Revista Nº33 "NSTITUCIONES Y PROCESOS GUBERNAMENTALES"

Las relaciones cívico-militares en sociedades democráticas: El caso de Argentina

 

Franco Gabriel Ciucci[1]

 

Sumario: I. Introducción. II. Ejército y Sociedad. III. El Caso Argentino. IV. Conclusión y reflexiones finales. V. Bibliografía.

 

Resumen: En este trabajo analizamos las relaciones cívico-militares en las sociedades democráticas a raíz del pensamiento sociológico de Tocqueville, principalmente en tiempos de paz. Luego, abordamos el caso argentino desde sus orígenes. Finalmente, concluimos que en la actualidad es imposible una irrupción militar en el poder político en nuestro país.

Palabras clave: democracia, ejército, defensa, seguridad, relaciones cívico-militares, poder político.

 

Abstract: In this paper we analyze the civil-military relationships in democratic societies based on sociologic thought of Tocqueville, principally in peacetime. Then, we approach the Argentinian case from its origins. Finally, we conclude that in actuality is impossible a military irruption in the politic power in our country.

Key words: democracy, army, defense, security, civil-military relationships, politic power.

 

I. Introducción

 

En este trabajo nos proponemos abordar el conflicto existente entre las autoridades civiles y militares durante los tiempos de paz, desde una mirada sociológica a los fines de intentar comprender a qué se debe esa confrontación y desde el plano histórico analizaremos esa cuestión a raíz de lo acaecido en Argentina desde su origen hasta la actualidad. Para ello, desarrollaremos el análisis realizado por Alexis de Tocqueville respecto a la civil y los militares  en las democracias occidentales. Luego, haremos relación entre los ciudadanos, el poder una breve revisión del caso argentino, desde los comienzos de la nación intentando comprender cuál ha sido la injerencia de las Fuerzas Armadas en el ejercicio del poder político a lo largo de nuestra historia. Finalmente, intentaremos determinar si en la actualidad y en los próximos años existe el riesgo de que los altos mandos militares puedan interferir nuevamente en el ejercicio del poder político.

 

II. Ejército y Sociedad

 

Los seres humanos somos animales, con capacidad de razonar, aunque también con pasiones e instintos, entre ellos la ambición y la codicia. Si bien algunos poseen estas características de manera más intensa que otros, todos frecuentamos estas sensaciones. Y quienes se desempeñan en la carrera militar no son la excepción. Aquí nos proponemos analizar la situación de las fuerzas armadas en las democracias occidentales, con especial enfoque en su relación con la sociedad civil y las autoridades políticas. Para ello, recurriremos al pensamiento de Tocqueville desarrollado en los capítulos XXII a XXVI de la segunda parte de La Democracia en América.  

La guerra destruye y arrasa con todo en cada lugar por el que pasa, naturalmente las sociedades a medidas que desarrollan el comercio y disfrutan de cierto bienestar, se tornan reacias a los conflictos bélicos. Por ello, a medida que las condiciones se igualan, las pasiones guerreras se hacen más raras. Sin embargo, la guerra es un accidente al que están sujetos todos los pueblos, por ende es preciso que las naciones tengan un ejército (Tocqueville, 2015: 594).

En las sociedades aristocráticas los militares forman parte de la jerarquía castrense por un tiempo limitado, luego retornan a su lugar en la sociedad, cosa que no sucede en las sociedades democráticas donde su puesto militar los acompaña casi toda la vida. Por ende, el grado que un oficial o un soldado alcanza en la milicia se correlaciona con un ascenso en la sociedad. Ello lleva a que en este tipo de organizaciones los militares sean mucho más ambiciosos a la hora de crecer que en aquéllas donde la posición está marcada por el nacimiento. Es decir, el hecho de que los soldados rasos puedan aspirar a ser oficiales, aumenta su codicia de manera ilimitada. El problema es que en tiempos de paz el progreso es lento, ya que hay pocas muertes y solo se avanza cuando los mayores se retiran. En definitiva, mientras los ciudadanos que gozan de los beneficios del desarrollo de la industria desean la paz y la tranquilidad, los hombres de armas solo conciben el progreso a través de su actuación en la guerra (Tocqueville, 2015: 595).

