Revista Nº23 "TEORÍA POLÍTICA E HISTORIA"

RESUMEN:

 

El presente artículo explora la lógica y la función política del mito Habsbúrgico en la obra literaria de Joseph Roth. Siguiendo la estela de la teoría marxista de Raymond Williams sobre la existencia de una estructura autónoma de sentimientos que debe ser analizada sobre y desde el texto literario del autor

 

 

 

ABSTRACT:

 

The current article explores the logic and the political function of the Habsburgic myth in Joseph´s Roth Literary work, following Raymond´s Williams marxist theory of a an autonomous ideological feeling structure that must be analyze out of the author’s literary job

 

 

 

 

EL MITO HABSBURGICO EN LA OBRA DE JOSEPH ROTH

 

                                                 Por: Iñaki Vázquez[1]

 

 

“Tales cambios pueden ser definidos como cambios en las estructuras del sentir. El término resulta difícil; sin embargo, sentir ha sido elegido con la finalidad de acentuar una distinción respecto de los conceptos más formales de concepción del mundo o ideología. No se trata solamente de que debamos ir más allá de las creencias sistemáticas y formalmente  sostenidas, aunque siempre debamos incluirlas. Se trata de que estamos interesados en los significados y valores tal y como son vividos y sentidos activamente; y las relaciones existentes entre ellos y las creencias sistemáticas o formales, en la práctica son variables (incluso históricamente variables) en una escala que va desde un asentimiento formal con una decisión privada hasta la interacción más matizada existente entre las creencias seleccionadas e interpretadas y las experiencias efectuadas y justificadas”.

 Raymond Williams

 

“El imperio austrohúngaro desaparecía en 1918. Pero para los intelectuales y poetas de esa civilización, que de la noche a la mañana vieron destruida su sociedad y con ella las bases de su vida y de su cultura; para los poetas austriacos que se vieron arrojados a un nuevo clima político a cuyas exigencias su formación no podía estar adecuada, la vieja Austria habsbúrgica resultaba-y resulta todavía en estos tiempos- una ordenada y fabulosa Mitteleuropa en la que el tiempo no transcurría tan rápido ni tan ansioso como para olvidar las cosas y los sentimientos de ayer”

Claudio Magris

 

 

 En una entrevista publicada en 1927, en torno al espíritu de Zola, Joseph Roth afirmaba que “solo se accede a la verdad  a partir de una minuciosa observación de la realidad”.

Lo cierto es que su obra desdice esta aseveración, para pasar a narrar un relato de proyección sentimental, que mezcla en ocasiones realidad y fantasía, y que acerca a poder definir a Roth, como lo hizo Davin Bronsen en 1974; esencialmente un mitómano de si mismo.

 

 El propio Roth se llamó a si mismo sucesivamente: “Joseph el Rojo, un veterano oficial austriáco, un francés del este europeo (…), un hombre del Mediterraneo, si se quiere, un romano y un católico, un humanista y un hombre del Renacimiento” (Nurnberger, p. 14).

 

 De hecho, creó personajes diferentes entre sí, pero ajustados a su propia imagen; el teniente Tunda, el Conde Chojniski, Kart Joseph, barón Trotta Von Sipolje, Andreas, el personaje protagonista de La Leyenda del Santo Bebedor, todos ellos a propia imagen y semejanza

 

Sus tesmonios personales revelan esta psicología contradictoria del artista, que envuelve, de forma ostentosa, toda una estructura de sentimientos y una superestructura que revela, a su vez, un anhelo de patria perdida, a la manera de un naufrago.

 

 La huida sin fin de Roth, era más bien una búsqueda, de padre, que, ante su ausencia,  en un sentido  estrictamente freudiano del término, sustituye por el Emperador Francisco I, y de patria perdida, que Roth reencuentra en un obsesivo retrato ruralista y arcádico de una esencializada Galitizia yiddish, que supuestamente, era una Nueva Jerusalén judía; en donde “ Los rayos del sol de los Habsburgo iluminaban el este hasta la frontera del zar ruso”, se dice en La Marcha Radetzky, era un sol frío, pero con todo era sol” ( Roth, p. 34).

