ABSTRACT
En el
presente trabajo se trata de acometer un análisis del concepto de carisma
político, desde su mención en la 2da Carta del Apóstol San Pablo a los cristianos
de Corinto y con base en las teorías sociológicas de Durkheim y Weber. No puede
soslayarse que definir al carisma como concepto resulta bastante complicado,
dado que se trata de un término subjetivado, “inabarcable, escurridizo e
inefable”.
ABSTRACT
This works intends to analyze the concept of political
charisma considering its mention on second letter from apostle Saint Paul to
Corinth Christians and based on Durkheim and Weber’s sociological theories. It
is rather complicated to define this concept, submitted to multiple
explanations as well as it is extensive and elusive.
EL CARISMA POLÍTICO
EN LOS PENSAMIENTOS DE DURKHEIM Y WEBER
Javier Pablo Marotte*
Para mi gran
asombro, en ese entonces me di cuenta
de que tenía
un exceso de carisma
que todavía
podía ocasionarme una desgracia
Gilad Atzmon
(2003:42).
Introducción
En la presente
investigación intentamos exponer las ideas de la teoría sociológica de Emile
Durkheim y Max Weber que consideramos claves para abordar el concepto de
carisma político. En primer lugar, el carisma es un concepto inabarcable,
escurridizo e inefable. Difícil de acometer en su plenitud, puesto que se basa
en aspectos subjetivos, como las emociones, las percepciones y la propia
condición humana.
El
concepto de carisma es utilizado indistintamente por los medios de comunicación
para definir a uno u otro líder político, lo que ha conllevado a una
banalización del término sub examine. Emile Durkheim habla de una
“autoridad moral” no necesariamente basada en el saber o la inteligencia
política, sino dotada de una energía que produce una cierta atracción. A partir
de las elaboraciones de Max Weber, el vocablo “carisma” adquirió particular
significación, tanto en la sociología de la religión, como en la sociología
política, para designar cierta cualidad del líder que lo legitima frente a sus
seguidores (Gamba, 2006:74). No obstante, autores como Edward Shils analizan el
concepto a partir de la necesidad de la sociedad de crear orden y dar
centralidad. Charles Lindholm enfatiza los efectos psicológicos del carisma y
considera que éste es una forma de escapar de los propios límites del yo e
integrarse en una comunidad.
Si nos
remitimos a la definición weberiana clásica de carisma nos damos cuenta que
esta puede ser útil para analizar los liderazgos políticos anteriores a la
Segunda Guerra Mundial. Según Weber el carisma es un atributo de las grandes
personalidades innovadoras que rompen con los sistemas de dominación racional
y tradicional, y establecen o pretenden establecer un sistema de autoridad legitimado
por la experiencia directa de la gracia divina.
También es una facultad propia de otras personalidades creadoras,
“extraordinarias”, aunque no pretendan poseer la gracia divina ni se les
atribuya, pero que realizan acciones excepcionales, fuera de lo cotidiano.
Sin
embargo, con la utilización en las campañas electorales de la televisión y el
marketing político se han propiciado nuevas formas de carisma. El carisma se
manufactura y se construye cada vez con una escenografía más compleja. Además,
se ha “democratizado” y como tal se ha hecho extensible a cualquier líder
político, al margen incluso de sus capacidades de liderazgo y de su trayectoria
política.
En
esta indagación se propone una definición de carisma basado en la idea de que
líder y seguidores comparten una misma identidad o identidades. En un contexto
de globalización se propicia la identificación de los seguidores con el líder.
El carisma es una síntesis de valores y signos de identidad de una cultura. El
pensamiento colectivo y los medios de comunicación construyen y expanden el
aura carismática al mismo tiempo que difunden el discurso y la imagen del líder
(Deusdad Ayala, 2007).
El tema expuesto
también es útil para el análisis del populismo latinoamericano. Ya los primeros
estudiosos de la cuestión populista lo entendieron como un fenómeno pasajero
producto de la transición de la sociedad tradicional a la sociedad moderna. Los
seguidores del líder populista son analizados como "masas marginadas
disponibles" que, al no tener una estructura normativa que les permita
funcionar políticamente en una sociedad moderna, son presas fáciles de la
seducción demagógica de algún líder carismático (Germani, 1971).
Se combina así la
teoría de la anomia de Durkheim, entendida como la falta de orientaciones
normativas claras cuando se dan procesos abruptos de cambio social, con una
interpretación vulgar de Weber, que reduce el carisma al “don” y la capacidad
de seducción del líder, olvidando que para ese autor lo crucial es que el líder
carismático sea reconocido, esto es, que debe estudiarse el carisma como un
proceso de creación mutua: el líder se autoproduce y es creación de sus
seguidores (Eisenstadt, 1968). Pese a que esta visión ha sido cuestionada por
varios analistas, todavía perdura en la imaginación colectiva. Tal vez su
fuerza esté en que anuncia los prejuicios de las clases altas a la irrupción de
los sectores populares en la política. Siguiendo el dictum de Le Bon de
que "por el mero hecho de formar parte de una masa, el hombre desciende
varios peldaños en la escala de la civilización"(Le Bon, 1983: 32-33), se
teme a estas masas, sobre todo si provienen de los sectores populares, y se
prescribe guiarlas por el camino correcto.
1.- Durkheim: Ritual e
Identidad
Emile Durkheim
dedicó gran parte de su trabajo científico a estudiar la religión, centrándose
en las sociedades tradicionales y pequeñas. La obra de Durkheim titulada “Las
formas elementales de la vida religiosa” (1912)
fue la tesis más importante de la sociología de la religión. El autor, no
vincula la religión con las desigualdades sociales ni con el poder, sino con la
naturaleza global de las instituciones de una sociedad (Giddens, 2004:679).
"La primera y más fundamental de las reglas (del método sociológico) es
considerar los hechos sociales como si fueran cosas" (Durkheim, 1987a:14).
Durkheim, busca en
las sociedades modernas el equivalente funcional de las viejas religiones, una
ética laica universalista que, sin carácter ultramundano, sirva eficazmente
como instrumento de cohesión colectiva: tras el fracaso práctico del
cristianismo han de surgir nuevas doctrinas. Se hace referencia a las dos
tradiciones dominantes en la sociología religiosa: funcionalismo, centrado en
la función social de lo sagrado, (Durkheim y Luckmann); y sustantivismo, basado
en la esencia de lo sagrado (Weber y Berger).
La
sociología no puede estarse interrogando si el hombre es libre o no, pues se
trata de una reflexión específica de la filosofía. El punto de partida
sociológico es que “la libertad individual se halla siempre y en todas partes
limitada por la coerción social, que se da bajo la forma de hábitos, de
costumbres, de leyes o de reglamentos” (Durkheim, 1992: 54). La sociología,
como una ciencia positiva, debe desinteresarse de estas cuestiones abstractas y
descubrir las leyes necesarias que rigen el mundo social, las determinaciones
sociales que acontecen en cada experiencia concreta a través de la observación
directa de los hechos sociales.
