Resumen:
A lo largo de la historia de las ideas, el
tratamiento que debía recibir lo diferente ha sido una de las preocupaciones
que con mayor asiduidad ha asolado las costas del pensamiento político
occidental. Correlativamente a esto, también lo fue la constante búsqueda por
el primado absoluto de la igualdad, la homogeneidad, con la consecuente
expulsión de las diferencias, heterogeneidades o particularidades. Esta
preocupación y este anhelo han dejado notables cicatrices en el derrotero en
las reflexiones políticas.
En este trabajo pretende explorar el modo en que
algunos notables filósofos y teóricos de la política trataron el binomio
heterogeneidad-homogeneidad. Para ello, el presente escrito estará divido en
dos partes. En la primera, se analizará el tratamiento que a esa diada
procuraron algunos clásicos del pensamiento político occidental: Jean-Jacques
Rousseau, Karl Marx, Max Weber, Robert Michels y Carl Schmitt. En la segunda, a
partir del quiebre epistémico que significó el “giro lingüístico”, el
posmarxismo y la teoría lacaniana, se examinará el modo en que Ernesto Laclau
y Slavoj Žižek, dos pensadores de la política identificados con este quiebre,
trataron la cuestión de la heterogeneidad y la homogeneidad.
La
hipótesis que guía esta investigación señala que mientras los clásicos no sólo
no repararon en el carácter ineliminable de la tensión
homogeneidad-heterogeneidad, sino que vieron en la heterogeneidad –y lo
diferente- un elemento patológico que debía ser separado del espacio público y
del campo político, en los aportes contemporáneos hechos por las teorías
laclauneana y žižekeana la diferencia se convertirá en un engranaje fundamental
del armado político y de la construcción de identidades socio-políticas,
comprendiendo su contingencia, indeterminación e ineliminabilidad.
Palabras
claves: homogeneidad, heterogeneidad, Laclau, Žižek
Summery:
Along the
history of ideas, the treatment that should receive the difference has been one
of the biggest concerns of the Western political thought. Correlative to this,
also it was the constant search for the absolute primacy of equality and
uniformity, with a consequent expulsion of differences and particularities.
This concern and this yearning have left a noticeable mark on the itinerary of
political reflections.
This paper
seeks to explain how some notable philosophers and political theorists treated
the binomial heterogeneity-homogeneity. To this end the, this paper will be
divided in two parts. In the first one, we analyze the thoughts that some
classics Western philosophers had around the dyad heterogeneity-homogeneity. And
in the second one, considering the epistemic break that meant the
"linguistic turn", post-Marxism and Lacanian theory, we discuss the
treatment that this dyad had in the theory of Ernesto Laclau and Slavoj Zizek,
two thinkers of politics highly identified with this breaking.
The hypothesis that guiding this research points out
that while the classical philosophers not only noticed the ineradicable nature
of the homogeneity-heterogeneity tension but also perceived the difference as a
pathological element that should be separated from the public space and from
field political, in the contemporary contributions made by laclaunean and
žižekean theories, the difference will become a political key in the
construction of socio-political identities, and understanding their
contingency, indeterminacy and ineliminable nature.
Keywords: homogeneity, heterogeneity, Laclau, Žižek
“Lidiar
con la diferencia. La teoría política frente a la heterogeneidad”
Por: Andrés Funes
Introducción
A lo largo de la historia de las
ideas, el tratamiento que debía recibir lo diferente ha sido una de las
preocupaciones que con mayor asiduidad ha asolado las costas del pensamiento
político occidental. Similarmente, también lo fue la fútil ensoñación de que lo
igual, lo heterogéneo, pudiera alguna vez concretarse completamente, aún a
riesgo de expulsar y/o eliminar –física o simbólicamente- lo diferente, lo
heterogéneo y particular.
A
continuación se intentará rastrear el modo en que la teoría política trató el
binomio heterogeneidad-homogeneidad, partiéndolo de la hipótesis de que algunos
teóricos y filósofos políticos fundamentales de la historia del pensamiento
occidental no sólo no repararon en el carácter ineliminable de la tensión
homogeneidad-heterogeneidad, sino más aún vieron en la heterogeneidad –y lo
diferente- un elemento patológico que debían ser separado del campo político.
Este es el caso de Jean-Jacques Rousseau, Karl Marx, Max Weber, Robert Michels
y Carl Schmitt.
Sin
embargo, a partir de la década del setenta se introduce un quiebre en esta
lógica. La diferencia nos será ya más aquel elemento extraño al cuerpo social
que debía ser eliminado, sino que se convertirá en un engranaje fundamental del
armado político y de la construcción de identidades socio-políticas. Con
variaciones en tonos y enfoques a veces divergentes, Ernesto Laclau y Slavoj
Žižek pueden ubicarse en este quiebre paradigmático asociado al “giro
lingüístico”, al posmarxismo y a la teoría lacaniana.
Estas
breves reflexiones se proponen arrojar luz sobre la evolución que sufrió el
tema de la heterogeneidad y la homogeneidad en parte de los clásicos del
pensamiento político occidental, entendiendo la cuestión
homogeneidad-heterogeneidad constituye un mojón importante para comprender la
forma y el modo de la constitución de las identidades socio-políticas en las
modernas sociedades democapitalistas.
El
binomio homo y heterogeneidad en Platón, Hobbes, Rousseau Marx, Michels, Weber
y Schmitt
El filósofo-rey platónico por un orden jerárquico
y armónico
En
el pensamiento político platónico la figura del filósofo-rey –filósofo con
poder político- resulta fundamental. Sus dotes naturales superiores y los
adquiridos a partir de su educación, lo facultaba a mandar sobre la
comunidad, ya que poseía una Idea del Bien, que utilizaba como molde sobre el
cual ordenaba la realidad socio-política existente, que era por principio
caótica y amorfa.
