Las relaciones cívico-militares en sociedades
democráticas: El caso de Argentina
Franco Gabriel Ciucci
Sumario: I. Introducción.
II. Ejército y Sociedad. III. El Caso Argentino. IV. Conclusión y reflexiones
finales. V. Bibliografía.
Resumen: En este trabajo
analizamos las relaciones cívico-militares en las sociedades democráticas a
raíz del pensamiento sociológico de Tocqueville, principalmente en tiempos de
paz. Luego, abordamos el caso argentino desde sus orígenes. Finalmente,
concluimos que en la actualidad es imposible una irrupción militar en el poder
político en nuestro país.
Palabras clave: democracia,
ejército, defensa, seguridad, relaciones cívico-militares, poder político.
Abstract: In this paper we analyze
the civil-military relationships in democratic societies based on sociologic
thought of Tocqueville, principally in peacetime. Then, we approach the Argentinian
case from its origins. Finally, we conclude that in actuality is impossible a
military irruption in the politic power in our country.
Key words: democracy, army,
defense, security, civil-military relationships, politic power.
I. Introducción
En
este trabajo nos proponemos abordar el conflicto existente entre las
autoridades civiles y militares durante los tiempos de paz, desde una mirada
sociológica a los fines de intentar comprender a qué se debe esa confrontación
y desde el plano histórico analizaremos esa cuestión a raíz de lo acaecido en
Argentina desde su origen hasta la actualidad. Para ello, desarrollaremos el
análisis realizado por Alexis de Tocqueville respecto a la civil y los
militares en las democracias occidentales. Luego, haremos relación entre los
ciudadanos, el poder una breve revisión del caso argentino, desde los comienzos
de la nación intentando comprender cuál ha sido la injerencia de las Fuerzas
Armadas en el ejercicio del poder político a lo largo de nuestra historia.
Finalmente, intentaremos determinar si en la actualidad y en los próximos años
existe el riesgo de que los altos mandos militares puedan interferir nuevamente
en el ejercicio del poder político.
II. Ejército y Sociedad
Los
seres humanos somos animales, con capacidad de razonar, aunque también con
pasiones e instintos, entre ellos la ambición y la codicia. Si bien algunos
poseen estas características de manera más intensa que otros, todos
frecuentamos estas sensaciones. Y quienes se desempeñan en la carrera militar
no son la excepción. Aquí nos proponemos analizar la situación de las fuerzas
armadas en las democracias occidentales, con especial enfoque en su relación
con la sociedad civil y las autoridades políticas. Para ello, recurriremos al
pensamiento de Tocqueville desarrollado en los capítulos XXII a XXVI de la
segunda parte de La Democracia en América.
La
guerra destruye y arrasa con todo en cada lugar por el que pasa, naturalmente
las sociedades a medidas que desarrollan el comercio y disfrutan de cierto
bienestar, se tornan reacias a los conflictos bélicos. Por ello, a medida que
las condiciones se igualan, las pasiones guerreras se hacen más raras. Sin
embargo, la guerra es un accidente al que están sujetos todos los pueblos, por
ende es preciso que las naciones tengan un ejército (Tocqueville, 2015: 594).
En
las sociedades aristocráticas los militares forman parte de la jerarquía castrense
por un tiempo limitado, luego retornan a su lugar en la sociedad, cosa que no
sucede en las sociedades democráticas donde su puesto militar los acompaña casi
toda la vida. Por ende, el grado que un oficial o un soldado alcanza en la
milicia se correlaciona con un ascenso en la sociedad. Ello lleva a que en este
tipo de organizaciones los militares sean mucho más ambiciosos a la hora de
crecer que en aquéllas donde la posición está marcada por el nacimiento. Es
decir, el hecho de que los soldados rasos puedan aspirar a ser oficiales,
aumenta su codicia de manera ilimitada. El problema es que en tiempos de paz el
progreso es lento, ya que hay pocas muertes y solo se avanza cuando los mayores
se retiran. En definitiva, mientras los ciudadanos que gozan de los beneficios
del desarrollo de la industria desean la paz y la tranquilidad, los hombres de
armas solo conciben el progreso a través de su actuación en la guerra
(Tocqueville, 2015: 595).
