H. C. F. Mansilla
Los movimientos
guerrilleros en Colombia (1948-1990): la cultura política convencional y la
desproporcionalidad de la violencia
Resumen
El potencial de la
violencia política y las formas específicas de sus manifestaciones en Colombia
sólo pueden ser explicadas adecuadamente si se incluyen en el análisis la
dimensión de la cultura del autoritarismo y sus características premodernas.
Las causas de la violencia política pueden ser calificadas de múltiples: la
destrucción del tejido social tradicional, la presión demográfica, las grandes
migraciones internas, las expectativas de progreso individual, la debilidad de
las instituciones y la democratización incompleta. Los movimientos guerrilleros
se aprovecharon de estos factores, pero no supieron brindar a la población una
alternativa moderna, realista y creíble.
Palabras clave:
autoritarismo, Colombia, conservadurismo, ELN, FARC, M-19,
Guerilla
Movements in Colombia (1948-1990): the Conventional Political Cultural and the
Disproportion of Violence
Abstract
The
potential of political violence and the specific forms of its displays in
Colombia cannot be duly analyzed without considering the dimension of the
authoritarian culture and their premodern features. The causes of violence are
many: the destruction of traditional social webs, demographic pressures, the
frailty of institutions, the large intern migratory movements, and the
uncompleted democratization process. Guerilla movements derived profit from
these factors, but they failed to exhibit a modern, realistic and plausible
alternative for the population.
Key
words: authoritarianism, Colombia, conservatism, ELN, FARC, M-19,
Los movimientos guerrilleros en
Colombia (1948-1990):
la cultura política convencional y la
desproporcionalidad de la violencia
Por: H.
C. F. Mansilla
Preliminares
El presente texto se basa ante todo
en testimonios y esbozos teóricos surgidos en Colombia en torno a la llamada cultura
política de la violencia, cuya especificidad e intensidad constituyen un
tema muy controvertido.
También considero algunos intentos interpretativos de autores extranjeros que
se han destacado por su penetración analítica y la plausibilidad de sus
apreciaciones a largo plazo.
Quisiera enfatizar de entrada la excelente calidad de los escritos colombianos
aquí mencionados. Estos análisis combinaron tempranamente el espíritu crítico –
no plegarse a las modas intelectuales del momento, por más vigorosas que estas
parecieran ser –, con la utilización adecuada de datos empírico-documentales y
con el conocimiento del último desarrollo de las ciencias sociales a nivel
internacional. Me apoyo en publicaciones que han estudiado la época de 1948 a 1990,
periodo delimitado por el comienzo de la violencia armada a gran escala (el Bogotazo
de abril de 1948) y por el principio de la declinación de la misma. En marzo de
1990 se autodisolvió el Movimiento Revolucionario 19 de Abril (M-19); en ese
mismo año colapsó el Ejército Popular de Liberación (EPL) y emergieron síntomas
que anunciaban la disminución del entusiasmo, sobre todo juvenil, a favor de
las organizaciones guerrilleras. Aunque no era una novedad, por entonces se hizo
pública la notable magnitud de la imbricación de los movimientos guerrilleros
sobrevivientes en el narcotráfico y en otras actividades financieramente
lucrativas
(secuestros, extorsiones, robos, reclutamiento forzoso de menores de edad),
actividades que no concuerdan muy bien con la tradicional ética revolucionaria
y con las pretensiones socialistas de esos grupos. Asimismo en 1991, después de
muchas décadas, Colombia se dotó de una nueva Constitución Política, la cual
significó un “acuerdo consensual”
de amplio alcance entre diferentes sectores políticos que anteriormente habían
estado en contienda permanente. Se puede argüir, por supuesto, que una
constitución representa una fachada formal-legal que puede coexistir con una
realidad muy distinta, pero esta constitución y su largo proceso constituyente
dan cuenta de un amplio proceso modernizador en el ámbito político y jurídico,
que alcanza a sectores poblacionales bastante dilatados y mejor educados que en
generaciones anteriores, los que, a su vez, se identifican con el Estado Social
de Derecho, aprecian un amplio catálogo de derechos y garantías y aprueban la
complementación de la democracia representativa con instrumentos de la
democracia participativa. Estos sectores, sobre todo urbanos, se adhieren a
valores normativos de tipo moderno y hasta cosmopolita, y no se sienten
atraídos por las pautas reiterativas de comportamiento de los movimientos
guerrilleros, que representan una dimensión premoderna, marcadamente
tradicionalista e innecesariamente violenta para la sensibilidad contemporánea.
