Resumen
Análisis
sociológico para comprender el devenir de la escuela media en un complejo
contexto de crisis y desigualdad social.
Abstract
Sociological
analysis to understand the develop of the media school into a complex context
of crisis and social inequality.
Escuela,
crisis y cuestión social: análisis significativos desde la sociología de la
educación
Por: Esteban
Abel Amoretti
(Re)Conociendo
el Sistema Educativo: aproximaciones previas. Orígenes del Sistema Educativo
Nacional
El
Sistema Educativo Nacional (SEN) impulsado por el Estado argentino a mediados
del siglo XIX es caracterizado por Tedesco como un sistema educativo
oligárquico ya que principalmente tenía una función política. Por un lado
tenía como misión homogeneizar a la población; por otro, perpetuar a las
elites dirigentes a través de una fuerte segmentación entre educación primaria
y educación media y superior.
La
obligatoriedad de la educación común, tal como fue sancionada en 1884 por
la ley 1420, logró la homogeneización y el disciplinamiento de una sociedad
heterogénea y cada vez más grande debido a la continua llegada de inmigrantes.
Podemos
marcar una diferencia entre los orígenes del sistema educativo argentino con lo
ocurrido en otros países, especialmente en los europeos, en los cuales la
escuela en tanto institución tenía una vinculación muy estrecha con las
necesidades económicas de la sociedad industrial, tal como lo plantea el
filósofo e historiador francés Michel Foucault. Este pensador caracteriza a las
instituciones disciplinarias (la fábrica, la cárcel, la escuela) como
dispositivos que operan en los cuerpos, distribuyéndolos en los espacios
productivos para extraer o acumular tiempo rentable en ellos, es decir, reproducir
la fuerza de trabajo formando cuerpos útiles en lo económico y dóciles
en lo político. De este modo, los sujetos se forman y conforman en espacios
físicos y tiempos determinados en los cuales serán calificados y clasificados
(individualizados) para integrarse sin desvíos al cuerpo social.
En
nuestro país, el modelo agroexportador no necesitaba de tales dispositivos para
su mantenimiento (la fertilidad de las tierras no lo requería en demasía), pero
sí para contener a las masas y reproducir la estructura social, junto con el
modelo productivo (Cfr. Tedesco, 1986) A través de la escuela se produjo y
reprodujo la idea de ciudadanía, de nacionalidad, se impusieron valores,
símbolos patrios y un lenguaje en común. La contracara de todos estos
mecanismos, reforzados por una fuerte acción moralizadora, consistió en
la fragmentación entre cultura popular y cultura escolar (Cfr. Morgade, 2006,
p. 8). El Estado, poseedor del monopolio de la fuerza física (el ejército y la
policía), rechazó violentamente aquellos saberes, prácticas y subjetividades
que no se amoldasen a los mandatos cívicos de la nación.
El
Estado concentra el capital simbólico, es decir, domina la producción de
sentidos de la sociedad y tiene los medios para reproducirlos (a través de lo
que Althusser denominó Aparatos ideológicos del Estado). De este modo,
se produce la legitimación de un único modo de ver/ser/pensar al mundo, que no
es más que la universalización de la cultura de las clases dominantes, impuesta
a la sociedad por la fuerza que impone el poder político, siendo aliados
conjuntos de un mismo bloque coercitivo histórico.
En
relación a las posturas epistemológicas que se tomaron en aquella época para la
planificación curricular de los seis años de educación primaria obligatoria, la
autora Myriam Feldfeber explica que, siguiendo los lineamientos positivistas y
normalistas de la época, las maestras y los maestros debían concurrir para su
formación a las Escuelas Normales, cuyo “nombre (…) proviene del vocablo
“norma”, “método”. Es la escuela la que enseña el método, didáctica, los
principios pedagógicos para transmitir racionalmente los conocimientos al
niño.” (Feldfeber, 1996, p. 5) Encontramos, entonces, una fuerte presencia del
paradigma conductista en el origen de estas instituciones.
Como
se dijo anteriormente, otra de las funciones del sistema educativo
oligárquico era formar a la elite dirigente. “Los colegios nacionales
nacidos bajo la proclama mitrista, para la formación de la elite y con un claro
propósito político (Tedesco, 1986), poseían un carácter fuertemente
propedeútico para garantizar el ingreso a la universidad. La intención de
formar cuadros para la administración pública marca el carácter elitista de
origen del nivel medio (especialmente los colegios nacionales), que lo
diferencian del mandato homogeneizador que está en el origen de la escuela
primaria y del normalismo.”(Poliak, 2004, p. 150)
Si
bien durante los primeros gobiernos peronistas se produjeron mayores
posibilidades de acceso a la educación superior (media y universitaria) de las
clases populares (a través de la creación de instituciones paralelas al
sistema educativo tradicional, que continuaba con sus fuerte impronta elitista,
como explican Dussel y Pineau), recién en 2006 se logra la extensión de la obligatoriedad
de este nivel a través de la sanción de la Ley de Educación Nacional (Ley 26206), que dictamina seis años de educación secundaria obligatoria.
Ahora
bien, el experto en educación y sociólogo francés Pierre Bourdieu, nos invita a
pensar si éstas políticas educativas implican mayor equidad e igualdad de
posibilidades para los sujetos. Podríamos reformular este planteo
preguntándonos: ¿somos una sociedad más democrática al tener un sistema
educativo público, obligatorio y gratuito en todos sus niveles? Como primer
instinto, y a la luz de los acontecimientos que están sucediendo actualmente en
varios países de occidente cuyos estudiantes reclaman educación pública y
critican al sistema por reproducir las segmentación y jerarquización social,
podríamos decir que sí.