 

 Para Claudio Magris, el mundo ideológico de Roth no deja de ser una superestructura. Desde esta perspectiva, lo que realmente importaba a Roth no era “como estaba constituido” el Estado Austro- Húngaro, sino que “realmente existiera”. De hecho, Roth describió del modo siguiente el núcleo de sus experiencias; “Mi experiencia más profunda fue la guerra y la quiebra de mi patria que jamás tuve: la monarquía austrohúngara” ( Nurnberger, p. 18).

 

 Los acontecimientos posteriores a 1918, demostraron lo que significaba la ausencia de este Estado: la desgracia, el éxodo y la muerte de decenas de miles de judios.  En 1789, el Emperador José II otorgaba plenos derechos ciudadanos a los 200.000 judíos de Galitzia. Mientras que la política de germanización iniciada en 1879, y el posterior exterminio nazi, redujeron esa misma población a poco menos de 12.000 hablantes del antiguo yiddish[1].

 

 El propio Magris, argumenta que al describir la imagen de la vieja Austria, Roth no describía un “punto de vista”, sino “un anhelo”, buscaba protección y solo encontró desamparo. Cuando se sintió defraudado,  ante la imposibilidad de una restauración política y social austriaca, ante el ascenso imparable del nacionalsocialismo, se replegó en un retrató arcádico de la galitzia habsburgica, alejada del presentismo de la brutalidad nacionalista ( incluyendo el sionismo) y del industrialismo militarista; una supra-nación habsburgica que proyectada hacia el pasado, trascendía las contradicciones generadas por el nacionalismo y se convertía en una tierra prometida para los judios[2].

 

A este respecto,  Roth descibe su Galitzia natal de la siguiente manera en una de sus novelas, Erdbeeren (escrita en 1930), la que el propio Roth definiría como “la novela de mi niñez”:

 

Entre nosotros, el otoño era oro líquido y plata líquida, viento, vuelo de cuervos y ligeras heladas. En agosto, las hojas amarilleaban, en los primeros días de septiembre habían caído ya al suelo. No había nadie que las barriera. A menudo he contemplado en la Europa Occidental cómo barrían el otoño y lo acumulaban en ordenados montones de basura. En los días de otoño claros no soplaba el viento.El sol aún era muy tibio, pero sus rayos declinaban ya y eran muy amarillos. El poniente era muy rojo y, por las mañanas, el sol amanecía envuelto en niebla y plata. El cielo tardaba mucho en ponerse del todo azul. Luego seguía así todo el día. Los campos eran amarillos, llenos de espinas, duros y se clavaban en las suelas. Su olor era más penetrante que en primavera, más intenso y un poco como despiadado. Los bosques de los lindes seguían mostrando su color verde oscuro-eran bosques de coníferas. En otoño aparecían unos penachos plateados en sus copas. Asábamos patatas. Olía a fuego carbón, a cortezas tostadas, a tierra chamuscada. Los pantanos que abundaban en la zona mostraban una capa delgada  y  brillante de hielo.

 

Despedían un olor a humedad como el de las redes de pesca (…) En Noviembre caían las primeras nieves. Era fina, cristalina y consistente. Ya no desaparecería. Entonces dejábamos de asar patatas. Nos quedábamos en casa. Teníamos estufas malas, fugas en las puertas y grietas en el entarimado. Los marcos de las ventanas estaban hechos de madera de haya ligera, húmeda, durante el verano habían cambiado de forma y encajaban mal. Tapábamos las ventanas con algodón. Poníamos papel de periódico entre las puertas de dintel. Cortábamos leña para el invierno con el hacha. En marzo, cuando los carámbanos de los tejados comenzaban a gotear, sentíamos ya cómo se aproximaba la primavera al galope. Dejábamos campanillas de las nieves en los bosques. Esperábamos hasta mayo. Íbamos a coger fresas (Roth, p. 123).