Aspectos del ejercicio de
la violencia vinculados a la cultura política tradicional
Aquí se usará un concepto relativamente
corriente de violencia: se la percibe primordialmente como la renuncia a la
comunicación con los otros, renuncia que incluye la probabilidad de una
confrontación corporal inmediata. Se manifiesta en el intento de hacer realidad
las pretensiones y expectativas definidas unilateralmente. Desde la propia
perspectiva de los movimientos guerrilleros, su praxis representa una forma de
uso inmediato de violencia con un cierto efecto social, basado en una renuncia
a la lealtad hacia el Estado respectivo y en el rechazo del diálogo político,
por lo menos en sus momentos más intensos.
Puesto que este texto trata de reconstruir algunos rasgos centrales de la
cultura de la violencia, dejo de lado importantes aspectos como la
periodización de la misma, la tipología de los movimientos integrantes, la
cantidad de víctimas y la descripción de las dirigencias guerrilleras.
Casi todos los estudiosos de
nuestro tema perciben los comienzos de la actividad guerrillera del siglo XX en
los núcleos de autodefensa campesina a partir aproximadamente de 1948, cuyas
metas programáticas – si se puede hablar de ello – se reducían al postulado de
una reforma agraria (sin una concepción muy precisa), una protección efectiva contra
las arbitrariedades de los latifundistas y los policías, el fortalecimiento de
la economía campesina y una participación política adecuada. A lo largo de un
enrevesado proceso, el grupo más importante de aquellas autodefensas se
transformó en las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), que
adoptaron esta denominación en 1964. Poco después el Partido Comunista de
Colombia, de forma ambigua, las declaró su brazo armado. Con el paso
de los años estos objetivos se mezclaron con formas de bandolerismo rural
convencional, con pequeños ejércitos privados irregulares y hasta con elementos
incipientes de una lucha de clases, y en las últimas décadas con mecanismos muy
refinados de protección a los cultivadores de coca y de participación en el
narcotráfico.
Puesto que todos estos temas han sido analizados exhaustivamente por autores
colombianos y extranjeros,
aquí me limitaré a algunos aspectos que me parecen relevantes por conformar factores
muy resistentes al cambio, que pertenecen a las convenciones y rutinas más
sólidas de la cultura política del país y que son reproducidos – a menudo
inconscientemente – por radicales, socialistas y populistas como si fueran
elementos positivos del propio acervo revolucionario.
Uno de los motivos para el movimiento guerrillero se lo
puede hallar en los aspectos socio-psicológicos,
en las concepciones habituales sobre la historia y en las normas colectivas que determinan los esquemas mentales en los que
se han movido los guerrilleros colombianos
y sus simpatizantes académicos, y que se manifiestan en el modo cómo estos se
rebelan contra lo establecido... si
es que se rebelan realmente contra el orden establecido. La combinación de
estos elementos con ideales social-revolucionarios y con una tradición
específica del uso de la fuerza ha suministrado probablemente el
fundamento del cual han surgido los movimientos guerrilleros. La lucha guerrillera no es sólo una vía básicamente militar
y violenta hacia la conquista del poder político, sino también una
filosofía específica de la vida, que reúne
en sí formas marcadas de los valores tradicionales de comportamiento y que,
por ende, descubre involuntariamente algunos rasgos de lo que estos movimientos
se imaginan sobre el anhelado orden nuevo. Este último se manifiesta
como la reiteración de rutinas y convenciones que vienen de muy atrás, pero
remozadas según las modas del día. Estas últimas se exhiben en la liturgia
anti-imperialista y en las curiosas consignas socialistas
y utopistas. Estas metas se fundamentan en la concepción de que la realidad latinoamericana exige una solución
socialista, que esta última es
sencillamente inminente y que puede ser puesta en práctica por un grupo
de revolucionarios profesionales decididos.