Pero
ese sí tiene sus limitaciones, ya que, como advierte Bourdieu, los
procesos sociales son más complejos de lo que aparentan cuando se redacta una
normativa legal. El autor, en su obra más importante, La distinción,
argumenta que cuando un bien -en este caso, los títulos académicos es asequible
para una mayor cantidad de agentes dentro del campo en cuestión -el campo
educativo, automáticamente se genera una devaluación del mismo.
Los
sujetos que tenían garantizada su posición en la estructura social ponen en
juego diversas estrategias para evitar el desclasamiento (mantener/mejorar
su lugar en la clase social dominante). Para ello, aumentan la inversión de
diversos capitales (económicos, culturales), hay más competencia, cada vez se apuesta
más alto. Si antes la distinción social estaba claramente marcada por el acceso
a un título de enseñanza secundaria, pasa a ser el título de grado el más
codiciado, y cuando éste se masifica y devalúa, se apunta a los de posgrado,
doctorado, etc. Esta dinámica es denominada por Bourdieu translación global
de la estructura, es decir, en la lucha de clases, las fuerzas y esfuerzos
de los agentes que compiten por un bien dentro del campo terminan
equilibrándose, compensándose, y las diferencias, entonces, se eternizan.
La
cuestión radica en que, para distanciarse de la lógica reproductivista de la
estructura social, se debe producir una ruptura entre las oportunidades
objetivas y las esperanzas subjetivas. Sin embargo, esta concientización y
reflexión sobre nuestros habitus (nuestras disposiciones prereflexivas)
es sumamente difícil, ya que éstos nos forman y conforman, son nuestras
prácticas, nuestras percepciones, nuestros modos de ser y hacer en el mundo.
Ahora
bien, retomemos la cuestión del Estado como productor hegemónico de lo que
Renato Ortiz denomina referentes identitarios, es decir, como generador
de discursos (de sistemas de sentidos) que proponen un modelo de identificación
en el cual los sujetos se reconocen y se encuentran (Huergo, s/f, p. 6). A
comienzos del siglo XIX, la identidad se producía en el reconocimiento del
sujeto en tanto ciudadano: al responder a esta interpelación desde el discurso
estatal pasaba a formar parte de la sociedad (obedece sus normas, reconoce los
símbolos patrios, respeta a sus dirigentes, etc) (Cfr. Laclau y Mouffe, 1987).
En
el campo educativo encontramos también este reconocimiento del sujeto ante las
interpelaciones de la institución: de este modo se configuran los roles del
alumno y del docente que se ponen en juego en la relación pedagógica: “Las
expectativas de los unos y de los otros se dan alrededor de finalidades y de
reglas compartidas; el encuentro escolar es entre el alumno y el maestro antes
que el niño y el adulto. El rol de cada uno predomina sobre su “personalidad”,
el “talento” del maestro juega por añadidura en una relación pedagógica que
resalta más la presencia de los “personajes” que de las “personalidades” (Dubet
y Martuccelli, 1998, p. 45).
Podríamos
acordar, según lo visto anteriormente, que en el espacio escolar todo estaba
trazado y planificado de manera organizada: los roles de docente y alumno
estaban claramente diferenciados, así como también los objetivos de la
institución (formación de ciudadanía), la planificación curricular, los
horarios de entrada y salida cronometrados. Las metas y metodologías para
llevarlas a cabo estaban claras para todos los agentes, ya que detrás de éstas
se encontraba el agente principal: el Estado, metainstitución dadora de
sentido.
Podríamos
detenernos aquí para indagar las diferentes críticas que se le han hecho al
sistema educativo tal como fue planteado en sus modernos orígenes (desde el
escolanovismo de la década de 1920 hasta las críticas de izquierda sobre su
función reproductivista de los valores de las clases dominantes); sin embargo,
debido a las nuevas descripciones del entorno social en general y del educativo
en particular, creemos conveniente situarnos en lo que Jorge Huergo denomina revoltura
cultural, es decir, la realidad cotidiana que enfrentamos en tanto sujetos
que forman parte de una sociedad atravesada por diferentes conflictos y crisis
(políticas, económicas y culturales) y como docentes o alumnos que se hallan en
otrora instituciones.
Utilizando
la conceptualización de Dubet y Martuccelli diremos que, actualmente, ante las
crisis de las instituciones, nos encontramos asistiendo a organizaciones,
en las cuales los valores y sus reglas son elaboradas de modo simultáneo,
emergente y parcial (Dubet y Martuccelli, Op. Cit., p. 45). No hay normas y
límites fijos y estables. En este sentido, podemos decir que hoy la mayoría de
las instituciones escolares se presentan como si fueran hechas con “plastilina”
y adoptan la forma que le dan quienes la frecuentan” (Kessler, 2002, p. 15).
Si
hablamos de crisis de las instituciones, no podemos dejar de lado los aportes
de Deleuze quien, en su Postdata a las sociedades de control, explica el
pasaje de un Modelo de disciplinamiento (instituciones disciplinarias) a
un Modelo de control, en el cual las instituciones ya no son eficientes.
Es desde este abordaje que debemos pensar a la experiencia escolar, como
nuevas prácticas que los sujetos despliegan en un espacio que ya no está
delimitado sino que ha sido franqueado por diversos procesos (masificación,
devaluación de los títulos, cultura de masas, movimientos populares, etc.).