El problema del amor del pueblo por la paz es que ello redunda en desprecio por la carrera militar, entonces los ciudadanos con más oportunidades eligen otras profesiones y el ejército queda para quienes no tienen una mejor opción. En consecuencia se convierte la carrera de armas en una profesión poco honrosa y se envía a los militares al último escalafón social, hiriendo profundamente su orgullo. De ahí, se deriva un gran peligro para las sociedades democráticas. El ejército en manos de las personas menos valoradas por la sociedad, se convierte en una nación aparte, una nación que tiene las armas y sabe cómo manejarlas: “el amor excesivo de todos los ciudadanos por la tranquilidad pone diariamente la constitución a merced de los soldados” (Tocqueville, 2015: 596).

Las autoridades civiles se encuentran en constante puja con las militares, la tarea de aquéllas es buscar la manera de prevenir las amenazas al dominio político de los representantes elegidos por las mayorías[2]. Distintos remedios pueden intentarse para limitar y controlar a las fuerzas armadas. Entre ellos, reducir su número parece ser el método más eficaz, aunque no todas las naciones pueden darse ese lujo[3] (Tocqueville, 598: 2015).

En las sociedades actuales los ejércitos profesionales hacen de su oficio una forma de vida que los acompaña la mayor parte de su vida. Es por ello que salen de cierto modo de la vida civil, rompiendo los lazos con los pueblos y adoptando al ejército como su verdadera patria. Entonces, mientras la sociedad desea tranquilidad y estabilidad, el militar quizás desea una revolución o una guerra, que le permitan mejorar su condición. Aún así, estas ambiciones pueden ser atemperadas en quienes proviniendo de clases bajas acceden a los altos grados del ejército, pues habiendo logrado un enorme avance en su vida personal temen perderlo y solo piensan en gozar tranquilamente de su conquista. El problema está en quienes habiendo avanzado un poco, como los sargentos y los suboficiales, quedan varados a mitad de camino. En palabras del propio Tocqueville:

 

“El suboficial está condenado a tener una existencia oscura, limitada, incómoda y precaria, y no ve del estado militar sino los peligros, la obediencia y las privaciones [...] el sargento quiere, pues la guerra a toda costa, y si se le rehúsa, desea las revoluciones que suspenden la autoridad de las leyes, en medio de las cuales espera con la ayuda de la confusión y de las pasiones políticas, echar a un lado a su jefe y ponerse en su puesto.[4]” (2015: 600-601).

 

En los países con servicio militar obligatorio, todos deberán tomar parte de ese estado, mas por un tiempo limitado. Entonces, los soldados que ingresen a la carrera militar en esas circunstancias en su mayoría pensarán solo en volver a su antigua vida civil. Ello trae importantes efectos en la relación del ejército y la sociedad, ya que la mayor parte de los soldados llevarán sus costumbres a la milicia. A diferencia de lo que sucede en sociedades aristocráticas, en las sociedades donde impera la igualdad, los soldados rasos serán el elemento conservador que dulcifique los hábitos militares (Tocqueville, 2015: 599-601). Ello no sucede obviamente en los países que utilizan el servicio militar voluntario.

En el estado de cosas descrito, luego de largos períodos de paz el espíritu guerrero se apacigua y el hábito del cuerpo para la guerra se pierde. En ese caso, los ascensos son demasiado lentos. Los oficiales se desesperan, pero luego se cansan y se resignan. Finalmente, solo piensan en disfrutar de la estabilidad y del goce que han logrado. Ello se sigue de un público desprestigio de la carrera militar, los grandes hombres toman otros caminos, se genera un círculo vicioso: la carrera militar no otorga prestigio porque los más poderosos no la adoptan, los hombres fuertes no la eligen porque no es conducente a la gloria y la riqueza. En fin, ello es totalmente al revés después de largas guerras. Cuando este evento destruye toda la tranquilidad que la paz había permitido, la guerra deviene en el único camino para el crecimiento personal y atrae consigo a todas las fuerzas de la sociedad. Después de un tiempo, los hombres más destacados están al mando del ejército y todo lo más valioso de la nación deja de dirigirse a la industria para ir hacia las filas de la batalla. En búsqueda del honor y la gloria que tan rápido la guerra confiere (Tocqueville, 2015: 602-604).