Platón
–en su República- es muy claro:
“En tanto los
filósofos no reinen en las ciudades, o en tanto que los que ahora se llaman
reyes y soberanos no sean verdadera y seriamente filósofos, en tanto que la
autoridad política y filosófica no coincidas en el mismo sujeto […] no habrán
de cesar, Glaucón, los males de las ciudades ni tampoco, a mi juicio los del
género humano” (1972; 318)
El
filósofo proyectaba en la sociedad una idea de orden que estaba iluminada por
una Idea atemporal y exterior del Bien, convirtiendo a la comunidad en un mero
medio estético sobre el cual el filósofo ejercía su arte, su impulso
arquitectónico. Buscaba reconvertir el desorden, la turbulencia y la diversidad
de la realidad en un orden de belleza, armonía y unidad. Para ello, debía
edificarse una organización política que le permitiese al filósofo crecer y
desarrollarse en paz, así éste podría beneficiar el desarrollo comunitario.
Las
cavilaciones de Platón parten al observar como el desarrollo de la democracia
ateniense había tendido a la exacerbar la conflictividad, los faccionalismos,
los cambios y las inestabilidades. Para el filósofo ateniense la democracia
constituía un orden político enfermo, ya que había privilegiado la doxa
[la opinión] frente la episteme [la ciencia]. Platón, en cambio, existía
una sola forma de orden político tan buena y justa como hacer
prosperar la filosofía: la polis ideal. En ésta, el filósofo tenía el
saber a través del cual restaurar la unidad en la comunidad extraviada en la
democracia. El filósofo, con su sapiencia y virtud, encontraría “un cimiento
capaz de sostener la masa de contradicciones presentes en la sociedad” (Sheldon
Wolin, 2001; 53), además de reordenar jerárquicamente el orden político que la
democracia había vilipendiado. La propuesta platónica se rendía ante la función
ordenadora del filósofo gobernante, que ordenaría el caótico espacio de la
democracia ateniense en un orden natural, donde lo inferior se subordinaría a
lo superior, la ignorancia al saber, y el demos [pueblo] al
filósofo-rey.
Como
muy bien señala Sheldon Wolin, en el planteamiento platónico la sociedad se
encontraba compuesta por una serie de roles y posicionamientos específicos,
diferenciados y necesarios; “cada uno entrañaba derechos, deberes y
expectativas que proporcionaban guías y orientaciones nítidas para la conducta
humana” (Ibíd; 43), además de definir el lugar que ocupaba el individuo en la
comunidad. Con los naturalmente mejores gobernando a los peores, se buscaba
armonizar la sociedad, excluyendo las fuentes de conflicto que habían, a los
ojos de Platón, “enfermado” al cuerpo político de la ciudad ateniense: I)
expulsando de los poetas –del Eros- y de las partes que no habían –ni serían-
educadas; II) evitando la polarización entre ricos y pobres (Platón, 1972), así
como también III) el privilegio de la doxa y los demagogos frente a la
Verdad y los filósofos.
En
definitiva, si bien a grandes trazos lo heterogéneo es pasible de relacionarse con
todo lo que no era propio de la polis ideal trazada por Platón –es
decir, las otras formas de gobierno y sus virtudes intrínsecas- no sería
prudente identificar el actuar del filósofo con una especie de homogeneizador
del espacio de la ciudad. Más bien, la actividad orientadora del filósofo
gobernante se dirigiría a ordenar y armonizar la ciudad, haciendo que cada uno
ocupase una función específica, los trabajadores manuales en la amplia base,
los guerreros en el sector medio y en la cúpula los gobernantes-filósofos y
entre ellos el mejor, el rey. No obstante esto, es indudable que
el ordenamiento jerárquico de cuño epistémico que trazaría el
filósofo-con-poder-político de alguna manera se orientaría hacia una superación
de la discordante multiplicidad. En otras palabras, es la armonía lo que cede
su terreno a la caótica –y viciosa- heterogeneidad.
El caos subjetivista y el salvoconducto del Leviatán
en Thomas Hobbes
El estado de naturaleza hobbesiano –condición de nada política-
presentaba una particularidad. En primer lugar, constituía un “momento” de
extremo desorden en las relaciones humanas, ya que no existía “un poder común
que los atemorice a todos [los hombres]” (Thomas Hobbes, 2004; 88), lo que
ocasionaba que éste entre en guerra con su vecino, ya que los bienes siempre
son escasos pero los deseos son infinitos. Y luego, el estado de naturaleza
hobbesiano simbolizaba también una situación de anarquía de significados, en
donde cada uno de los hombres estaba facultado para utilizar a su razón en la
prosecución de sus propios fines, siendo, en última instancia, juez de su
propia causa y colisionando con su vecino
Hobbes lo expresa brillantemente:
“La condición del
hombre […] es una condición de guerra de todos contra todos, en la cual cada
uno está gobernado por su propia razón, no existiendo nada, de lo que
pueda hacer uso, que le sirva de instrumento para proteger su vida contra sus
enemigos […] [M]ientras persiste ese derecho natural de cada uno con respecto a
todas las cosas, no puede haber seguridad para nadie (por fuerte o sabio que
sea)…” (Ibíd.; 91; El énfasis nos pertenece)
Este “caos de subjetivismo” debía ser encarrilado. La heterogeneidad
debía ser domada. Debía reinar el orden, tanto en lo que respecta a las
relaciones entre los individuos como con respecto a los significados. Se
precisaba, entonces, un poder gobernante con capacidad suficiente tanto para
que los hombres se sobrepongan a su natural rechazo y desprecio a vivir juntos,
como también para imponer significados comunes, declarando lo que significaba
algo y castigando a los que se negaran a aceptar estas definiciones.
La solución estribó, entonces, en la entronización de una razón
suprema encarnada en Estado, el Leviatán o dios mortal, poseedor de “poder y
fuerza, que por el solo terror que inspira es capaz de conformar las voluntades
de todos ellos [hombres particulares] para la paz” (Hobbes, 2004; 120), dentro
del cuerpo político y para defenderse de los enemigos extranjeros. Los
individuos particulares, en su afán de preservar sus vidas y sus posesiones
materiales, pactaban el establecimiento de un poder supra-individual, capaz de
garantizarles la paz y de definir los significados aceptados, con la espada en
una mano y el báculo pastoral en la otra. Mediante un contrato
entre los individuos privados se construía un poder soberano que instituiría la
paz y las definiciones aceptadas.
