1.
Introducción
1.1. Justificación:
En los últimos años, la dinámica política en los países de América Latina evidenció
una creciente importancia del papel que juegan las coaliciones, tanto al
momento de ganar elecciones (coaliciones electorales), como a la hora de
gobernar y tomar decisiones públicas (coaliciones de gobierno). La importancia
de este trabajo radica en el estudio de la dinámica gubernamental de una de las
coaliciones más estableces de los últimos 20 años en la región: la Concertación
chilena.
1.2. Objetivos:
El objetivo del trabajo es doble: por un lado, describir la dinámica de los
gobiernos de la Concertación en un estudio diacrónico, donde se examinará la
distribución de ministerios y de escaños parlamentarios entre los diferentes
partidos que integraron la coalición. Por otro lado, indagar acerca de la naturaleza
de la distribución de los espacios de poder, para determinar si hubo un reparto
equitativo de los espacios de poder o si el reparto siguió criterios
proporcionales.
1.3. Planteo
del problema: Durante mucho tiempo se creyó que,
por su extrema rigidez y por la legitimidad dual de la voluntad popular, los
sistemas presidenciales estaban condenado a la inestabilidad política. Un
tiempo después, los investigadores observaron que, en realidad, los problemas
del presidencialismo se veían agravados por sistemas multipartidarios, algo que
dificultaba las relaciones entre presidentes y Congresos. En algunos países,
esta atomización se vio contenida por la formación de coaliciones que
permitieron una distribución del poder a cambio de apoyo de otros partidos a la
hora de tomar decisiones políticas y aprobar legislación. En este sentido, se
buscará indagar en los criterios que guiaron la distribución de cargos: más
concretamente, se pretenderá determinar si hubo un reparto equitativo de los
espacios de poder o si el reparto siguió criterios proporcionales.
1.4. Problema:
¿Cómo se distribuyeron los ministerios y escaños parlamentarios entre los
diferentes partidos que integraron la Concertación durante los gobiernos de
Bachelet? ¿Hubo un reparto equitativo de los espacios de poder o el reparto
siguió criterios estrictamente proporcionales?
1.5. Hipótesis:
“Los puestos de poder en la administración del país se habrían repartido en
función de la cantidad de bancas legislativas obtenidas por el resto de los
partidos que integraron la coalición de gobierno”
1.6. Marco
teórico: El debate acerca de los distintos diseños
de gobierno iniciado por Juan Linz (1994) alertaba sobre la estrecha
correlación entre el sistema presidencialista y la inestabilidad democrática. A
la luz de este autor, las características mismas del modelo facilitaron las
caídas del régimen democrático durante los 1970 y 1980. Así, los mandatos fijos
que hacían rígido al sistema, la concentración de poder en un único Ejecutivo,
la legitimidad popular que reclamaban para sí las ramas Ejecutiva y Legislativa
al haber sido ambas ramas electas por el voto del electorado, junto con una
independencia de poderes que podía conducir a una parálisis, proporcionaban las
condiciones que facilitaban la caída de las democracias en América Latina.
Posteriormente, Mainwaring y Shugart (1992) evidenciaron que esa correlación
podía estar influida, más que por rasgos institucionales del presidencialismo,
por factores de desarrollo socioeconómico y por el escaso apego a la cultura
política democrática de la región. Los diseños parlamentarios se instalaron
mayormente en Europa y, los presidenciales, en América latina. Por lo tanto, es
probable que aún siendo parlamentarias nuestras democracias hubiesen caído.
Mainwaring y Shugart (1992) ven sí un problema en el presidencialismo cuando se
combina con una alta fragmentación y una escasa disciplina partidaria, lo que
obstaculiza las relaciones entre presidentes y Congresos. Chasquetti mostró, en
consecuencia, que hay un paliativo: las democracias presidenciales con sistemas
multipartidistas pueden ser gobernadas de manera eficiente por coaliciones
mayoritarias de gobierno. Una coalición de gobierno puede ser definida como “i)
un conjunto de partidos políticos que, ii) acuerdan perseguir metas
comunes; iii) reúnen recursos para concretarlas y iv) distribuyen
los beneficios del cumplimiento de esas metas” (Strøm 1990). Esta definición es
útil en tanto da cuenta de la negociación entre las partes y, esencialmente,
del acuerdo entre el presidente y los distintos partidos que ingresan al
Gabinete producto de la distribución de los espacios de poder logrados. Bajo
este marco se estudiará la dinámica de gobierno de la Concertación chilena en
lo que alude a la relación entre los partidos que integran la coalición de
gobierno, así como en los vínculos entre el Ejecutivo y el Congreso.
2.
