Revista de Ciencia Poltica
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Revista Nº15 " TEORÍA POLÍTICA E HISTORIA "

RESUMEN

           

            Dos cuestiones y una muestra ilustrativa de la segunda cuestión estructuran estas notas. El calificativo de notas responde al carácter necesariamente introductorio de esta propuesta, cuya hipótesis básica busca demostrar la falacia objetivista de la historiografía: pretender apresar la «cosa-en-sí» (aún de hechos contemporáneos) violenta la estructura psico-física del ente humano, a quien sólo le es dable capturar imágenes que luego comprenderá hermenéuticamente. La historiografía crítica u objetivista inmersa en la disección de la «cosa-en-sí» se aleja de su única válida misión que es apropiarse de la savia del factum (que desprecia)  para permitir al hombre entenderse como «ser-en-el-mundo» «con-otro». Nuestra hipótesis reposa en la  necesidad de operar un «giro copernicano» que retome la tradición preservada durante 2.500 años y que remonta a la historia de la plenitud vital, al epos, a encontrarnos con nuestra esencia histórico-mítica. Podrá entonces el historiador ayudar a procrear generaciones libres, lo cual impone desprenderse del lastre tóxico de la voz «ciencia», marca indeleble de la «omnipotencia antropológica» con que el siglo XIX envolvió a las «disciplinas del espíritu». Lo histórico mundano es posible por el pensamiento mítico. En Argentina, el «mito Kirchner» así lo mostró colocando en entredicho a toda positividad objetivista.

 

ABSTRACT

 

            Two questions and an illustrative sample about the second question structures these notes. The qualification of notes responds to the introductory nature of this proposal, which seeks to demonstrate the basic assumption of historiography objectivist fallacy: trying to capture the «thing-in-itself» (made ​​even contemporaries) violent the psycho-physical structure of the human body , who is only possible after capture images that comprise, late, hermeneutically. Criticism or objectivist historiography immersed in dissecting the «thing-in-itself»  is only valid away from its mission that is appropriate factum sap (which despises) to enable man to see himself as «Existence-in-the-world» «with-other». Our hypothesis rests on the necessity to operate a «Copernican Revolution» to resume the tradition preserved for 2,500 years and dating back to the history of the fullness of life, the epos, to meet our historical-mythical essence. The historian, then, could help to breed free generations, imposing detached from the toxic burden of the voice «science», indelible mark of the «anthropological omnipotence» that engulfed the nineteenth century the «disciplines of the Spirit».The it mundane historical is possible because the mythical thought. In Argentina , the «myth Kirchner» has showed it by putting into question the whole objectivist positivity.

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NOTAS ACERCA DE LA HISTORIOGRAFÍA CRÍTICA Y

DEL SINGULAR ENTRAMADO DEL PENSAMIENTO MÍTICO:

LA GESTACIÓN DEL «MITO KIRCHNER»

 

Por  RUBÉN DARÍO SALAS

 

 

INTRODUCCIÓN

 

Estas notas se proponen dar cuenta de la emergencia en Argentina de un «mito político». Nació con el fallecimiento, el 27 de octubre de 2010, de quien ejerció la presidencia de la República entre los años 2003 y 2007. Nos referimos a Néstor Kirchner, cuya figura devino construcción mítica sin que narración historiográfica alguna hubiera siquiera entrevisto el proceso de gestación de ese poderoso élan vital que hizo eclosión el día de su deceso. En el mundo globalizado del discurso hegemónico de la Corporación imperial desterritorializada (Hardt y Negri 2002: 12), aquel que ha reemplazado a las tradicionales estructuras políticas del llamado Estado-Nación, la expresión vital de la “multitud” (cf. Hardt y Negri 2004: 15-19) se deslizó entre sus hendiduras.

 

Nuestras notas buscan dar cuenta de esa realidad que despertó calladas vivencias dentro del estridente orden virtual de la cultura post-moderna del discurso hegemónico. Vale decir, advertimos que el discurso replegado, de imponerse algún día, puede hacerlo recorrido por formas de expresión donde el pensamiento racional y el mítico se articulen sin conflicto. Mytos y lógos se insinúan como dinámica creadora de aquel discurso que en silencio murmura: «otro mundo es posible».

           

Notas que pretenden también (a manera de contraste) exhibir la esterilidad del pensamiento historiográfico de nuestro medio, aquel que, desde el ámbito específico de la historiografía argentina y americana, traduce sin ambages ese discurso hegemónico produciendo fatigados y yermos escritos destinados a sus acólitos, a los que mantiene bajo estrecho sometimiento para asegurarse de que sus nombres no sean olvidados.