El
problema del amor del pueblo por la paz es que ello redunda en desprecio por la
carrera militar, entonces los ciudadanos con más oportunidades eligen otras
profesiones y el ejército queda para quienes no tienen una mejor opción. En
consecuencia se convierte la carrera de armas en una profesión poco honrosa y
se envía a los militares al último escalafón social, hiriendo profundamente su
orgullo. De ahí, se deriva un gran peligro para las sociedades democráticas. El
ejército en manos de las personas menos valoradas por la sociedad, se convierte
en una nación aparte, una nación que tiene las armas y sabe cómo manejarlas:
“el amor excesivo de todos los ciudadanos por la tranquilidad pone diariamente
la constitución a merced de los soldados” (Tocqueville, 2015: 596).
Las
autoridades civiles se encuentran en constante puja con las militares, la tarea
de aquéllas es buscar la manera de prevenir las amenazas al dominio político de
los representantes elegidos por las mayorías.
Distintos remedios pueden intentarse para limitar y controlar a las fuerzas
armadas. Entre ellos, reducir su número parece ser el método más eficaz, aunque
no todas las naciones pueden darse ese lujo
(Tocqueville, 598: 2015).
En
las sociedades actuales los ejércitos profesionales hacen de su oficio una
forma de vida que los acompaña la mayor parte de su vida. Es por ello que salen
de cierto modo de la vida civil, rompiendo los lazos con los pueblos y
adoptando al ejército como su verdadera patria. Entonces, mientras la sociedad
desea tranquilidad y estabilidad, el militar quizás desea una revolución o una guerra,
que le permitan mejorar su condición. Aún así, estas ambiciones pueden ser
atemperadas en quienes proviniendo de clases bajas acceden a los altos grados
del ejército, pues habiendo logrado un enorme avance en su vida personal temen
perderlo y solo piensan en gozar tranquilamente de su conquista. El problema
está en quienes habiendo avanzado un poco, como los sargentos y los
suboficiales, quedan varados a mitad de camino. En palabras del propio
Tocqueville:
“El suboficial está condenado a tener una existencia
oscura, limitada, incómoda y precaria, y no ve del estado militar sino los
peligros, la obediencia y las privaciones [...] el sargento quiere, pues la
guerra a toda costa, y si se le rehúsa, desea las revoluciones que suspenden la
autoridad de las leyes, en medio de las cuales espera con la ayuda de la
confusión y de las pasiones políticas, echar a un lado a su jefe y ponerse en
su puesto.”
(2015: 600-601).
En
los países con servicio militar obligatorio, todos deberán tomar parte de ese
estado, mas por un tiempo limitado. Entonces, los soldados que ingresen a la
carrera militar en esas circunstancias en su mayoría pensarán solo en volver a
su antigua vida civil. Ello trae importantes efectos en la relación del
ejército y la sociedad, ya que la mayor parte de los soldados llevarán sus
costumbres a la milicia. A diferencia de lo que sucede en sociedades
aristocráticas, en las sociedades donde impera la igualdad, los soldados rasos
serán el elemento conservador que dulcifique los hábitos militares (Tocqueville,
2015: 599-601). Ello no sucede obviamente en los países que utilizan el
servicio militar voluntario.