Coaliciones en sistemas presidenciales y
parlamentarios
Gran
parte de la literatura que estudia los gobiernos de coalición ha concentrado
sus esfuerzos en el sistema parlamentario. Las formas parlamentarias de
gobierno requieren en muchos casos, por dinámica propia, la formación de
gobiernos de coalición. Esto ocurre típicamente cuando, en sistemas
multipartidistas, el partido ganador no alcanza por sí solo la mayoría de los
escaños, por lo que debe negociar con otras organizaciones que lo acompañen en
la conducción de un Ejecutivo colegiado. En estos casos, su mantenimiento en el
poder depende del respaldo de los partidos que le provean la mayoría. Es decir,
su supervivencia está atada a la confianza del Parlamento, lo que constriñe a
los partidos, en ciertas circunstancias, a formar coaliciones de gobierno.
Cuando una agrupación menor le quita el apoyo al gobierno y lo deja en minoría,
el gobierno debe salir en busca de nuevos acuerdos o llamar a elecciones
anticipadas. Así, la formación de coaliciones bajo sistemas parlamentarios es
muchas veces una necesidad institucional.
La
literatura politológica ha valorado, en cambio, con cierto escepticismo la
formación de gobiernos de coalición bajo diseños presidenciales (Deheza, 1998).
Linz (1994) consideró que las prácticas consociativas pueden ser
contraproducentes para la legitimidad democrática, ya que la decisión de quién
gobernará está en manos de los partidos y no de los electores. A juicio de este
autor, la formación de coaliciones en regímenes presidenciales involucra altos
costos para los partidos que deseen sumarse a la alianza, que quedarían en el
“peor de los mundos”: mientras que no atraerían los réditos electorales, que
serían vistos como mérito exclusivo del líder, sí absorberían parte del
descrédito gubernamental. Lijphart asevera que las políticas de compromisos y
alianzas son incompatibles con el presidencialismo, a diferencia de la
“naturaleza colegiada de los ejecutivos parlamentarios que los conduce a
pactos” (1994: 97, traducción propia). En efecto, las democracias
parlamentarias “son más estimuladoras y sostenedoras” de coaliciones que los
sistemas presidenciales (Garrido, 2003). Ocurre que los incentivos para su
formación y mantenimiento son bastante diferentes debido al papel que juega en
estos últimos casos el presidente como constructor de la coalición y a
los mandatos fijos tanto del presidente como de los legisladores.
Para
Stepan y Skach (1993:20), “los incentivos para la cooperación dentro de una
coalición son mucho menores en el presidencialismo” que en el parlamentarismo,
debido a que su dinámica “fomenta el surgimiento de gobiernos minoritarios y
desalienta la formación de coaliciones duraderas”. Deheza (1998), en cambio,
aporta datos sobre lo frecuentes que son los gobiernos de coalición bajo
sistemas presidenciales: de 123 gabinetes en 9 democracias latinoamericanas, el
56% han sido de coalición, mientras que el 66% de los gobiernos mayoritarios se
sustentaron en este tipo de pactos. En la misma línea, Cheibub, Przeworski y
Saiegh (2004) rechazan la idea de que sean excepcionales las coaliciones en
gobiernos presidenciales y aducen que, dado que en sistemas multipartidistas
las coaliciones son más frecuentes bajo el parlamentarismo, las diferencias entre
aquellas que se forman bajo sistemas parlamentarios y presidenciales son más
cuantitativas que cualitativas. Sin embargo, la necesidad institucional que
lleva a su formación en diseños parlamentarios parece contradecir esta opinión
y evidencia que las diferencias son tanto cuantitativas como cualitativas.
Durante
la formación de un gobierno presidencial existen negociaciones tanto
horizontales entre los partidos como verticales entre el presidente y los
líderes de los presidentes representados en el legislativo (Amorim Neto, 2008).
Esta negociación post electoral tiene un carácter bidimensional y es diferente
a la observada en sistemas parlamentarios, donde los contactos para formar
gobierno giran entre los líderes de los partidos. El tipo de gobierno
resultante será entonces función de dos dimensiones: la concreción o no del
acuerdo entre líderes, y el “status” alcanzado tras la negociación.
En
síntesis, son dos las características básicas de la formación de coaliciones
los presidencialismos: en primer término, es el presidente quien elige
libremente a sus ministros, a los que también puede sustituir por su propia
voluntad. En cambio, en sistemas parlamentarios el Gabinete es electo por el
Parlamento; más concretamente, por “el voto de investidura y la opinión
vinculante de los partidos miembros de la coalición” (Garrido, 2003). Así, el
primer ministro se ve más constreñido en las designaciones ministeriales que el
presidente, quien tiene mayor libertad para cesarlos y renovarlos (Mainwaring,
1993) y cuyos acuerdos no son tan vinculantes. En segundo lugar, el presidente
es el único formador de las alianzas de gobierno, por lo que puede vetar
potenciales coaliciones contrarias a sus intereses. Esto implica que el primer mandatario
es el responsable exclusivo sobre el Gabinete y “se convierte en el eje de la
estructuración de cualquier gobierno y en promotor de toda cooperación
interpartidista que tenga como objetivo el acceso real al poder ejecutivo”
(Garrido, 2003). En conjunto, estas dos características exhiben un papel tan
predominante y exclusivo del presidente que limita el número de alternativas
coalicionales viables.