 

Argentina tuvo un triste protagonismo mundial en el año 2001, protagonismo que hoy acusan los pueblos occidentales tanto de Europa como de los Estados Unidos de América del Norte. La Corporación inició el milenio con el objetivo de implementar ajustes en la estrategia global y se encuentra en plena actividad.

 

En estas notas atendemos específicamente a esa expresión mítica que interpretamos como respuesta vital que hace frente inconscientemente al orden corporativo del mundo globalizado y a sus más conspicuas expresiones locales, cuya voz resuena a través de los variados medios de comunicación.  Nos importa sí dar cuenta del paradigma dentro del cual se produce esta actitud reactiva y colocar un nombre genérico, Corporación, al “sistema de control” (Hardt y Negri 2002: 290) que desplazó al modelo representativo de gobierno que sólo se conserva como ajada máscara, de manera absoluta en el llamado «mundo desarrollado» y con signos todavía de «Modernidad» en los llamados «países emergentes» de América.  

           

A la hora de dar cuenta acerca de este hecho tan inesperado como sorprendente, entendimos que se hacía necesario bucear (aunque a poca profundidad en razón de nuestros limitados conocimientos sobre la cuestión) en el vasto océano de la Psicología evolutiva y de la conducta, a los efectos de remitir al momento inicial evolutivo en que se forja el pensamiento mítico. Los párrafos sobre la cuestión, borrosos en más de un trayecto discursivo, deben leerse en clave didáctica.

 

 

I.          LA HISTORIOGRAFÍA CRÍTICA O LA PATOLOGÍA HISTORIOGRÁFICA

 

Un día específico, 27 de octubre de 2010, en distintos momentos del día los habitantes de un país llamado Argentina vamos tomando conocimiento de la muerte de un presidente de la República que lo fuera hasta el año 2007, continuando luego con la impronta que lo significó.

 

Se trata de un dato indudable, está «ante los ojos»; ese dato en cuanto tal se halla preñado de objetividad, entendiendo vulgarmente la voz objetividad como el acto de capturar la «realidad-en-sí».

 

Ese objeto se encuentra «a la mano» en un preciso espacio y en un preciso tiempo físico.

 

Otro dato dice que al día siguiente se celebra un velatorio en el Palacio de gobierno abierto a todos los que deseen acercarse: una nutrida hilera de casi tres kilómetros renovada continuamente durante aproximadamente 26 horas avanza lentamente hacia el punto convocante. Aquí estamos frente a otra cuestión objetiva y, como ésta, se podrían enumerar muchas otras que, a manera de crónica, dicen de algo que puede ser verificado.

 

En época de vértigo comunicacional todos los habitantes del país toman conocimiento del dato. Dato que resulta indiferente a unos y conmocionante a otros.

 

Hasta aquí unas sucintas referencias, que retomaremos luego en su auténtica dimensión, sólo válidas para comenzar a desnudar historiógrafos responsables de la autofagia de la disciplina; aquellos mismos que pronto fatigarán las imprentas con tan brutales como primitivos razonamientos disecando la entraña viva del personaje.

 

Imaginemos a un historiógrafo que quiera dar cuenta de lo acaecido. Más aún, que entienda que es preciso acercarse al lugar para dar cuenta de la «realidad» histórica. Él no duda que sin moverse de su cómoda estancia podría hacerlo objetivamente dibujando la situación histórica y política que tal hecho reviste. Sin embargo, pretende capturar la realidad in situ, tal vez para demostrar a los incrédulos subjetivistas aquello de que la historia, como ciencia que es y con la misma rigurosidad que el biólogo frente al microscopio, puede retratar lo que está acaeciendo. Así las cosas, emprende un corto viaje hacia el lugar y, luego de divisar la hilera de personas que ya se encuentran allí, halla un hueco donde depositarse.

 

Mientras avanza en la caminata hacia la Palacio de gobierno anota (para evitar olvidar algún dato) cuestiones que atienden a los tipos sociales que allí se encuentran, franjas etarias, cantidad estimada de personas asistentes, nivel de pertenencia y de no pertenencia política de los allí presentes, etc..

 

Después de muchas horas de observaciones y anotaciones regresará a su hogar satisfecho por haber cumplido con la misión objetivista.