Es claro que la igualdad que impera nos atrae hacia la industria y el comercio, a su vez, se generan múltiples relaciones entre distintos actores en diferentes naciones lo cual provoca el entrelazamiento de intereses que aleja cada vez más a los países de la guerra. Sin embargo, cuando inician las mismas razones que impiden a las naciones comenzarlas, producen una atracción hacia la guerra mucho mayor y ya nadie puede quedar afuera (Tocqueville, 2015: 606).

Dado que en los países democráticos, el principio de igualdad de condiciones, funda gobiernos civiles que representan a la mayoría su poder moral es enorme y ello redunda en la adquisición de todas las fuerzas materiales de la nación. Por ello, cuando aparecen revueltas o resistencia particulares, el partido que gobierna conforme a la mayoría no tiene dificultades en aplastarlas rápidamente. Por eso, quienes quieren deponer al gobierno solo pueden hacerlo por un asalto y no por una guerra civil. Salvo que el ejército se divida en una parte sediciosa y otra fiel, en cuyo caso puede haber una batalla muy corta, donde o los sediciosos vencen en el primer golpe o aquéllos que cuentan con la fuerza del estado los reprimen ferozmente (Tocqueville, 2015: 609). 

 

III. El caso de Argentina

 

Si observamos con atención y claridad de donde venimos, podríamos precisar hacia donde vamos, con mayor o menor certidumbre. En el caso Argentino, al momento de plantear una política de defensa y/o una política militar, ello puede ser de gran utilidad. Desde los orígenes de las instituciones iberoamericanas las fuerzas militares han estado realmente ligadas a la sociedad dominante. Ello es bastante obvio, ya que la llegada de los españoles no fue a tierras inhabitadas sino que había poblaciones originarias ocupando América. Luego, la independencia de los países americanos fue propiamente por medio de batallas contra la corona española. Pasando al caso argentino, la formación institucional después de la declaración de 1816 estuvo marcada por sucesivos conflictos y escaramuzas entre los caudillos locales hasta el año 1860 cuando finalmente se incorpora Buenos Aires al resto de las provincias. Una vez consolidada la nación, nuestro país ha participado en ciertas guerras internacionales de las cuales se destacan principalmente la de la Triple Alianza (1865-1869) y la de Malvinas (1982). Si bien Argentina no es un país guerrero por naturaleza, ni amante de los conflictos bélicos, la presencia de militares ha sido una constante desde el arribo de los españoles. Después de la guerra con el Paraguay y determinado el dominio de Buenos Aires sobre el resto del país se consolidó el ejército argentino, con una gran influencia en la vida política argentina (Canelo, 2013: 2). Baste recordar que Julio Argentino Roca, militar argentino, fue doce años presidente del país a fines del Siglo XIX. En definitiva, desde los inicios del Virreinato de la Plata los militares han sido actores centrales de la política local,  tanto en tiempos de paz como de guerra y han estado vinculados a los sectores que detentaban el poder económico y social. Pero luego está claro que:

 

A lo largo del siglo XX fueron mutando algunas de las condiciones vigentes en el siglo anterior, en particular la situación de organización interior del Estado y territorio, de modo tal que las Fuerzas Armadas se fueron configurando, casi exclusivamente, sobre la problemática planteada por la posibilidad de una guerra convencional vecinal y continuaron desarrollando de manera secundaria, aunque persistente, actividades vinculadas a la integración territorial a través del mantenimiento de rutas aéreas y marítimas de transporte y correo, en una tendencia que se mantendría hasta nuestros días. (Montenegro, 2006: 2).

 

Existe un punto de inflexión que significará un brutal cambio en la relación cívico-militar: la ley Saenz Peña. Es decir, cuando las autoridades civiles -representantes de las mayorías- en largos tiempos de paz, emprenden el camino de afectar los intereses ligados a las Fuerzas Armadas. Por ello, no parece casualidad que entre el año 1929 y 1982 hayan habido cinco gobiernos militares que accedieron al poder rompiendo con el orden democrático. Como lo expresa Montenegro: “hacia 1930 las Fuerzas Armadas comenzaron un proceso de injerencia en el sistema político interno, que incrementará progresivamente durante los años siguientes, en especial a partir de la segunda mitad de la década de 1950 y que se extendería hasta 1983” (2006: 2). Es decir, antes estaban pero no precisaban afectar el orden institucional para mantener su influencia política, luego de ese cambio lógico, se produjo el efecto resistencia y con qué medio podrían llevarlo a cabo si no es con aquel que era propio de su condición: las armas. Por un lado, los altos mandos de las Fuerzas Armadas, han adquirido ese amor al poder que el mismo genera a quienes lo detentan. Por el otro, el ejército siempre estuvo ligado a algunos sectores civiles, locales e internacionales, que han incitado el accionar del mismo cuando les ha resultado conveniente.

