada en el contexto contemporáneo de los
debates en torno a las identidades colectivas y a la democracia. Uno de los
problemas más agudos de la actualidad es el tratamiento igualitario de los individuos
en el marco del respeto a diferencias étnicas e identidades culturales
contrapuestas. Desde el punto de vista democrático-racionalista, la identidad
universal es más relevante que las diferencias, porque esa identidad es la
primaria y básica – “un potencial humano universal”, como afirma Charles
Taylor. Este potencial, localizado en los derechos humanos, es más
importante que todas las diferencias que ahora han adquirido una importancia
decisiva, como la nacionalidad, el género, el idioma y el origen étnico. Todos los seres humanos
tienen entonces el mismo derecho a la auto-realización, al reconocimiento como
iguales y al respeto de los otros. Cuando las pugnas por el reconocimiento de
las identidades colectivas tienen lugar en un contexto de discriminación manifiesta
y duradera, pueden ser consideradas como movimientos emancipatorios que luchan
por la articulación de una identidad nueva y constructiva. Pero, como sostuvo Jürgen
Habermas, cuando estos movimientos identitarios se transforman en un fin en
sí mismo o cuando promueven metas excesivamente particularistas, surge el
peligro de la regresión: estas tendencias se convierten disimuladamente en
corrientes que fomentan un nacionalismo retrógrado, un dogmatismo doctrinario o
un fundamentalismo arcaizante, que tratan de salvar o restituir una
sustancialidad histórico-social que ya no vive o que nunca existió como tal. La mayoría de ellas
carece de un elemento racional de autocorrección y autocrítica. Y los
intelectuales que las sustentan generalmente no conocen cómo la modernidad
occidental ha solucionado parcialmente ese anhelo universal de reconocimiento:
transformando los sentimientos premodernos de identidad y honor en los
conceptos contemporáneos de dignidad e igualdad.
Entre
los enfoques que no contribuyen a la difusión y consolidación de la democracia
pluralista moderna se encuentran algunas variantes de la corriente
postmodernista, que con toda erudición y un toque de cinismo humorístico, muy a
la moda de los tiempos, proclaman la obsolescencia de la democracia pluralista
y coquetean con la instauración de regímenes autoritarios y populistas, que
serían las manifestaciones auténticas y meritorias de modelos civilizatorios
que se oponen al verbalmente detestado imperialismo occidental. Estos neo-stalinistas
contemporáneos, entre los cuales podemos mencionar a Giorgio Agamben,
Alain Badiou, Jean-Luc Nancy, Jacques Rancière y Slavoj Zizek, poseen un amplísimo bagaje intelectual, despliegan
sus talentos dentro de las modas intelectuales del día y generan preguntas
interesantes, pero sólo tienen respuestas superficiales. Lo preocupante de esta
tendencia reside en la visión indiferente o, en algunos casos, favorable a
modelos autoritarios, como si los experimentos del siglo XX no fuesen un
testimonio suficiente acerca de las cualidades intrínsecas de estos experimentos
sociales. Estas concepciones, por otra parte, no nos brindan ninguna luz en
torno a los grandes problemas de nuestro tiempo, como ser: ¿Es posible
conciliar un desarrollo ilimitado – el gran anhelo popular y democrático – con
un planeta finito?
Una parte
considerable de la politología contemporánea gira en torno a cuestiones similares
y se mueve dentro del marco de la nueva ortodoxia relativista. Estos enfoques
han construido sus principios teóricos sobre la dimensión de lo contingente,
es decir sobre la convicción de que no existe una base absoluta, metafísicamente
garantizada para fundamentar y legitimar los diferentes regímenes políticos. Oliver Marchart (Viena 1968), creador
de la “teoría postfundamentalista de la sociedad”, basado en autores como
Ernesto Laclau, Jacques
Rancière y Giorgio Agamben, asevera, en el mejor estilo postmodernista, que toda
base de la democracia es, en el fondo, inexistente, pero que, simultáneamente,
está siempre “presente a causa de su ausencia”: el cimiento sigue operando
aunque no se lo pueda constatar empíricamente. El fundamento y el abismo vienen
a ser lo mismo.
En el fondo Marchart reemplaza los conceptos criticados – esencia, sustancia,
fundamento – por otros aparentemente muy distintos, como lo fortuito y lo
aleatorio, pero descubre su genuina intención (un retorno a la metafísica) al
introducir y defender el curioso principio doctrinario de la “necesidad
contingente” (tomado de Giorgio Agamben).