Sin embargo, surge una
cuestión interesante. En el frontispicio de la primera edición de El
Leviatán de 1651, la imagen que se presenta es la de un formidable cuerpo
en el que pueden distinguirse pequeñas figuras, sus súbditos, que “no son
devorados en una masa anónima, ni fundidos sacramentalmente en un cuerpo
místico”, sino que “[c]ada uno sigue siendo un individuo separado, y cada uno
conserva su identidad de manera absoluta” (Wolin, 2001; 284). Esto sugiere que
la sociedad gobernada por el Soberano no era otra cosa que una colección de
particularidades sin mucha conexión interna, que no presentaba los atributos de
una comunidad sólida y cohesivamente organizada. Era un agrupamiento de
individuos que habían acordado la conformación y transferencia en favor del
soberano de su derecho natural a protegerse. El individuo “solamente se aparta
del camino de otro [el soberano] para que éste pueda gozar de su propio derecho
original sin obstáculo suyo, y sin impedimento ajeno.” (Hobbes 2004; 92).
Hobbes encontró la forma de sobreponerse a las particularidades que minaban el espacio
público. Su idea giro derredor de la reclusión de lo heterogéneo en el foro
interno, y la conformación de una autoridad públicamente reconocida que
permitiese la paz, asegurase el orden y también definiese lo moralmente y
éticamente aceptable.
Rousseau: ¿la desigualdad
social, la igualdad comunitaria?
El ser humano había abdicado al goce de su plena felicidad cuando
decidió entrar en sociedad. Percibiendo que podía obtener mayores beneficios si
se asociaba con otros hombres, hizo primera la cooperación e interdependencia
por sobre su natural predisposición a estar solo. Alteró su natural
constitución y “al convertirse en sociable y esclavo, vuélvese [el hombre]
débil, temeroso, rastrero, y su vida blanda y afeminada acaba por enervar a la
vez su valor y su fuerza” (Rousseau, 2006; 37). Este es el momento de la
“Caída”, del pecado original.
Rousseau echó por tierra la concepción –tan cara a pensadores
como Adam Smith, David Hume o Thomas Paine- según la cual la sociedad era la
fuente y el manantial de todas las dichas humanas. A contrapelo, sostuvo que la
sociedad “había atrapado al hombre obligándolo a adoptar un yo social que
asfixiaba el yo auténtico o natural” (Wolin, 2001; 394), además de haber contribuido
a atrofiar las potencialidades del ser humano con su culto a la razón y al
progreso material.
Rousseau era consciente de que con la sociabilización del hombre
salvaje:
“(…)
la igualdad desapareció, se introdujo la propiedad, el trabajo fue necesario y
los bosques inmensos se trocaron en rientes campiñas que fue necesario regar
con el sudor de los hombres y en las cuales viose bien pronto germinar y crecer
con las cosechas la esclavitud y la miseria.” (2006; 73)
El
paso del hombre salvaje al hombre civil dinamizó una incesante e inalcanzable
carrera por más y más deseos. No pudiendo conseguir todo lo que desea, pronto
comenzó a querer lo que su vecino había conseguido. La envidia y las rispideces
afloraron rápidamente. Esta es la razón por la que Rousseau, en contraposición
a otros pensadores, encontró el estado de guerra, en la sociedad y no en el
estado de naturaleza.
Teniendo
todo esto en cuenta, ¿qué propone Rousseau? La propuesta roussoniana giró
derredor de la conformación de una sociedad que, a la par de acercar más a los
hombres, los volviese solidarios y a cada uno dependiente del todo; propugnaba
por la creación de una comunidad, la cual estaba en gran medida vinculada con
la idea de un pacto social y de una voluntad general. Según Rousseau, los
hombres –cansados de las inseguridades de su precaria existencia aislada y del
peso de los grandes sobre los chicos- se reunían y concordaban crear una
asociación; es decir, “formar por agregación una suma de fuerzas capaz de
vencer la resistencia, poner en movimiento estás fuerzas por medio de un solo
móvil y hacerlas obrar de acuerdo” (2005; 17).
En
el mismo acto contratante del pacto, señala Rousseau que cada una de
las personas que se juntaban “ponen en común y a todo su poder bajo la suprema
dirección de la Voluntad General, recibiendo también a cada miembro como parte
indivisible del todo” (2005; 18). Mediante este acto, cada persona particular
comenzaba a formar parte de cuerpo colectivo, que no anulaba su particularidad
sino que se servía de ella para su conformación, y de la que obtenía “su
unidad, su ser común, su vida y su voluntad” (Ibíd.; 19). Esta comunidad
colectiva servía a su vez para colmar la identidad personal del individuo, en
la cual cada uno se descubría simultáneamente a sí mismo en la más estrecha
solidaridad con sus semejantes.
Estos
individuos que libremente entraban en unión con sus pares sólo alcanzaban una
verdadera libertad –civil y moral- en sociedad. Otra forma de decir, solo
limitando su libertad natural y logrando dominarse los hombres a sí mismos, los
hombres eran verdaderamente libres. El hombre se convertía así
–conscientemente- en dueño de sí mismo, observador de la ley civil sin perder
la libertad individual a partir de cual aceptó forma parte de la sociedad.
En este cometido –como bien señala William Roberto Darós en su artículo La
libertad individual y el contrato social según J.J. Rousseau- la educación
tenía un papel protagónico, ya que “prepara al individuo para el cultivo de su
razón, para proteger su libertad y la igualdad entre los ciudadanos ante la
ley” (2006; 123). Se necesitaba enseñar al hombre como ser Soberano de sí para
que también sea Soberano como ciudadano. Aquí cobraría especial énfasis la
propuesta rousseauniana de establecer una “profesión de fe civil” que fije en
los hombres “sentimientos de sociabilidad” (Rousseau, 2006; 125) –una religión
civil- como condición sine qua non para ser un buen ciudadano.