Las
organizaciones guerrilleras han presupuesto que la estructura
social colombiana era básicamente injusta y que ha ejercido una violencia
permanente e insoportable sobre las capas subalternas de la población. La
violencia de las guerrillas debía entonces ser vista como una contra-violencia
totalmente justa: un fenómeno universalmente legitimado. Colombia sería sólo un
caso ejemplar de un desarrollo planetario. Según una
publicación cercana a las FARC, la violencia ejercida por el movimiento
guerrillero representaría solamente la resistencia armada popular contra la
explotación secular sufrida por los campesinos.
El teorema de la contra-violencia se complementa casi siempre con otro elemento
tradicional de los propios actores, proveniente de raíces muy profundas,
casi siempre obvias y sobreentendidas y por ello nunca analizadas por ellos
mismos: el culto de la valentía y la virilidad y el desprecio concomitante por
la actividad racional que sopesa cuidadosamente aspectos positivos y negativos
de toda decisión. En la vida cotidiana de la guerrilla esta mentalidad se
manifestaba en la celebración positiva de todo combate armado, que era
considerado como el auténtico éxtasis del verdadero guerrillero. En este
contexto todo intercambio de disparos era visto como una muestra de la alegría,
el ánimo, el entusiasmo y el optimismo de los guerrilleros. La
existencia diaria en el frente de combate habría sido dura y sacrificada, pero al
mismo tiempo pura, justa y cultivada [sic]. La presencia de mujeres en los
frentes guerrilleros representaría una hermosa recompensa para los esforzados
guerreros.
Aquí se hallan reunidos algunos lugares comunes muy vigorosos del legado
ibero-católico.
La concepción misma de contra-cultura
y contra-violencia pertenece a los patrones explicativos de carácter dicotómico
y simplificador. En Colombia, como en numerosos países del Tercer Mundo, se daría
de modo permanente la contraposición entre una pequeña oligarquía de
privilegiados y una enorme masa de desposeídos.
Esta figura de origen bíblico y, por lo tanto, muy afincada en la memoria
popular, no es adecuada a la complejidad social y cultural que desarrolló la
sociedad colombiana desde el siglo XVIII, en la cual no se puede constatar la
confrontación única y permanente de dos clases antagónicas entre sí. De acuerdo a
la argumentación de Daniel Pécaut, el origen y las manifestaciones de la
violencia colombiana no pueden ser comprendidas mediante explicaciones
monocausales que reducen todo a la mencionada lucha de clases de índole
dicotómica.
Por otra parte, desde un principio se podía comprobar un factor proclive a la
acción violenta, factor que se extendía a todos los estratos sociales y grupos
étnicos del país y que a menudo no tenía una utilidad instrumental para los
objetivos de aquellos mismos estratos y grupos. Se puede afirmar que el
movimiento guerrillero tendía a una reducción de la muy compleja realidad
social mediante el uso de las armas, operación cognoscitiva habitual en
sociedades premodernas para comprender una dimensión que rebasa el ámbito de
las intuiciones y emociones.
La concepción misma de la contra-violencia
– la responsabilidad pertenece, en última instancia, a los otros –, la
retórica de los movimientos guerrilleros, sus estructuras y jerarquías internas
y, ante todo, sus valores implícitos de orientación (es decir: sus códigos
paralelos de conducta, nunca explicitados, pero siempre vigentes) representan
convenciones y rutinas que vienen de muy atrás y que eran compartidas por una
buena parte de la población colombiana. Por ello se explica, por lo menos parcialmente,
la popularidad de que gozaron los movimientos guerrilleros en la Colombia
premoderna y la “comprensión” hacia ellos que exhibieron numerosos
intelectuales, progresistas en sus opiniones políticas y conservadores en su
dimensión axiológica profunda. Y, por otra parte, esta
cultura política tradicional configura la clave para entender la
desproporcionalidad que siempre se dio entre los medios violentos usados
persistentemente por estos movimientos y la modestia de sus fines
programáticos. Este tema, ciertamente incómodo para la opinión pública
intelectual, es lo que trato de explicitar en este ensayo.