La experiencia de los gobiernos militares del período 1976-1983 fue la que más  marcada estuvo por la influencia del conflicto de la Guerra Fría y como tal, fue la más violenta de todas. Ello tuvo enormes implicancias en los posteriores gobiernos que impulsados por la prudencia y la presión de las mayorías civiles, han tomado como política de estado medidas para prevenir que vuelva a haber una injerencia militar en el gobierno nacional[5]. Por eso, desde el gobierno de Alfonsín se ha comenzado a buscar la manera de disciplinar al ejército y a marcar el dominio del gobierno civil por sobre el militar. Para ello, lo primero que se ha hecho es castigar a los responsables de intromisiones en el gobierno democrático y a quienes dentro de ese orden cometieron crímenes de lesa humanidad (Canelo, 2013: 3).

El justificativo intelectual de la supremacía del gobierno civil por el militar, no es otro que el principio de igualdad de condiciones que decanta en el sistema representativo elegido por mayoría simple. En palabras de Nikken se trata de que “cuando una minoría se arroga, sin otro título que la fuerza, la potestad de adueñarse del poder y mantenerse en el mismo sin tener en cuenta la voluntad popular, se crea un cuadro de violación radical a los derechos humano” (2006: 9). En esa dirección se expresa la Carta Democrática Interamericana en su artículo 4: “La subordinación constitucional de todas las instituciones del Estado a la autoridad civil legalmente constituida y el respeto al Estado de Derecho de todas las entidades y sectores de la sociedad son igualmente fundamentales para la democracia”.

Más allá de que las autoridades civiles sean quienes detentan legitimidad a la hora de ejercer el poder político, es preciso hallar mecanismos que garanticen la supremacía de las mismas. Para ello, en los últimos años la política militar argentina se ha orientado a la reducción de la autonomía del ejército. Es así que se ha modificado todo el régimen organizativo de las Fuerzas Armadas, se desjerarquizó a los Comandantes de las mismas al cargo de Jefe de Estado Mayor, a su vez se pasaron importantes funciones al ámbito del Poder Ejecutivo y se sometieron otras tantas al control conjunto de aquél y del Legislativo (entre ellos, la decisión sobre ascensos) (Canelo, 2013: 3). Además se redujo el presupuesto destinado a la defensa, se bajaron los salarios, se disminuyó el personal y se traspasaron funciones de seguridad interior a las fuerzas de seguridad (Canelo, 2013: 4). Durante el gobierno de Menem continuó el descenso del apoyo presupuestario a las arcas del ejército y se siguió con la línea de  incrementación de la injerencia del poder político en la cuestión militar, aunque la política en materia de derechos humanos fue en sentido contrario (Canelo, 2013: 4-6).

Lo mismo sucedió durante el gobierno de la Alianza, además se empeoró la situación salarial de los miembros de las Fuerzas Armadas (Canelo, 2013: 8). En el año 2001 durante la crisis social y económica que sacudió al país los militares no intervinieron, de ese modo dieron muestras cabales que el trabajo de disciplinamiento sobre las Fuerzas Armadas había sido efectivo. A partir de la asunción de Nilda Garré como Ministra de Defensa se comenzó a revertir la situación presupuestaria, ya que se incrementó casi en un doscientos por ciento el dinero destinado a dichas fuerzas (Canelo, 2013: 10). Lo que no cambió fue la determinación de las autoridades civiles para mostrar que el poder de decisión reside siempre en los representantes elegidos por mayoría con cabeza en el Presidente de la Nación. Durante los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández se cristalizó el mando civil activo en cuestiones militares, ya que a partir de la última década el Ministerio de Defensa asumió de forma más extendida sus prerrogativas en materia de conducción (Anzelini, 2017: 11).  