El mundo social es
diferente de los reinos biológico y psicológico, no pudiendo ser comprendido a
partir de estos. El reino social comprende los otros reinos de la naturaleza
por ser jerárquicamente más complejo. La única manera de conocerlo es a través
de la observación. De tal forma, los sucesos de la sociedad forman un todo
complejo y entrelazado y no pueden ser estudiados separadamente como hechos
morales, jurídicos, económicos, políticos como hacen los economistas y los
juristas. En una afirmación profundamente actual, Durkheim constata que “cada fenómeno
estudiado es relativo a una infinidad de otros, si cada punto de vista es
solidario a varios otros, entonces ya no es posible presentar las cuestiones de
modo categórico”(Durkheim, 1992:48).
Para
Durkheim, la sociedad no existe. Lo que sí existen son sociedades diferentes en
el tiempo y en el espacio. Cada sociedad concreta presenta una cantidad
infinita de subdivisiones que necesitan ser comprendidas y explicadas
empíricamente por la sociología. Las leyes sociales no pueden ser derivadas de
manera abstracta a partir de grandes esquemas explicativos de la evolución de
la humanidad, sino de la comparación entre sociedades concretas. La sociología
tiene métodos y leyes propias, sabido es que “los hechos sociales no pueden ser
verdaderamente explicados a no ser por otros hechos sociales” (Durkheim,
1992:51).
La definición que
Durkheim da al fenómeno religioso se deriva de la noción de lo sagrado como una
manifestación de "profunda emoción" creativa de los vínculos sociales
y la sociedad: "Una religión es un sistema coherente de creencias y
prácticas relativas a cosas sagradas, es decir, separadas, prohibidas,
creencias y prácticas que unen en una sola comunidad moral, llamada Iglesia, a
todos aquellos que se adhieran a ella (Durkheim, 1987b:65). Durkheim aborda el
ritual como elemento componente del culto y éste, a su vez, como praxis
inevitable para que pueda darse o practicarse una religión. Nos importan,
fundamentalmente, todos los aspectos que subraya sobre la religión y, es desde
su teoría sobre las religiones que logramos aproximarnos al carisma político.
El carisma
político procede del carisma religioso, consecuentemente su espacio de
actuación está más próximo a lo sagrado que a lo profano, sino incluso inmerso en lo
primero (Giner, 1997) El carisma político posee una manera de exteriorizarse
análoga a la religiosa. A través de la labor de Durkheim aspiramos a
desentrañar la correlación que se crea entre líder y partidarios. Mediante
ciertos ritos aborígenes australianos Durkheim pretende arribar a una teoría de
las religiones. Para el autor francés la religión es “un sistema más o menos
complejo integrado por “mitos, dogmas, ritos y ceremonias”. Crea dos categorías
en los sistemas religiosos: las creencias y los rituales.
Asimismo, refiere
una dualidad entre dos formas de ordenar el mundo: los aspectos concernientes
al mundo de lo profano y lo relativo al mundo de lo sagrado. Lo profano no
puede ligarse directamente, sin preparación previa, con lo sagrado; para lograr
colocarse en conexión con lo sagrado debe participar, en cierta medida, de este
mundo. Lo sagrado se puntualiza como aquello que es protegido por las
prohibiciones y lo profano es aquello a lo cual se imponen estas
interdicciones.
Las creencias
religiosas son representaciones que enuncian la naturaleza de lo sagrado y, por
último, los ritos son pautas y criterios que establecen como el ser humano debe
aproximarse a lo sagrado. Hay fenómenos religiosos que no atañen a ninguna
religión en particular y eso se conserva en cierto rastro de un rito religioso
que, actualmente, puede estar caracterizado como un ejemplo de folklore.
En el caso de
Durkheim, la religión es una experiencia de lo sagrado y la comunidad expresada
en forma de creencias y prácticas. Tiene muchas funciones de integración
social. Hay que decir que el concepto de santidad ha sido ampliamente
desarrollado por Durkheim en sinergia con los trabajos de Mauss (1969) acerca
de la magia. Durkheim afirma sobre la religión que: "es necesaria no sólo
para llevar a cabo la conciencia de los actos, sino también de ideas y
sentimientos. En última instancia, la religión comienza con la fe"
(Durkheim, 1886:68; Geoffroy y Vaillancourt, 2005).
Para Durkheim la
crisis de la sociedad moderna, estaba relacionada con la no sustitución de la
tradicional moral basada en las religiones. En su opinión, la sociología debe
utilizarse para reconstituir una moral de modo de cumplir los requisitos del
espíritu científico. A partir de ahí su atención a la moral laica y su
compromiso con el trabajo educativo de la República. Fiel a sus Reglas del
Método Sociológico, Durkheim (1987a) realiza los intentos de definir el
estudio científico de los fenómenos religiosos a fin de ofrecer una definición
de religión. Se centrará, después de un desarrollo gradual del concepto de lo
sagrado sobre la distinción con lo profano: "Todas las creencias
religiosas conocidas, ya sean simples o complejas, presentan un único carácter
común: que hayan de asumir una clasificación de las cosas reales o ideales, que
representen a los hombres, en dos clases, dos géneros que se oponen, en
general, designado por dos términos distintos que reflejan muy bien las
palabras de profano y sagrado. "
"El enfoque
durkheiminiano es una teoría de lo sagrado que lo considera como el sentido
colectivo de transcendentalización. La religión es en el sentido colectivo
(“hypostasié”) la comunidad eclesial que inspira a sus miembros dependencia y
respeto (que podemos denominar como religiosidad "religiogène"). Al
concebir la intrínseca dimensión religiosa de la sociedad ("la idea de la
sociedad es el alma de la religión"), destacando su poder de expresión y
el fortalecimiento de los vínculos sociales, Durkheim subraya, sin duda, una
función importante de los religiosos: su función de integración social y de
certificación del orden social.
Pero su enfoque no
refleja el aspecto de la religión como un factor de desintegración social, la
religión entendida aún como un vehículo de protesta. También puede ser una
expresión de una lucha activa contra un actual estado de cosas y generar
actitudes de retroceso del mundo, ya sea colectiva (creación de medios
alternativos de sociedades), ya sea de manera individual (mística). Los límites
del enfoque durkheiminiano también vienen a medida que se desarrolle a partir
de un análisis de una sociedad en la que los grupos sociales (clanes) y el
grupo religioso (la religión totémica) están perfectamente superpuestos y
confusos. No hay diferenciación, en tal caso, de la sociedad religiosa en
relación con la sociedad civil.
Así por ejemplo
en muchos países la religión es una importante afirmación de la identidad
colectiva (el islam chiíta en Irán, el catolicismo en Polonia y México, la
Ortodoxia en Grecia, el luteranismo en Suecia) en los que un fuerte sentimiento
nacional se conjuga con una dimensión religiosa. El problema durkheiminiano,
por tanto, exige considerar la propensión de las sociedades a tener un
"dosel sagrado",
si es necesario para incluir el orden social contingente en la órbita de lo
sagrado. Bellah considera a Durkheim como “un sumo sacerdote y teólogo de la
religión civil de la Tercera República Francesa" (Bellah, 1990:10).