 

 Podría decirse que Roth compartía un mismo humus cultural,  con toda una generación de escritores que va de Stefan Zweig a Werfel, de Thomas Mann a Csokor, de Musil a Doreder. Una misma tradición, que el caso de Roth no se limita a evocar “los buenos tiempos austriacos”.

 

 Existe, paradójicamente, un continuum ideológico entre el recluta Imperial austrohúngaro, que en 1918 escribía poesías de corte expresionista y anti-aristocrático, y el Roth prohabsbúgico de la “Marcha Radetzky” en 1932; esto es,   un común rechazo a la modernidad, entendida como un proceso de anomia, asimilación, atomización y secularización.

 

 Ya en la Viena de 1914 (antes por tanto del estallido de la Gran Guerra), Roth escribía que era terriblemente difícil “ser judeo oriental”, y decía sentirse “forastero” en la Viena previa al estallido del conflicto bélico. No hay que olvidar que Roth se educa, literariariamente hablando, en el periodismo de la miserable posguerra vienesa, y que a partir de entonces el sentimiento de perdida patria, va unido a un incipiente alcoholismo que exacerba este primer sentimiento. De ahí que el socialismo de 1924 (ese año declara  ya sentirse enfermo de alcoholismo) o el legitimismo monárquico, tras su periplo en Praga,  sea el reverso de un mismo llanto por la Heimat judía perdida de “La Marcha Radetzky en 1932.

 

En 1921 se traslada de Viena a Berlín, y en su novela Huida Sin Fin  su alter ego Tunda afirma: “Esta ciudad está fuera de Alemania, fuera de Europa; es la capital de sí misma (…) carece de cultura propia (…) de religión (…) de sociedad” (Nurnberger, p. 91).

 

   De hecho, Ya en 1918, poco antes del fin de la Primera Guerra Mundial, escribe la poesía Soldados:

 

Todos tienen ese cansado/extraño gesto en sus pálidos rostros: / sus ojos presienten, tímidos/ y vacilantes, la patria y la paz…

 

Todos arrastran en sus cansados/pies el polvo de tantos años caminando:/Han atravesado muchos países/ y todavía no han encontrado su hogar…

 

A veces se sonrojan sus mejillas, / cuando escuchan nuevas felices/ y se sientan juntos e intercambian/suaves murmullos sobre sus deseos más dulces…

 

Sus manos endurecidas, agrietadas/se pliegan con sumisión y en sus oraciones silenciosas/repiten palabras que la niñez dispersó: / ¡Dios mío, haz que esto acabe! ¡Díos mío, pon final…

 

 

 Entre 1922 y 1924, durante su estancia en Praga, Roth inicia su periodo novelístico, retomando el mito habsbúrgico. Producto de este periplo son sus novelas, La Tela de Araña, Hotel Savoy y La Rebelión. Finalmente,  en 1925 fascinado por la Literatura francesa (admiraba profundamente a Flaubert y a Stendhal), se instala en París, donde escribe su epitafio novelístico y vital, La Leyenda del Santo Bebedor (1939).

 

 Austria está presente al principio y al final de la vida de Roth, pero también durante toda  ella, en 1927 idealiza al Emperador como “un niño inocente” protector de judíos orientales, como una obsesión anímica constante. En La Marcha Radetzky (1932) el tema central de la obra de Roth alcanza su máxima expresión y concreción artística más convincente.

 

 En 1935 escribe “La Cripta de los Capuchinos” en donde las tendencias legitimistas y monárquicas se acrecientan, al tiempo que los nazis alcanzan el poder en Alemania. A este respecto, La Cripta de los Capuchinos alcanza un valor simbólico. Para él el Antiguo Imperio habsbúrgico era un ente ahistórico, multicultural y multinacional, una oportunidad histórica perdida. Es la novela en donde su austro eslavismo se muestra de forma más nítida. “Mi padre soñaba con una monarquía para los austriacos, los húngaros y los eslavos” llega a decirnos.