 

Todo lo que ahora volcará no podrá revestir para él otro nombre que el de registro auténtico de los hechos. Importante labor que tiene por finalidad ilustrar rigurosamente sobre un acontecimiento a quienes en el futuro lean su trabajo. Allí reside la verdad de los hechos: en términos de Max Weber su trabajo traduce «neutralidad valorativa» (Weber 1918: 47), pues nada lo conmovió, dado que a la manera de un arqueólogo sólo dio cuenta de datos.

 

La «neutralidad valorativa» resuelve la pretensión objetiva de la historiografía nacida científica a mediados del siglo XIX de la entraña del Positivismo, pero, entiéndase bien, traducida vulgarmente en nuestro tiempo post-moderno, esto es, alejados los representantes de la inteligentzia historiográfica de cualquier actitud comprensora hermenéutica. Dicho en otras palabras, hambrientos por reservarle a la disciplina historia un lugar dentro del ámbito de la ciencia, violentan su auténtico sentido.

 

Pero la simple anécdota con que comenzamos este texto dice también del carácter metafórico de la historiografía, en tanto la significación del objeto se desvía (metáfora significa desvío) hacia otra que opera en la psiquis del historiógrafo como su símil. No obstante, el virtual historiador no advierte que las palabras que luego verterá librescamente en clave de pretendida historia científica no son más que expresión metafórica, esto es, una transposición a una hoja de algo que está aconteciendo y donde sólo le es dable rescatar aspectos parciales, necesariamente subjetivos en muchos trayectos de su texto cuando se adentre en apreciaciones sobre lo acontecido. Vale decir, más allá de cualquier pretensión objetivista, el texto histórico es rigurosamente metafórico.

 

Escogimos intencionalmente un ejemplo de una realidad reciente a los efectos de no dejar lugar a una vulgar hermenéutica que concluya en afirmar que cuanto más cercano se encuentra el objeto de estudio es dable absolutamente apresar la «cosa-en-sí».

 

Quien esto escribe presenció dos accidentalidades históricas que los humanos habitantes de estas tierras acusaron como significativas: la primera acontecida un 20 de diciembre de 2001 llevaba una consigna esperanzadora («que se vayan todos») que parecía poner en marcha (desde la Argentina) la utopía salvífica de la humanidad sojuzgada por la «cultura de la muerte o totalitaria»; utopía (entendida aquí como «energía creadora» revolucionaria) (Lasky 1985: 26) sintetizada en la expresión «otro mundo es posible». Nueve años después, la convocatoria espontánea surgía de la necesidad de rendir un homenaje a alguien que se había atrevido a retomar, aunque por atajos, el sendero utópico; alguien que habían comenzado a darle sentido a un puñado de voces («elección o libertad», «libertad frente a sometimiento»; «arrojo frente a astenia»). Se trató de un hecho que, como el primero, aunque desde otra dimensión, sacudió el ánimo de algunos humanos.

 

¿Acaso ese personaje apenas delineado arriba es este narrador que posee grado en Historia? De manera alguna, porque quien estuvo presente en ambas jornadas fue movido por vivencias fuertes y no quiere confundirse con el decir historiográfico de nuestro tiempo; contrariamente no se identifica con la consigna de la pretensión de objetividad.

 

En la Argentina hasta la década de los ’80 del siglo pasado, historiógrafos maduros creían en la historia como expresión de verdad, pero lo hacían desde la vehemencia de sus ideas y de sus ideologías. Luego los ya cuarentones que reemplazaron a aquellos lo hicieron con actitud mercantilista. En el lapso de esos treinta años dieron innumerables volteretas llevados por los vientos de las modas de la hora. Un número importante de académicos y profesores universitarios consagrados dan cuenta de ello.

 

Seguramente la historiografía resultaría efectivamente valorizada si el historiógrafo se reconociera sólo como cronista sin otra pretensión que la de consignar datos ocurridos a lo largo del tiempo. Vale decir, si aceptara que su labor (en tanto persista en su actitud aislacionista respecto del ámbito más amplio de las «ciencias del espíritu») no es otra que la de recolector de datos provenientes de fuentes varias, como con humildad lo aceptaron los historiógrafos hasta concluir el siglo XVIII.

 

Debe reconocerse que los varios materialismos decimonónicos (Positivismo y Materialismo dialéctico) al depositar su «fe» en la historia echaron los cimientos de  la peligrosa y deletérea «omnipotencia antropológica» que reinaría mediado el siglo XX: las fuerzas contrarias (v.gr., Friedrich Nietzsche, Henry Bergson, George Sorel) no consiguieron construir una discursividad alternativa de igual pregnancia, aunque sí alertaron con vehemencia del peligroso avance del monstruo historiográfico, «estado de alerta» posible porque pisaban un paradigma (Modernidad) que aún guardada reservas de energía cognitiva.