Cuanto más sencilla y más
fácil de comprender es una teoría y la solución pertinente, tanto menos
discusiones o controversias surgirán en torno a sus principios y tanto más
fuerte será la posición de la jefatura. Esquemas de pensamiento exentos de complicaciones se adaptan muy bien a
jerarquías claras de comando y acatamiento; si son aceptados, se va formando
una conducta dirigida principalmente a la obediencia y la subordinación.
En un medio básicamente tradicional
─ y el mini-universo de la guerrilla es uno de ellos ─, las autoridades disfrutan del hecho de que la masa de
la población afectada no dispone todavía de la facultad de ejercer una actitud crítica con respecto a sus “superiores”.
La
simplicidad de los esquemas de pensamiento se hace manifiesta igualmente
en la adopción de prejuicios habituales y muy antiguos, cuya difusión y
popularidad han impedido hasta ahora un cuestionamiento crítico de los mismos.
Se piensa que los países latinoamericanos
disponen de recursos inagotables para el
desenvolvimiento económico y que tanto la perfidia imperialista como el desinterés de la clase alta han obstaculizado su
utilización racional. Jaime Arenas afirmó que la
gente se muere de hambre en uno de los países más
fecundos y ricos del continente, y esta suposición mal comprobada es usada
en toda América Latina para justificar salidas políticas radicales. Por otra parte, las soluciones globales propugnadas
por los partidarios de la guerrilla se distinguen por la pobreza de su
contenido: se trata, por ejemplo, de una toma de partido por el modelo
cubano de socialismo estatista dictada por los sentimientos, creyéndose que mediante esto se solucionarán todos los
problemas del desarrollo. Para un examen crítico de la mentalidad
prevaleciente en los movimientos guerrilleros resultan ser de capital
importancia las presuposiciones y las precondiciones que adquirieron el valor de obvias, es decir: de naturales. Hay
que señalar que casi todas las
declaraciones de los diversos grupos guerrilleros y de sus pensadores se han distinguido por el carácter definitivo que
atribuyen a la “crisis insoluble” de
las sociedades latinoamericanas. La revolución socialista ha sido percibida
como históricamente “necesaria”. La
crisis del orden existente y, sobre todo, la inminencia de una situación ya
revolucionaria no eran las conclusiones de un análisis cuidadoso, sino los puntos de partida de toda argumentación.
Un pensamiento, que está determinado hasta
tal grado por lo obvio, denota una
afinidad notoria con respecto a sistemas dogmáticos y se inclina irremediablemente al fomento de pautas autoritarias de
comportamiento y a imposibilitar normas democráticas.
Los rasgos tradicional-conservadores bajo
el manto de lo revolucionario
La reducción
cognoscitiva por las armas es una de las formas relativamente usuales de conseguir
un sentido general que aclare la posición y la identidad de personas y grupos
en sociedades que se hallan en un proceso acelerado de modernización, es decir:
de un aumento inesperado de la complejidad social y cultural. Desde mediados
del siglo XX, esta última, como en el resto del mundo, promovió en Colombia una
cierta pérdida de los lazos primarios. Los movimientos guerrilleros,
paradójicamente, intentaban también recuperar los vínculos de solidaridad
inmediata que los procesos de urbanización y modernización empezaban a diluir. Esta
recuperación adquiere a menudo rasgos paternalistas, propios del orden
social premoderno, que se manifiestan en el tratamiento de las masas, a las que
habría que movilizar desde arriba. Las formas rutinarias de la lucha armada de
las guerrillas, sobre todo si esta transcurre de victoria en victoria,
representarían uno de los mejores procedimientos de movilización. El pueblo
colombiano, afirmó uno de los líderes principales del M-19, Jaime Bateman
Cayón, no se deja impresionar por palabras y discursos, sino por el
lenguaje de los hechos.
Esta ideología paternalista apelaba incansablemente a figuras de la retórica
convencional, como el patriotismo de los colombianos, la dignidad de la nación,
los intereses vitales del pueblo, la responsabilidad histórica de la juventud y
el objetivo de una vida mejor, más digna y plena de futuro,
mientras al mismo tiempo las metas socio-económicas del M-19 a mediano y largo
plazo permanecían en una nebulosa sintomática. Estos conceptos eufónicos tocan
ciertamente fibras emotivas y profundas de todas las sociedades
latinoamericanas, pero resultan inoperantes para diseñar políticas públicas
concretas.