En
el estado de cosas descrito, luego de largos períodos de paz el espíritu
guerrero se apacigua y el hábito del cuerpo para la guerra se pierde. En ese
caso, los ascensos son demasiado lentos. Los oficiales se desesperan, pero
luego se cansan y se resignan. Finalmente, solo piensan en disfrutar de la
estabilidad y del goce que han logrado. Ello se sigue de un público
desprestigio de la carrera militar, los grandes hombres toman otros caminos, se
genera un círculo vicioso: la carrera militar no otorga prestigio porque los
más poderosos no la adoptan, los hombres fuertes no la eligen porque no es
conducente a la gloria y la riqueza. En fin, ello es totalmente al revés
después de largas guerras. Cuando este evento destruye toda la tranquilidad que
la paz había permitido, la guerra deviene en el único camino para el
crecimiento personal y atrae consigo a todas las fuerzas de la sociedad.
Después de un tiempo, los hombres más destacados están al mando del ejército y
todo lo más valioso de la nación deja de dirigirse a la industria para ir hacia
las filas de la batalla. En búsqueda del honor y la gloria que tan rápido la
guerra confiere (Tocqueville, 2015: 602-604).
Es
claro que la igualdad que impera nos atrae hacia la industria y el comercio, a
su vez, se generan múltiples relaciones entre distintos actores en diferentes
naciones lo cual provoca el entrelazamiento de intereses que aleja cada vez más
a los países de la guerra. Sin embargo, cuando inician las mismas razones que
impiden a las naciones comenzarlas, producen una atracción hacia la guerra
mucho mayor y ya nadie puede quedar afuera (Tocqueville, 2015: 606).
Dado
que en los países democráticos, el principio de igualdad de condiciones, funda
gobiernos civiles que representan a la mayoría su poder moral es enorme y ello
redunda en la adquisición de todas las fuerzas materiales de la nación. Por
ello, cuando aparecen revueltas o resistencia particulares, el partido que
gobierna conforme a la mayoría no tiene dificultades en aplastarlas
rápidamente. Por eso, quienes quieren deponer al gobierno solo pueden hacerlo
por un asalto y no por una guerra civil. Salvo que el ejército se divida en una
parte sediciosa y otra fiel, en cuyo caso puede haber una batalla muy corta,
donde o los sediciosos vencen en el primer golpe o aquéllos que cuentan con la
fuerza del estado los reprimen ferozmente (Tocqueville, 2015: 609).
III. El caso de
Argentina
Si
observamos con atención y claridad de donde venimos, podríamos precisar hacia
donde vamos, con mayor o menor certidumbre. En el caso Argentino, al momento de
plantear una política de defensa y/o una política militar, ello puede ser de
gran utilidad. Desde los orígenes de las instituciones iberoamericanas las
fuerzas militares han estado realmente ligadas a la sociedad dominante. Ello es
bastante obvio, ya que la llegada de los españoles no fue a tierras inhabitadas
sino que había poblaciones originarias ocupando América. Luego, la
independencia de los países americanos fue propiamente por medio de batallas
contra la corona española. Pasando al caso argentino, la formación
institucional después de la declaración de 1816 estuvo marcada por sucesivos
conflictos y escaramuzas entre los caudillos locales hasta el año 1860 cuando
finalmente se incorpora Buenos Aires al resto de las provincias. Una vez
consolidada la nación, nuestro país ha participado en ciertas guerras
internacionales de las cuales se destacan principalmente la de la Triple
Alianza (1865-1869) y la de Malvinas (1982). Si bien Argentina no es un país
guerrero por naturaleza, ni amante de los conflictos bélicos, la presencia de
militares ha sido una constante desde el arribo de los españoles. Después de la
guerra con el Paraguay y determinado el dominio de Buenos Aires sobre el resto
del país se consolidó el ejército argentino, con una gran influencia en la vida
política argentina (Canelo, 2013: 2). Baste recordar que Julio Argentino Roca,
militar argentino, fue doce años presidente del país a fines del Siglo XIX. En
definitiva, desde los inicios del Virreinato de la Plata los militares han sido
actores centrales de la política local, tanto en tiempos de paz como de guerra
y han estado vinculados a los sectores que detentaban el poder económico y
social. Pero luego está claro que:
A lo largo del siglo XX fueron mutando
algunas de las condiciones vigentes en el siglo anterior, en particular la
situación de organización interior del Estado y territorio, de modo tal que las
Fuerzas Armadas se fueron configurando, casi exclusivamente, sobre la
problemática planteada por la posibilidad de una guerra convencional vecinal y
continuaron desarrollando de manera secundaria, aunque persistente, actividades
vinculadas a la integración territorial a través del mantenimiento de rutas
aéreas y marítimas de transporte y correo, en una tendencia que se mantendría
hasta nuestros días. (Montenegro, 2006: 2).