En definitiva, existe un acuerdo generalizado de que deben existir en nuestro país las Fuerzas Armadas (aunque se discute el para qué) y que la actuación de las mismas debe estar enmarcada en los principios del Estado de Derecho y en la defensa de la soberanía del pueblo, siempre como una institución ajena a la política y subordinada a las autoridades constitucionales (Nikken, 2006: 15). El trabajo de dominación realizado por las autoridades civiles es resumido por Montenegro:

 

La conducción civil efectiva de los asuntos de la Defensa nacional y de las Fuerzas Armadas no se puede agotar en el ejercicio formal del mando, ni en el cumplimiento de actos y procedimientos simbólicos, sino que debe suponer la injerencia directa de las autoridades civiles específicas; es decir, el Ministerio de Defensa, en lo concerniente a diseño, elaboración, planificación, control y evaluación de las políticas y estrategias de Defensa, así como en todo lo atinente a la administración superior presupuestaria, logística, financiera y de personal de las Fuerzas Armadas (2006: 11-12).

 

En definitiva, nuestro país ha logrado desmilitarizar nuestra política y le ha quitado a las Fuerzas Armadas ciertas prerrogativas que en otro países de la región aún no han logrado (Battaglino, 2013: 2), además el poder civil ha logrado adquirir el mando militar efectivamente.

En el plano jurídico constitucional la normativa es clara en la misma orientación que hemos venido indicando. Por comenzar la Constitución Nacional establece en los incisos 12 al 15 de su artículo 99 las atribuciones del Presidente en la materia quien  es comandante en jefe de todas las fuerzas armadas de la Nación (inc. 12), provee los empleos militares con acuerdo del Senado (inc. 13), dispone de las fuerzas armadas y corre con su organización y distribución (inc. 14) y declara la guerra con la autorización del Congreso (inc. 15).  

Desde el punto de vista jurídico, se ha sido establecido un “consenso básico” en materia de defensa y seguridad que fue cristalizado en las leyes de Defensa Nacional (1988), Seguridad Interior (1992) e Inteligencia Nacional (2001), formalizando la subordinación de las Fuerzas Armadas (Anzelini, 2017: 9-10).

La Ley de Defensa Nacional 23554, estableció las bases del sistema con parámetros que intentan garantizar: el ejercicio de la autoridad civil, la no intervención de las Fuerzas Armadas en asuntos políticos internos[6], la regulación restrictiva de la participación militar en seguridad interior (Montenegro, 2006: 7). La Ley de Seguridad Interior 24059 es la necesaria contra-cara de la de Defensa, su misión es regular los asuntos de conflictos internos excluyendo totalmente a las Fuerzas Armadas de competencia en esa materia. Ello impide que los militares vuelvan a intervenir en cuestiones que hacen al orden interior. El consenso básico en la materia se concluye con la Ley de Inteligencia Nacional, la cual regula la obtención de información necesaria tanto para el mantenimiento de la seguridad interior como exterior, su importancia radica en que a ambos efectos se encuentra bajo la órbita de las autoridades civiles que son el Ministerio de Seguridad y el Ministerio de Defensa, siempre articulados bajo la órbita del Presidente de la Nación.

Con respecto a la cuestión de la seguridad, los debates existentes en torno a las “nuevas amenazas” y la extensión del concepto colocan en jaque a la distinción normativa del consenso básico, ya que a medida que el concepto abarca nuevas cuestiones, se vuelve a presentar la posibilidad de que las Fuerzas Armadas tengan participación en el orden interno (Cubajante, 2009). Como bien lo expresa Ugarte:

 

Aunque algunos países de la región, como es el caso de Argentina y Chile tienen [...] conceptos de defensa más próximos a los vigentes en otras partes del mundo, puede advertirse [...] un avance hacia la adopción de conceptos de defensa basados en las nuevas amenazas. Es decir, que respecto de las nuevas amenazas, [...] concebidas en los países de las doctrinas como hipótesis de intervención, en América Latina tienden a ser incluidos en el concepto de defensa y consideradas como hipótesis de empleo de las fuerzas armadas en sus propios territorios (2001: 59).