           

Humilde lugar ocupó la disciplina historia hasta el umbral del Romanticismo, sin pretensión de objetividad científica, cuando no había abstracto «hombre» sino «humano» que reconocía sus limitaciones y podía decir sin hesitarse (como lo había hecho el doctor John Lightfoot, del Colegio St. Catherine, a comienzos del siglo XVII) que “cielos y tierra, centro y circunferencia, fueron creados juntos […] y el hombre fue creado por la Trinidad el 23 de octubre del año 4004 a.C. a las nueve en punto de la mañana”) (Daniel 1968:  18)

 

Lo descrito era propio de las centurias racionalistas de los siglos XVII y XVIII ávidas de encontrar alguna clasificación para los humanos (al culminar el siglo XVIII se imponía el concepto de «naturaleza humana») como se había hecho en relación con los otros seres vivos. Aún “bien entrado el siglo XIX los hombres ilustrados volvieron sus ojos hacia la narración de la Creación que da el Génesis, la de la caída y la del diluvio, para explicar el origen del hombre y de la sociedad.” (Daniel 1968: 26).

 

¿Qué obras resultan más imponentes como expresión de narrativa histórica? Indudablemente la Ilíada y la Odisea. Dioses y hombres pugnan entre sí y despliegan una realidad notablemente articulada. Allí, en la admirable narrativa se encuentra la grandeza de estas obras que cantan la guerra de helenos y troyanos; he ahí vívida la historia. Nos instruimos igualmente, v. gr., con las «crónicas de Indias» en las que la cita de autoridad basta para dar por cierto un hecho. Historias bien contadas definen el «ser» de la accidentalidad histórica, pues eso es la historia humana, accidente perdido en el polvo del cosmos. Como anticipamos, hasta los inicios del siglo XIX la historiografía se definió en su legítima dimensión humana: el saber romántico al peraltar lo «vital» frente al racionalismo de la Ilustración, se esforzó por construirse míticamente. Esta historiografía rescataba la dimensión específicamente humana. De igual forma, tanto en las historias de los «caballeros de la mesa redonda», en las del «Santo Grial» así como en las «crónicas bíblicas», reside la «esencia» de la historia, aquella que vale pues dice que el humano es verdaderamente histórico en el «fondo de su ser» (Heidegger 2002: § 72, 337). El hombre es histórico ontológicamente y puede prescindir de cualquier historiografía, mucho más de aquella que en aras de la objetividad le arrebata su auténtica sustancia.

 

El historiógrafo de la «objetividad» o de las certezas indubitables ha llevado a la implosión de su disciplina. Fruto de la autosuficiencia disciplinar, de las micro-especialidades rampantes, no puede siquiera acercarse a la comprensión de una realidad por más cercana que ésta se encuentre.

 

Nuestro ejemplo quiere demostrar la impotencia de una disciplina sometida a los cánones que, nacidos en el seno del Positivismo decimonónico, arribó a la Post-Modernidad acentuando las fracturas que los historiógrafos positivistas sorteaban en razón de su erudición multidisciplinar en el ámbito de aquello que Wilhelm Dilthey llamara «ciencias del espíritu» y que otros posteriormente designarían como «ciencias de la cultura».

 

Si el historiador positivista rechazaba explícitamente el «sentir mítico» como impropio del «progreso» de su centuria, éste igualmente se deslizaba en el rico entramado discursivo; así se observa, v. gr., en obras como las del gestor de la historiografía científica (crítica) Leopold von Ranke, y también en los escritos de Jacob Burckhardt y Jules Michelet. Expurgar la narrativa histórica de miradas románticas fue la consigna del historiador positivista, mirada filosófica compartida por el Materialismo histórico. Sin embargo, hablar de «progreso» era hacerlo de un mito y, en léxico marxista, plantear un futuro «mundo de iguales», suponía reconstruir un antiguo mito y (además) concluir en el sueño utópico de lo inalcanzable (Lasky 1985: 289). Criterio epistémico positivista compartido durante un tiempo de su vida por Sigmund Freud, antes del «giro copernicano» que lo llevaría al adentrarse en el suelo de los mitos que ocuparon un lugar central en la obra del «padre del Psicoanálisis».