En
definitiva, en Rousseau la homogeneidad y la heterogeneidad se alojan al
interior de los propios hombres. Es solo haciendo callar su voz burguesa
–individual, particular y dirigida a la concreción de sus propios intereses-,
que la voz pública –la del ciudadano y de la Voluntad General- obtendrá su
preponderancia. En otras palabras, Rousseau apuesta por el autodominio de sí,
freno a los intereses particularísimo sin por esto anularlos, pues “[s]ino
hubiese intereses diferentes, apenas se dejaría sentir el interés común”
(Ibíd.; 29). En este cometido el Legislador, el proceso educativo y la religión
civil tienen la –difícil- misión de enseñar al hombre a ser soberano de sí
mismo y junto a los demás.
Las clases y la lucha de
clases, símbolos de la diferencia en Karl Marx
Para Theotonio dos Santos una de las innovaciones de
Karl Marx en lo referido a las clases sociales no se limitó simplemente en
darles a estas un basamento teórico, sino también “atribuirle[s] el papel de
base de explicación de la sociedad y de su historia” (1966; 82).
En La ideología alemana (1985), Marx y Engels establecían que la
sociedad de clases era producto de determinados cambios socio-históricos de
largo plazo. Las clases aparecieron con la división del trabajo social, que
generó una producción excedente y una clase minoritaria, no productora, que se
apropia de éste. Es mediante la conquista del poder político y la trasmutación
–ficcional- de su interés particular en interés comúnque
la clase dominante logró mantenerse en la cúspide del poder.
Para Marx, la sociedad se encontraba atravesada por la lucha
entre las clases sociales, lucha que se constituye como el motor dinamizante de
la historia. El triunfo de la revolución socialista no representaría la
entronización de una clase en detrimento de otra. Simbolizaría, en
contrapartida, la extinción de todas las clases sociales como modos de
organización social. En la instauración de una
sociedad sin clases, en la cual las diferencias de todo tipo así como también
la política –como forma de administrar el poder y ejercer la dominación- serían
desterradas, presentando la sociedad los atributos típicos de una comunidad:
solidaridad, unión férrea, visiones del mundo compartidas entre sus miembros.
En su Historia de la filosofía del renacimiento a la
posmodernidad (1999; 192), Gilbert Hottois señaló que la utopía socialista
del pensamiento marxista presentaba tres características distintivas: Primero,
la desalienación, en una sociedad sin clases liberada de conflictos, el hombre
al fin podrá reencontrarse consigo mismo. Segundo, universalización de los
intereses y la entronización del bien común luego de la desaparición de los
intereses particulares y del egoísmo privado. Y tercero, los hombres serían
capaces de actualizar plenamente sus potencialidades humanas de goce y de
creación, de la vida natural y de la vida cultural, superando la división
unidimensional del creada por el trabajo.
Para el paradigma marxista el surgimiento de las
clases, y con ellas las diferencias, la opresión y la dominación de unos sobre
otros, tuvieron como punto de partida el desarrollo de una forma particular de
relación entre fuerzas productivas y procesos productivos, la división del
trabajo. Ésta se erigió como una herida en la condición humana que no le
permite reencontrarse consigo misma. Pero el capitalismo –como modo de
producción- y la burguesía –como su sujeto histórico- significaban el último
estadio de esta enajenación y sufrimiento humano. Los desposeídos acrecentarán
su número y comenzarán a tener conciencia de la explotación a la que fueron
sometidos por la burguesía. Cuando su número exceda con creces, se lanzarán a
la conquista del poder, momento en que la historia, las clases y la política
dejarán de existir. La sociedad sin clases representa, además de la destrucción
de la dominación burguesa, el fin de la historia y las clases como tales, el
momento en que las diferencias son extirpadas de la sociedad y la igualdad de
los hombres, así como el reencuentro consigo mismo, se concretarían. La
homogeneidad reinando en el cuerpo social, libre de cualquier alteridad que la
ponga en peligro, es la característica distintiva de la sociedad comunista.
Robert
Michels, Max Weber y la opción organizativa
La inserción de las masas en el espacio público merced al
paulatino proceso de extensión del sufragio en los países europeos desde mitad
del siglo XIX, supuso nuevos retos para el pensamiento político de la época. Constituyó
la entrada de lo heterogéneo dentro de un espacio que –según el credo liberal
decimonónico- se suponía homogéneo y reservado para los iguales. La masa,
numerosa y heterogénea por definición, instaló una urticante cuestión: ¿De qué
manera construir lo común, un espacio homogéneo, cuando lo diferente, lo
disímil hace su aparición y no parece haber modo de impedirlo? La respuesta que
tanto Robert Michels como Max Weber dieron a esta cuestión fue la organización,
que aparecía como la garantía de conformación de lo común en un espacio
invadido lo múltiple y amorfo: primer instancia de unificación, configuradora
un interés colectivo y también como amplificadora de demandas de los simples
individuos aislados.
En las primeras líneas de su célebre Los partidos políticos: un
estudio sociológico de las tendencias oligárquicas de la democracia Moderna
(1983), Robert Michels señaló que ya no era posible pensar la democracia de
masas sin organización. Está se convertía en el único modo de construir una
voluntad común; el instrumento que tenían los débiles en su lucha política
contra los fuertes. Es que si bien la influencia e importancia de las masas
estaba dada por su fuerza numérica, era imprescindible coordinarlas y
representarlas[14]. La organización se presentó como el
instrumento privilegiado que permitía estas dos cosas, además de homogeneizar y
dirigir a esas masas completamente heterogéneas, inmaduras e incompetentes
políticamente, incapaces de velar por sus propios intereses y que mostraban
“una inmensa necesidad de dirección y guía” (Ibíd. 98).