Otro beneficio del
enfoque durkheiminiano es su énfasis en el aspecto dinámico del sentimiento
religioso. Para Durkheim, la religión es una fuerza, una fuerza que puede
actuar: "Los fieles que comulgan con su dios no son sólo hombres que se
enriquecen con nuevas verdades que ignora el incrédulo, sino hombres que pueden
ser seguidos. Se les envió más poder para soportar las dificultades de la vida.
Están por encima de la miseria humana porque están muy por encima de su
condición humana; él que cree que se salvó del mal, por su fe da crédito al
primer artículo de cualquier fe, la creencia en la salvación por la fe
(Durkheim, 1987b).
El gran problema
para Durkheim era precisamente cómo la sociedad moderna, caracterizada por el
individualismo y la solidaridad orgánica (la división del trabajo), podría
generar el consenso y la cohesión social. El gran sociólogo francés respondía
al insistir en el carácter sagrado de la persona humana. La sacralización de la
persona aparece como "la única convicción moral que puede unir a los
hombres de una sociedad moderna"(Filloux, 1990:45). Durkheim se unió a un
debate muy actual sobre los vínculos sociales y fundamentos éticos de las
democracias pluralistas, donde algunos se preguntan cómo "laicamente se
puede garantizar la inviolabilidad de los derechos humanos" (Bauberot,
1990:124).
Durkheim,
a más de enfatizar como atributo de la religión las representaciones y las
creencias, insiste en destacar la importancia del ritual. La función de la
religión es para el creyente insuflarle ánimo y auxiliarle a vivir. Esta
transmisión se consuma a través del culto que se forja, una y otra vez, por
medio del ritual. Precisamente, de dicha manera mantiene vivas las creencias de
los practicantes. Se aborda de la idea de la existencia de una “experiencia
religiosa”, percibida por los creyentes, que tiene un valor explicativo. La
fuente de estas prácticas y costumbres religiosas es la sociedad. Por
intermedio de la acción común de sus individuos la sociedad adquiere conciencia
como tal, y es factible a través de la creación e instauración de símbolos y de
ritos conformar, ordenar y establecer la vida religiosa.
Durkheim comprueba
que las categorías elementales del pensamiento y por tanto de la ciencia poseen
umbrales religiosos. Así el hecho que la ciencia y la magia procedan de la
religión, o que en numerosas sociedades no se puedan establecer distingos entre
el ritual y las normas morales hasta muy avanzada la “evolución”, le provoca
concluir que muchas instituciones derivan de la religión.
Los sentimientos
colectivos de una religión, para que los fieles tomen consciencia, deben
representarse sobre o mediante objetos. La forma física que alcanzan es
únicamente una apariencia superficial. Es preciso comprender la conciencia que
los compone para poder conseguir desentrañar el auténtico significado. Los
rituales poseen una función mecánica, se tratan por ejemplo de acciones,
comidas o purificaciones mediante el bautismo. Aunque tales maniobras
exteriores exclusivamente son la superficie, en profundidad se consigue llegar
hasta las conciencias para “tonificarlas y disciplinarlas”.
La religión no
tiene como prototipo ni paradigma una sociedad ideal, sino una sociedad real
conformada de virtudes y malicias o vergüenzas. Incluso así reconoce que
mediante la mitología se encarna la sociedad de manera idealizada. Pero, ahora
bien, ¿cuál es el origen de la idealización de la sociedad? Durkheim lo
localiza en la naturaleza misma de los individuos, en la propensión del
pensamiento humano a enaltecer y a idealizar. La idealización, es por tanto, un
elemento componente característico de las religiones, al igual que la
abstracción.
La conciencia
individual desplegada en las religiones por medio de sus cultos propios procede
de la conciencia colectiva. Las creencias se cimientan en la fe y ésta no es
una reflexión individual sino una exaltación colectiva. Durkheim, además de
inquirirse respecto al culto individualista, se pregunta por la universalidad
de las religiones. Ésta la ha localizado no meramente en las grandes
religiones, sino de igual forma en devociones de sociedades simples como en
Australia, donde afloran dioses comunes a diferentes tribus. Alega, por tanto,
la propensión universalista de las religiones.
Las expresiones de
efervescencia colectiva que pueden inspirar emoción y entusiasmo se tornan
arcaicas con el tiempo pero raramente son mudables. Registra ciclos en la sociedad
donde la efervescencia puede ser de mayor o menor alcance. Es de la misma
sociedad de donde germinan cultos nuevos. Durkheim reflexiona que la religión
que muta el estado de la actividad psíquica ocasiona un grado de efervescencia
superlativo, de sensaciones fuertes que inclusive se siente transformado y
transforma la realidad atribuyendo a las cosas que le rodean un poder
excepcional, el cual no poseen. El ritual admite la creación de períodos de
“efervescencia colectiva” aspecto que imaginamos va unido a los momentos
carismáticos, la efervescencia describe el carisma tal como éste es vivido por
los discípulos de un líder o seguidores de una causa.
Los dioses en cada
religión son creados desde conceptos que no son vistos de igual forma. Cada
nación erige sus héroes históricos y legendarios según las épocas. Las
representaciones sensibles y la iconografía tienen una movilidad constante en
el tiempo. Empero, una experiencia vivida, es difícil de repetirse con
idénticas sensaciones, dado que inacabadamente estamos cambiando. Los
conceptos, inversamente, son impersonales y más constantes y su permutación es
mucho más restringida, además, son universales y comunicables. Esta mayor
persistencia e inmovilidad de los conceptos frente a las imágenes o las sensaciones,
es consecuencia de que las representaciones colectivas son más invariables que
las individuales. Solamente acontecimientos de envergadura pueden conmover a la
colectividad. Los conceptos colectivos pueden acrecentar el saber individual,
ya que expresan toda la sabiduría colectiva atesorada.
Cada vez que se
universalizan las creencias, se acrecienta la sociedad, ésta ya no es el todo
sino es una porción de un todo con sus límites más indefinidos. Las cosas ya no
se establecen dentro del marco de la sociedad, sino que emergen de principios
propios y su organización lógica se distingue de su organización social. El
hombre tiene la capacidad de superar su punto de vista y realzarse a un
posicionamiento impersonal. Esta razón imprecisa es el pensamiento colectivo.
Hay una parte impersonal en nosotros porque hay una parte social. Entre el
mundo de los sentidos y las apetencias y, el mundo de la razón y la moral, hay
una gran distancia. La sociedad, en su capacidad creadora, es la encargada de
acercarlos. Cada creación -a excepción de la mística- es una síntesis. Hay que
elevar la síntesis de la sociedad por encima de las creaciones individuales. La
sociedad es un todo de una gran riqueza física y moral. Durkheim también habla
de la anomia como un estado de desintegración social de las sociedades.