Los revolucionarios de profesión
se sienten obligados a explicar a las masas una y otra vez sus ideas y
decisiones, que, según ellos, son las únicas que pueden tener éxito.
Significativamente el “trabajo político” ya fue definido por Ernesto Che Guevara como el intento de “explicar” a las masas las indicaciones de
arriba, hasta que estas las consideren como propias. La
iniciativa de la dirección de la guerrilla o del partido resulta así la mejor imaginable y la más adecuada a los
intereses populares. Pero también en
los casos en que no se subraya la infalibilidad del gremio rector, la distribución
del saber y de la facultad decisoria ─ y, por tanto, del poder en sentido enfático ─ queda evidentemente desplazada
a favor de la dirección. Las masas son concebidas como un fenómeno más
bien amorfo, que poseen a veces ocurrencias e informaciones valiosas, pero que no
tienen la facultad de diseñar las grandes líneas
de la estrategia a largo plazo, no disponiendo de los conocimientos necesarios acerca del decurso de la historia
universal. Los gremios dirigentes de las guerrillas nunca pusieron en cuestión
su privilegiada posición dentro del
movimiento respectivo. Debido a una pretendida superioridad en
conocimientos y en facultad decisoria con respecto a sus miembros sencillos y a la totalidad de las masas no-privilegiadas,
los líderes insistieron
continuamente en sus derechos a comandar. La dirigencia provenía de los estratos medios urbanos y la masa de los
combatientes de las clases subalternas de origen rural.
La primera poseía el monopolio de todas las decisiones importantes y la segunda
tenía el sagrado deber de la obediencia. La consecuencia de todo esto fue una
cierta reproducción del orden social que las guerrillas decían combatir: el
mini-universo de estos movimientos ha sido tan conservador en el ámbito
axiológico, tan rutinario en el plano logístico y tan convencional en su
retórica como la sociedad colombiana de mediados del siglo XX.
La fe apenas
relativizada en la ortodoxia de la propia misión de mejorar el mundo se correlaciona con un dogmatismo fundamental,
con una actitud elitista con respecto a las instancias inferiores de la
organización y con un tratamiento paternalista de las masas dependientes. Tanto
los críticos como antiguos participantes del movimiento
guerrillero han llamado la atención hacia el nexo de compasión y autoritarismo
existente entre los guerrilleros y los
campesinos. Refiriéndose al Ejército de Liberación Nacional (ELN), Jaime
Arenas escribió que la guerrilla en Colombia tuvo que impregnar a los
campesinos la consciencia de clase correcta, para que estos comprendieran por
fin su propia situación.
Quién mandaba y quién obedecía estaba claro
en todos los grupos desde un comienzo.
La autovaloración excesiva de los dirigentes, la aceptación de un ordenamiento
estrictamente jerárquico y el tinte voluntarista de todas las acciones se han
mezclado con las pautas tradicionales de
comportamiento en forma muy peculiar, dando origen a elementos de índole
inequívocamente totalitaria. El dogmatismo, el celo sectario y las imágenes irracionales de autoridad y dominación,
prevalecientes en estas
agrupaciones, tienen mucho que ver con una mentalidad conspirativa convencional.
A causa de la superficialidad y pobreza de sus enfoques
teóricos, los partidarios de la
guerrilla son proclives a castigar las más mínimas divergencias de opinión con la mayor severidad y a considerar
ideas discrepantes como herejías dignas de
condenación. Estas últimas alcanzan la categoría de las faltas más graves. La
libertad de crítica ha sido equiparada en todos los tiempos con el
cuestionamiento de las estructuras jerárquicas del poder, y los detentadores de este no le han tenido
simpatía. En último término también en el mini-universo de la guerrilla
se trata de mantener ciertas estructuras
dominacionales, y esto ocurre en un ambiente de dogmatismo, violencia inmediata
y expectativas apocalípticas. Esta constelación ha fomentado fenómenos como la intolerancia, la rigidez jerárquica y la
mentalidad de súbdito, que pertenecieron
a la vida diaria colombiana, pero que fueron conservadas en el mundo
guerrillero bajo un barniz de revolución social. En algunos grupos esto ha
conducido a que las diferencias de opinión
hayan sido “arregladas” con el fusilamiento de los disidentes y con la
persecución rigurosa de los sobrevivientes que mantenían sus ideas heterodoxas. El ELN alcanzó una triste celebridad
a causa de la “disciplina” imperante en sus
filas. El número de sus miembros, que han pagado con la vida su desviación de la línea general, no fue precisamente
muy bajo,
pero muchas de estas víctimas
estaban convencidas de la corrección de las medidas tomadas por el
tribunal de honor y se ofrecieron voluntariamente a cavar la propia tumba poco
antes del fusilamiento.