Existe
un punto de inflexión que significará un brutal cambio en la relación
cívico-militar: la ley Saenz Peña. Es decir, cuando las autoridades civiles
-representantes de las mayorías- en largos tiempos de paz, emprenden el camino
de afectar los intereses ligados a las Fuerzas Armadas. Por ello, no parece
casualidad que entre el año 1929 y 1982 hayan habido cinco gobiernos militares
que accedieron al poder rompiendo con el orden democrático. Como lo expresa
Montenegro: “hacia 1930 las Fuerzas Armadas comenzaron un proceso de injerencia
en el sistema político interno, que incrementará progresivamente durante los
años siguientes, en especial a partir de la segunda mitad de la década de 1950
y que se extendería hasta 1983” (2006: 2). Es decir, antes estaban pero no
precisaban afectar el orden institucional para mantener su influencia política,
luego de ese cambio lógico, se produjo el efecto resistencia y con qué medio
podrían llevarlo a cabo si no es con aquel que era propio de su condición: las
armas. Por un lado, los altos mandos de las Fuerzas Armadas, han adquirido ese amor
al poder que el mismo genera a quienes lo detentan. Por el otro, el ejército
siempre estuvo ligado a algunos sectores civiles, locales e internacionales,
que han incitado el accionar del mismo cuando les ha resultado conveniente.
La
experiencia de los gobiernos militares del período 1976-1983 fue la que más
marcada estuvo por la influencia del conflicto de la Guerra Fría y como tal,
fue la más violenta de todas. Ello tuvo enormes implicancias en los posteriores
gobiernos que impulsados por la prudencia y la presión de las mayorías civiles,
han tomado como política de estado medidas para prevenir que vuelva a haber una
injerencia militar en el gobierno nacional.
Por eso, desde el gobierno de Alfonsín se ha comenzado a buscar la manera de
disciplinar al ejército y a marcar el dominio del gobierno civil por sobre el
militar. Para ello, lo primero que se ha hecho es castigar a los responsables
de intromisiones en el gobierno democrático y a quienes dentro de ese orden
cometieron crímenes de lesa humanidad (Canelo, 2013: 3).
El
justificativo intelectual de la supremacía del gobierno civil por el militar,
no es otro que el principio de igualdad de condiciones que decanta en el
sistema representativo elegido por mayoría simple. En palabras de Nikken se
trata de que “cuando una minoría se arroga, sin otro título que la fuerza, la
potestad de adueñarse del poder y mantenerse en el mismo sin tener en cuenta la
voluntad popular, se crea un cuadro de violación radical a los derechos humano”
(2006: 9). En esa dirección se expresa la Carta Democrática Interamericana en
su artículo 4: “La subordinación constitucional de todas las instituciones del
Estado a la autoridad civil legalmente constituida y el respeto al Estado de
Derecho de todas las entidades y sectores de la sociedad son igualmente
fundamentales para la democracia”.