El carisma por su
origen procede de la religión y de la esfera de lo sagrado. El líder político
se funda a través de la realidad y es idealizado. Esta construcción idealizada
del jefe político por los prosélitos es una fracción del aspecto componente del
carisma. Por ello podemos señalar que participa más del mundo de lo sagrado que
de lo profano. Así, el carisma al participar del ideal conforma el mundo de lo
sagrado. Simultáneamente, el líder puede ser un político-religioso, poseer la
dirección política y ser una autoridad religiosa. Otra evidencia de esta
correlación entre religión y carisma político lo exhibe la transformación
personal y la atribución de excepcional a todo lo que lo circunda tanto en el
terreno de la religión, que nos describe Durkheim, como en el de lo político.
Igualmente, así
como las religiones requieren asentarse sobre objetos externos para tomar
conciencia, los grupos políticos precisan individuos e ideas para establecerse.
El líder político se transforma en una imagen admirada de la realidad
propagándose del mundo político de la profano al mundo sagrado mediante el
carisma. El líder político carismático se transmuta en una imagen idealizada de
la realidad. A la vez, el líder político en tanto integrante de una sociedad
debe encarnar a los intereses de algunos de sus grupos, tiene que significar
aquellos valores que son estimados representativos de la colectividad a la que
representa. El carisma que se conforma de la relación entre líder político y
seguidores, está afectado por el contexto histórico y por el sector que
simboliza el líder político. El carisma está limitado a una estricta relación
de entrega al líder por sus adeptos, sino que además se producen lazos de
identidad. El líder personifica los valores y los deseos del grupo al que
representa y el grupo lo cree como la persona idónea para salvaguardar sus
intereses.
La ciudadanía
reconoce carisma a un líder, porque le advierte una serie de atributos
personales y valores aceptados socialmente tales como: su relación matrimonial;
imagen correcta, juventud; experiencia; buen manejo de la oratoria. Todo ello
llega a ser más estimado que las condiciones propiamente políticas que son
puestas en segundo plano. Estas particularidades y cualidades son valoradas,
preciadas e idealizadas por los ciudadanos de modo consciente o inconsciente.
El carisma
político puede ser revolucionario y la fidelidad se engendra por un contacto
irracional o racional que logra identificar los principios del líder como
propios y, concurrentemente, entrar a formar parte de una identidad compartida.
Se cohesiona la defensa de objetivos políticos instalados geográficamente en un
ámbito nacional, supranacional o mundial. El carisma puede originarse por una
identificación del líder político con símbolos cercanos a los partidarios,
desde su lenguaje, vinculación con héroes del pasado, referentes históricos o
mesiánicos, una imagen que se razone correcta pero a la vez próxima y
representativa de un estilo de vida o de un sector de la población. Cabe añadir
que el propio líder implantará con su genuidad nuevas características que se
mudarán en particularidades carismáticas.
Asimismo, el líder
político carismático es apreciado por sus seguidores como la persona más capacitada
para liderar un país o una revolución y con esta intención se le confiere su
apoyo absoluto. El liderato y la superioridad ayudan a alinear, a través de las
ideas que exterioriza el líder político, la síntesis de valores e ideales que
la sociedad representa. El líder político actúa como catalizador, como espejo
corrector de la realidad (Bourdieu, 1981).
Los valores
individuales y la comprensión que cada persona hace de las cosas son niveladas
con las actuaciones de los líderes políticos. Estos pueden ser productores de
conciencias colectivas mediante la síntesis de las conciencias particulares.
Análogamente que en la religión, el líder político comparte proyectos, ideas y
creencias con sus incondicionales.
En la cuestión del
líder político carismático distinguimos como el carisma puede surgir y
esfumarse, es oscilante según el contexto socio-político de modo que en aquella
persona que ha germinado puede volver a surgir. Es por tanto una cualidad
permanente de un líder político con fluctuaciones, la merma de carisma, puede
venir originada por el fracaso político, la corrupción y el desmerecimiento que
ella conlleva.
Pero
constantemente el líder político carismático conserva una base a través de la
que puede volver a resurgir. Debemos subrayar otro factor de la acción del
carisma político en democracia. El carisma hay que investigarlo, también, en lo
cotidiano, al líder político se le deben reconocer unas características
asequibles y comprensibles a todos, unas características humanas. Es un
aspecto, por lo tanto, inverso a la perspectiva histórica de Weber.
En suma, a mayor
secularización de la sociedad también se irá desvaneciendo la importancia del
ritual político, el culto modificará y renovará su forma a lo largo de la
historia, si bien se conserva una forma privativa del carisma político, éste no
puede suscitarse sin un mínimo ritual anterior ya sea real o mediático. Se
ocasiona por tanto una sacramentalización de la actividad política,
representaciones rituales de la religión se trasladan, con alteraciones en la
forma y en el espacio, al ámbito político.
La ceremonia y el
ritual son esenciales para vincular a los miembros de los grupos. Durkheim
señala que los ceremoniales colectivos reafirman la solidaridad del grupo
cuando las personas se ven forzadas a ajustarse a los principales cambios
vitales. Los ceremoniales religiosos originan nuevas ideas y categorías de
pensamiento, a la vez que reafirman los valores existentes. La religión no es
solamente una serie de sentimientos y actividades; en realidad condiciona los
modos de pensar de los individuos en las culturas tradicionales. Incluso las
categorías de pensamientos más básicas se originaron en el marco de ideas
religiosas. En la modernidad, la cohesión de las sociedades depende de rituales
que reafirmen sus valores (Giddens, 2004:679-680).
Durkheim, menciona
la función prioritaria de la autoridad en términos de estabilidad de una
comunidad dada y de integración de sus miembros. Por lo tanto considera la
autoridad como el centro de la vida social, la cual desempeña un papel
considerable en la formación del carácter y la personalidad de los individuos.
La disciplina es la norma, ya que es ella la que garantiza en última instancia
el orden social. Algunos miembros de la sociedad se convertirán en jefes con el
poder personal, gracias a su talento y al apoyo del grupo. De allí surgirán los
prototipos del liderazgo autoritario, carismático y democrático.
Durkheim no
utiliza ni la palabra carisma ni la palabra líder. Pero resulta difícil creer
que no haya pensado en esas fórmulas, respecto a los jefes, al trazar el
pensamiento siguiente: “los jefes son las primeras personalidades individuales
que han surgido de la masa social. Las situaciones excepcionales, los ubican en
un plano especial, les crea una fisonomía distinta y les confieren una
individualidad. Dominando la sociedad no están obligados a seguir los
movimientos. Sin duda es del grupo que extraen su fuerza, pero una vez que ésta
se organiza, la autonomía los vuelve capaces de una actividad individual. Una
fuente de iniciativa se encuentra abierta, allí donde antes no existía. De esta
manera hay alguien que puede producir la innovación e incluso, hasta cierto
punto, ir contra los usos colectivos. El equilibrio se ha quebrado.”
