RESUMEN:
El presente artículo explora
la lógica y la función política del mito Habsbúrgico en la obra literaria de
Joseph Roth. Siguiendo la estela de la teoría marxista de Raymond Williams
sobre la existencia de una estructura autónoma de sentimientos que debe ser
analizada sobre y desde el texto literario del autor
ABSTRACT:
The current
article explores the logic and the political function of the Habsburgic myth in
Joseph´s Roth Literary work, following Raymond´s Williams marxist theory of a
an autonomous ideological feeling structure that must be analyze out of the author’s
literary job
EL MITO HABSBURGICO EN LA OBRA DE JOSEPH ROTH
Por: Iñaki Vázquez
“Tales cambios pueden ser
definidos como cambios en las estructuras del sentir. El término resulta
difícil; sin embargo, sentir ha sido elegido con la finalidad de acentuar una
distinción respecto de los conceptos más formales de concepción del mundo o
ideología. No se trata solamente de que debamos ir más allá de las creencias
sistemáticas y formalmente sostenidas, aunque siempre debamos incluirlas. Se
trata de que estamos interesados en los significados y valores tal y como son
vividos y sentidos activamente; y las relaciones existentes entre ellos y las
creencias sistemáticas o formales, en la práctica son variables (incluso
históricamente variables) en una escala que va desde un asentimiento formal con
una decisión privada hasta la interacción más matizada existente entre las
creencias seleccionadas e interpretadas y las experiencias efectuadas y
justificadas”.
Raymond Williams
“El imperio austrohúngaro
desaparecía en 1918. Pero para los intelectuales y poetas de esa civilización,
que de la noche a la mañana vieron destruida su sociedad y con ella las bases
de su vida y de su cultura; para los poetas austriacos que se vieron arrojados
a un nuevo clima político a cuyas exigencias su formación no podía estar
adecuada, la vieja Austria habsbúrgica resultaba-y resulta todavía en estos
tiempos- una ordenada y fabulosa Mitteleuropa en la que el tiempo no
transcurría tan rápido ni tan ansioso como para olvidar las cosas y los
sentimientos de ayer”
Claudio Magris
En una entrevista publicada en
1927, en torno al espíritu de Zola, Joseph Roth afirmaba que “solo
se accede a la verdad a partir de una minuciosa observación de la realidad”.
Lo cierto es que su obra desdice
esta aseveración, para pasar a narrar un relato de proyección sentimental, que
mezcla en ocasiones realidad y fantasía, y que acerca a poder definir a Roth,
como lo hizo Davin Bronsen en 1974; esencialmente un mitómano de si mismo.
El propio Roth se llamó a si
mismo sucesivamente: “Joseph el Rojo, un veterano oficial austriáco, un
francés del este europeo (…), un hombre del Mediterraneo, si se quiere, un
romano y un católico, un humanista y un hombre del Renacimiento” (Nurnberger,
p. 14).
De hecho, creó personajes
diferentes entre sí, pero ajustados a su propia imagen; el teniente Tunda, el
Conde Chojniski, Kart Joseph, barón Trotta Von Sipolje, Andreas, el personaje
protagonista de La Leyenda del Santo Bebedor, todos ellos a
propia imagen y semejanza
Sus tesmonios personales revelan
esta psicología contradictoria del artista, que envuelve, de forma ostentosa,
toda una estructura de sentimientos y una superestructura que revela, a su vez,
un anhelo de patria perdida, a la manera de un naufrago.
La huida sin fin de Roth,
era más bien una búsqueda, de padre, que, ante su ausencia, en un sentido
estrictamente freudiano del término, sustituye por el Emperador Francisco I, y
de patria perdida, que Roth reencuentra en un obsesivo retrato ruralista y
arcádico de una esencializada Galitizia yiddish, que supuestamente, era una Nueva
Jerusalén judía; en donde “ Los rayos del sol de los Habsburgo
iluminaban el este hasta la frontera del zar ruso”, se dice en La Marcha Radetzky, “era un sol frío, pero con todo era sol”
( Roth, p. 34).
Para Claudio Magris, el mundo
ideológico de Roth no deja de ser una superestructura. Desde esta perspectiva, lo
que realmente importaba a Roth no era “como estaba constituido”
el Estado Austro- Húngaro, sino que “realmente existiera”. De hecho,
Roth describió del modo siguiente el núcleo de sus experiencias; “Mi
experiencia más profunda fue la guerra y la quiebra de mi patria que
jamás tuve: la monarquía austrohúngara” ( Nurnberger, p. 18).