Más
allá de que las autoridades civiles sean quienes detentan legitimidad a la hora
de ejercer el poder político, es preciso hallar mecanismos que garanticen la
supremacía de las mismas. Para ello, en los últimos años la política militar
argentina se ha orientado a la reducción de la autonomía del ejército. Es así
que se ha modificado todo el régimen organizativo de las Fuerzas Armadas, se
desjerarquizó a los Comandantes de las mismas al cargo de Jefe de Estado Mayor,
a su vez se pasaron importantes funciones al ámbito del Poder Ejecutivo y se
sometieron otras tantas al control conjunto de aquél y del Legislativo (entre
ellos, la decisión sobre ascensos) (Canelo, 2013: 3). Además se redujo el presupuesto
destinado a la defensa, se bajaron los salarios, se disminuyó el personal y se
traspasaron funciones de seguridad interior a las fuerzas de seguridad (Canelo,
2013: 4). Durante el gobierno de Menem continuó el descenso del apoyo
presupuestario a las arcas del ejército y se siguió con la línea de
incrementación de la injerencia del poder político en la cuestión militar,
aunque la política en materia de derechos humanos fue en sentido contrario
(Canelo, 2013: 4-6).
Lo
mismo sucedió durante el gobierno de la Alianza, además se empeoró la situación
salarial de los miembros de las Fuerzas Armadas (Canelo, 2013: 8). En el año
2001 durante la crisis social y económica que sacudió al país los militares no
intervinieron, de ese modo dieron muestras cabales que el trabajo de
disciplinamiento sobre las Fuerzas Armadas había sido efectivo. A partir de la
asunción de Nilda Garré como Ministra de Defensa se comenzó a revertir la
situación presupuestaria, ya que se incrementó casi en un doscientos por ciento
el dinero destinado a dichas fuerzas (Canelo, 2013: 10). Lo que no cambió fue
la determinación de las autoridades civiles para mostrar que el poder de
decisión reside siempre en los representantes elegidos por mayoría con cabeza
en el Presidente de la Nación. Durante los gobiernos de Néstor Kirchner y
Cristina Fernández se cristalizó el mando civil activo en cuestiones militares,
ya que a partir de la última década el Ministerio de Defensa asumió de forma
más extendida sus prerrogativas en materia de conducción (Anzelini, 2017:
11).
En
definitiva, existe un acuerdo generalizado de que deben existir en nuestro país
las Fuerzas Armadas (aunque se discute el para qué) y que la actuación de las
mismas debe estar enmarcada en los principios del Estado de Derecho y en la
defensa de la soberanía del pueblo, siempre como una institución ajena a la
política y subordinada a las autoridades constitucionales (Nikken, 2006: 15).
El trabajo de dominación realizado por las autoridades civiles es resumido por
Montenegro:
La conducción civil efectiva de los asuntos
de la Defensa nacional y de las Fuerzas Armadas no se puede agotar en el
ejercicio formal del mando, ni en el cumplimiento de actos y procedimientos
simbólicos, sino que debe suponer la injerencia directa de las autoridades
civiles específicas; es decir, el Ministerio de Defensa, en lo concerniente a
diseño, elaboración, planificación, control y evaluación de las políticas y
estrategias de Defensa, así como en todo lo atinente a la administración
superior presupuestaria, logística, financiera y de personal de las Fuerzas
Armadas (2006: 11-12).
En
definitiva, nuestro país ha logrado desmilitarizar nuestra política y le ha
quitado a las Fuerzas Armadas ciertas prerrogativas que en otro países de la
región aún no han logrado (Battaglino, 2013: 2), además el poder civil ha
logrado adquirir el mando militar efectivamente.
En
el plano jurídico constitucional la normativa es clara en la misma orientación
que hemos venido indicando. Por comenzar la Constitución Nacional establece en
los incisos 12 al 15 de su artículo 99 las atribuciones del Presidente en la
materia quien es comandante en jefe de todas las fuerzas armadas de la Nación
(inc. 12), provee los empleos militares con acuerdo del Senado (inc. 13),
dispone de las fuerzas armadas y corre con su organización y distribución (inc.
14) y declara la guerra con la autorización del Congreso (inc. 15).