3. Diseños
presidenciales y sistemas multipartidistas: una “difícil combinación”
La
literatura ha evaluado generalmente con escepticismo la “difícil combinación”
entre diseños presidenciales y sistemas multipartidistas, debido a que la
formación de mayorías legislativas es ardua y, consecuentemente, pueden existir
dificultades para la aprobación de leyes, algo que puede llevar a una
gobernabilidad defectuosa o bien a una parálisis gubernamental. Sin embargo, el
presidencialismo multipartidista es la combinación más frecuente en América
Latina (Chasquetti, 2008). En casi todos los países de la región la fragmentación
creció, lo que exige acuerdos interpartidarios para obtener mayorías
legislativas y evitar bloqueos, algo casi imposible en diseños parlamentarios
por su misma naturaleza, que requiere la formación de gobiernos mayoritarios
para el sostenimiento del Ejecutivo. En cambio, los presidencialismos
minoritarios son institucionalmente tolerables. En el caso extremo, un
presidente podría carecer por completo de una bancada legislativa que lo
respalde, aunque por supuesto esto acarrearía problemas de gobernabilidad y
legitimidad.
En
teoría, a medida que aumenta la fragmentación partidaria, menor será el
contingente legislativo de los presidentes. Esto se deriva del razonamiento
lógico y empírico de que cuando menos partidos haya, mayor será el bloque
parlamentario del presidente en tanto el cuerpo estará potencialmente menos
atomizado.
Mainwaring
y Shugart (1992) vieron en el presidencialismo un problema cuando se combina
con una alta fragmentación y una escasa disciplina partidaria, lo que
obstaculiza las relaciones entre presidentes y Congresos. Sin embargo,
Chasquetti (2008) mostró que estas democracias con sistemas multipartidistas
pueden ser gobernadas de manera eficiente por coaliciones mayoritarias de
gobierno. En efecto, los presidentes pueden optar por dos estrategias a la hora
de formar gobiernos, dependiendo de su situación en el Poder Legislativo
(mayoritaria o minoritaria) y del tipo de poderes legislativos que la
Constitución le reserve: la legislativa, consistente en la construcción de
mayorías en el Congreso, y la administrativa, cuya condición será la
posibilidad de firmar decretos que sustituyan a la ley.
¿Por
qué entonces bajo sistemas presidenciales se conforman, a pesar de todo,
gobiernos de coalición? La primera razón es estructural: presidentes
minoritarios en busca de apoyo legislativa para poder pasar su legislación. La
segunda tiene que ver con la posibilidad otorgada a una gama más amplia de
partidos de participar en la confección de la agenda y en la nominación de
cargos. El tercer y el cuarto motivo tienen raíces institucionales: las reglas
de nominación a ciertos cargos públicos pueden obligar a los poderes ejecutivo
y legislativo a negociar, el sistema electoral puede llevar a que sean los
partidos los que deban negociar.
Al
igual que en los parlamentarismos, a la hora de negociar la formación del
gobierno los presidentes ofrecen a sus potenciales socios dos incentivos: el
control de la agenda de gobierno y un conjunto de cargos en el Estado, que
pueden ser puestos en el Gabinete o la conducción de instituciones estatales,
tales como empresas, agencias y diferentes entes. En este trabajo focalizaremos
en los cargos que el partido del presidente negocia con otros partidos y,
específicamente, en cómo se distribuyen los puestos ministeriales.
Considerando
los criterios con que se eligen a los ministros y la cantidad de partidos
involucrados en la formación del gobierno, Amorim Neto (1998) distinguió cuatro
tipos distintos de gabinete de coalición. En primer lugar, los gabinetes de
coalición estructurada o estricta definen aquellos que incluyen dos o más
partidos y cuya selección de ministros obedece a criterios partidistas. En
segundo término, los gabinetes de coalición vaga o poco estructurada utilizan
criterios mixtos a la hora de designar a los titulares de las diferentes
carteras, involucrando tanto a ministros partidistas como a no partidistas. En
tercer lugar, los gobiernos de cooptación incluyen en su gabinete a miembros de
dos o más partidos pero sin alcanzar un acuerdo de colaboración con esas
organizaciones de las que provienen los ministros. Así, son electos como
individuos -por su expertise o su buena relación el presidente- más que
como miembros del partido. Por último, existen también gabinetes no
partidarios, que #están basados en una concepción extraparlamentaria,
suprapartidista y, a veces, incluso antipartido de la formación del gobierno”
(Garrido, 2003). En otras palabras, se componen casi exclusivamente de
tecnócratas, independientes y personal cercano al presidente.