Pero, ¿cómo vinculamos
a Durkheim con Weber? Durkheim puede ser situado en el corazón de los procesos
que él denominó “moments effervescents”, con el término efervescencia
cercano al caos que puede ayudar a entender el origen de las creencias
colectivas. La integración social aumenta con la intensidad de las pasiones.
Inicialmente se trata de una reunión de una asamblea o de un grupo encendidos
por una pasión común (Durkheim, 1987b: 370). Luego Durkheim amplia las
observaciones al hablar de períodos históricos revolucionarios o creativos, en
los que la efervescencia de la gente se generaliza, así resulta lo que él llama
“effervescence générale” (Durkheim, 1987b: 372).
Desde este punto
de vista la efervescencia durkheiminiana parece cercana al carisma en Weber.
También lo ha señalado Edward Tiryakian, cuando refiere que en los momentos de
transición, de cambio social, las pasiones se hacen más intensas y a ello
contribuyen “el demonio de la inspiración oratoria” para hacer frente a una
multitud que puede tender a cualquier tipo de excesos, al tener la sensación de
formar parte de una fuerza conjunta dominada por el entusiasmo general
(Tiryakian, 1995:269-281).
El origen, pues,
religioso del carisma y su proximidad a este ámbito nos permite completar las
ideas de Weber sobre la teoría del carisma con las aportaciones de Emile
Durkheim en su análisis de las religiones. Durkheim muestra como se reproducen
las relaciones carismáticas a través del culto en lo religioso. La comparación
con la religión nos permite entender “la experiencia religiosa” como paralela a
la experiencia carismática política; con la creación de símbolos, de ritos que
la configuran y con una puesta en escena similar. Es ilustrativa su idea de
efervescencia colectiva puesto que nos describe los momentos de fusión entre el
líder y sus seguidores (Deusdad Ayala, 2003).
En las
revoluciones que se llevan a cabo mediante figuras emblemáticas de la
efervescencia creativa, vemos pinceladas del pensamiento de Durkheim, porque
bajo la influencia del entusiasmo general cosas seculares como “la patria” o
“la libertad” son santificadas, tal como en las religiones los dogmas, sus
ritos y sus símbolos (Durkheim, 1987b:377; Tiryakian, 1988:373-396).
Pierre Havat
(2007:9-20) sostiene que en la actualidad el laicismo se está convirtiendo en
la nueva opción, de la mano de Durkheim, al que rescata como el pensador
religioso y de la cohesión social; porque contribuyó al desarrollo de la moral
laica mediante la promoción de una sociedad moral vinculada a un socialismo
reformista y a un patriotismo sin nacionalismo. Esta mejora de la existencia
social se acompaña de una conciencia de la importancia de la religión en la
sociedad. Como Durkheim sostiene que la religiosidad va más allá de las
iglesias y refleja la necesidad de la sociedad secular a unirse en torno a
valores comunes sentidos como sagrados. El culto de la persona humana se
encuentra en el corazón de un individualismo moral, obra de la sociedad
democrática moderna.
Decir por fin, que
los rituales religiosos son algunos de los mecanismos más importantes como
creadores de identidad en todas las sociedades, no es novedoso para la
sociología desde Durkheim. En sus formas básicas de la vida religiosa, Durkheim
(1960:603) desarrolló una teoría acerca de la formas, en ciertas situaciones de
hecho, se convierten en “efervescencia colectiva”. “Crear o reforzar las
creencias y sentimientos religiosos es renovar la sociedad (Durkheim, 1960: 330
y ss.) para centrarse en los seres sagrados. Un ritual religioso, es por tanto
una forma en la que las realidades sociales reviven la sensación de su propia
unidad. De tal manera los sentimientos colectivos y las ideas colectivas
tienden a la unidad de las personas y a una unificación simbólica del grupo.
Desde este punto
de vista no hay una diferencia fundamental entre ciertos ritos religiosos y una
reunión de ciudadanos conmemorando el establecimiento de una nueva Constitución
o algún gran evento patriótico de la vida nacional (Bierschenk, 1995). Con
ello, los rituales de la política de raigambre durkheiminiana (como la
coronación de la Reina Británica o la toma de posesión de los presidentes
norteamericanos) sirven para impulsar a la gente a exaltar todas sus
similitudes y su patrimonio común, minimizar sus diferencias y ayudarles a
pensar, sentir y hacer lo mismo (Warner, 1962:7, 18).
2.- Carisma
político según Max Weber
No son razones humanas
las que nos guían,
sino la gracia de Dios
(IIa Carta apóstol san Pablo a los Corintios)
Weber distinguió
tres tipos de dominación basados en diferentes fuentes de legitimidad: la
legal, la tradicional y la carismática. La dominación legal, típica de las
sociedades modernas, se manifiesta en el ejercicio de la autoridad mediante el
acatamiento de leyes previamente estatuidas y aceptadas por los miembros de la
sociedad. Se obedece a un individuo, al “burócrata”, no en virtud de un derecho
propio que le confiere su nacimiento o un rasgo particular y único de su
carácter, sino en cuanto encarna ciertas reglas a las que él mismo está sujeto.
Allí el que ordena, obedece; sus exigencias son la mera prolongación del eco de
las normas. La dominación tradicional, propia más no exclusiva de la era
patriarcal, del mundo medieval y de los sultanes otomanos, está ligada a la
creencia en la santidad de los mandatos del poder señorial. El “señor” es quien
ordena y los que obedecen llevan el aliento del “súbdito”. Se acata a la
persona en virtud de una dignidad santificada por una tradición sancionada
generación tras generación; “válida desde siempre”. Es el imperio de los usos y
costumbres originados en tiempos remotos que se extravían en el mito. Allí los
funcionarios dependen directamente del señor y administran su gracia en calidad
de parientes, favoritos y vasallos amparados por la fidelidad.
La dominación
carismática, la temida adversaria de las autoridades legal y tradicional, funda
su influencia en las dotes sobrenaturales de las personas o de las
instituciones: en el heroísmo, en las facultades mágicas, en el don de la
revelación, en la capacidad oratoria, en el talento intelectual. Sus mejores
ejemplos son el profeta y el santo, el reformador y el conquistador, el
revolucionario y el demagogo, los hombres y las mujeres superiores a su tiempo,
que se sienten estrechos en el ambiente en el que han crecido y han sido
formados. Es la manifestación de lo excepcional, del genio y la grandeza
emparentados con el hechizo. Se obedece al jefe, que toma la forma del
“caudillo”, no por su dignidad tradicional o por el peso de la costumbre o de
un estatuto jurídico, sino por su carisma, por sus cualidades singulares y
únicas. La dominación carismática es, por naturaleza, una autoridad inestable y
precaria a pesar del ímpetu inicial que la acompaña. El “paladín” pierde
influencia cuando su dios lo “abandona” –cuando deja de hacer milagros o cuando
sus revelaciones no se cumplen. O aún más, cuando decae su heroísmo y cuando se
muestra incapaz de “electrizar” las masas o de iluminar a los seguidores más
cercanos, los “apóstoles”. Es la manifestación de la transformación y el cambio;
siempre la asiste una irradiación sediciosa hasta confundirse con la
subversión. Su empeño es la lucha sin cuartel contra lo establecido, contra los
valores, los hábitos, las leyes y las tradiciones consideradas eternas e
imperecederas. Con exhalación divina busca una sumisión a lo que todavía no
existe pero que sería digno de alcanzar. En palabras de Weber, “es el poder
revolucionario específicamente creador de la historia” (Weber, 1964: 853).