Desde
el punto de vista jurídico, se ha sido establecido un “consenso básico” en
materia de defensa y seguridad que fue cristalizado en las leyes de Defensa
Nacional (1988), Seguridad Interior (1992) e Inteligencia Nacional (2001),
formalizando la subordinación de las Fuerzas Armadas (Anzelini, 2017: 9-10).
La
Ley de Defensa Nacional 23554, estableció las bases del sistema con parámetros
que intentan garantizar: el ejercicio de la autoridad civil, la no intervención
de las Fuerzas Armadas en asuntos políticos internos, la
regulación restrictiva de la participación militar en seguridad interior
(Montenegro, 2006: 7). La Ley de Seguridad Interior 24059 es la necesaria
contra-cara de la de Defensa, su misión es regular los asuntos de conflictos
internos excluyendo totalmente a las Fuerzas Armadas de competencia en esa
materia. Ello impide que los militares vuelvan a intervenir en cuestiones que
hacen al orden interior. El consenso básico en la materia se concluye con la
Ley de Inteligencia Nacional, la cual regula la obtención de información
necesaria tanto para el mantenimiento de la seguridad interior como exterior,
su importancia radica en que a ambos efectos se encuentra bajo la órbita de las
autoridades civiles que son el Ministerio de Seguridad y el Ministerio de
Defensa, siempre articulados bajo la órbita del Presidente de la Nación.
Con
respecto a la cuestión de la seguridad, los debates existentes en torno a las
“nuevas amenazas” y la extensión del concepto colocan en jaque a la distinción
normativa del consenso básico, ya que a medida que el concepto abarca nuevas
cuestiones, se vuelve a presentar la posibilidad de que las Fuerzas Armadas
tengan participación en el orden interno (Cubajante, 2009). Como bien lo
expresa Ugarte:
Aunque algunos países de la región, como es
el caso de Argentina y Chile tienen [...] conceptos de defensa más próximos a
los vigentes en otras partes del mundo, puede advertirse [...] un avance hacia
la adopción de conceptos de defensa basados en las nuevas amenazas. Es decir,
que respecto de las nuevas amenazas, [...] concebidas en los países de las
doctrinas como hipótesis de intervención, en América Latina tienden a ser
incluidos en el concepto de defensa y consideradas como hipótesis de empleo de
las fuerzas armadas en sus propios territorios (2001: 59).
En
conclusión, como hemos visto Argentina no es un país que haya nacido con una
dominación propiamente civil del gobierno político, sino que por el contrario
ésta se ha ido desarrollando a lo largo del tiempo. Si hiciéramos una línea del
tiempo, observaríamos -con distintos matices- períodos de plena dominación
militar, luego de ejercicio conjunto cívico-militar. La etapa en la cual
hubieron intervenciones militares pueden ser vistas como una reacción a los
cambios en el mando que generaron las modificaciones en el sistema político. En
la actualidad, una revuelta militar o la injerencia de las Fuerzas Armadas en
el poder político es impensable. Pese a que el consenso básico en materia de
defensa pueda llegar a cambiar y es posible que en algún momento la doctrina
que aboga por el uso interno de la milicia triunfe -al menos temporariamente-
ello será bajo el mando y la decisión de las autoridades civiles.