El mismo Max Weber destacó que uno de los peligros más
acuciantes para la democracia de masas venía del “fuerte predominio en la
política de los elementos emocionales”, en tanto la masa, que “solo piensa
hasta pasado mañana”, estaba siempre expuesta “a la influencia momentánea
puramente emocional e irracional” (1992; 1116/1117). Las propias
características de las masas hacían imprescindible el trabajo que sobre ellas
debía realizar la organización, llámese sindicato, partidos o, inclusive,
Estado. En lo que Max Weber calificó de “dictadura basada en el aprovechamiento
de la emotividad de las masas” (1992; 1087), la organización de los partidos políticos,
“producto de la democracia, del derecho electoral de las masas, de la necesidad
de la propaganda y la organización de masas, del desarrollo de la suprema
unidad de dirección y de la disciplina más estricta” (Ibíd.; 1083), funcionaban
como un modo de canalizar la heterogeneidad intrínseca de las masas y
encorsetarla dentro de un rígido sistema, que mermase sus características más
peligrosas.
Relacionada con esta función profiláctica, la organización
también fue –como lo destaca brillantemente María de los Ángeles Yannuzzi- “la
primera encargada de producir la cohesión” (2007; 205)” dentro del Mare
nostrum de la democracia de masas. Fue la responsable de homogeneizar el
espacio público, estableciendo que diferencias quedaban por fuera y cuales
–merced a este juego de establecer lo común- quedaban adentro.
En
la propuesta esbozada por Robert Michels y Max Weber –con sus matices y
características propias- la organización se convirtió en el medio privilegiado
para homogeneizar el espacio público a partir de la inserción de las masas.[15]
Sin embargo, a la par de una transformación cualitativa del concepto
“democracia”[16], se presenciaba la entronización de
un modo particular de ejercer la política en esta era de masas: la conducción
cesaristica/bonapartista. La irreflexividad, la emotividad de las masas y su
necesidad constante de guía y conducción, daban al líder la función primordial
de interpelar a la masa, aprovechando sus características intrínsecas y la
devoción que éstas mostraban por sus líderes.
Michels
destacaba que la adoración de las masas hacía sus líderes se revelaba en, por
ejemplo: “[…] el tono de veneración con que suele ser pronunciado el nombre del
ídolo, la perfecta docilidad con que obedecen al menor de sus signos, y la
indignación que despierta todo ataque crítico a su personalidad” (1983a; 105).
Esta confesión de afecto sincero y acometido de las masas, por un lado, y la
respuesta hacia éstas por sus líderes, por otro, permitió a Weber afirmar que
la democratización, entendida como la extensión del sufragio, y la demagogia,
en el sentido tradicional del término como apelación a la emotividad de las
masas, van de la mano. Ya no solo las masas son tomadas en consideración a la
hora de tomar decisiones político-administrativas, sino que éstas también
cumplen un rol fundamental en la otorgación de consentimiento, fe y confianza
al líder, legitimándolo frente a sus pares y permitiéndole ejercer su poder
(1992; 1109)
En
la propuesta esbozada por Michels y Weber, la organización se convirtió en el
medio privilegiado para homogeneizar el espacio público a partir de la
inserción de las masas. Mediante su estructura burocrática y la figura central
del líder, pudieron contenerse las heterogeneidades que ingresaron al espacio
público, amenazando y echando por tierra la cosmovisión liberal decimonónica.
La irreflexividad, emotividad y la necesidad de guía constante de las masas
daban al líder la función de interpelarlas, aprovechándose de sus
características intrínsecas y de la devoción que mostraban por sus líderes. La
figura del líder cesaristico/bonapartista se constituyó en el lazo que permitía
reunir las particularidades y reorientarlas; la “voluntad general” era su
producto y corría pareja a la homogeneidad de la muchedumbre dispersa que el
líder representaba.
Carl Schmitt: lo político,
la crítica pluralista y la democracia como homogeneidad
Schmitt
intentó reconstruir un concepto moderno de lo político, alejado de su
referencia inexorable a lo estatal y a las contraposiciones negativas o
neutralizaciones típicas del ideario liberal. Para Schmitt lo político poseía
un criterio claro: la distinción entre amigo [Freund] y enemigo [Feind],
que servía para indicar “el extremo grado de intensidad de una unión o de una
separación, de una asociación o de una disociación” (1984; 23). El enemigo
–además de su carácter gregario y público- debía tener una existencia real.
Schmitt observó también que lo que caracterizaba principalmente al enemigo era
su condición de extranjeridad: el enemigo es el Otro, el extranjero [der
Fremde], aquel con quien el conflicto no podía ser dirimido por medio del derecho
ni apelando por un tercero imparcial. Una organización será política siempre y
cuando pueda trazar esta distinción de manera autónoma. A partir de la
demarcación entre amigo y enemigo derivará la unión del agrupamiento político,
en tanto es a través de la lucha contra el enemigo que se afirma la unidad de
los amigos. El enemigo –junto con su par antónimo amigo y el medio específico
de la lucha o guerra-, adquieren significado real en
tanto se refieren a la posibilidad real de eliminación física.
En
este lugar pueden mencionarse tres críticas schmittianas. En primer lugar –la
crítica al pluralismo-, Schmitt rechazaba la posibilidad de pensar al Estado
desde una perspectiva pluralista. Al Estado –que carga sobre sus hombros la
máxima responsabilidad de “hacer la guerra y por consiguiente a menudo disponer
de la vida de los hombres (Ibíd. 42)- debería pensárselo como una unidad
política, libre de cualquier clase de pluralismo. La función del Estado estriba
en asegurar la paz, establecer el orden y dar seguridad.
En segundo lugar –la crítica al humanismo-,
Schmitt era renuente a aceptar el concepto de humanidad, que excluía el de
enemigo. La humanidad –independientemente de su pretendida neutralidad-
constituía un concepto político; cualquier guerra o conflicto que se sustente
en la defensa de la humanidad, no hacía otra cosa que deshumanizar al enemigo,
expulsándolo de cualquier trato justo y humano. Donde tendría que aparecer un
enemigo real, se transforma a éste en uno absoluto.
Y por último, el ataque contra a la institución del Parlamento
en la democracia de masas. Para Schmitt el Parlamento había sido “despojado de
su propio fundamento espiritual” (Ibíd.; 64): la discusión pública como
precepto fundamental en la conformación de la ley. En la práctica parlamentaria
era imposible el intercambio de ideas y el mutuo convencimiento. Se asistía más
bien a una dictadura de la mayoría, donde el mayor número y sus intereses no
cesaban por más que hubiese elecciones periódicamente.