Al
analizar el proceso de desinstitucionalización, y sus repercusiones tanto en la
escuela como en la familia, Guillermina Tiramonti explicará que “cada escuela
define en situación un conjunto de reglas que permitan la convivencia. Esta
definición ad hoc se hace en diálogo con los alumnos en algunos casos y con
las familias, en otros” (Tiramonti, 2004, p. 33). Podemos relacionar estas
sanciones regulatorias en conjunto, con el concepto de parentocracia propuesto
por Van Zanten, en el sentido de que en aquellas escuelas de clase media-media
alta, la intervención de los padres y las demandas de los mismos es mayor,
permitiendo orientar los contenidos y la calidad de la currícula (Van Zanten,
2008). La parentocracia, o rol de la familia sería entonces otro de los
elementos que marcan diferencias a la hora de materializar condiciones de
educabilidad (entendidas no como la capacidad del sujeto individual, sino
como las condiciones que el entorno -físico y afectivo- promueve para generar
procesos de aprendizaje) más acabadas.
Estas
prácticas contribuyen a segmentar el campo educativo, por lo cual el acceso a
la educación no garantiza -como disparan muchas veces los discursos políticos integracionistas
y progresistas- la equidad en calidad e igualdad educativa, ya que de esta
forma bajo este ejemplo vemos que habrá escuelas de pobres con pobres, y
escuelas de ricos con ricos, reproduciendo de este modo las desigualdades
estructurales que se dicen superar.
Acercarse
a la escuela hoy. Características de la institución escolar en un complejo
entorno de cambio social
La
definición de la escuela como una institución intencional y específicamente
educativa, no es una aproximación completa para Jaume Trilla, ya que el
autor plantea que las diferencias entre la escuela y otras instituciones
educativas “no son tanto los fines y las funciones cuanto a la manera de
conseguirlos” (Trilla, 1985, p. 20).
Éste
autor caracteriza y diferencia a la escuela de otras instituciones a través de
la descripción de cinco aspectos inherentes a ésta (Id., pp. 21 y ss.), a
saber:
-
La escuela permite enseñar a muchos a la vez y permite el ejercicio del poder
disciplinario. Es decir, es una realidad colectiva, que puede potenciar
la competencia o, en su lugar, el cooperativismo.
-
La escuela es un lugar físico específico, delimitado. Tal arquitectura
escolar dependerá de la perspectiva pedagógica que se adopte, como también la
mayor rigidez o flexibilidad de los tiempos determinados en los cuales
se asiste a la misma.
-
Los sujetos que asisten a la escuela ocupan posiciones diferentes y
asimétricas: por un lado están los docentes y directivos; por otro, los
estudiantes.
-
Los contenidos que se enseñan en la escuela son seleccionados y
sistematizados en los diseños curriculares, de manera que éstos preceden al
acto de enseñanza, al momento de encuentro entre docentes y estudiantes.
-
La escuela es un lugar de aprendizaje descontextualizado: “encerrarnos
en el aula para hablar del mundo” (Baquero y Terigi, 1996, p. 6) De este modo
los contenidos que se enseñan son contenidos escolares, cuya incidencia pocas
veces existe extramuros, “crea una cultura propia que acaba tornándose
un fin en sí misma” (Id., 1996, p. 9).
Baquero
y Terigi explican que, al pasar de la díada pedagógica docente-discente a la
tríada docente-alumno-saber, los contenidos pasaron a ocupar el foco de
atención en los estudios, por lo que es necesario retomar en éstos la función
de los determinantes duros a la hora de explicar el aprendizaje escolar
(Id., p. 12).
Uno
de los determinantes duros, como analizamos en el apartado anterior, es la
diferenciación de roles dentro de la escuela. En realidad, la asimetría es un (pre)requisito
para que se produzca el proceso de enseñanza-aprendizaje, más allá de los
diferentes modos de abordarlo en función de la perspectiva teórica y
epistemológica en la cual nos posicionemos.
Ahora
bien, la asimetría docente/alumno, si bien es necesaria, también limita las
potencialidades de los procesos educativos, convirtiéndose en una de las
problemáticas más frecuentes dentro del campo. Uno de los enfoques que nos
permiten abordarla es el de la teoría del etiquetado. Creemos oportuno,
antes de desarrollar esta teoría, poner en evidencia las relaciones entre el
discurso psicológico y las prácticas escolares, en donde el primero legitima a
las segundas (Id., p. 3). Baquero plantea que las categorías y técnicas
generadas por esos discursos psicoeducativos, que determinan la identidad
subjetiva, tienen como efecto impensado la producción y segregación de
diferencias (Baquero, 1997, p. 12).
Ésta
teoría “se ha ocupado del estudio de por qué se da una etiqueta a las
personas y quién las clasifica como personas que han cometido uno u otro
tipo de desviación” (Rist, 1999, p. 616). Siguiendo a Rist, entendemos por
desviación no una cualidad o acción del sujeto, sino “como el resultado de
reacciones y definiciones de grupo. Se trata de un juicio social impuesto por
un público social” (Id., p. 616).
Apoyándonos
en el concepto de habitus de Bourdieu, podemos ver que, en el encuentro entre
docentes y alumnos, lo que se produce es, en realidad, un “reencuentro esperado
de habitus prefigurados, el esquema perceptivo del maestro se conforma con base
en un porvenir probable que él anticipa, “pero que, al mismo
tiempo, ayuda a realizar” (Tenti Fanfani y otros, 1984, p. 88). Las categorías
descriptivas del maestro, denominadas por los algunos autores como expresión
escolar del habitus del maestro,
se nutren de dos fuentes: por un lado el contacto directo con la persona que
será clasificada; por otro, con información de segunda mano, ya sea la que les
brindan colegas, familiares, o el legajo escolar y otras documentaciones disponibles
(Cfr. Rist, op. cit., p. 620). Vemos, entonces, que durante la trayectoria
escolar, los alumnos son etiquetados, clasificados “con base en una serie de
categorías típicas (“inteligente”, “creativo”, “responsable”, “disciplinado”,
etc.) (Tenti Fanfani y otros, op. cit., p. 88), que influyen en el rendimiento
escolar (Cfr. Rist, op. cit. p. 620).