4. Reglas
de juego e incentivos en Chile
4.1. Estructura
institucional y administrativa
Chile
es una república presidencial unitaria, que retornó a la democracia en 1990
luego de una de las dictaduras más sanguinarias y largas que conoció América
Latina. Durante el régimen autoritario, los partidos políticos fueron
prohibidos y, por supuesto, no hubo elecciones. La transición a la democracia
estuvo signada por una poderosa influencia del dictador saliente, Augusto
Pinochet (1973-1990), que impuso modificaciones administraciones y electorales
con el objetivo de asegurar la arquitectura institucional (Došek, 2014) y de
asegurar el poder de veto de la saliente derecha. Las herencias
institucionales, pero también sociales y culturales, condicionaron y dejaron su
huella en el porvenir de la vida política del país.
Territorialmente,
existen cuatro niveles de gobierno: el nacional, el regional, el provincial y
el local. Sin embargo, su unitarismo llevó a que la atención –y la política
misma- haya estado centrada en el nivel nacional. En particular, el presidente
y las elites de los distintos partidos han sido los principales actos de la
política nacional, marcando el tempo y definiendo los diferentes tipos de
acuerdos y de políticas que se llevaban a cabo.
A
nivel nacional, el poder ejecutivo es ejercido por un presidente cuya duración
actual en el cargo es de cuatro años y que no puede ser reelecto en forma
inmediata, aunque sí lo puede hacer luego de mantenerse un período fuera del
cargo. Desde el retorno a la democracia, Patricio Aylwin (1990-1994) estuvo en
el poder cuatro años, pero –reformas mediante- Eduardo Frei (1994-200) y
Ricardo Lagos (2000-2006) lo ostentaron durante seis. A partir del primer
gobierno de Michelle Bachelet (2006-2010), quien ostenta la presidencia se mantiene
nuevamente cuatro años en el cargo.
El
poder legislativo es bicameral, por lo que está dividido en una Cámara de
Diputados y en una de Senadores. La Cámara baja consta de 120 miembros, que se
eligen en 60 circunscripciones de magnitud igual a dos. Es
decir, en cada una de las circunscripciones se eligen dos diputados, cuyos
mandatos tienen una duración de cuatro años, luego del cual el cuerpo es
renovado en su totalidad. La Cámara alta está compuesta por 38 senadores
elegidos en 19 circunscripciones también binominales. Su mandato tiene una
duración de ocho años y el cuerpo representativo se renueva por mitades, cada
cuatro años. Hasta la reforma constitucional de 2005, existían senadores
designados y vitalicios, un enclave autoritario (Garretón, 2004) cuyo objetivo
era la sobrerrepresentación de la derecha en el Congreso, ya que por lo general
votaron con el bloque derechista (Navia, 2008).
El
país está dividido en 15 regiones. Cada una de ellas está comandada por un
intendente que es designado y que puede ser removido por el presidente. En
consecuencia, suele tratarse de una persona de plena confianza de la máxima
autoridad nacional.
Esas
15 regiones están divididas en 54 provincias, encabezadas cada una por un
gobernador. Al igual que los intendentes, los gobernadores son también
designados por el presidente. En consecuencia, a diferencia de lo que ocurre en
países federales, no existen situaciones de cohabitación entre un presidente de
una determinada orientación e intendentes o gobernadores de otra.
El
nivel institucional más bajo está compuesto por 346 comunas, agrupadas en 345
municipalidades,
desde las cuales aquellas son gestionadas. Al frente de las cuales están los
alcaldes, que, a diferencia de los intendentes regionales y de los gobernadores
provinciales, son electos por votación directa cada cuatro años y pueden ser
reelectos. A este nivel existen también concejales, que conforman el poder
legislativo.
4.2. Reglas
electorales
La
elección presidencial en Chile incluye una segunda vuelta o balotaje
para los casos en que ninguno de los candidatos alcance la mayoría absoluta de
los votos (50%) en la primera ronda electoral.
Existe
una amplia literatura que discute los incentivos que otorga el sistema
electoral binominal para la elección del Congreso instalado desde el fin del
régimen autoritario de Pinochet con el objetivo de reservarle una cuota de
poder importante a la derecha. Bajo el sistema binominal, cada una de las 60
circunscripciones elige dos diputados, y cada una de las 19 circunscripciones
senatoriales elige dos senadores. En otras palabras, la magnitud de las
circunscripciones es igual a dos.
La
intención de los militares era doble: por un lado, como ya se comentó,
sobrerrepresentar a la derecha; por el otro, reducir la fragmentación política.
Para lograr este último objetivo, lo más lógico hubiera sido optar por un
sistema uninominal (Siavelis, 2004). Sin embargo, esto le hubiera quitado
espacios de poder a la derecha, ya que en los distritos en los que perdiera no
hubiera obtenido la única banca en juego. Los reformadores suponían que la baja
magnitud de distrito morigeraría la polarización existente en el país y
alentaría también la fusión de partidos.