Obediencia, perseverancia, sumisión y
diligencia se convirtieron entonces
en valores de orientación positivos, confirmados por las presuntas necesidades
de la situación militar. Todos los grupos guerrilleros fueron proclives al
establecimiento de tribunales severos y de castigos duros para sancionar faltas
y omisiones.
Cuando la obediencia militarizada se transforma en una virtud central, entonces
queda poco espacio para el florecimiento efectivo de procedimientos democráticos. Los movimientos guerrilleros colombianos
se opusieron a una “democracia discutidora” y se decantaron por la
prioridad de los puntos de vista militares. Se puede afirmar que la disciplina
convencional reemplazó toda forma de democracia en los movimientos
guerrilleros; las discusiones internas eran prácticamente desconocidas y serían
sencillamente inconcebibles en las instancias inferiores.
Como resumen
se puede afirmar que los líderes reprodujeron en los movimientos guerrilleros
la atmósfera de intolerancia y dogmatismo que había sido habitual en buena
parte de la sociedad colombiana. Estas personas se distinguieron además por su
ansia convencional por el poder, por su afán desmedido de publicidad y por su
paternalismo autoritario frente a los simples soldados de la organización
respectiva.
Malcolm Deas señaló acertadamente que el anhelo de publicidad entre los
líderes del M-19 aludía al verdadero objetivo de estas personas: el ascenso
social y la aspiración de ejercer el poder político, lo que, paradójicamente,
se vinculaba a un enorme talento de improvisación, sobre todo para aquello que
requería de “astucia y malicia”.
Los dirigentes de todas las guerrillas no han sido proclives a convivir y menos
a debatir con los que pensaban de modo diferente. Este contexto fue muy marcado
en el ELN,
en el maoísta Ejército Popular de Liberación (EPL) y hasta en el Movimiento
Revolucionario Quintín Lame, que decía representar a los indígenas Páez
de la región del Cauca, y cuyas arbitrariedades no fueron menores a las de los
otros movimientos guerrilleros.
La violencia se
vuelve autónoma
El movimiento
guerrillero colombiano se ha destacado por una forma particular del autoritarismo elitario, que engloba la
utilización intensa de violencia física
inmediata. Se trataba de la tendencia a la militarización de toda la lucha revolucionaria: los teóricos de la
guerrilla rural han hecho un significativo aporte a la tecnificación de la
guerrilla en el sentido de emprender y evaluar todas las actividades y medidas
de la organización según el criterio de la efectividad militar. La
militarización de la lucha política permite reconocer un cierto modo de la utilización
de la violencia, que prolonga algunos elementos del legado ibero-católico, del caudillismo
latinoamericano y del comportamiento anómico de protesta. La tradición
latinoamericana es muy rica en fenómenos del uso inmediato de la violencia y
muy pobre en procedimientos de la regulación pacífica de conflictos y en la
resolución negociada de intereses contrapuestos, así que la guerra de
guerrillas ha proseguido una vieja y bien enraizada tendencia. Por otra parte,
la estructura interna de la guerrilla, tanto
en sus variantes rurales como urbanas, se basaba en un orden estrictamente
jerárquico, que consiste, en analogía al partido de tipo leninista, en
un eslabonamiento de mando inequívoco de
arriba hacia abajo. Esta jerarquía
piramidal conllevaba la atribución de los más amplios poderes y de toda clase
de privilegios al gremio rector, mientras que a las masas les tocaba la responsabilidad de llevar a la práctica las
decisiones de la autoridad revolucionaria.