Sin dejar sus simpatías por la
izquierda, Marchart, como numerosos pensadores de la actualidad, postula – sin
pruebas – la autonomía de lo político
con relación a otras esferas de la actividad humana e introduce al mismo tiempo
una diferenciación entre la política y lo político,
que correspondería a la diferencia entre ser y ente, entre lo óntico y lo
ontológico establecida presuntamente por Martin Heidegger. A pesar de
tan ilustre referencia, la distinción queda en una sintomática oscuridad. Marchart
fomenta un pan-identitismo como lo preconizaron literariamente Walter
Benjamin y Jorge Luis Borges. Acudiendo a parábolas bíblicas y a citas de los
clásicos, Marchart se proclama partidario de algo muy sencillo y conocido: hay
que rescatar lo óntico, lo particular, lo específico y concreto, y defenderlo de
lo ontológico, lo general, lo abstracto y lo dirigido a fines prefijados de
antemano. Y hay que hacerlo usando la prudencia (phronesis) aristotélica,
el pragmatismo y el principio de plausibilidad.
El postfundamentalismo de Marchart se revela como extremadamente modesto:
intensificar el sentido común a favor de responsabilidad social, de la
“heterogeneidad de la propia identidad” y “la fragilidad de los propios
fundamentos”.
La obra de Marchart puede ser
calificada como bizantina y esotérica porque analiza exclusivamente conceptos y
confiere un espacio muy extenso a la discusión de sutilezas terminológicas;
nunca desciende al nivel de datos concretos en los campos histórico, político o
cultural. Esta inclinación a sobreestimar lo formal siempre ha gozado de una
gran popularidad en América Latina: la predominancia de las manifestaciones barrocas y ampulosas está combinada con la
producción de contenidos muy frugales.
Un ejemplo
curioso puede aclararnos las consecuencias del relativismo intelectual, ético e
historiográfico, revestido a menudo con un ropaje pseudo-democrático y
doctrinariamente anti-elitista. Me refiero al único acto de una resistencia
real durante los años del nacionalsocialismo alemán. Hubo un serio intento de
asesinato contra Adolf Hitler durante la Segunda Guerra Mundial, planeado y
ejecutado por oficiales del ejército alemán pertenecientes a la nobleza
prusiana, que, como se sabe, fracasó en el último instante. Al estudiar esta
temática, Joachim Fest se preguntó: ¿Por qué el 20 de julio de 1944
nunca llegó a ser el feriado nacional unificador de Alemana? En los años
inmediatos a la terminación de la Segunda Guerra Mundial esta idea fue
rechazada abiertamente por la mayoría de la población de la República Federal
de Alemania porque fue percibido como una traición a la patria. Posteriormente
y en la actualidad el 20 de Julio es visto con total indiferencia. En la
República Democrática Alemana (1949-1990) fue considerado como una acción
aislada de una élite conservadora y, por lo tanto, como algo sin valor para una
nación socialista. Según Joachim Fest, los intelectuales y los historiadores
alemanes contemporáneos ─ en cuanto
representantes de una comunidad académica con inclinaciones relativistas y pseudo-igualitarias
en el plano retórico ─ ejercitan una
“voluntad de desprestigiar”,
un propósito de denigrar un comportamiento ejemplar en la esfera ética y en el terreno
de la creación cultural y, en el fondo, un intento de desacreditar toda
autoridad moral y, en realidad, toda muestra de distinción individual. Esta voluntad
de desprestigiar es la que prevalece parcialmente en los estudios
postcoloniales y afines, que de manera poco diferenciada, pero con gran
elocuencia, niegan todo aspecto rescatable a la civilización occidental, a la
democracia pluralista y a los sistemas coloniales europeos, acudiendo al
argumento del carácter propio y único – y por ello no criticable – de los
ordenamientos sociales en Asia, África y América Latina.