Como
trasfondo de todas estas etiquetas tenemos la categorización de lo “normal”:
los tiempos de aprendizaje, los modos de comportarse, los modos de ser y hacer,
todos fueron históricamente institucionalizados, legitimados por los discursos
psico-educativos y puestos en práctica dentro del aula. Como explican Baquero y
Naradowsky, “lo `normal´ se revela como aquél proceso de apropiación de la
cultura por parte del niño en las condiciones normalizadas al efecto” (Baquero y
Narodowski, 1994, p. 63). Wertsh ha tomado en consideración estas categorías y
clasificaciones que realiza el docente y las ha incorporado a la noción
vigotskiana de instrumento de mediación, entendiendo que “en lugar de
reflejar o describir simplemente algún tipo de realidad acerca de determinado
estudiante, se `constituye´ o `se construye´ (Mehan, 1989) la identidad del
estudiante de acuerdo con supuestos de carácter sociocultural (Wersch, 1991:54)”
(Id., p. 11).
Cabe
hacer una aclaración sobre la concepción de identidad desde la cual nos
posicionamos. Consideramos que éstas, como propone Hall, no tienen que ver con
un ser esencial y único, sino que son procesos de devenir: "no
`quiénes somos´ o `de dónde venimos´ sino en qué podríamos convertirnos, cómo
nos han representado y cómo atañe ello al modo como podríamos
representarnos" (Hall, 2003, p. 17).
El
proceso de etiquetaje, como en todo proceso cultural, no es ajeno a la lucha y
apropiación por el significado; se producen rechazos y negociaciones por parte
de los alumnos para “escapar” de las etiquetas; sin embargo, Rist advierte que
es muy difícil que el alumno logre resistir a la autoridad: “el resultado más
probable es que al cabo del tiempo, el estudiante avance hacia la conformidad
con la etiqueta que la institución desea imponer” (Rist, op. Cit., p. 626).
Esta
conformidad con la etiqueta, indistintamente de cuál sea ésta, se incorpora en
la subjetividad del individuo, quien se identifica con la misma y se reconoce
en ella. En este sentido, Rosana Reguillo Cruz habla del pasaje del estigma
al emblema, que permite a los individuos resistir a lo impuesto a
través de un proceso de apropiación de aquellas etiquetas consideradas
como negativas por parte del docente: son resignificadas por los
alumnos, quienes (re)construyen su identidad tomándolas como referentes. En
palabras de la autora: "Si algo caracteriza a los colectivos juveniles
insertos en procesos de exclusión y de marginación es su capacidad para
transformar el estigma en emblema, es decir, hacer operar con signo contrario
las calificaciones negativas que les son imputadas" (Reguillo Cruz, 2000,
p. 79).
Al
empezar a considerar las expectativas de los docentes como elementos que entran
en juego dentro de la escuela, en tanto clasificaciones/calificaciones que
operan sobre la subjetividad y prácticas de los individuos, nos corremos de un
análisis qué sólo toma en cuenta los determinantes estructurales para
adentrarnos en procesos más complejos, que implica repensar y reflexionar sobre
las propias prácticas docentes, a las cuales Baquero se refiere como el “carácter
no-pensado de buena parte de las reglas, procedimientos y sistemas de
categorización utilizados” (Baquero, op. Cit., p. 12), que de manera
inconsciente (pre-reflexiva, habitus), obturan la posibilidad de generar
otros modos-de-ser, de vincularse en las relaciones asimétricas propias de
estos contextos.
Crisis
educativa y mutaciones de sentidos. ¿Cambios para bien o para mal?
A
la hora de analizar la crisis educativa, en el marco de un proceso generalizado
de crisis institucional, comenzando por el Estado y afectando a todos sus
aparatos, como se desarrolló en “Orígenes del Sistema Educativo Nacional”, es
inevitable pensar en los distintos efectos que ésta produce en las
características estructurales, es decir, en lo que hemos denominado determinantes
duros.
Silvia
Duschatzky se refiere a estos cambios como una “mutación que erosiona los
pilares de la escuela” (Duschatzky, 2001, p.129), teniendo en cuenta que la
crisis institucional es acompañada por el declive simbólico y hegemónico de la
escuela. Como explica la autora, “la destitución simbólica de la escuela hace
alusión a que la `ficción´ que ésta construyó mediante la cual eran
interpelados los sujetos dejó de tener poder performativo” (Duschatzky y Corea,
2002, p. 81).
Hoy,
nuevas narrativas, nuevos modos de representar y actuar en el mundo, compiten
con la propuesta escolar moderna, la cual pierde su posición hegemónica en
tanto máquina de imponer identidades (Cfr. Sarlo, 1998).
A
continuación desarrollaremos las diferentes mutaciones y desplazamientos
que tuvieron lugar en los últimos tiempos, especialmente desde fines del siglo
XX, con las políticas neoliberales aplicadas por la dictadura y los gobiernos
democráticos que le sucedieron, a las que se le suma el desarrollo tecnológico
y la entrada en la denominada sociedad de consumo ( Cfr. Bauman, 2007).