Los acontecimientos posteriores
a 1918, demostraron lo que significaba la ausencia de este Estado: la
desgracia, el éxodo y la muerte de decenas de miles de judios. En 1789, el
Emperador José II otorgaba plenos derechos ciudadanos a los 200.000 judíos de
Galitzia. Mientras que la política de germanización iniciada en 1879, y el
posterior exterminio nazi, redujeron esa misma población a poco menos de 12.000
hablantes del antiguo yiddish[1].
El propio Magris, argumenta que
al describir la imagen de la vieja Austria, Roth no describía un “punto de
vista”, sino “un anhelo”, buscaba protección y solo encontró
desamparo. Cuando se sintió defraudado, ante la imposibilidad de una restauración
política y social austriaca, ante el ascenso imparable del nacionalsocialismo,
se replegó en un retrató arcádico de la galitzia habsburgica, alejada del
presentismo de la brutalidad nacionalista ( incluyendo el sionismo) y del
industrialismo militarista; una supra-nación habsburgica que proyectada hacia
el pasado, trascendía las contradicciones generadas por el nacionalismo y se
convertía en una tierra prometida para los judios[2].
A este respecto, Roth descibe su
Galitzia natal de la siguiente manera en una de sus novelas, Erdbeeren (escrita
en 1930), la que el propio Roth definiría como “la novela de mi niñez”:
“Entre nosotros, el otoño era
oro líquido y plata líquida, viento, vuelo de cuervos y ligeras heladas. En
agosto, las hojas amarilleaban, en los primeros días de septiembre habían caído
ya al suelo. No había nadie que las barriera. A menudo he contemplado en
la Europa Occidental cómo barrían el otoño y lo acumulaban en ordenados
montones de basura. En los días de otoño claros no soplaba el viento.El
sol aún era muy tibio, pero sus rayos declinaban ya y eran muy amarillos. El
poniente era muy rojo y, por las mañanas, el sol amanecía envuelto en niebla y
plata. El cielo tardaba mucho en ponerse del todo azul. Luego seguía así todo
el día. Los campos eran amarillos, llenos de espinas, duros y se clavaban en
las suelas. Su olor era más penetrante que en primavera, más intenso y un poco
como despiadado. Los bosques de los lindes seguían mostrando su color verde
oscuro-eran bosques de coníferas. En otoño aparecían unos penachos plateados en
sus copas. Asábamos patatas. Olía a fuego carbón, a cortezas tostadas, a tierra
chamuscada. Los pantanos que abundaban en la zona mostraban una capa delgada y
brillante de hielo.
Despedían un olor a humedad
como el de las redes de pesca (…) En Noviembre caían las primeras nieves. Era
fina, cristalina y consistente. Ya no desaparecería. Entonces dejábamos de asar
patatas. Nos quedábamos en casa. Teníamos estufas malas, fugas en las puertas y
grietas en el entarimado. Los marcos de las ventanas estaban hechos de madera
de haya ligera, húmeda, durante el verano habían cambiado de forma y encajaban
mal. Tapábamos las ventanas con algodón. Poníamos papel de periódico entre las
puertas de dintel. Cortábamos leña para el invierno con el hacha. En marzo,
cuando los carámbanos de los tejados comenzaban a gotear, sentíamos ya cómo se
aproximaba la primavera al galope. Dejábamos campanillas de las nieves en los bosques.
Esperábamos hasta mayo. Íbamos a coger fresas (Roth, p. 123).
Podría decirse que Roth
compartía un mismo humus cultural, con toda una generación de
escritores que va de Stefan Zweig a Werfel, de Thomas Mann a Csokor, de Musil a
Doreder. Una misma tradición, que el caso de Roth no se limita a evocar “los
buenos tiempos austriacos”.
Existe, paradójicamente, un continuum
ideológico entre el recluta Imperial austrohúngaro, que en 1918 escribía
poesías de corte expresionista y anti-aristocrático, y el Roth prohabsbúgico de
la “Marcha Radetzky” en 1932; esto es, un común rechazo a la
modernidad, entendida como un proceso de anomia, asimilación, atomización y
secularización.
Ya en la Viena de 1914 (antes por tanto del estallido de la Gran Guerra), Roth escribía que era terriblemente difícil “ser judeo oriental”, y
decía sentirse “forastero” en la Viena previa al estallido del conflicto bélico. No hay que olvidar que Roth se educa, literariariamente hablando,
en el periodismo de la miserable posguerra vienesa, y que a partir de entonces
el sentimiento de perdida patria, va unido a un incipiente alcoholismo
que exacerba este primer sentimiento. De ahí que el socialismo de 1924 (ese
año declara ya sentirse enfermo de alcoholismo) o el legitimismo monárquico,
tras su periplo en Praga, sea el reverso de un mismo llanto por la Heimat judía perdida de “La Marcha Radetzky” en 1932.