 

Cuando la técnica triunfe sobre la ciencia en el siglo XX; cuando el humano ya no consiga reconocerse y se diluya en la voz abstracta «hombre», entonces el sentir mítico comienza su repliegue. Sin embargo, resistirá a su expulsión: aunque el sujeto no logre identificar su región mítica, ésta escorzadamente serpenteará en la realidad histórica en la medida en que el ente humano es esencialmente histórico en el «fondo de su ser». En virtud de ello, la historiografía es posi­ble. Más aún: “La falta de historio­grafía no es una prueba en contra de la historicidad del «ser», sino […] prueba de ella”. Al pueblo griego en su momento de mayor esplendor le es indiferente la historiografía y esto no significa que fuera ahistórico (Heidegger 2002: § 6, 27).

 

Un mito nació en Argentina el 27 de octubre. La fuerza del mito activada por el nivel inconsciente de la estructura psico-biológica requiere del esfuerzo interpretativo conjunto de quienes entienden que el saber no es mera sumatoria de conocimientos (obra de artilugios inteligentes), sino «discernimiento» que se interroga; es «entender» y «demostrar» algo aboliendo las fronteras disciplinares.

 

 

II.         METÁFORA Y MITO: SÍNTESIS DE LA AUTÉNTICA HISTORIOGRAFÍA

 

El verbo metaforizar “significa traducir a otro lenguaje“ [1] , desvío del sentido original. Es una figura del lenguaje que consiste en designar una cosa con el nombre de otra que le asemeje, pero fundamentalmente la “referencia metafórica” permite “re-descubrir una realidad inaccesible a la descripción directa”. La metáfora es una forma de pensamiento que libera fuerzas energéticas que no se podrían decir literalmente (Ricoeur 1995: 152).

 

El «pensamiento mítico» es un ejemplo de expresión metafórica; cuando emerge es metáfora viviente.

 

Regresando a nuestro ejemplo, aún presenciando y casi tocando una realidad, el historiógrafo objetivista sólo podrá dar cuenta de desplazamientos de sujetos, de situaciones sociales y económicas que determinaron la adhesión multitudinaria a la muerte del presidente, distinguirá banderías políticas, intentará dar cuenta material de lo que allí aconteció, pero se le escapará el núcleo duro de la cuestión que llevó a la multitud hacia un determinado lugar ante una determinada circunstancia. Captará el «mundo externo» visible pero no le será dable visualizar («ver-a-través») los «mundos internos» que requeriría de analistas lúcidos, con actitud noética, esto es, con una actitud que les imponga un «ver discerniendo».

 

El historiógrafo que nos sirve de «ideal-tipo» es mero copista de una sumatoria de «ahí» pero con pretensiones de atesorador del saber. Estéril descripción surgirá de su fatigada pluma. Lo sustancial de la cuestión permanecerá sepultado. El humano es ente histórico y como tal  segrega accidentalidades varias (la historia mundana) recorridas por la savia mítica de su pensamiento: es en esa realidad transida de mitos donde el historiógrafo encontrará las preciosas vetas de ese pasado que le inquieta. Aproximarse al mundo fáctico le obliga a descender hacia la humildad del saber para, desde allí, ascender a la comprensión e interpretación de aquello que se le escapa por padecer de ese singular «daltonismo cognitivo» llamado «objetividad».

 

No se trata de negar al historiógrafo la incumbencia en el abordaje de la materia histórica, sólo importaría que se esforzara por retornar a aquel camino que durante 2.500 años definió a su quehacer: contar historias que ética y didácticamente («historia pragmática») permitan a los humanos del común ilustrarse sobre cuestiones diversas de la accidentalidad humana.

 

Desde esa perspectiva podrá «ver a través» del objeto y no sólo tenerlo «ante los ojos». Logrará entonces acercarse a la verdad, que es descubrir, ver auténticamente. En el caso referido podrá advertir que una multitud «ritualmente» se encolumna hacia un punto determinado donde el «mito fúnebre» se activa y que este mito a su vez atraviesa religiones que imponen que el cuerpo muerto yazca en un féretro, que el féretro será depositado en una tumba, porque una creencia ancestral habla de un «espíritu» que sigue viviendo. Que las personas que allí se acercaron hacen una ofrenda, que quien yace en el féretro simboliza el «poder» y que esta voz remite a «padre»; que la incertidumbre de la pérdida del «padre» se impone bajo formas diversas. Que la ritualización del mito por parte de una multitud que permanece por largas horas aguardando la hora de ingresar para estar en contacto con el «luchador», le evoca a su vez lo efímero de la vida mundana. Esa multitud así volcada a una calle, y que se dirige a una casa simbólica donde va a despedir a alguien que construye como «jefe carismático» (y «carisma» dice de «ungido») ve a ese alguien como «héroe» (cf. Weber 1987: 78), aunque no ose pronunciar una voz que, aguijoneada por la logofobia post-moderna, se le hace esquiva.