Una
de las características indispensables de la institución escolar, es el
encuentro entre docentes y alumnos y la relación asimétrica que se establece
entre ellos. Ahora bien, si tenemos que tomar presencia, encontraremos
que los alumnos se han ausentado de las aulas. A pesar del desconcierto
que esto genera, los docentes logran vislumbrar ciertas morfologías,
subjetividades extrañas e irreconocibles.
Nuevas
subjetividades han desplazado al alumno (entendiendo a éste como una
construcción histórica que ha realizado la modernidad), aquel discente prolijo,
disciplinado, higiénico, está ausente. Este punto es clave para poder
comprender la crisis presente en las instituciones: ya no nos encontramos con
sujetos cuyas identidades fueron formadas por la escuela.
Si
la hegemonía de la escuela ya no es tal, y múltiples referentes identitarios
entran en juego al producirse los procesos de subjetivación, podemos
pensar, siguiendo a Duschatzky y Corea, que “quizás (…) lo propio de nuestras
circunstancias es la ausencia de referentes y anclajes y que, por lo tanto,
cualquier sistema de referencias que se arme conlleva la oportunidad de un
proceso subjetivante.” (Duschatzky y Corea, 2002, p. 74). Esta mirada se
complementa con la definición que hemos dado de identidades, en relación a las
características que Hall reconoce en ellas (relacionales, no-esenciales,
múltiples).
Otra
de las características a tener en cuenta a la hora de pensar en las
transformaciones ocurridas, es el pasaje de una sociedad postfigurativa (en
donde los niños respetan y mantienen fuertes vínculos con el pasado), a una sociedad
cofigurativa. Éstas, como las define Margaret Mead, son más flexibles para
adaptarse a los cambios y priman las relaciones entre pares, minimizándose la
influencia de los adultos como transmisores de valores. Esta “horizontalidad de
las relaciones definen códigos comunes, y patrones de conducta compartidos que,
en general, el sistema escolar no reconoce ni valoriza.” (Aisenson, 2002, p.
146).
Además
de esta fuerte implicancia de los pares, la escuela debe comprender que otros
elementos y prácticas pasan a formar parte del mundo de los jóvenes, en tanto
“el ecosistema bidimensional que descansaba centralmente en la alianza
familia-escuela ha sido agotado, y que entre una y otra institución hay un
conjunto complejo de dispositivos mediadores, entre ellos los medios de
comunicación, que posibilitan al joven el acceso simultáneo a distintos mundos
posibles.” (Reguillo Cruz, p. 62).
Todos
estos cambios provocan un estallido de las representaciónes (Duschatzky,
op. cit., p.134) encarnadas en la escuela moderna, desde la subjetividad de los
alumnos, hasta los cambios en la concepción del tiempo y en espacio y la puesta
en cuestión de la autoridad docente y el saber escolar.
Retomando
la problemática sobre los nuevos “personajes” de las aulas, podemos decir junto
a Duschatzky, que “`civilización y barbarie´ conviven hoy en la misma
institución nacida paradójicamente para asegurar su oposición.” (Id., p.128).
A
aquellas antinomias planteadas por la modernidad infante/adulto, alumno-hijo/
docente-padre, las han ido diluyendo. Madres adolescentes, jóvenes portando
armas, delincuentes juveniles (Id., p.128), el oxímoron (la combinación de
opuestos) forma parte del paisaje escolar actual.
También
aparecen en las escuelas medias alumnos -trabajadores, es decir, “se dislocan
también las viejas posiciones que retrataban a un alumno-joven como aquel que
recibía cuidado y provisión material de manos de su familia.” (Id., p.136). En
la coyuntura actual, “la necesidad de empleo comienza a tener cada vez más
peso, transformándose en un factor relevante para continuar los estudios.”
(Aisenson, Op. cit., p. 144), por lo tanto la división entre las etapas de
formación y las de producción (trabajo) se ven yuxtapuestas.
Teniendo
en cuenta estas mutaciones, las instituciones disciplinarias no pueden
continuar operando “como si el sujeto interpelado estuviera constituido por las
marcas disciplinarias, (…) [porque] el que responde no lo hace con una
subjetividad institucional sino mediática” (Lewkowicz, Op. Cit., p. 35).
Los
nuevos habitantes de las aulas son sujetos dispersos, interpelados por el
mercado como individuos-consumidores, quienes, a diferencia del ciudadano, son
“sujeto[s] del instante. El acto de consumir se consume en el presente. Cada gesto
de consumo es disuelto por el que viene sin armar una trama de sentido.”
(Duschatzky, 2001, p.132). Estos actos sin un orden narrativo son referidos por
Reguillo Cruz como pensamientos en videoclip, es decir, los sujetos
piensan al mundo como una sucesión de imágenes no necesariamente armónicas.
(Reguillo Cruz, Op. Cit., p. 67).
Como explica esta autora, desde los años setenta encontramos conjunto
complejo de dispositivos mediadores que aparecen en la escena y
“posibilitan (…) el acceso simultáneo a distintos mundos posibles” e influyen
en la construcción de identidades sociales (Reguillo Cruz, op. cit., p. 62).