En 1921 se traslada de Viena a
Berlín, y en su novela Huida Sin Fin su alter ego Tunda afirma: “Esta
ciudad está fuera de Alemania, fuera de Europa; es la capital de sí misma (…)
carece de cultura propia (…) de religión (…) de sociedad” (Nurnberger, p. 91).
De hecho, Ya en 1918, poco
antes del fin de la Primera Guerra Mundial, escribe la poesía Soldados:
Todos tienen ese
cansado/extraño gesto en sus pálidos rostros: / sus ojos presienten, tímidos/ y
vacilantes, la patria y la paz…
Todos arrastran en sus
cansados/pies el polvo de tantos años caminando:/Han atravesado muchos países/
y todavía no han encontrado su hogar…
A veces se sonrojan sus
mejillas, / cuando escuchan nuevas felices/ y se sientan juntos e
intercambian/suaves murmullos sobre sus deseos más dulces…
Sus manos endurecidas,
agrietadas/se pliegan con sumisión y en sus oraciones silenciosas/repiten
palabras que la niñez dispersó: / ¡Dios mío, haz que esto acabe! ¡Díos mío, pon
final…
Entre 1922 y 1924, durante su
estancia en Praga, Roth inicia su periodo novelístico, retomando el mito
habsbúrgico. Producto de este periplo son sus novelas, La Tela de Araña, Hotel Savoy y La Rebelión. Finalmente, en 1925 fascinado por la Literatura francesa (admiraba profundamente a Flaubert y a Stendhal), se instala en París, donde escribe su epitafio
novelístico y vital, La Leyenda del Santo Bebedor (1939).
Austria está presente al
principio y al final de la vida de Roth, pero también durante toda ella, en
1927 idealiza al Emperador como “un niño inocente” protector de judíos
orientales, como una obsesión anímica constante. En La Marcha Radetzky (1932) el tema central de la obra de Roth alcanza su máxima
expresión y concreción artística más convincente.
En 1935 escribe “La Cripta de los Capuchinos” en donde las tendencias legitimistas y monárquicas se
acrecientan, al tiempo que los nazis alcanzan el poder en Alemania. A este
respecto, La Cripta de los Capuchinos alcanza un valor simbólico.
Para él el Antiguo Imperio habsbúrgico era un ente ahistórico, multicultural y
multinacional, una oportunidad histórica perdida. Es la novela en donde su austro
eslavismo se muestra de forma más nítida. “Mi padre soñaba con una
monarquía para los austriacos, los húngaros y los eslavos” llega a decirnos.
No obstante, y pese a su austro
eslavismo, si Roth evoca el Imperio, es porque esencialmente proporciona una “Gelstat”
a la comunidad judeo-oriental. El fin del Imperio, es, a su vez, el fin de la Haimat (casa del padre) judía. Fuera de ella, el judío oriental se pierde,
sólo encuentra desolación, asimilación burguesa, y sometimiento a los falsos
idola tribus del nacionalismo….caso de Hotel Savoy (1932) o
la ya citada Cripta de los Capuchinos (1935).
Si en Hotel Savoy, todos judíos
son errantes, En La Cripta de los Capuchinos el narrador en
primera persona de la novela, Franz Ferdinand Trotta, busca refugio en la
cripta de los Habsburgo (metáfora del difunto padre/ Emperador Francisco
José I). La pregunta que formula: ¿A dónde iré ahora yo, un Trotta?,
y que pone punto final a la novela, es también una pregunta del propio Roth.
Si bien el mito de la Gran Suiza habsburgica hunde sus raíces en el mito legitimista de principios del
siglo XIX en escritores como Ferdinand Von Saar, Jacob Julios David, Kart Emil
Franzos o Leopold Von Sacher Masoch, Roth vive la caída del Imperio como el fin
de la Tradición y el inicio de la Modernidad, entendida esta como atomización y
secularización. Esto es lo que le distingue de otros esencialistas de lo
habsburgico, caso de Musil; de la misma manera que lo hace única y
exclusivamente con los ojos del judaísmo oriental, y no con el “cosmopolitismo
de los judíos occidentales”.