Schmitt observaba que toda “democracia real” se basaba en que
“se trate a lo igual de igual manera” y “a lo desigual de forma desigual”. Era,
por tanto, propio de la democracia “en primer lugar la homogeneidad, y, en
segundo lugar –y en caso de ser necesaria- la eliminación o destrucción de lo
heterogéneo” (1990; 12). La característica que distinguía a la democracia era
la homogeneidad. Se debía aspirar a concretar una igualdad sustancial, una homogeneidad
tal que trascienda la igualdad abstracta liberal. El poder político debía saber
generar esta homogeneidad que iba a permitir la representación
del todo y alejar lo heterogéneo e irrepresentable, que puede llegar a
condicionar la unidad de la formación política.
En el pensamiento schmittiano lo político estaba caracterizado
por la distinción entre el amigo y el enemigo, de la que derivaba la unidad
fundamental de la formación política. Schmitt criticó al Parlamento,
entendiendo que ésta había perdido su razón de ser ante el nuevo contexto
abierto con la democracia de masas. La pretensión liberal de aunar liberalismo
con democracia no hizo más que hacer perder de vista lo propio de la democracia
y lo político: la homogeneidad al interior de la formación política mediante el
trazado de los límites del demos, discriminando a los amigos de los enemigos y
la expulsión de heterogéneo, de lo diferente.
Prolegómenos
sobre la diferencia en Ernesto Laclau y Slavoj Žižek
Tres rótulos pueden sintetizar –quizás
con algún dejo de exceso- las corrientes con las que se identifican el
pensamiento de Laclau y Žižek. El primero de ellos, el “giro lingüístico” (linguistic
turn), término acuñado por Gustav Bergmann en la década de los cincuenta
pero que popularizó Richard Rorty. A grandes rasgos, éste representó un cambio
de enfoque en donde el lenguaje pasaba a ocupar un lugar privilegiado;
parafraseando al antropólogo norteamericano Edward Sapir, el mundo que nos figuramos
–la realidad- estaba condicionado por los hábitos del lenguaje de nuestra
comunidad de origen, que determinaban la interpretación que sobre los hechos se
hagan.
El segundo de los rótulos es el de “marxismo
posestructuralista”. Como sostiene Elías José Palti en Verdades y saberes
del marxismo (2006), el marxismo posestructuralista intentó reconstruir al
marxismo como horizonte político práctico una vez que admitió su insuficiencia
teórica, su incapacidad para aprehender tanto la realidad como su propia
situación. Surgió como una crítica a los postulados del althusserismo por parte
de sus ex alumnos Alain Badiou, Étienne Balibar, Jacques Rancière, y también se
extendió –al otro lado del Canal de la Mancha- a Chantal Mouffe, Judith Butler,
Ernesto Laclau y Slavoj Žižek, con posterioridad al Mayo Francés. Éstos
pensadores se valieron de las brechas abiertas –en principio- por Jacques Derrida
en su crítica al núcleo esencialista del althusserismo.
Y el tercero, el “lacanismo de izquierda". Dicho
término se tomará de Yannis Stavrakakis, entendiendo por tal “un campo de
intervenciones políticas y teóricas” que pretende, valiéndose de las agudas
reflexiones propuestas por el psicoanálisis lacaniano, “criticar los órdenes
hegemónicos contemporáneos” (2010; 20). De este campo heterogéneo y diverso
beberán teóricamente autores tan diversos como Judith Butler, Alain Badiou,
Ernesto Laclau, Slavoj Žižek, entre otros.
Universalismo, particularismo y la mediación
hegemónica en Ernesto Laclau
Ernesto Laclau, en su colección de artículos reunidos en Emancipación
y diferencia (1996), observó que existieron diversas formas históricas a la
hora de pensar la diada universalismo-particularismo. Sin embargo, todas ellas
han elaborado propuestas insuficientes, soslayando el hecho que particularismo
y universalismo son dos dimensiones inerradicables, infranqueables y
fundamentales de la política y de la construcción de identidades
socio-políticas. Lo universal, símbolo de una plenitud ausente, sin un
contenido propio que lo cerraría en sí mismo, no “es otra cosa que un
particular que en un cierto momento ha pasado a ser dominante” (1996; 53). Este
particular solo existe en el movimiento de afirmación de su identidad
diferencial y ulterior anulación de ésta en un medio no-diferencial o cadena
equivalencial.
Laclau llegó a la conclusión de que esta universalidad es
inconmensurable con cualquier particularidad pero no puede existir separada de
ésta. Esta relación paradójica no podía ser franqueada de modo terminante. Ella
es la condición de posibilidad misma de la democracia
en tanto, “[s]i la democracia es posible, es porque lo universal no tiene ni un
cuerpo ni un contenido necesario”, permitiendo que distintos grupos compitan
entre sí para “dar a sus particularismos, de modo temporario, una función de
representación universal” (Ibíd. 68).
Esta competencia por la que una particularidad dentro de un
orden social trasciende su propia naturaleza específica y adquiere un contenido
universal, es la hegemonía, única respuesta satisfactoria a la tensión
inerradicable pero necesaria entre universalismo y particularismo. El concepto
de hegemonía –retomado del aparato conceptual gramsciano-
menta un tipo de relación política, una forma de construir el vínculo político,
expresión de una lucha por crear una nueva realidad. Se erige, por un lado,
representando al universal como lugar vacío y, por el otro, a un particular que
encarna este lugar; la operación a partir de la cual un particular asume
la representación universal inconmensurable consigo misma. Debido a esto, “la
identidad hegemónica pasa a ser algo del orden del significante vacío,
transformando su propia particularidad en el cuerpo que encarna una totalidad
inalcanzable” (Ernesto Laclau, 2009; 95).