La
combinación de magnitud igual a dos (M=2), en combinación con una fórmula
electoral D’Hont, produce fuertes umbrales electorales (Siavelis, 2004). Cada
partido o coalición presentará dos candidatos por distrito en listas cerradas y
desbloqueadas, y el partido o coalición que gana la elección obtiene
lógicamente una de las dos bancas. Pero sólo podrá hacerse también de la
segunda en caso de que duplique la cantidad de votos que obtuvo el que salió en
segundo lugar. Si esto no ocurre, las dos primeras listas se repartirán en
partes iguales las dos bancas en juego, logrando una cada una. Luego de
establecerse si una lista ganó uno o ambos asientos, estos son asignados en
función del porcentaje de votos obtenido individualmente por los candidatos. El
sistema produce entonces requisitos muy altos para que cada lista obtenga las
dos bancas en juego. Así, dada la existencia de un sistema de tinte mayoritario
dentro de un contexto multipartidista, hay fuertes incentivos para la formación
de amplias coaliciones que puedan superar el fraccionamiento político y ganar
los comicios o, al menos, lograr el segundo lugar. El sistema electoral
binominal estimula la presentación de un candidato presidencial único por cada
una de las coaliciones, las cuales además están forzadas a negociar listas
compartidas en las elecciones legislativas. En efecto, no alcanzar los umbrales
establecidos por el sistema binominal es muy costoso para los partidos
(Siavelis, 2004), algo que incluso podría llegar excluirlos del Congreso y
borrarlos virtualmente del mapa político chileno.
En
efecto, la política chilena ha estado signada desde el retorno de la democracia
por dos coaliciones: una de centro izquierda, la Concertación, y otra de centro
derecha, la Alianza. La primera estuvo históricamente conformada por cuatro
organizaciones: la Democracia Cristiana (PDC), el Partido Radical Social
Demócrata (PRSD), el Partido Socialista (PS) y el Partido por la Democracia
(PPD) –como veremos, esta coalición integró a nuevos partidos en 2013. La
segunda está compuesta por los dos partidos de derecha más importantes, la
Renovación Nacional (RN) y la Unión Demócrata Independiente (UDI). Cada
coalición, a su vez, está dividida en dos “sub-pactos”, que comparten una
cierta afinidad ideológica y constituyen una unidad negociadora (Siavelis,
2004). Dentro de la Concertación, uno de los sub-pactos (el de centro) está
formado por el PDC y el PRSD, mientras que el otro (de izquierda) lo integran
el PS y el PPD. La Alianza, por su parte, está también dividida en dos
sub-pactos, cada uno de los cuales está asociado a su vez a partidos menores y
a políticos independientes: el de centroderecha (RN) y el de derecha (UDI).
Este trabajo pone el foco en la Concertación, debido a que es la coalición más
importante del país debido a que gobernó en forma ininterrumpida entre 1990 y
2010. Además, su naturaleza es distinta a la de la Alianza por el hecho de
haber gobernado en cinco de los seis períodos presidenciales desde el retorno
de la democracia. Su larga estadía en el poder le da la posibilidad de repartir
más cargos (Ministerios, Secretarías, agencias y empresas estatales, etc.) que
la Alianza sólo pudo repartir hasta el momento en una oportunidad (bajo el
gobierno de Sebastián Piñera, entre 2010 y 2014).
La
Concertación se formó por una serie de incentivos que incluían la relativa
paridad de los sub-pactos, la concurrencia de las elecciones, las probables
victorias de sus presidentes y la capacidad de hacer promesas electorales
(Siavelis, 2004). El principal clivaje dentro del sistema partidario chileno
autoritarismo-democracia ha sido otro de los incentivos a aliarse entre los
partidos de centro y centroizquierda. Este clivaje encuentra su expresión en
los alineamientos ideológicos y en la estructuración del sistema de partidos.
De hecho, la Concertación chilena constituye una alianza con una importante cohesión
ideológica y con una alta disciplina en el Congreso, algo que ayuda a su
estabilidad conforme se suceden los distintos gobiernos.
Cada
una de las coaliciones busca maximizar el número de votos obtenido. En algunos
casos, el objetivo de mínima es cosechar una de las dos bancas. Pero en
aquellos distritos donde una de las coaliciones posea históricamente un fuerte
apoyo o tenga candidatos fuertes, intentará lograr el objetivo de máxima:
doblar al rival para obtener así ambos curules.
Dada
la baja magnitud de distrito, las elites partidarias están obligadas a
participar de negociaciones no sólo al interior de sus partidos, sino
fundamentalmente con los otros partidos que conforman los sub-pactos y la
coalición. Dado que las listas son cerradas y desbloqueadas –y por tanto la
competencia no es sólo entre listas, sino también por quién obtiene el primer
lugar dentro de cada lista-, cada partido busca colocar en las mismas a su
candidato junto con uno débil, al que puedan vencer, o con uno muy fuerte, con
el que puedan doblegar a la coalición rival. Esta última opción, sin embargo,
podría acarrea fuertes divisiones al interior de la Concertación, ya que en
caso de que su fortaleza no alcance para doblegar, los dos candidatos fuertes
de la misma coalición pelearán codo a codo por quedarse con el escaño. Por
tanto, la fórmula de candidatos preferida usualmente es una fuerte/débil, algo
que da mayor certidumbre a los resultados al garantizar la victoria de los
postulantes más poderosos. Pese a que todos los distritos tienen la misma
magnitud, a los partidos no les da lo mismo en cuál de ellos presentan
candidatos. Aquellos buscarán postularlos principalmente en los distritos en
que tengan posibilidades de ganar.