Uno
de los principales temas a abordar para poder pensar estos procesos de
construcción identitaria se refiere a los consumos infanto-juveniles, y los
modos de identificación que estos posibilitan. Para ello es necesario hacer
ciertas aclaraciones teórico-metodológicas: cuando hablamos de consumos, nos
referimos a la concepción planteada por García Canclini, quien define al consumo
cultural como el “conjunto de procesos de apropiación y usos de productos
en los que el valor simbólico prevalece sobre los valores de uso y de cambio” (
García Canclini, 1999,p. 42) Desde esta perspectiva, no entendemos al consumo
como consumismo ni como mera manipulación del mercado, sino que encontramos en
este proceso movimientos de asimilación, rechazo, negociación y
refuncionalización de aquello que los emisores proponen. Es decir, reconocemos
entonces tanto la dimensión simbólica de los objetos culturales como el rol
activo de quienes se los apropian en la instancia del consumo.
Para
poder encontrarnos con estos sujetos debemos, entonces, “ponernos en sus
zapatos”, comprender cómo piensan y actuán, cómo generan distintos procesos de
significación; lo que implica, por un lado, no caer en prejuicios sobre la
manipulación mediática y, por otro, dejar de considerar a los medios de
comunicación y las nuevas tecnologías como meros instrumentos y reconocerlos
como dispositivos que constituyen una red de significación en la cual estamos
inmersos, desde la cual interpretamos nuestro entorno y actuamos sobre el mismo
(Buckingham, 2007).
Los
dispositivos crean “un ecosistema comunicativo en el cual se modifican los
campos de experiencia al ritmo de la configuración de nuevas sensibilidades, de
modos diferentes de percibir y de sentir, de relacionarse con el tiempo y el
espacio y de reconocerse y producir lazos sociales.” (Huergo, s/f, p. 2) Las
categorías de tiempo y espacio se modifican, vivimos en un presente continuo, las
comunicaciones son instantáneas más allá de las distancias, experimentamos y
pensamos el mundo desde las diferentes representaciones que nos brindan los
nuevos medios de comunicación.
En
el ámbito de las industrias culturales no sólo hay homogeneización sino que se
pone en juego un proceso de identificación-diferenciación que permite la
construcción de identidad a partir de las propuestas del emisor. Dice Reguillo
Cruz: “el vestuario, la música, el acceso a ciertos objetos emblemáticos,
constituyen hoy una de las más importantes mediaciones para la construcción
identitaria de los jóvenes, que se ofertan no sólo como marcas visibles de
ciertas adscripciones sino, fundamentalmente, como (…) un “concepto”. Un modo
de entender el mundo y un mundo para cada “estilo”, en la tensión
identificación-diferenciación.” (Reguillo Cruz, op. cit., p. 27).
Reguillo
Cruz encuentra en los jóvenes un modo de relacionarse con el consumo al que
define como “ambiguo”: en la homogeneización de las industrias cultural aparece
también la posibilidad de diferenciarse. Esta posibilidad es la que permite una
mayor multiplicidad de fuentes de identificación (culturales, políticas, de
género), más allá de la clásica identidad de clase (Tadeu da Silva, 1998, p.
29), constituyendo una de las principales diferencias respecto a la escuela
tradicional y uno de los mayores desafíos para las políticas educativas:
incluir a una pluralidad de sujetos en lugar de formar una subjetividad
homogénea.
Si
bien estos desplazamientos promueven otro tipo de prácticas y exige que la
escuela se acerque a la vida cotidiana, no sólo en cuanto a lo curricular sino
también en lo metodológico y en las pedagogías de transmisión de saberes (ante
otros sujetos, otras prácticas y otros contextos; no podemos seguir utilizando
fórmulas modernas),
no hay un correlato automático entre éstos y la disminución de las
desigualdades, aunque sí abre una posibilidad que debe ser tomada en cuenta.
El
reconocimiento de los saberes, prácticas y consumos de los sujetos es indispensable
para la producción de aprendizajes significativos, tal como los define Ausubel
(Cfr. “La experiencia a la luz de las teorías”), es decir, relacionando los
conocimientos que poseemos con los que adquirimos en el proceso de enseñanza.
De este modo, los conocimientos previos de los sujetos no son un obstáculo sino
un requisito para lograr el aprendizaje. Esto implica valorar tales
conocimientos, en su diversidad, en su capacidad de producir significaciones,
etc.
Los
docentes y el saber escolar
Si
anteriormente habíamos descripto al saber escolar como un saber descontextualizado,
hoy es prudente que la escuela incorpore las experiencias extraescolares
(Follari, 1998, p. 43). Encontramos, de este modo, un desplazamiento importante
respecto a la educación moderna: las arquitecturas escolares ya no logran
mantenerse amuralladas, sino que son permeadas continuamente por nuevos
conocimientos, nuevas formas de acceso y de producción de los mismos.
Narodowski
afirma que la cultura extraescolar ha llegado a cuestionar a la cultura escolar
(Cfr. Narodowski, 1999), lo que provoca, a su vez, otro desplazamiento: el del
docente como único poseedor de saber: “la relación asimétrica docente-alumnos
también se pone en cuestión, no solo porque el saber legitimado parece correrse
de las paredes escolares, mediante la irrupción de nichos emergentes como las
nuevas tecnologías sino porque en ocasiones los chicos vigilan la performance
de los profesores.” (Duschatzky, op. cit., p. 137).
Con
el advenimiento de los cambios culturales estructurales que se desarrollaron en
los últimos tiempos, y al poner en cuestión el saber escolar como el único
saber que merece ser transmitido, se pone en jaque el rol del docente como el
guardián y transmisor del mismo. Como explicaban despectivamente, Grignon y
Passeron (1991), “el relato [docente] se arma desde una lógica
`etnocéntrica-miserabilista´ que (…) describe al sujeto subalterno en términos
de inferioridad respecto de una cultura legitimada, bajo el principio que
sostiene que a la privación material le correspondería la privación cultural.”