En muchas
sociedades premodernas se asume que la
utilización generosa de la fuerza física representa una alternativa positiva en
lo referente a la solución de los conflictos sociales. En Colombia los
movimientos guerrilleros han actuado siempre bajo la premisa tácita – pero
fuertemente arraigada – de que el uso de la violencia física contribuiría a que las masas urbanas y rurales iban a reconocer
en ellos su propia vanguardia. Esta
“filosofía de la acción” deja reconocer
un activismo voluntarista, enlazado, por un lado, con la tradición
ibero-católica, y, por otro, con la teoría leninista en torno al funcionamiento
del partido socialista. Uno de los
rasgos fundamentales de la concepción activista-voluntarista consiste en una
relativa desatención de las condiciones objetivas y en una sobrevaloración correspondiente de la propia
actuación. Por tanto, la lucha misma
de los rebeldes crearía las condiciones de la revolución cuando estas no
estén dadas aún. Al foco guerrillero inicial y estrictamente delimitado se le
atribuye la capacidad de modificar las circunstancias sociales y políticas de
manera inmediata, duradera e irrevocable y
en dirección a un agravamiento revolucionario de la situación. En la mayoría
de los casos, esta concepción ha demostrado ser completamente insostenible.
La combinación de
culto al dirigente con dogmatismo contribuye al renacimiento del caudillismo latinoamericano y a la
consolidación de una élite de
comando, que en la praxis no debe justificarse ante nadie y que toma una postura
paternalista frente a las instancias inferiores. Esta
tendencia a la glorificación personalista
de los jefes está correlacionada con el estilo dramático y sentimental de todas las declaraciones de la guerrilla, con
una actitud moralizante frente a los
problemas políticos, con la idea del heroísmo diario como contenido de la vida
y con la adopción de pautas de comportamientos irracionales y atávicos
para los asuntos cotidianos.
Han sido justamente los partidarios de la
guerrilla rural los que incurrieron en una idealización romántica de la
vida sencilla del campo, áspera pero varonil, y en un desprecio vasto de la cultura urbana. Esta actitud romántica y voluntarista fue enriquecida por medio de elementos provenientes de las tradiciones premodernas. El
ensalzamiento del heroísmo, la recomendación de valores de orientación
de índole biologista y la idealización generalizada de la violencia tomaron un lugar central como criterios para la selección
de dirigentes. Los débiles podían
ser vistos a menudo como contrarrevolucionarios.
La facultad crítica de evaluación, los conocimientos específicos y hasta las convicciones
profundas no representaron nunca criterios de selección para las élites
dirigentes.
Este
menosprecio de aspectos racionales prolonga la tradición latinoamericana del culto al héroe, que, a su vez, es
inconcebible sin su génesis hispano-católica.
Este culto, rico en palabras y gestos, se basa en una idea atávica del honor y está dirigido a acontecimientos
momentáneos y muy rara vez a una perspectiva de
largo plazo. Está entremezclado con el melodrama y la manía publicitaria. La cercanía a la
muerte, y hasta su idealización y
glorificación, han determinado los valores preconscientes y, por lo tanto, muy
profundos de la ética guerrillera. Para
Orlando Fals Borda es la comprobación de la “vitalidad” de las sociedades latinoamericanas en sus
esfuerzos por el progreso y la autorrealización. Esta concepción de violencia puede conducir
fácilmente a exaltar la utilización
inmediata y recurrente de la fuerza física como si esta fuese un factor enteramente
positivo, transformándose en un mito desprendido de la realidad social,
cuya fascinación parece debilitar todos los criterios racionales.
Coda
provisional
Los datos y
argumentos hasta aquí expuestos tienen por objetivo mostrar la desproporción
entre la modestia político-programática de las metas propugnadas por los
movimientos guerrilleros y la magnitud de los esfuerzos técnico-militares
emprendidos para alcanzar esos fines.
Peter Waldmann lo explicitó claramente: “Con frecuencia, no existe la
menor relación entre los medios y el fin”. Esto tuvo dos secuelas a
largo plazo: (1) la violencia empleada cotidianamente por las diferentes
guerrillas se independizó de las metas primigenias de carácter más o menos radical
y socialista; y (2) paulatinamente los movimientos guerrilleros se
transformaron en maquinarias militares que buscaban objetivos tradicionales y
rutinarios: dinero y poder. La similitud con el bandolerismo convencional salta
a la vista. La explotación de los recursos económicos en los territorios que
dominaban militarmente se realizó bajo las formas más diversas; en este sentido
las guerrillas exhibieron un curioso potencial inventivo.