La hegemonía se constituye en un campo atravesado por el
antagonismo, por la experiencia de un límite, que impide el de cierre de
cualquier objetividad. Es una relación en la que se muestran los límites de
toda objetividad; testigo de la imposibilidad de una sutura última, es la
experiencia del límite de lo social. Es la negación de un cierto orden, el
límite de dicho orden. Este límite se da al interior de la sociedad como algo
que subvierte, que destruye su aspiración a constituirse una plena presencia;
la sociedad no puede llegar alcanzar su ansiada totalidad, cerrarse sobre sí
misma, constituyéndose como una realidad objetiva. En la relación antagónica la
presencia de lo “Otro” indica la imposibilidad de constitución de identidades
plenas.
El concepto de hegemonía supone fenómenos equivalenciales y
efectos de fronteras, que, a la par de estar caracterizadas por la presencia de
fuerzas en pugna, antagónicas, e inestabilidad de las fronteras que las
separan, delinean dos formas de construir el vínculo social. Por un lado,
mediante la afirmación de la particularidad y la expansión y complejización del
espacio político, donde se privilegiaría la naturaleza diferencial del vínculo;
la lógica de la diferencia. Y por el otro, la obliteración parcial de la
particularidad y simplificación del espacio político, privilegiando la
dimensión común, equivalente del vínculo; la lógica de la equivalencia. Esta
segunda manera de construir lo social implica el trazado de una frontera
antagónica. Aunque son incompatibles, ambas lógicas se necesitan mutuamente en
la construcción de lo social. El privilegio unilateral de una de ellas conllevaría
a la extinción de la política y su suplantación por la simple administración
(lógica de la diferencia) o a la extensión de la homogeneidad, el fin de los
aparatos institucionales de la sociedad y el triunfo del vínculo
popular/populista (lógica de la equivalencia).
A modo de conclusión, se
repararán en las cuatro características intrínsecas de la hegemonía: I) la
hegemonía implica desigualdad de poder como característica constitutiva; 2)
sólo hay hegemonía si la dicotomía universalidad-particular es superada; sólo
si esa universalidad puede ser encarnada por una particular, cuyo contenido
–políticamente significativo- se ha universalizado; 3) la operación hegemónica
requiere la producción de significantes tendencialmente vacíos que, manteniendo
inalterado el hiato entre universal-particular, permite a éste último
universalizarse/tornarse hegemónico; y 4) para su extensión, la hegemonía
precisa de la representación, parte constitutiva de la relación hegemónica.
(Laclau, 2004)
Críticas žižekianas entre la fisura de lo
particular universalizado y la reactivación de la lucha de clases
El tratamiento que sobre la
cuestión universalismo-particularismo elaboró Žižek podría simbolizarse en dos
movimientos. En el primero de ellos, el filósofo esloveno partió de las
teorizaciones que al respecto elaboró Ernesto Laclau: lo universal como lugar
vacío en la que –en un cierto tiempo- un contenido particular se torna
hegemónico. En esta operación, el contenido particular tiñe a lo universal, lo
contamina, constituyéndose en el “elemento de fantasía, el soporte o fondo
fantasmático de la noción de ideológica universal”
(1998; 138); es decir, la particularidad universalizada se erige como la
experiencia sobre la cual se vive esa ‘falsa’ universalidad, es el soporte sobre
el cual ella existe y no puede hacerlo sin ese particular universalizado.
Estas teorizaciones
–aquí el segundo movimiento- debían ser complementadas, afirmó Žižek. Para ello
apeló a una concepción marxista clásica: la falsedad de la universalidad ideológica
en razón de que privilegia un interés en particular. El carácter falso de lo
universal en la crítica marxista podía verse en el modo de conceptualizar la
escisión entre lo universal y lo particular. Como muy bien lo notó Zizek, en
Marx la brecha –que en Laclau estaba entre lo universal vacío y el contenido
particular que buscaba llenar ese vacío- se encontraba dentro del contenido
particular del universal. En otras palabras, entre lo que el universal
“oficialmente” contenía y aquellos presupuestos no reconocidos, que implicaban
una serie de exclusiones.
“[T]oda universalidad ideológica
necesariamente da origen a un elemento éx-timo particular, a un elemento que
–precisamente como producto intrínseco, necesario, del proceso designado por la
universalidad- al mismo tiempo la socava: el síntoma es un ejemplo que
subvierte al universal que ejemplifica.” (2001; 194)
Esto lo llevó a
reparar en la fisura que se erige dentro de la formación hegemónica, entre el
contenido hegemónico particular de una universalidad ideológica y el síntoma que
lo socava. En otras palabras, estaba percatando acerca del carácter sumamente
inestable de cualquier formación ideológica universal, en tanto dentro de sus
propias fronteras está el germen de su propia imposibilidad o cierre.
Žižek sostendrá que a
lo universal –vacío- y a lo particular –que busca representar esa plenitud
ausente- debía agregarse un tercer término, lo individual, exceso sintomático
que socava el particular universalizado o hegemónico, “testimonio de la brecha que
existe entre el universal y lo particular, [además del] hecho que el universal
es siempre ‘falso’ en su existencia concreta (hegemonizada por un contenido
particular que involucra una serie de exclusiones)” (Ibídem.).
La introducción de este tercer
término en la diada universalismo-particularismo, debe vérselo como parte de
una crítica global hacia los teóricos de la hegemonía. Según Žižek, ellos no se
han percataron del carácter fisurado de su particular
universalizado/hegemónico, creyendo –tontamente- que el contenido particular
que rellenaba la plenitud ausente del universal tornándose hegemónico bastaba
por sí mismo para constituir una opción política transformadora.
Este olvido los hizo
incurrir en los presupuestos contrarios a los que decían combatir, aquellas
políticas de integración de las diferencias que borraba la dimensión política
de la sociedad, postulados similares a los sostenidos
por las teorías multiculturalistas. En su crítica a estas teorías, Žižek
observó la existencia de clara conexión entre el sistema capitalista y la
hegemonía del Gran Capital con la teoría demo-liberal de tolerancia y respeto ad
hominem del multiculturalismo.
En un panorama de hegemonía absoluta del capital
financiero, donde el mainstream académico no sólo no
ejercía crítica alguna al capitalismo, postulando al capitalismo como the
only game in town, los teóricos multiculturalistas afirmaban la desaparición
de la lucha de clases y su reemplazo por conflictos socio-culturales.