 

En conclusión, como hemos visto Argentina no es un país que haya nacido con una dominación propiamente civil del gobierno político, sino que por el contrario ésta se ha ido desarrollando a lo largo del tiempo. Si hiciéramos una línea del tiempo, observaríamos -con distintos matices- períodos de plena dominación militar, luego de ejercicio conjunto cívico-militar. La etapa en la cual hubieron intervenciones militares pueden ser vistas como una reacción a los cambios en el mando que generaron las modificaciones en el sistema político. En la actualidad, una revuelta militar o la injerencia de las Fuerzas Armadas en el poder político es impensable. Pese a que el consenso básico en materia de defensa pueda llegar a cambiar y es posible que en algún momento la doctrina que aboga por el uso interno de la milicia triunfe -al menos temporariamente- ello será bajo el mando y la decisión de las autoridades civiles.  

 

IV. Conclusión y reflexiones finales

 

En el presente trabajo hemos analizado desde el plano sociológico, la relación cívico-militar en las democracias occidentales. Como es notorio, una de las principales características es que los pueblos de la actualidad aman la paz, pero no pueden evitar conformar ejércitos para protegerse ya que la guerra es un factor al que todos están expuestos. Es también bastante claro que los mismos son de tipo profesional, por ende la mayoría de los militares permanecen en las Fuerzas Armadas durante gran parte de sus vidas, ello convierte a sus miembros en una pequeña sociedad que muchas veces se aparta de la civil, formando una pequeña patria dentro de la gran nación. En el mismo orden, la aversión a los conflictos bélicos que adopta la sociedad redunda en desprestigio de la carrera militar. Afectando de ese modo aún más la condición de los mismos y provocando que las personas más ilustradas busquen las riquezas y el respeto social por otros medios, como la industria y el comercio. Todas estas causas provocan un cisma entre la sociedad y el ejército que puede afectar la autoridad política de los representantes civiles, pues en definitiva los militares poseen las armas y, frecuentemente, desean el poder. El desarrollo de las sociedades se orienta siempre hacia la paz que es próspera y amada por las mayorías, pero la necesidad de mantener ejércitos perdura. Por ello, los gobernantes de las democracias se enfrentan a la necesidad de limitar la voracidad de los altos mandos militares. La forma más efectiva es reducir el número de miembros de las Fuerzas Armadas, aunque no todos pueden hacerlo.

Quienes ocupan los altos mandos en largos tiempos de paz, se terminan resignando y se dedican a gozar del prestigio y la estabilidad lograda, mas los que ocupan los puestos intermedios devienen en las verdaderas amenazas, ya que habiendo crecido un poco deben pasar mucho tiempo en la sombra y aceptar un oficio que muchas veces es riguroso. Entre los años 1987 y 1990 hubo cuatro revueltas realizada por oficiales intermedios, denominados los “cara pintada”. Distinto sucede con los soldados rasos que terminan por ser el elemento que más representa el espíritu de las sociedades democráticas.

Con la evolución del poder de las mayorías civiles se reduce el riesgo de las revoluciones militares, aunque es posible que sigan existiendo solo pueden llevarse a cabo por golpes rápidos que depongan al gobierno civil, si no es así y existe al menos una parte del ejército que responda a los representantes, fácilmente serán aplastados los sediciosos. Ello es así ya que el poder de quienes ejercen el gobierno civil cuando cuentan con el apoyo de las mayorías es prácticamente imbatible.

En el caso Argentino, la presencia de los militares existe desde la propia colonización, además desde la independencia hubieron permanentes conflictos internos prácticamente durante todo el siglo XIX, lo que implicó una enorme influencia de los mismos en el ejercicio del poder (durante varios años incluso hubo presidentes militares). Luego en el siglo XX, el poder comenzó a decantar hacia las mayorías civiles, principalmente por la influencia del voto universal y secreto, ello determinó que los gobiernos civiles decidan en función de los deseos de las mayorías, por ello la injerencia de los militares en el ejercicio del poder fue cada vez menor. Una consecuencia casi lógica de ello fue el período de 1929-1983 donde hubieron cinco irrupciones institucionales por parte de los altos mandos militares. Luego del último gobierno de facto los representantes políticos se encaminaron a lo que se denominó el “disciplinamiento” de las Fuerzas Armadas, reduciendo su autonomía, presupuesto, personal y salarios. A su vez, se atribuyeron las principales competencias de los altos mandos al Poder Ejecutivo y se delegó la política militar en el Ministerio de Defensa.