Como ocurre con
las construcciones teóricas de Weber, la elaboración anterior es una
construcción típico-ideal que ayuda a orientar la observación de los hechos y
de las situaciones concretas. La realidad es siempre más compleja y combina
estos tipos en una gradación no siempre fácil de establecer. Es labor del investigador
evaluar el peso de los elementos constitutivos de los casos específicos, a fin
de evitar presentaciones esquemáticas y poco flexibles de los hechos. Weber
unió sus reflexiones educativas a esta tipología y, siguiendo los rasgos más
sobresalientes de su construcción típico-ideal, fijó la atención en los
mecanismos de reproducción de las formas de autoridad. Su énfasis se dirige a
la preparación de la clase política de mayor rango y a la formación de sus
inmediatos colaboradores (del cuadro administrativo encargado de la gestión del
Estado y demás organismos de gobierno). Si bien en la época de Weber el sistema
escolar se estaba extendiendo de manera irresistible a todos los estratos de la
sociedad, todavía la educación en sus niveles secundario y superior se hallaba
unida a las clases altas y a las ocupaciones directivas. Por aquellos años la
universidad era una “escuela de burócratas”, según las gráficas palabras del
jurista, sociólogo y economista alemán Lorenz von Stein (citado por Gerth y Mills,
1963: 244).
Weber es el gran
teórico del carisma. El primero en elaborar de una manera clara el concepto, en
destacar su importancia y analizarlo en profundidad. Toma el concepto de la
noción paleocristiana de carisma: don de gracia (Sandre, 2003: 194). Weber
intenta destacar la importancia de las acciones de los individuos en la
historia de las sociedades, muy especialmente, en lo que atañe al cambio
social. Le preocupa la excesiva burocratización que estaban tomando las
sociedades. Así, veía en el carisma un elemento humanizador y, a su vez,
revolucionario e irracional, que podía, con su potencial, transformar, renovar
y mejorar las sociedades.
Destacamos tres
aspectos de su definición de carisma. En primer lugar, el carisma es una
cualidad percibida y construida a través del otro, por lo tanto la calidad
carismática no se percibe igual para todos, no tiene porque ser real en un
sentido objetivo. En segundo lugar, Weber entiende el carisma como una cualidad
extraordinaria relacionada con valores sobrehumanos de los individuos, como
podría ser la calidad curativa de los chamanes o del propio Jesucristo. Y, en
tercer lugar, la importancia del carisma como elemento del liderazgo. El
carisma se construye con la relación de “dominación” que el líder ejerce sobre
sus adeptos; la legitimidad se sustenta con la entrega, el reconocimiento de
los seguidores que siguen sus mandatos. Propone tres tipos de ideales de
dominación: la autoridad racional, la autoridad tradicional y la autoridad
carismática. Contempla que las formas de dominación no se dan de forma pura
sino que podemos encontrarlas todas a la vez en un líder. Weber también
destaca, aunque no lo desarrolla en profundidad, el carisma de la palabra que
es, sin duda, un elemento necesario e importante para poder configurar el
carisma (Deusdad Ayala, 2003).
Weber destaca la
extraordinariedad del carisma pero nos encontramos con una falta de descripción
con detalle de cuáles son los atributos del líder portadores de carisma, que a
su vez no son ampliamente explicitados por los seguidores. No siempre hay una
relación consciente entre seguidor y líder referente a los aspectos que son
portadores de carisma.
Se deja un tanto a un lado la objetivación de las cualidades del líder y lo
importante pasa a ser la relación que se establece entre el líder y sus
seguidores o adeptos. Sin duda, el carisma se crea con la relación o
comunicación que se establece entre el líder y sus seguidores,
independientemente de cuales sean las características personales del líder. En
otras palabras, lo importante para Weber, es como valoran los seguidores al
líder indistintamente de cuáles sean sus características personales.
La
extraordinariedad se construye a través de la relación líder - adeptos. Para
poder vislumbrar las cualidades que en cada caso son consideradas como
características carismáticas, un elemento imprescindible es profundizar en la
figura del líder político carismático, definir cuáles son sus características
personales. Considero que no es posible definir a los líderes carismáticos
simplemente a través de la relación líder-adeptos, sin duda, es necesario un
mayor distanciamiento con el objeto de estudio que nos permita profundizar en
el análisis de los actores políticos, y más concretamente en el líder
carismático.
Weber, en su libro
La ciencia como profesión; La política como profesión, aborda alguna de
las características de forma concreta del líder político (pasión, sentido de la
responsabilidad y mesura) pero no profundiza suficientemente en aquellos
elementos que configuran las características extraordinarias del líder. Por lo
tanto, en su argumentación falta un análisis donde se expliciten las
características que, en cada contexto histórico, o atemporalmente, constituyen
la percepción de excepcionalidad del carisma de la que nos habla. Hay que
destacar, la propia genuidad de cada líder político carismático -ya que no se
podrá encontrar una persona idéntica a otra-, lo genuino es intransferible
pero, paradójicamente, imitable a su vez. En la actualidad, es posible manufacturar
el líder político, reconstruir su propia imagen, efectuar un maquillaje
político. Así pues, en la actualidad los medios de comunicación de masas son un
elemento indispensable para poder acceder a la condición de carismático, agente
con el que no contaba Weber en su época.
A su vez, el líder
carismático siempre toma como referente los ademanes y el estilo de un político
de un período anterior que le sirve de modelo (Willner, 1968). Con todo, la
propia genuidad persiste y puede salir a la luz no sólo frente a las masas o a
través de la televisión, también, en la propia acción política, en relación con
los distintos actores políticos. Weber pone énfasis en el carisma puro como una
característica inherente en el individuo, considero que hay ciertas predisposiciones
personales a ser más o menos carismático a ser garante de carisma puro; sin
embargo, la complejidad del mundo actual y el propio sistema democrático hacen
necesario un aprendizaje y estar constantemente a prueba, bajo la mirada atenta
de la sociedad masa. Podemos hablar por tanto de un aprendizaje del liderazgo y
en consecuencia de las técnicas de la adquisición de carisma.