Es desde este horizonte que Žižek lanza su
apuesta por la conformación de un movimiento político policlasista, que
trascienda las fronteras nacionales y se constituya en el vehículo que devele
la estrecha conexión –teórica y fáctica- entre capitalismo globalizado,
regímenes demo-liberales y populismo de derecha. Una apuesta por la
que pretende interpelar a los excluidos del sistema, las particularidades
sintomáticas que quedaron al margen de la formación hegemónica, los sin-parte
–en versión ranceriana-, los elementos privilegiados que, reactivando la lucha
de clases como modo legítimo de discernir las diferencias sociales, se opondrán
al capitalismo y a sus formaciones ideológicas dominante, a la par de proponer
un sistema alternativo.
Conclusiones
Este
trabajo se planteó como objetivo examinar el modo en que algunos pensadores
sobresalientes de la teoría y filosofía político trataron el binomio
homogeneidad-heterogeneidad. Según lo analizado previamente Platón, Hobbes,
Rousseau, Marx, Michels, Weber y Schmitt comparten la misma preocupación, que
es la de dotar de homogeneidad al cuerpo social frente a los avatares de lo
heterogéneo. Sin embargo, las estrategias que utilizaron para ello fueron
divergentes.
En
el caso de Platón, el filósofo-rey de la polis ideal se erige como un
gran ordenador y armonizador, que con su saber haría que cada uno de los
habitantes ocupase un lugar idóneo en la estructura de la ciudad. La praxis
del filósofo-con-poder-político se orienta hacia la superación de la
discordante multiplicidad, la armonización de la caótica heterogeneidad
liberada por la democracia ateniense. En la teoría hobbesiana, la entronización
de una autoridad públicamente reconocida tenía por misión no sólo el
aseguramiento de la paz, el orden y la seguridad, amenazadas en el estado de
naturaleza. También, esta autoridad se encargaba de delimitar los significados
éticos y morales. Su poder derivaba, entonces, de la fuerza de la espada –el
poder público- y de la autoridad del báculo –el poder espiritual. El Soberano
de Hobbes obró como dispositivo a través del cual se lograba retirar las particularidades
del espacio público, recluyéndolas en el ámbito de lo privado. En el caso de
Rousseau, éste recurrió a la labor del Legislador y del proceso educativo para
silenciar los intereses particulares que anidaban en el interior de los
hombres, frente a la tarea imperativa de constituir la Voluntad Popular. Para
Marx, el fin de la historia y la constitución de la sociedad sin clases, luego
de la victoria del comunismo, iban a terminar con la división y la diferencia
que primaba en el capitalismo. Michels y Weber compartían la idea acerca de que
las organizaciones podrían contener las heterogeneidades liberadas luego de
concreción del sufragio universal y el arribo de las masas al espacio público.
La organización permitiría la constitución de un interés común en el espacio
público de la democracia de masas, apelando a la disciplina, la necesidad de
guía y emotividad de las masas. Y por último Schmitt entendió que sólo bastaba
con apelar a la característica propia de la democracia y de lo político –homogeneidad
al interior de una formación política mediante el trazado de los límites del demos-,
para extirpar lo heterogéneo del espacio de los iguales.
Sin
embargo, cómo se ha podido observar, en la década de los setenta se produce un
quiebre en esta tendencia. Este quiebre puede rastrearse a partir de las
propuestas elaboradas por Laclau y Žižek. Ambos teóricos son herederos de tres
corrientes de pensamiento: I) el “giro lingüístico”, que propició un cambio de
enfoque con respecto al lenguaje, en donde éste pasó a ocupar un lugar
fundamental; II) el marxismo posestructuralista, esta corriente se propuso
reconstruir al marxismo como horizonte político práctico luego de admitir su
insuficiencia teórica, a partir de las críticas derridianas a Althusser; y III)
el “lacanismo de izquierda”, aplicaciones en el campo de la teoría política de
los aportes del psicoanálisis lacaniano.
Para
Laclau y Žižek han existido intentos por trascender definitivamente la diada
universalismo-particularismo pero ninguno de ellos fue fructífero, lo que
devino en una obliteración de la mutua necesidad entre ambas dimensiones.
Mientras Laclau concibió a la formación hegemónica como la manera de trascender
–parcial e incompletamente- la díada, reparando además en el carácter necesario
e inestable de los polos particularismo-universalismo, Žižek argumentó que el
foco debía ser puesto en los elementos excluidos de la formación hegemónica,
que iban a ser los engranajes fundamentales de su propuesta universalista
contra el establishment económico-político mundial.
En este trabajo rescata la propuesta epistemológica
de ambos autores, reconociendo no sólo la imposibilidad de trascender de forma
definitiva ambos polos, sino también la utilidad –e infranqueabilidad- que
éstos presentan en la construcción de identidades socio-políticas. En otras
palabras, aquí se comprendió que lo heterogéneo, particular y diferente con-vive
en el interior de lo homogéneo, universal e idéntico como su reflejo
ineliminable y necesario.
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Andrés
Funes
Licenciado
en Ciencia Política por la Facultad de Ciencia Política y Relaciones
Internacionales de la Universidad Nacional de Rosario. Su tesis de grado estuvo
relacionada con las construcciones discursivas alrededor del fenómeno peronista
durante el gobierno de Néstor Kirchner. Sus líneas de investigación se centran
en los postulados teóricos de corte posestructuralistas, haciendo principal
hincapié en las teorías de Badiou, Rancière y Laclau, así como también en las
agrupaciones peronistas juveniles durante la década de los setenta. Actualmente
se encuentra preparando su proyecto de tesis para la admisión al Doctorado en
Ciencia Política en la Facultad Ciencia Política y Relaciones Internacionales
de la Universidad Nacional de Rosario.
Dirección: Alvear 1182, 8vo C, Rosario, Santa Fe, Argentina
Mail:
andrez_zero@hotmail.com
Teléfono: (0336)
154674619