Lo
rescatable de las tradiciones académicas anteriores al postmodernismo
¿Por qué
tenemos de someter a un examen crítico la conjunción postmoderna de formas
barrocas y contenidos escasos, combinación que se manifiesta en los estudios
postcoloniales y las ciencias políticas contemporáneas? De acuerdo a Hannah
Arendt, lo verdaderamente valioso de las grandes creaciones intelectuales
es el esfuerzo en pro de la objetividad, impulso que al comienzo de la
civilización griega se podría detectar en Homero y Herodoto. Según esta autora,
este anhelo, por más precario que fuera, se distinguía claramente de la cómoda
posición oportunista de los sofistas clásicos porque incluía un impulso ético y
un designio estético.
Los postmodernistas y relativistas de nuestros días pueden ser equiparados a
los sofistas de la Grecia clásica. Por ello hoy tenemos que perseverar en el
empeño aludido: aún cuando no existiese la verdad, no podemos privarnos de su
búsqueda. Esto vale también para las ciencias sociales aplicadas a la política.
Las corrientes postmodernistas, empero, desahucian o niegan la posibilidad y la
pertinencia de juicios valorativos bien fundamentos y, por consiguiente, no
promueven una praxis sociopolítica razonable. Además: la mayor parte de los
escritos postmodernistas y relativistas parece cultivar un estilo barroco y
redundante, a menudo confuso y ambiguo; es difícil discernir en ellos un
contenido relevante para los problemas actuales. Esta cuestión de las formas no
es de índole secundaria. Al igual que en épocas anteriores, tenemos que luchar
contra una espesa niebla constituida por los prejuicios colectivos, las
doctrinas moderadamente dogmáticas – a la moda del día – y las medias verdades, y sólo disponemos de
armas muy simples, como el designio de esclarecimiento radical y la transparencia
en la exposición.
Según Hannah Arendt, los
intelectuales, por lo menos en ciertas épocas – por comodidad, oportunismo y
cobardía –, se dejan integrar en ideologías y regímenes autoritarios y
totalitarios con mucha más facilidad que otros grupos sociales y así contribuyen
decisivamente a conformar la ya mencionada espesa niebla de los prejuicios.
No hay duda de que en América Latina es muy vigorosa la inclinación a
mimetizarse con la tendencia ideológica del momento. Los intelectuales
adscritos a las distintas versiones del postmodernismo y relativismo practican
esta virtud con gran energía, pues la
confusión en la forma y la modestia en el contenido facilitan esta operación.
Se trata de una especie de traición con respecto a la misión decisiva
de un genuino pensador, que es resistir las modas del día y las tentaciones del
poder. La fascinación que, por ejemplo, irradian los regímenes autoritarios y
populistas tiene que ver entonces con los valores asociados a la actividad
política, a los que son particularmente sensibles los intelectuales: la unidad
doctrinaria, la disciplina jerárquica de una iglesia secularizada, el sueño de
hogar y fraternidad, la ilusión de la solidaridad practicada.
Según Thomas
Mann el criterio para la calificación de un régimen sociopolítico estaría
en saber si ese modelo permite una apertura para otras alternativas y
desarrollos y para fomentar la “vida de la vida”. Como toda vida, también
la política requiere para su despliegue de una voluntad estructurante, que,
entre otras cosas, debe dejar el terreno abierto para soluciones alternativas
que no se manifiestan en el primer momento. Y así volvemos al comienzo. Lo
rescatable de las actividades filosóficas e intelectuales se encuentra
probablemente en un retorno crítico y distanciado a los clásicos. Lo valioso de
la obra de Jürgen Habermas se halla en
una conexión productiva con el psicoanálisis: la teoría crítica puede dar como
resultado un diagnóstico más o menos adecuado de situaciones político-patológicas.
Aplicada a la praxis, que es el designio de Habermas, esta vinculación con la
concepción original freudiana debería, al mismo tiempo, fructificar las propias
cualidades de los pensadores con respecto a la comprensión de los fenómenos
estudiados y fomentar las modificaciones necesarias en el cuerpo social
enfermo. Y en el caso ideal todo esto podría estar acompañado por un proceso de
autorreflexión de parte del paciente colectivo, cuando este último desarrolle un
interés propio por la auto-emancipación.
Como dice Habermas en su crítica a G. W. F. Hegel, no podemos y no
debemos resignarnos a elaborar una teoría política que sea sólo la comprensión
– en cuanta recapitulación, a menudo engorrosa – del mundo empírico y que se
abstenga de todo juicio valorativo sobre este último, como lo propugnan varias
corrientes postmodernistas acudiendo a la modestia epistemológica.