Algunos
ejemplos pueden contribuir a aclarar la desproporcionalidad que
acompañó a los movimientos guerrilleros colombianos desde su inicio. En el Manifiesto de Simacota (1965) el ELN
propugnaba “la unidad de campesinos, obreros, estudiantes, profesionales y
gentes honradas” en favor de una meta normativa final, que fue caracterizada
como “Colombia una patria digna para los colombianos honestos”.
La terminología del manifiesto puede ser calificada de radical (el documento se
cierra con las palabras: “Liberación o muerte”), pero esta (la patria digna) es
la única referencia clara a un futuro por el cual se deben emprender todos los
sacrificios. El ELN nunca ha podido explicar cómo se vincula racionalmente la
extraordinaria violencia de su ya larga praxis militar con objetivos políticos
moderados que suscribiría cualquier partido reformista.
El M-19 llegó a aseverar que la propiedad privada no es la raíz de todos los
males socio-económicos y era hora de regresar a la competencia económica libre
y a la “defensa” de las empresas medianas y pequeñas.
En su documento programático más elaborado las FARC postularon el retorno a la
normalidad civil, la reforma de las “costumbres políticas”, la elección directa
de gobernadores y alcaldes, la vigencia irrestricta de los derechos políticos,
la racionalización del aparato de justicia, una reforma agraria en el estricto
marco del artículo 32 de la entonces Constitución Política del Estado, mayores
inversiones para la infraestructura provincial, mejoras en los campos de la
educación y la salud, la modernización de la administración pública y todo
esfuerzo por crear una Colombia libre, justa y próspera.
Eran metas normativas que se encontraban en cualquier declaración programática
de los partidos del gobierno.
Esta discrepancia entre las
pretensiones programáticas muy moderadas de los movimientos guerrilleros y su
brutal praxis militar diaria puede sugerir una interpretación que ante todo
perciba en estas organizaciones el anhelo de una contra-élite de compartir el
poder político supremo en Colombia sin participar en los mecanismos
convencionales de la democracia representativa contemporánea, que son vistos
como innecesariamente engorrosos y ajenos a las tradiciones populares
premodernas. En una visión de largo plazo se puede aseverar que las guerrillas
colombianas resultaron ser “un fenómeno crónico”, “un componente más del
paisaje político”, “una insurgencia crónica”,
como las denomina Eduardo Pizarro Leongómez, que como tales
contribuyeron a consolidar las funciones coercitivas del Estado colombiano. La consolidación
de valores éticos ya entonces anticuados, la glorificación de la violencia y la transformación de casi toda la
lucha en un mecanismo sórdido en pro del poder y el dinero debilitan toda esperanza en un orden genuinamente emancipado. La prosaica
realidad del universo guerrillero ha perpetuado la falta constitutiva de
libertad de muchos sistemas socio-políticos
bajo un manto revolucionario. Esta problemática no tiene un interés puramente
académico, porque sin la dimensión de la
libertad política y de la consciencia crítica, la abolición de estructuras y relaciones injustas no podrá superar la
injusticia secular, es decir, la impotencia del individuo frente a las
poderosas instancias anónimas de la economía y del Estado y su
dependencia con respecto a las normas convencionales del comportamiento social.
Con algunas
reservas se puede afirmar que los movimientos guerrilleros colombianos han sido
organizaciones que han preservado la vieja herencia de autoritarismo e
irracionalismo que proviene de épocas anteriores a la modernidad democrática.
Esta actitud generalizada, que se puede detectar en todas las guerrillas, junto
con sus muy modestos esfuerzos teóricos, no ha sido favorable para comprender
la compleja evolución del país en las últimas décadas. Esta cultura política, por más entrañable que sea, por
más enraizada que se halle en sectores izquierdistas y por más favorable que
parezca ser para la formación de una identidad social sólida y original, no es
un factor que haya fomentado una democracia tolerante y pluralista.