IV. Conclusión y reflexiones finales
En
el presente trabajo hemos analizado desde el plano sociológico, la relación
cívico-militar en las democracias occidentales. Como es notorio, una de las principales
características es que los pueblos de la actualidad aman la paz, pero no pueden
evitar conformar ejércitos para protegerse ya que la guerra es un factor al que
todos están expuestos. Es también bastante claro que los mismos son de tipo
profesional, por ende la mayoría de los militares permanecen en las Fuerzas
Armadas durante gran parte de sus vidas, ello convierte a sus miembros en una
pequeña sociedad que muchas veces se aparta de la civil, formando una pequeña
patria dentro de la gran nación. En el mismo orden, la aversión a los
conflictos bélicos que adopta la sociedad redunda en desprestigio de la carrera
militar. Afectando de ese modo aún más la condición de los mismos y provocando
que las personas más ilustradas busquen las riquezas y el respeto social por
otros medios, como la industria y el comercio. Todas estas causas provocan un
cisma entre la sociedad y el ejército que puede afectar la autoridad política
de los representantes civiles, pues en definitiva los militares poseen las
armas y, frecuentemente, desean el poder. El desarrollo de las sociedades se
orienta siempre hacia la paz que es próspera y amada por las mayorías, pero la
necesidad de mantener ejércitos perdura. Por ello, los gobernantes de las
democracias se enfrentan a la necesidad de limitar la voracidad de los altos
mandos militares. La forma más efectiva es reducir el número de miembros de las
Fuerzas Armadas, aunque no todos pueden hacerlo.
Quienes
ocupan los altos mandos en largos tiempos de paz, se terminan resignando y se
dedican a gozar del prestigio y la estabilidad lograda, mas los que ocupan los
puestos intermedios devienen en las verdaderas amenazas, ya que habiendo
crecido un poco deben pasar mucho tiempo en la sombra y aceptar un oficio que
muchas veces es riguroso. Entre los años 1987 y 1990 hubo cuatro revueltas
realizada por oficiales intermedios, denominados los “cara pintada”. Distinto
sucede con los soldados rasos que terminan por ser el elemento que más
representa el espíritu de las sociedades democráticas.
Con
la evolución del poder de las mayorías civiles se reduce el riesgo de las
revoluciones militares, aunque es posible que sigan existiendo solo pueden
llevarse a cabo por golpes rápidos que depongan al gobierno civil, si no es así
y existe al menos una parte del ejército que responda a los representantes,
fácilmente serán aplastados los sediciosos. Ello es así ya que el poder de
quienes ejercen el gobierno civil cuando cuentan con el apoyo de las mayorías
es prácticamente imbatible.
En
el caso Argentino, la presencia de los militares existe desde la propia
colonización, además desde la independencia hubieron permanentes conflictos
internos prácticamente durante todo el siglo XIX, lo que implicó una enorme
influencia de los mismos en el ejercicio del poder (durante varios años incluso
hubo presidentes militares). Luego en el siglo XX, el poder comenzó a decantar
hacia las mayorías civiles, principalmente por la influencia del voto universal
y secreto, ello determinó que los gobiernos civiles decidan en función de los
deseos de las mayorías, por ello la injerencia de los militares en el ejercicio
del poder fue cada vez menor. Una consecuencia casi lógica de ello fue el
período de 1929-1983 donde hubieron cinco irrupciones institucionales por parte
de los altos mandos militares. Luego del último gobierno de facto los
representantes políticos se encaminaron a lo que se denominó el
“disciplinamiento” de las Fuerzas Armadas, reduciendo su autonomía,
presupuesto, personal y salarios. A su vez, se atribuyeron las principales
competencias de los altos mandos al Poder Ejecutivo y se delegó la política
militar en el Ministerio de Defensa.
En
definitiva, se pueden observar tres etapas en las relaciones cívico-militares
en Argentina: primero, una en la que la injerencia militar en el poder político
era conjunta y/o alternada a los mandos civiles; segundo, una en la que el
poder político lo ejercían legitimamente los representantes y habían
irrupciones en las que los militares se atribuían el ejercicio del poder y por
último, la etapa actual, donde el poder político no solo está en manos de los
representantes de las mayorías, sino que además éstas ejercen el mando militar.
La
conclusión es que una nueva revuelta por parte de los militares es totalmente
impensable en nuestro país. Parece claro que quienes ejercen altos mandos se
encuentran resignados y disciplinados. En nuestro país se ha ido aún más allá
de lo previsto por Tocqueville respecto de la fuerza de las mayorías en el
mantenimiento del poder político, ya que aquí éstas se han irrogado incluso el
ejercicio del poder militar.
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