En definitiva, se pueden observar tres etapas en las relaciones cívico-militares en Argentina: primero, una en la que la injerencia militar en el poder político era conjunta y/o alternada a los mandos civiles; segundo, una en la que el poder político lo ejercían legitimamente los representantes y habían irrupciones en las que los militares se atribuían el ejercicio del poder y por último, la etapa actual, donde el poder político no solo está en manos de los representantes de las mayorías, sino que además éstas ejercen el mando militar.

La conclusión es que una nueva revuelta por parte de los militares es totalmente impensable en nuestro país. Parece claro que quienes ejercen altos mandos se encuentran resignados y disciplinados.  En nuestro país se ha ido aún más allá de lo previsto por Tocqueville respecto de la fuerza de las mayorías en el mantenimiento del poder político, ya que aquí éstas se han irrogado incluso el ejercicio del poder militar.

 

V. Bibliografía

 

l   ANZELINI, L., POCZYNOK, I. y ZACARÍAS, M.E., (2017). Política de defensa y militar en Argentina desde el retorno de la democracia (1983-2015). Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Universidad Metropolitana para la Educación y el Trabajo, 2017.

l   BATTAGLINO, J., (2013). La Argentina desde 1983: un caso de desmilitarización del sistema político. Revista SAAP vol.7 no.2 Ciudad Autónoma de Buenos Aires 

l   CANELO, P., (2013). ¿Qué hacer con las Fuerzas Armadas? Treinta años de “Cuestión Militar” en la Argentina. Disponible en http://ri.conicet.gov.ar/bitstream/handle/11336/3902/CONICET
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.

l   CUBAJANTE, X., (2009). La seguridad internacional: evolución de un concepto. Revista de Relaciones Internacionales, Estrategia y Seguridad, vol. 4, núm. 2, julio-diciembre, 93-106.

l   MONTENEGRO, E., (2006). Relaciones Civiles-Militares: de la confrontación al trabajo conjunto. Curso de especialización en derechos humanos. Ministerio de Defensa de la República Argentina, 311-326.

l   NIELSEN, S. C. (2005). Civil–Military relations theory and military effectiveness. Public Administration and Management, 10(2), 61–84.

l   NIKKEN, P., (2006). Las Fuerzas Armadas y la Sociedad en el Estado Democrático de Derecho. Curso de especialización en derechos humanos. Ministerio de Defensa de la República Argentina, 23-42.

l   TOCQUEVILLE, A., 2015 (1835). La Democracia en América, México DF, México: Fondo de Cultura Económica.  

l   UGARTE, J., (2001). Los conceptos de defensa y seguridad en América Latina:sus peculiaridades respecto de los vigentes en otras regiones, y las consecuencias políticas de tales peculiaridades. LASA. Disponible en: http://lasa.international.pitt.edu/Lasa2001/UgarteJoseManuel.pdf

 

 

 



[1] Abogado – Universidad Nacional del Sur, República Argentina.

[2] En la literatura americana se ha estudiado profundamente la relación cívico-militar, la mayoría de los autores coinciden en que es de muy baja probabilidad que en la actualidad ocurran irrupciones en el orden institucional (Nielsen, 2005).  

[3] Un lujo que parece que nosotros en Argentina sí nos podemos dar. Como muestra Montenegro: “los procesos de integración económica en el plano regional latinoamericano y subregional del Cono Sur, sumado a la ausencia de situaciones de conflictividad armada interna, diluyeron un conjunto de amenazas y conflictos potenciales, sobre los cuales se habían organizado los institutos armados argentinos desde los años ´50” (2006: 5-6).

 

[4] Casualmente en Argentina hubo cuatro levantamientos entre los años 1987 y 1990 protagonizados por oficiales intermedios ex combatientes de la guerra de Malvinas (Canelo, 2013: 3).

[5] En el mismo sentido, Montenegro dice que: “la reinstalación democrática acontecida en 1983 derivó en la desarticulación de la impronta tutelar que había signado la intervención de las Fuerzas Armadas en el sistema político desde mediados de los ´50” (2006: 6).

 

[6] La restitución del control civil requería el reemplazo de la Ley de Defensa de 1966 que establecía que la defensa nacional era “el esfuerzo estatal destinado a alcanzar la seguridad nacional”. Su aplicación implicó la integración de las esferas de la seguridad interior y de la defensa externa, involucrando a las Fuerzas Armadas en la represión de conflictos internos (Anzelini, 2017: 21).