 

 No obstante, y pese a su austro eslavismo, si Roth evoca el Imperio, es porque  esencialmente proporciona una “Gelstat” a la comunidad judeo-oriental. El fin del Imperio, es, a su vez, el fin de la Haimat (casa del padre) judía. Fuera de ella, el judío oriental se pierde, sólo encuentra desolación, asimilación burguesa, y sometimiento a los falsos idola tribus del nacionalismo….caso de Hotel Savoy (1932) o la  ya citada Cripta de los Capuchinos (1935).

 

 Si en Hotel Savoy, todos judíos son errantes, En La Cripta de los Capuchinos el narrador en primera persona de la novela, Franz Ferdinand Trotta, busca refugio en la cripta de los Habsburgo (metáfora del difunto padre/ Emperador Francisco José I). La pregunta que formula: ¿A dónde iré ahora yo, un Trotta?, y que pone punto final a la novela, es también una pregunta del propio Roth.

 

 Si bien el mito de la Gran Suiza habsburgica hunde sus raíces en el mito legitimista   de principios del siglo XIX en escritores como Ferdinand Von Saar, Jacob Julios David, Kart Emil Franzos o Leopold Von Sacher Masoch, Roth vive la caída del Imperio como el fin de la Tradición y el inicio de la Modernidad, entendida esta como atomización y secularización. Esto es lo que le distingue de otros esencialistas de lo habsburgico, caso de Musil; de la misma manera que lo hace única y exclusivamente con los ojos del judaísmo oriental, y no con el “cosmopolitismo de los judíos occidentales”.

 

 Para Roth el Ost judentum significa Heimat, la casa y la infancia, y coincide, por tanto, con el Imperio que los protege y garantiza, o mejor que los protegía, y las garantizaba, y cuyo fin implica también su fin:

 

Había una vez un emperador-escribía en 1928- Gran parte de mi infancia y de mi juventud se han desarrollado en el esplendor, a menudo despiadado, de su majestad, de la cual hoy tengo derecho a hablar precisamente porque entonces me rebelé tan violentamente contra él (…) Él yace sepultado en la cripta de los Capuchinos y bajo las ruinas de su Corona, y yo voy errando vivo entre esas mismas ruinas (…) Y puesto que la muerte del Emperador había puesto fin, del mismo modo, a mi infancia y a mi patria, compadecía el emperador y a mi patria como a mi infancia ( Magris, p, 49)”.

 

Es más el mito del Imperio, no implica para Roth una idealización del pasado- que se le presenta, a su vez, también negativo y desolado- sino la búsqueda de un punto fuera de la Historia, ajeno a la dialéctica del poder, mera señal de lo trascendente y de lo imaginario.

 

 Tal es el caso de la novela Job, en donde la asimilación de los judíos en América se convierte en mera alienación, o sujeción a la modernidad nacionalista,  fuera de la Haimat comunitarista judeo oriental:

 

Renunciaron a ellos mismos, se perdieron. Su triste belleza se separó de ellos y sobre sus curvados hombros permanecía un estrato, gris como el polvo, de angustia sin significado y de vulgar afán sin tragedia. El desprecio se les quedó pegado al cuerpo, con la única diferencia de que antes habían sido tratados a pedradas. Llegaron a compromisos. Cambiaron sus maneras, sus barbas, sus peinados, su liturgia, su sábado, su vida doméstica-ellos mismos se atuvieron todavía a la tradición, pero la herencia transmitida se alejó de ellos. Se convirtieron en simples y pequeños burgueses. Las preocupaciones de los pequeños burgueses se convirtieron en las suyas. Pagaban impuestos, recibían notificaciones, eran inscritos en el registro y se sentían reconocidos en una “nacionalidad”, en una “ciudadanía” que les venía otorgada con mil vejaciones; usaban los tranvías, los ascensores, todos los benditos milagros de la civilización. Tenían incluso un “Vaterland”

 

 Se trataría, por tanto,  de una regresión habsbúrgica anti-secularizante, no estrictamente tradicionalista, que se deja entrever en su crítica a los Estados europeos y la recién instaurada modernidad nacionalista:

 