El
proceso de negociación está fuertemente condicionado por la información que
tienen los actores y por la homogeneidad con que se reparte el apoyo entre los
sub-pactos. Allí donde haya paridad en términos de votos o escaños a lo largo
del territorio, las negociaciones serán más fáciles debido a que se repartirán
en forma equitativa las candidaturas entre los partidos, tomando estos una
candidatura cualquiera en cada distrito, confiando en un apoyo homogéneo por
parte de los votantes y obteniendo una victoria balanceada. Pero las
negociaciones se complejizan cuando existen diferentes niveles de apoyo. Cuando
un sub-pacto tiene un nivel de apoyo menor a lo largo del país, no querrá
dividir en forma equitativa las candidaturas: sería una fórmula para la derrota
asegurada. A su vez, el sub-pacto con mayor apoyo intentará hacer valer su
fuerza y maximizar las candidaturas propias a expensas del otro sub-pacto. Este
proceso de desigualdad lleva a dos cosas: por un lado, alienta al líder del
sub-pacto más fuerte a demandar más candidaturas. Por el otro, obliga al sub-pacto
más débil a ser más estratégico a la hora de negociar, procurando hacerse de
candidaturas en aquellos distritos donde tenga más posibilidades de ganar y, a
la vez, intentando que el sub-pacto más fuerte presente en ellos candidatos
débiles o, directamente, no los presente. Pero la capacidad de negociación no
se agota allí. Los líderes buscarán la reelección de los legisladores que ya
hayan ganado bancas en sus distritos. Esto reforzará su poder de negociación.
En
resumidas cuentas, el problema es que las coaliciones no son actores unitarios.
Ellas están conformadas a su vez por múltiples actores, cada uno de los cuales
puede tener distintos objetivos. Mientras que la Concertación como un todo
procurará maximizar sus votos, algunos partidos pueden optar por otra
estrategia si el maximizar los votos de la coalición implica que otras
organizaciones crezcan a expensas suyo. Pero, así y todo, hasta el momento las
coaliciones no se han desintegrado. La clave de su unidad radica en su
capacidad de negociación de listas conjuntas para las elecciones primarias
(Siavelis, 2004), una necesidad impuesta por el sistema electoral. La
desarticulación del sistema binominal tras la aprobación de la reforma aprobada
en 2015 traerá aparejadas probablemente consecuencias sobre el sistema
partidario chileno.
4.3. Recompensas
a perdedores
Una
de las formas de mantener la unidad de las coaliciones es compensar a los
perdedores. Para evitar su alejamiento, la Concertación puede ofrecer
incentivos a los socios menores. El hecho de haber permanecido
ininterrumpidamente en el gobierno le dio a esta coalición la posibilidad de
otorgarles mayores recursos a los partidos miembros.
El
nombramiento en Ministerios u otros altos cargos dependientes del Ejecutivo
constituye una de las principales maneras de recompensar a los partidos que
salieron desaventajados de las negociaciones o de los resultados electorales.
Las designaciones pueden esencialmente seguir tres criterios. El primero de
ellos es de carácter proporcional y tiene lugar cuando la distribución de
carteras se hace en función del apoyo electoral o de las bancas parlamentarias
que posee cada uno de los partidos de la coalición. El segundo obedece a normas
de distribución equitativas. Es en estos casos cuando se reparte en forma igualitaria
entre las distintas organizaciones partidarias, independientemente de su
circunstancial fuerza electoral. El tercero es un criterio mixto, y se produce
cuando se prioriza al partido que controla al Ejecutivo, al cual se le otorga
aproximadamente un 50% de los Ministerios, mientras que al resto de los
partidos se les asigna el otro 50%.
Independientemente
del criterio seleccionado en cada coyuntura, la distribución de cargos
constituye una “póliza de seguro” para los perdedores que les otorga a estos cierta
certidumbre de que sus carreras continuarán a pesar de sus derrotas. En
sistemas presidenciales, es el presidente el que tiene la potestad absoluta
sobre la designación de Ministerios y, al menos, participa en las negociaciones
y se requiere usualmente su acuerdo para nombrar otros puestos de importancia.