(Duschatzky y Corea, op. cit., p. 83). Esta fórmula hoy es difícil de
encontrar. Actualmente son ciertos docentes quienes desconocen la cultura
mediática en la cual están inmersos los sujetos, y por ello recurren a cierto fundamentalismo
educativo (Buckingham, 2007, p. 129), aferrándose al modelo moderno
de educación en el cual su rol y autoridad pedagógica eran incuestionables,
perdiendo de vista que éste dispositivo ya no tiene lugar en el anárquico contexto
actual.
Del
fracaso escolar. Algunas razones.
Para
no obstruir las potencialidades de las nuevas tecnologías en su capacidad de
hacer visible la diversidad en las escuelas, es necesario que el docente
reflexione sobre sus prejuicios respecto de los consumos, conocimientos y
significaciones que los sujetos poseen. Además, en necesario que esté alerta
para no legitimar ciertos conocimientos por sobre otros, tal como lo ha hecho
la escuela moderna.
Varela-Álvarez
y Uría, al desarrollar la aparición de una serie de instancias que
posibilitaron la creación de la escuela, reconocen la distinción que se
brindaba en la educación de los niños pobres, ligada al adiestramiento
para los oficios, la moralización y el disciplinamiento; y la educación del
Príncipe niño, quien era educado para mandar (Cfr. Varela-Álvarez y Uría)
En
la actualidad, estas diferencias se mantienen desde el punto de vista de que
“para algunos niños, la escuela es una prolongación natural del hogar (…) pero
representa un corte abrupto para otros niños que provienen de los sectores más
desfavorecidos” (Lus, 2000, pp. 57-58).
Bourdieu
sostiene que el principal factor que interviene en el rendimiento escolar es el
capital cultural previamente invertido por la familia (Cfr. Bourdieu, “Tres
estados del capital cultural”), por lo tanto, siguiendo a Lus, encontramos que
“en el origen del problema del fracaso escolar se halla una representación de
la cultura escolar, desde la cual se cree en la igualdad de oportunidades
iniciales para todos los niños. Desde esta postura de `igualitarismo formal´ se
trata a todos los alumnos como si fueran iguales y en la práctica no se hace
sino consolidar cualitativa y cuantitativamente las diferencias” (Lus, op.
cit., p. 57).
Sabiendo,
entonces, que la contradicción y el conflicto entre cultura escolar y cultura
social es mayor en las clases sociales económica y culturalmente dominadas
(Tenti Fanfani, op. cit., p. 7), el docente debe estimular la equidad en el acceso
simbólico (Minzi, 2008, p. 54): las prácticas y los conocimientos de los
que se parte son diversos, pero ello no implica que la cultura escolar pueda transformar
la diversidad en patología (Lus, op. cit., p. 58).
La
intervención de la psicología en educación ha legitimado esta patologización de
los sujetos, en la mayoría de los casos provenientes de clases bajas, para
quienes su universo cultural familiar se torna un obstáculo en su trayectoria
escolar. “El problema se torna crítico por sus efectos deliberadamente
políticos: una suerte de sospecha se cierne sobre las posibilidades de ser
educados de los alumnos provenientes de sectores populares” (Baquero y otros,
2002, p. 3).
La
capacidad del individuo de ser educado (concepto de educabilidad) es
considerado como una innata al sujeto: el famoso “no le da la cabeza” que se
escucha en los pasillos escolares, no es más que la expresión informal de lo
que desde el paradigma patológico-individual la psicología educativa ha
denominado como retardo mental leve. Esta es una categoría encubridora,
en tanto oculta que su rotulación se realiza en aquellos niños pertenecientes a
las clases populares, y a su vez, en su funcionamiento como “una doble
etiquetación de los niños”, señala un desempeño escolar insuficiente. (Lus, op.
cit., p. 41). Desde esta postura, las razones del fracaso escolar masivo se
deberían a una suerte de sumatorias de fracasos individuales, “ponderando las
diferencias culturales, de estilos cognitivos, de ritmos de aprendizaje, como
déficit de los niños o como expresión de anomalías o retrasos en sus
desarrollos o en su pobreza de capital cultural.” (Baquero y otros, 2002, p. 4)
Las
consecuencias más visibles de calificar/clasificar a un sujeto como
“alumno-problema” son, siguiendo la clasificación de Perrenoud, las siguientes:
“las consecuencias formales (…) [como] la repetición de curso, el envío a una
clase de apoyo, la asignación a un grupo de nivel más bajo o, aún más grave, la
relegación a la educación `especial´ o el impedimento para el ingreso en las
escuelas más exigentes de la enseñanza secundaria. Las consecuencias informales
afectan a la vida cotidiana del alumno, a su autoimagen, su autonomía, sus
relaciones con maestros y padres” (Perrenoud, 1990, p. 184). De esta forma, la
vida del sujeto se ve afectada no sólo en su trayectoria escolar, sino también
en su proyecto de planificación futura. Es la anticipación práctica, en gran
medida inconsciente, de los límites objetivos adquiridos durante la experiencia
social y educativa, y se expresa en premisas negativas del tipo `este trabajo
no es para mí´o `no nací para la universidad´ (…), o más positivas, tales como:
(…) `nací para ser científico´.
A
pesar de las dificultades que implica para los sujetos el “correrse” de las
etiquetas con las que son rotulados durante su trayectoria escolar, y los
efectos que éstas tienen en su desarrollo subjetivo y proyecciones futuras,
éste intenta, de todos modos, “lograr el compromiso entre sus propias
ambiciones y lo que se exige de él”. (Perrenoud, op. cit., p. 184).