Para Roth el Ost judentum
significa Heimat, la casa y la infancia, y coincide, por tanto, con el
Imperio que los protege y garantiza, o mejor que los protegía, y las
garantizaba, y cuyo fin implica también su fin:
“ Había una vez un
emperador-escribía en 1928- Gran parte de mi infancia y de mi juventud se han
desarrollado en el esplendor, a menudo despiadado, de su majestad, de la cual
hoy tengo derecho a hablar precisamente porque entonces me rebelé tan
violentamente contra él (…) Él yace sepultado en la cripta de los Capuchinos y
bajo las ruinas de su Corona, y yo voy errando vivo entre esas mismas ruinas
(…) Y puesto que la muerte del Emperador había puesto fin, del mismo modo, a mi
infancia y a mi patria, compadecía el emperador y a mi patria como a mi
infancia ( Magris, p, 49)”.
Es más el mito del Imperio, no
implica para Roth una idealización del pasado- que se le presenta, a su vez,
también negativo y desolado- sino la búsqueda de un punto fuera de la Historia, ajeno a la dialéctica del poder, mera señal de lo trascendente y de lo imaginario.
Tal es el caso de la novela Job,
en donde la asimilación de los judíos en América se convierte en mera
alienación, o sujeción a la modernidad nacionalista, fuera de la Haimat comunitarista judeo oriental:
“Renunciaron a ellos mismos,
se perdieron. Su triste belleza se separó de ellos y sobre sus curvados hombros
permanecía un estrato, gris como el polvo, de angustia sin significado y de
vulgar afán sin tragedia. El desprecio se les quedó pegado al cuerpo, con la
única diferencia de que antes habían sido tratados a pedradas. Llegaron a
compromisos. Cambiaron sus maneras, sus barbas, sus peinados, su liturgia, su
sábado, su vida doméstica-ellos mismos se atuvieron todavía a la tradición,
pero la herencia transmitida se alejó de ellos. Se convirtieron en simples y
pequeños burgueses. Las preocupaciones de los pequeños burgueses se
convirtieron en las suyas. Pagaban impuestos, recibían notificaciones, eran
inscritos en el registro y se sentían reconocidos en una “nacionalidad”, en una
“ciudadanía” que les venía otorgada con mil vejaciones; usaban los tranvías,
los ascensores, todos los benditos milagros de la civilización. Tenían incluso
un “Vaterland”
Se trataría, por tanto, de una
regresión habsbúrgica anti-secularizante, no estrictamente tradicionalista, que
se deja entrever en su crítica a los Estados europeos y la recién instaurada
modernidad nacionalista:
“Muchos judíos, judíos
orientales o hijos y nietos de judíos orientales, cayeron en la guerra, en
cualquier país de Europa. No lo digo para justificar a los judíos orientales.
Al contrario: se lo echo en cara. Morían, sufrían, cogían el tifus,
proporcionaban capellanes militares, aunque los judíos debían morir sin rabinos
y no tenían necesidad, aún menos que sus compañeros de armas cristianos, de
prédicas patrióticas en el campo de batalla. Se dejaban contagiar por las malas
costumbres y por las pésimas prácticas occidentales. Se asimilaban. Ya no rezaban
en las sinagogas y en los oratorios sino en los templos aburridos en los que la
liturgia era mecánica como en todas las mejores iglesias protestantes. Las
viejas generaciones luchaban desesperadamente en defensa de Jehová, se herían
la cabeza en los muros de las lamentaciones del pequeño oratorio, pedían ser
castigados por sus pecados y suplicaban perdón. Los nietos se han
occidentalizado. Ellos necesitan el órgano para poder estar preparados para la
oración, su dios no es más que una personificación de la potencia abstracta
del naturaleza, su oración se reduce a una fórmula. ¡Por ello son soberbios!
Son subtenientes en la reserva y su Dios superior de un capellán de la corte,
precisamente por ese Dios por cuya gracia los reyes mandan. Y esto para ellos
significa tener una cultura occidental” (Magris, p. 67).
BIBLIOGRAFÍA:
NURNBERGER, H., (1995), Joseph
Roth, Valencia, Ediciones Alfonso el Magnánimo.
MAGRIS, C., (1998), El mito
Habsbúrgico en La Literatura Austriaca Moderna, México, UNAM.
MAGRIS, C., (2002), Lejos de
dónde (Joseph Roth y la tradición hebraico-oriental), Pamplona, Universidad
de Navarra.
MAGRIS, C., (1989),
Danube, London, The Harvil Press.
ROTH, J., (1981), La Leyenda del Santo Bebedor, Barcelona, Anagrama.
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IÑAKI VÁZQUEZ LARREA