Hay dos situaciones en las que el presidente puede hacer uso de estas
recompensas (Siavelis, 2004). La primera de ellas es cuando las elecciones no
son concurrentes, algo que genera que haya un presidente en ejercicio al
momento de las elecciones legislativas que pueda hacer concesiones. La segunda
se produce en momentos en que, en elecciones simultáneas, hay expectativas
claras sobre la victoria presidencial. Un calendario electoral concurrente tiene
asimismo otros efectos sobre el sistema político: disminuye la fragmentación
partidaria e incrementan la posibilidad de que los presidentes obtengan
mayorías en sus legislaturas.
5.
La
Concertación bajo el mando de Bachelet
En
las elecciones de 1989, las primeras desde el retorno de la democracia, los
partidos de izquierda de la Concertación acordaron en apoyar a Patricio Aylwin,
el candidato democratacristiano. Aunque existía gran incertidumbre, acerca de
cómo se distribuirían los apoyos entre los sub-pactos, la victoria presidencial
estaba asegurada, algo que fortaleció la unidad de la coalición. El Gabinete
del presidente incluyó entonces a todos los partidos de la Concertación. Sin
embargo, hubo un predominio del PDC, su propio partido, al que no sólo le
otorgó la mitad de los ministerios, sino que además le reservó carteras como
Hacienda, Defensa y Justicia. En tanto, las subsecretarías se distribuyeron a
organizaciones partidarias diferentes a las asignadas para encabezar los ministerios.
Así, se favoreció un estilo “más colectivo” (Garrido, 2003) de toma de
decisiones, manteniendo cierto equilibrio dentro de la coalición.
En
los comicios de 1993 se volvió a imponer la Concertación, y volvió a hacerlo un
miembro del PDC: Eduardo Frei. Su gobierno incrementó las desigualdades entre
los partidos de la coalición en favor del PDC, al que le proporcionó más del
60% de los ministerios. Su Gabinete estuvo compuesto principalmente por
personal de su confianza que le garantizaba lealtad, por lo que sus críticos lo
denominaron “círculo de hierro”. Asimismo, relegó a un segundo plano a
importantes líderes de la Concertación con aspiraciones presidenciales (el
democratacristiano Foxley y el socialista Lagos), algo que abrió una grieta
interna y amenazó la unidad de la coalición. Su estilo fuertemente
presidencialista provocó también la inestabilidad de la Concertación al
desplazar sin reparos a un ministro socialista para reemplazarlo sin consultar
con sus socios por uno del PDC.
Electo
en 1999 y presidente entre 2000 y 2006, el socialista Ricardo Lagos, también
fundador del PPD, mantuvo el equilibrio interno y la proporcionalidad a la hora
de repartir ministerios entre los partidos de la Concertación. Una importante
merma en los votos cosechados por el PDC a partir de 2001 produjo un
realineamiento dentro del Gabinete. Los democratacristianos ya no controlaron
la mitad o más de los ministerios, como había hecho desde el retorno de la
democracia.
Bajo
el gobierno de la también socialista Michelle Bachelet, quien asumió la
presidencia por primera vez en 2006, una recuperación del PDC en los escaños
obtenidos en el Congreso no le significó más de la mitad de los ministerios,
como había ocurrido bajo las presidencias de los democratacristianos Aylwin y
Frei. Sin embargo, el PDC mantuvo un importante control de las carteras,
logrando entre un 30% y un 40% de ellas. Por su parte, el partido de la
presidente, el PS, incrementó el control de los ministerios conforme pasaron
los años y en la medida en que el PDC redujo su cuota ministerial. Mientras que
el PS inició el primer mandato de Bachelet con un 19%, lo terminó con un 27%.
Asimismo, la cantidad de carteras controladas por funcionarios independientes
cayó a la mitad, una tendencia a la baja que se mantendría durante el segundo
gobierno de la jefa de Estado.
Gráfico
1. Porcentaje de ministerios
por partido durante el primer gobierno de Michelle Bachelet, (2006-2010).
Fuente: Elaboración propia en base a datos del Servicio
Electoral, del Congreso de Chile y de diarios locales.
El modo en que Bachelet designó a sus ministros siguió
criterios bastante proporcionales. Según el índice de congruencia
Gabinete-partidos propuesto por Amorim Neto,
una medida de la proporcionalidad con que se distribuyen los ministerios, la
forma en que Bachelet conformó los sucesivos Gabinetes se fue haciendo más
proporcional con el paso de los años (ver Gráfico 2).
El índice registró su número más bajo hacia 2006 debido a la
sobrerrepresentación ministerial de los independientes y del PDC, pero también
porque el PRSD obtuvo sólo la mitad de las carteras que le hubiesen
correspondido en caso de asignarse estrictamente en función de los escaños. Sin
embargo, a lo largo del tiempo la distribución se fue haciendo cada vez más
proporcional (y nunca siguió los criterios equitativos o mixtos antes
descriptos). El ajuste en la cantidad de ministerios otorgados a los
independientes, al PDC y al PRSD ofrece una buena explicación a la variación
del índice.