Muchos judíos, judíos orientales o hijos y nietos de judíos orientales, cayeron en la guerra, en cualquier país de Europa. No lo digo para justificar a los judíos orientales. Al contrario: se lo echo en cara. Morían, sufrían, cogían el tifus, proporcionaban capellanes militares, aunque los judíos debían morir sin rabinos y no tenían necesidad, aún menos que sus compañeros de armas cristianos, de prédicas patrióticas en el campo de batalla. Se dejaban contagiar por las malas costumbres y por las pésimas prácticas occidentales. Se asimilaban. Ya no rezaban en las sinagogas y en los oratorios sino en los templos aburridos en los que la liturgia era mecánica como en todas las mejores iglesias protestantes. Las viejas generaciones luchaban desesperadamente en defensa de Jehová, se herían la cabeza en los muros de las lamentaciones del pequeño oratorio, pedían ser castigados por sus pecados y suplicaban perdón. Los nietos se han occidentalizado. Ellos necesitan el órgano para poder estar preparados para la oración, su dios no es más que una personificación de la  potencia abstracta del naturaleza, su oración se reduce a una fórmula. ¡Por ello son soberbios! Son subtenientes en la reserva y su Dios superior de un capellán de la corte, precisamente por ese Dios por cuya gracia los reyes mandan. Y esto para ellos significa tener una cultura occidental” (Magris, p. 67).

 

 

BIBLIOGRAFÍA:

 

NURNBERGER, H., (1995), Joseph Roth, Valencia, Ediciones Alfonso el Magnánimo.

MAGRIS, C., (1998), El mito Habsbúrgico en La Literatura Austriaca Moderna, México, UNAM.

MAGRIS, C., (2002), Lejos de dónde (Joseph Roth y la tradición hebraico-oriental), Pamplona, Universidad de Navarra.

MAGRIS, C., (1989), Danube, London, The Harvil Press.

ROTH, J., (1981), La Leyenda del Santo Bebedor, Barcelona, Anagrama.

ROTH, J., (2001), La Tela de Araña, Barcelona, El Acantilado.

ROTH, J., (2005), La Marcha Radetzky, Barcelona, Edhasa.

ROTH, J., (2001), Job, la novela de un hombre sencillo, México, Cal y Arena.

ROTH, J, (2004), Hotel Savoy, Barcelona, El Acantilado.

ROTH, J., (2002), La Cripta de Los Capuchinos, Barcelona, El Acantilado.

WILLIAMS, R., (1995), Marxismo y Literatura, Barcelona, Síntesis.

 

IÑAKI VÁZQUEZ LARREA

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 



[1] Doctor en Antropología y MA en Literatura Europea Comparada.

 



[1] Gracias a estos judíos había quedado asegurado el cultivo y predominio de la cultura alemana en las fronteras orientales de la monarquía, y las escuelas secundarias (este era caso de Roth) eran los centros que más contribuían a ello. Hay muchos testimonios- Kart Emil Franzos o Stefan Zweig-por citar sólo los escritores más conocidos. Si Stefan Zweig, consideraba que “para los judíos orientales, Alemania nunca ha dejado de ser la patria de Goethe y Schiller, de los poetas alemanes que cualquier adolescente judío deseoso de aprender conoce mejor que nuestros bachilleres de la cruz gamada”.En el caso de Joseph Roth su lenguaje como escritor lleva impresa la huella de Flaubert, Stendhal y Zola, pero nunca dejó de apreciar a Shakespeare, Lessing y Holderlin, incluso se sabía de memoria largos fragmentos de Fausto.

[2] Podríamos definir a Joseph Roth como un judío oriental en busca de patria. Sin embargo, Roth rechazaba el sionismo considerándolo una salida práctica de escasa envergadura. Considerado como un renegado por muchos correligionarios, Roth no dejaba de sentirse fascinado por la misión encomendada a los judíos, la de encarnar la señal de Dios en este mundo. Fruto de esta fascinación serán novelas como Job, una reflexión sobre a culpa y el castigo desde una perspectiva judía, y una alegoría sobre la necesidad del mantenimiento de la tradición como instrumento de supervivencia comunitaria frente al antisemitismo, la guerra y el nacionalismo.