La
extraordinariedad del líder político no puede ser dada simplemente por su
capacidad de magnetismo,
pero si por una capacidad de liderar. El carisma del “líder natural” solamente
podemos acercarnos a percibirlo en su totalidad si estudiamos sus acciones
políticas y su genuidad, no obstante, podemos tomar como marco general sus
mítines políticos donde establece una relación emotiva con las multitudes,
donde recoge sus ideas, respeta su identidad y a la vez las convence, el líder
se convierte, pues, en un catalizador colectivo de inquietudes emociones y
necesidades. También, son fuente de carisma las intervenciones televisivas de
los líderes efectuando llamadas a la población para convencerla de su propia
acción política y dirigir el electorado. El líder político debe acertar en la
construcción del discurso político adaptándolo a cada contexto, elaborando una
síntesis de los acontecimientos y ayudando a clarificar al electorado la lógica
de los hechos. A su vez, un aspecto importante a tener en cuenta es que el
propio acceso a un cargo público otorga por sí solo carisma.
Así, en el proceso
de rutinización
del carisma el líder carismático construye y aprende continuamente su rol,
adapta su actitud y actividad política al contexto histórico y a la lógica
situacional. El carisma en la modernidad se reviste de aspectos emocionales,
formas ya institucionalizadas (partidos políticos, instituciones,
conmemoraciones y aniversarios), pero también de un grado importante de
racionalidad que encontramos en las acciones del líder político en su intento
por conseguir el éxito político.
Con respecto a la
rutinización del carisma, ésta se convierte en una forma de dominación
cotidiana, presupone la integración al sistema dominante. Hay que destacar que
Weber no prevé que, a pesar de la rutinización, el líder político carismático
para perdurar debe mostrarse innovador, sorprender y a su vez debe mostrarse
reivindicativo, hacer alarde de su capacidad de crítica y de protesta ante los
aspectos necesarios del país o el estado que representa y, a su vez, ser
respetuoso con la tradición. No obstante, puede ser innovador, sorprendente y
opuesto a la tradición cuando hablamos de carisma relacionado con los
movimientos sociales y en menos grado cuando nos referimos al carisma
institucional.
Otro aspecto que
parece poco desarrollado es la delimitación del carisma político. Hay una
relación del carisma con la religión y con la guerra como antecedentes al
carisma político, pero no circunscribe propiamente éste último en condiciones
de modernidad (su simbología, su ritual) simplemente hace hincapié en el
discurso político, al hablar de un carisma de la palabra pero no analiza a
través de qué proceso se crea y se difunde el carisma político, ni toda su
pluridimensionalidad.
Sin duda, es difícil delimitar nítidamente este fenómeno carismático pues se
muestra y participa de los distintos ámbitos: el político, el religioso y el
artístico. El fondo de la cuestión política puede distar del contenido
religioso pero no la forma, pues la simbología y el ritual están próximos al
universo de lo religioso, en otras palabras, configuran la religión civil
(Giner, 1994).
La
elección tiene lugar por medio de la influencia personal y de la “apelación a
intereses materiales o ideales” del electorado, el procedimiento electoral
representa las reglas del juego para la lucha “pacífica” (Weber, 1993:864) por
el acceso al poder. El político carismático en una democracia tiene la misión
de explicar unas ideas, un programa político, de efectuar una cierta pedagogía
política. Uno de los elementos que influyen en la entrega, sin paliativos, de
los individuos a su líder es la confianza depositada en él; como destacó S.N.
Eisendstadt, los seguidores del líder creen en su persona, en la veracidad de
sus palabras, en su honestidad y en su capacidad para liderar un país o un
estado, una institución religiosa, y el caso del carisma del artista hacer
vibrar y emocionar al público, por ejemplo, en un concierto de rock. El líder
es a su vez el símbolo, la persona donde se deposita toda una simbología
nacional o simplemente idealista, el estandarte que da cabida y esperanza a
nuevos ideales o al éxito nacional.
Weber muestra una
cierta aceptación del carisma por lo heroico, individual y creativo de su
carácter. No menciona en ningún momento el peligro que conllevan los
movimientos carismáticos sino al contrario, parece mostrarse fascinado con el
carácter individualista y revolucionario. Mas muestra, también, una cierta
crítica basada en los aspectos materialistas del proceso de rutinización del
carisma y en las distintas formas de institucionalizarlo y legitimarlo.
Entiende el carisma puro o genuino y su potencial revolucionario, por lo menos
como fuente para conseguir destruir dominaciones anteriores.
Con respecto a la
desmitificación o carisma neutral que destaca Weber, en la modernidad esta
tendencia se mantiene a medida que avanza la modernidad, pero por otro lado, se
incrementa el carisma mediático. Podemos afirmar que el componente mágico del
carisma desaparece con el proceso de racionalización y secularización de la
sociedad. Sin embargo, los cambios estructurales que comporta la modernidad
avanzada, su complejidad, la dificultad que supone la comprensión del mundo en
que vivimos, junto al sentimiento de pérdida de identidad (Guibernau, 1996:168)
como consecuencia del fenómeno de la mundialización provoca que haya una
tendencia latente a mitificar los centros de poder y las personas que los
ostentan.
En su apreciación
sobre las dificultades de convivencia entre el aparato político y el líder
carismático, no tiene en cuenta que el carisma, también, puede actuar como
elemento de cohesión del partido a través de un líder carismático reconocido y
aceptado por todos. Es el caso de los catch-all party partidos de todo
el mundo (o partidos escoba),
donde el liderazgo carismático ayuda a configura un partido situado en el
centro del espectro político que se encuentra o ha sufrido un proceso de
desideologización, y que, por razones tácticas, se ha visto obligado a
supeditar sus opiniones y decisiones a la consecución del mayor electorado
posible (Kirchheimer, 1980: 335).
Otro factor a
destacar es la actuación del carisma político en democracia. Éste no sólo hay
que buscarlo en lo extraordinario, también, en la representación de lo
cotidiano, en la identidad común. Al líder político, además de su
magistralidad, hay que reconocerle unas características accesibles a todos, que
sean humanas y un reflejo de la sociedad en que vive. En el carisma encontramos
un cierto espíritu romántico, un aura de sensibilidad frente al pragmatismo y a
la eficiencia. En esta dualidad emoción –razón, tradición-modernidad dentro de
estos parámetros se mueve el carisma en la modernidad avanzada. El líder
carismático es vivido como propio, se convierte en un símbolo, y a su vez es
considerado el político más apto para llevar a cabo los intereses e ideales del
sector de la población que le otorga carisma.
Weber, a pesar de
mostrarnos algún ejemplo, no analiza con detenimiento los diferentes motivos
que pueden ocasionar la pérdida de carisma, o las fluctuaciones del mismo. Como
ejemplo nos cita que los grandes fracasos comportan una pérdida de carisma,
estos fracasos rompen el prestigio del líder y facilitan las revoluciones
carismáticas. Por ejemplo, en el caso de las Monarquías son peligrosas las
guerras donde se salga derrotado y para la República las guerras triunfales pues
pueden dejar aparecer algún general como victorioso. Pero abordar el concepto
de una forma tangencial, a nuestro entender, una vez que ha surgido el carisma,
éste siempre puede volver a aparecer.