En
un gobierno de coalición, la estricta distribución de los ministerios en
función del porcentaje de escaños legislativos es técnicamente difícil. Sin
embargo, la Concertación ha logrado a lo largo del tiempo mantener una
importante proporcionalidad (un índice de congruencia alto).
En
las elecciones de 2009, la Concertación que apoyó a Bachelet logró 57 de los
120 diputados. Además, al renovarse la mitad del Senado, se quedó con 19 de las
38 bancas totales. Esos números la obligaron a negociar con partidos que no
formaban parte de la Concertación para lograr pasar leyes.
Gráfico
2.
Índice de congruencia Gabinete-Partidos durante los dos
gobiernos de Bachelet (2006-2010 y 2014-…)
Fuente: Elaboración propia en base a datos del Servicio
Electoral, del Congreso de Chile y de diarios locales.
En
los comicios de 2013, Bachelet se postuló nuevamente como candidata a la
presidencia. Para hacerlo, debió dejar pasar un período presidencial, debido a
que la Constitución chilena prohíbe la reelección inmediata. Esa fase
intermedia entre sus dos mandatos fue gobernada por primera vez por la
coalición de centroderecha Alianza, encabezada entonces por Sebastián Piñera.
Al presentarse por segunda vez, Bachelet no logró evadir el balotaje, debido a
que en la primera vuelta obtuvo el 46,7% de los votos. Sin embargo, logró
vencer con holgura a su contrincante Evelyn Matthei, de la UDI, al imponerse en
la segunda vuelta con más del 62% de los sufragios. Además, la Nueva Mayoría
logró una importante mayoría en la Cámara de Diputados, al alcanzar 57 de las
120 bancas. El resultado para la flamante coalición fue tan bueno que, con la
renovación de la mitad del Senado, también logró mayoría y quedó con 21 de los
38 escaños.
La
novedad más importante durante el segundo gobierno de Bachelet fue la
incorporación a la coalición del Partido Comunista (PCCh.), del Movimiento
Amplio Social (MAS) y de la Izquierda Ciudadana de Chile (IC), además de
independientes de centroizquierda. Este proceso de ampliación derivó en que la
conformación de un nuevo pacto, la Nueva Mayoría, que reemplazó por extensión a
la Concertación. Esta nueva coalición impuso desafíos al nuevo gobierno, debido
a que la mayor cantidad de partidos imponía también mayores restricciones a la
hora de los nombramientos: había que repartir los mismos cargos entre más
partidos. Sin dudas, la incorporación más resonante durante el segundo mandato
de Bachelet fue la del PCCh., con una importante y pareja distribución de apoyo
a lo largo del territorio.
Como
se ve en el Gráfico 2, la presidente logró
mantener con éxito una proporcionalidad en la estructura ministerial. En las
elecciones celebradas en 2013, el PCCh. obtuvo seis diputados, por lo que en
principio fue recompensado con un ministerio. Al momento de escribirse estas
líneas, esta organización ya ganó una segunda cartera en medio de la crisis
política que aqueja al gobierno de Bachelet, por la que en mayo de 2015 les
pidió la renuncia a todos sus ministros. Inicialmente, el MAS y la IC también
cosecharon un ministerio cada uno. No obstante, la mayor cantidad de carteras
se la llevan los partidos ancla de los sub-pactos: el PDC, del centro, y el PPD
y PS, de la centroizquierda.
Gráfico 3.
Porcentaje de ministerios por partido durante el segundo gobierno de Michelle
Bachelet (2014-…)
Fuente: Elaboración propia en base a datos del Servicio
Electoral, del Congreso de Chile y de diarios locales.
Conclusión
La
herencia de la dictadura produjo una desideologización y despolitización de la
sociedad. Desde el retorno a la democracia, la estructuración de las dos
coaliciones generó una competencia centrípeta, con posiciones más pragmáticas y
menos dogmáticas.
En
Chile, la Concertación ha logrado formar gobiernos de coalición estables,
mayoritarios, estructurados, homogéneos, estructurados y estables, de formación
preelectoral pero duradera, algo que generó estabilidad política y social. El
multipartidismo chileno transformó la regla de los tres tercios (derecha,
centro e izquierda) en una dinámica de polarización competitiva, no conflictiva
y centrípeta (Reniu y Albalá, 2011). El sistema de partidos altamente
fragmentado que caracteriza a la democracia chilena es gobernado eficientemente
por coaliciones mayoritarias balanceadas y disciplinadas, que otorgan
recompensas a los socios perdedores para mantenerlos dentro de la Concertación
(y de la actual Nueva Mayoría).
El
presidente conserva poderes proactivos y reactivos importantes, que hacen del
país un caso de presidencialismo fuerte. Asimismo, el mandatario tiene también
facultades para nombrar personal de confianza a cargos subnacionales en el
contexto de un Estado unitario.
El
clivaje histórico dominante, autoritarismo-democracia, parece gozar de buena
salud y se evidencia en los alineamientos ideológicos y en la estructuración
del sistema de partidos.
6. Fuentes
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