Una
estrategia sería hacer suyo el proyecto de los adultos. Tanto en la
escuela como en la familia a los sujetos se los intenta convencer de que el
éxito o fracaso escolar es su proyecto de formación, pero no es ésta la
única táctica que los alumnos desarrollan. Quienes carecen de interés por
aprender y no adoptan el proyecto propuesto, utilizan maniobras reactivas para
hacer frente “a lo que se le impone- enseñanza y evaluación” (Id., p. 185).
Denominamos,
junto a Perrenoud, a estas estrategias como oficios de alumno, es decir,
aprendizajes que éste va adquiriendo durante su vida académica, que le permiten
actuar y reaccionar ante los imperativos de la institución: “el alumno
comprende mejor cómo se fabrican los juicios de excelencia y aprende el `uso
adecuado´ de la evaluación.” (Id.)
Ahora
bien, estos aprendizajes informales se relacionan de manera intrínseca con lo
que se denomina currículum oculto, el cual “se refiere a las condiciones
y rutinas de la vida escolar que originan regularmente aprendizajes ignotos,
ajenos a los que la escuela conoce y declara querer favorecer” (Id., p. 158).
El
aprendizaje del sentido común (en tanto esquemas y categorías fundamentales de
pensamiento social, visión de mundo pensada como la única posible), forma parte
del aprendizaje del oficio de alumno. Los objetivos “no cognitivos” del
currículum oculto (orden, limpieza, respeto a la propiedad, no violencia) (Id,
pp. 160 y ss.), demuestran la función socializadora de ésta, ya que son estos
aprendizajes los que permiten a los sujetos no sólo mantenerse en la escuela,
sino que “la cultura escolar (…) también incluye las modalidades de
comunicación y transmisión de saberes para poder actuar socialmente (más allá
de la escuela) que operan de acuerdo con la `lógica´ escolar. En este sentido,
la cultura escolar es una forma de producción, transmisión y reproducción que
tiende a la organización racional de la vida social cotidiana. La cultura
escolar, entonces, transforma desde dentro la cotidianidad social,
imprimiendo en ella formas de distribución, disciplinamiento y control de
prácticas, saberes y representaciones aún más allá de los ámbitos identificados
como la `institución escolar´.” (Huergo, s/f, p. 4)
La
pertinencia que tiene la escuela como dispositivo de socialización ya no es
hegemónico, como hemos reiterado en el desarrollo de este trabajo, sin embargo
esto no implica que no continúen reproduciéndose (tal vez con mayores
resistencias) estas prácticas organizadoras de la vida en sociedad. Tal vez
sería pertinente pensar que las reglas hayan cambiado y en lugar de producirse
esa transformación desde dentro, sea la realidad social la que desde
fuera transforma y desplaza las lógicas escolares.
Algunas
conclusiones
La
crisis en las instituciones disciplinarias puede ser una oportunidad de cambio,
de pensar propuestas alternativas superadoras al sistema educativo moderno, que
muchos insisten en hacer resurgir de las cenizas. Entender crisis no como caos,
sino como grieta, como posibilidad de repensar y rever, de cuestionar y poner
en suspenso aquellas categorías y modos de hacer que pensábamos como únicos.
El
desarrollo histórico implica transformaciones en todas las dimensiones de la
vida social e individual. Como institución histórica, la escuela no
puede permanecer al margen de estos cambios. Follari nos impela a reconocerlos:
“Ya no podemos cerrar los ojos a los cambios propios de una época (…): estamos
en una condición tal, que tenemos que hacerle caso a esa cultura en la que
estamos, tenerla en cuenta, para ver cómo le respondemos.” (Follari, 1998, p.
40).
Si
no empezamos a visibilizar estos cambios y a modificar nuestras prácticas para
poder hacernos cargo de los mismos, continuaremos aglutinándonos en galpones,
esos espacios que Lewkowicz define como lugares en donde sólo hay encuentro
físico entre los sujetos, pero cuya característica es el desencuentro,
entendido como la falta de sentidos comunes que permitan una comunicación
abierta y fluida entre docentes y alumnos (Lewkowicz, Op. Cit., pp. 30-36)
Entendiendo,
entonces, que la escuela tiene grandes dificultades para reorganizarse
alrededor de un patrón cultural diferente del de la modernidad que le dio la
vida, debemos, por lo tanto, situarnos en la dimensión cultural de la crisis,
ya que es allí en donde entran en disputa los nuevos sentidos promovidos desde
otras instituciones y aquellos que la escuela intenta “resucitar” (Tiramonti,
2004, p. 19): como contraposición al declive en la capacidad disciplinadora de
la escuela, este nuevo (des)orden trae de suyo el surgimiento de la
singularidad, de la pluralidad, de la diversidad (Cfr. Narodowski 1999).
Como
explica Duschatzky, la caída del imaginario educativo moderno “podría contener
alguna posibilidad si nos obliga a abandonar el hábito de pensar en las
escuelas como entidades esenciales que deberán responder siempre a sus
intenciones fundacionales” (Duschatzky, 2001, p. 134). Dar lugar a nuevos
imaginarios instituyentes, enriquecer el proceso de enseñanza-aprendizaje con
la integración de lo diverso, implica desplazarse de esos pilares que forjaron
a los sujetos modernos, para colocarnos en un terreno menos firme, pero más
cercano a las condiciones actuales a las que se enfrenta el sistema. Es darle a
la escuela una nueva misión, si es que queremos que ésta no se hunda más como
una barca sobrecargada.
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