El carisma se
construye lentamente y puede pasar a formar parte del olvido, pero se retiene
en la memoria, pues va acompañado de momentos decisivos de cambio. También
logra volver a resurgir – sobre todo si el liderazgo ha tenido éxito-, podemos
hablar, pues, de fluctuaciones del carisma, de momentos o períodos carismáticos,
estrechamente relacionados con la aparición de un líder político catalizador y
símbolo de la esperanza en momentos históricos decisivos, o simplemente por el
cambio que en democracia significa la alternancia política. Un elemento
vinculado al carisma es su capacidad de sorprender a la audiencia o a los
seguidores, el aportar claridad y la propia trascendencia que el cargo político
otorga.
Weber no menciona
que el carisma deba ser sorprendente, innovador, que deba adelantarse a
cualquier acontecimiento, a la vez, el líder carismático tiene que mantener
siempre un tono reivindicativo, una autocrítica al propio sistema. El profeta o
líder carismático estipula aquello que se debe hacer en aras a realizar su
misión en un marco o límite territorial determinado (pueblo, etnia, grupo
profesional), esta limitación contemporánea de Weber se puede ver superada en
la modernidad avanzada con los nuevos medios de comunicación (televisión e
Internet), idealización del mundo rural. No podemos obviar que las clases en el
siglo XIX estaban mucho más ya que el proceso de mundialización también puede
afectar a los movimientos carismáticos, especialmente en su difusión
transnacional y en su envergadura.
La mundialización
ayuda a que se sobrepasen los límites étnicos o nacionales del carisma para
poder establecerse relaciones carismáticas en ámbitos mucho más difusos, si
bien sigue habiendo un componente de identidad importante, no necesariamente el
nacionalista, pero sí se comparten preocupaciones, injusticias o ideales que
configuran una masa de seguidores liderada por individuos más o menos visibles
y sobre todo aglutinados a través de organizaciones con idearios claros y
prácticos. El carisma es visto en estos casos para los individuos que lo
integran, sin ser conscientes tal vez de ello, como una acción eficaz y
dirigida directamente contra los poderes establecidos, contra la misma
rutinización política del carisma.
Se plantea,
también, el problema de la libertad y del carisma. Si las masas están
plenamente dominadas por este líder carismático, la única persona que goza de
plena libertad en sus actuaciones es el líder político. El carisma es, pues,
una forma de limitación de la libertad humana y del pleno desarrollo de la
integridad personal. Esta afirmación la encontramos ya en Hannah Arendt (1996)
en su defensa del termino de autoridad, aspecto que considera ha ido
desapareciendo a medida que ha avanzado la modernidad durante el s. XX, frente
a la persuasión.
Finalmente, Weber
(1984) a partir de su comprensión de la psicología de las turbas pone en duda
que la actuación de las masas pueda ser considerada una acción social, entiende
que la multitud y el gentío provoca frenesí, euforia, se actúa por influencia,
no necesariamente se decide. Así, la actuación de las multitudes no se puede
considerar una acción significativa, la acción no está cargada de
intencionalidad, por lo que hace a las turbas que iban a linchar comunistas o
judíos, puede ser una mera “imitación”.
Este aspecto es
cuestionable, como defiende Arendt, por lo que respecta a los burócratas de la
muerte, los ejecutores de la “Solución Final” en este caso sí puede ser
considerado acción social. Usando la terminología de Weber entendemos que el
carisma se convierte en una acción social, tradicional, afectiva -motivada por
la pasión y la identidad-, más también, racional. El carisma del líder político
es el medio, el instrumento para conseguir unos fines sociales.
En contraste con el enfoque de
Emile Durkheim, cuya cuestiones filosóficas afectan a los fundamentos de la
vida colectiva, Weber ha adoptado un enfoque más práctico e histórico centrado
en la construcción de formas de poder y dominación (Herrschaftsoziologie).
Conclusiones
Emile Durkheim
instituyó una teoría general de lo sagrado mediante los procedimientos
científicos del positivismo y ha tratado de plantear la dicotomía religiosa de
lo sagrado y lo profano generados por el intangible poder de la propia
sociedad. Max Weber, por su parte aborda la función de la religión, su
capacidad para influir en la conducta ética de los individuos y grupos. A
través de los conceptos de carisma, rutinización y el desencanto, que analiza
los efectos de la racionalización en Europa y las sociedades occidentales,
incluida la creciente influencia de la ciencia, la exorbitancia de la
burocracia y el consiguiente desarrollo del individualismo (Trigano, 2001).
Max Weber se hará
cargo de este problema de manera más matizada que muestra las afinidades
electivas entre estos tipos de religiosidad, y los entornos sociales. Para
Weber, la institución religiosa es la generación de vínculos sociales, ya que
es capaz de ejercer su forma específica de poder. Según Weber, existen tres
tipos ideales de legitimación del poder que se pueden encontrar incluso en las
organizaciones religiosas: 1) la autoridad administrativa racional-legal, 2)
las costumbres de tipo tradicional, 3) el profeta carismático.
Según Weber, la
Iglesia hace compromisos con el poder político y la sociedad en general,
mientras que el culto conserva su pureza de permanecer en una cierta
marginalidad social. El sociólogo es uno de los primeros, en nuestra opinión,
para sentar las bases de una verdadera teoría de la institucionalización de los
fenómenos religiosos en la sociedad moderna.
“El liderazgo carismático
es, a la vez, creador de un nuevo orden y destructor del orden rutinario. Dado
que el carisma se constituye en la creencia de que quien lo posee está en
contacto con lo que hay de más vital y de pleno de autoridad en el universo o
sociedad, la autoridad de esta clase de líder excede necesariamente los límites
tradicionales o legales. En la medida en que su influjo deriva, en forma
inmediata e intensiva del contacto directo con las fuentes “últimas” de
legitimidad, la autoridad carismática es esencialmente “revolucionaria” (Gamba,
2006:74-75).”
Resta señalar que
a lo largo de la historia, se han identificado numerosos casos de líderes
políticos carismáticos (en América Latina contemporánea: Perón, Castro, Batlle
y Ordóñez, Alfonsín, Gaitán, Velasco Ibarra, Fujimori, Menem, Chávez), pero en
ninguno de los supuestos se da en puridad el modelo de carisma weberiano, sino
que en la comprobación empírica se mixturan formas de autoridad carismática con
la tradicional y/o legal, aunque prepondere la primera.
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*Javier Pablo Marotte
(Alberti, 1969), es procurador (1991) y abogado (1992) por la Universidad John
F. Kennedy, diplomado en Derecho Procesal Penal (UNC) y doctorando en Ciencia
Política CEA-UNC. Tesis doctoral: “Malestar, crisis y reformulación en las
democracias sudamericanas: Un análisis de casos”. Es asesor legislativo,
árbitro de la Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales, consultor
independiente de Plataforma Democrática-Fundación iFHC-Centro Edelstein y
miembro de la Sociedad Argentina de Análisis Político (SAAP), Consejo Argentino
para las Relaciones Internacionales (CARI) y Sociedad Argentina de Escritores
(SADE).