 

Surge la pregunta: ¿toda la población guarda idéntico sentimiento? Donde unos ven «luz», los críticos ven «oscuridad», pero todos participan de la «incertidumbre» —del «mito de lo desconocido»— del temor a la muerte (mito del «misterio», de lo «oculto»). La cotidianeidad ha sido vulnerada por obra del juego del «destino», voz emblemática de lo «misterioso» que no es dable develar.

 

Del conjunto de situaciones en pugna, mediadas por el mito, surge la explicación de la naturaleza del «poder» y de sus titulares; queda abierto un horizonte ajeno a la historiografía objetiva que, por insistir en tal asepsia, se aleja de la cuestión cuando cree hallarse en el meollo de la misma. Lo auténticamente histórico, en tanto tal, es desconocido por el historiador de marras empeñado en hilvanar datos con pobres argumentos.

 

                                                                        

 

III.        EL ORIGEN MÍTICO DEL PENSAMIENTO

           

Este acápite pretende acercarse a un interrogante: ¿cómo fue posible que hiciera eclosión un «mito» en una época signada por el relativismo materialista de la «ética indolora»?

           

Es entonces que entendimos necesario esbozar alguna explicación (antes de abordar la cuestión específica de estas notas referidas al «mito Kirchner») acerca de un «pensamiento» que siempre está presente en el sujeto, más allá de que a él mismo no se le haga conciente: se trata del «pensamiento mítico», aquel que asoma en el origen de la auténtica historia de los pueblos (Henderson 1984: 106) y que luego —tal el caso del pueblo heleno desde Sócrates—es marginado por el lógos (pensamiento racional).

 

“Arquetipos” o “imágenes primordiales” (Jung 1984: 65) (v.gr., sufrimiento, temor, hambre, luz, sombra) constituyen una tendencia a formar representaciones de un motivo, representaciones que pueden variar muchísimo en detalle sin perder su modelo básico. Estos arquetipos forman el  «inconsciente colectivo» de la humanidad que, al decir del psiquiatra Carl Gustav Jung, se construyen psíquica y biológicamente (son innatos y heredados) y flotan en el nivel inconsciente del pensamiento (Jung 1984: 66); formas pre-ontológicas que hicieron posible en algún momento de la accidentalidad histórica (de manera contundente a partir del siglo XVII) la construcción de la filosofía racionalista o idealista nacida de la mano de René Descartes.

 

El «mito Kirchner» fue posible porque existía embozado en el «yo» de los sujetos esa forma primordial que, sin prejuicio alguno, se hace visible en la niñez a espaldas del paradigma en que se gestó ese niño.

 

El mito se explica desde esa dimensión primaria que comienza en la plácida vida intrauterina. Formas arquetípicas primordiales que se trasmiten a través de un encadenamiento de generaciones y que el pensamiento occidental, desde la nueva «era de hierro» de Occidente que alcanza su plenitud en la Post-Modernidad, flagela sistemáticamente. Estas formas arquetípicas (primordiales) reaparecen, adaptadas, en la etapa adolescente y perduran en el adulto, aunque replegadas. En el primer año de vida biológica asistimos (dice la Psicología de la conducta) a su formación. Los arquetipos son “imágenes” cargadas de “emoción”, ella le inyecta a la imagen “energía psíquica”, la hace dinámica  (Jung 1984: 94).

 

En razón de la construcción del «pensamiento mítico» repárese atentamente en la siguiente árida (como incompleta) descripción.

 

Antes de gestarse el pensamiento simbólico (el lenguaje) en el niño (hasta aproximadamente los dos años) (Piaget 1968: 14) éste se expresa míticamente: en el punto de partida de su evolución mental no existe seguramente ninguna diferenciación entre el yo y el mundo exterior y las impresiones vividas no distinguen entre lo interior y lo exterior (Piaget 1968: 24). Desde esos inicios opera reflejamente de acuerdo a coordinaciones hereditarias que persiguen la nutrición. Es en el «acto de succión» (dice la psicoanalista Melanie Klein al hablar de El psicoanálisis de niños) cuando se apropia activamente de algo que le pertenece; actúa frente a una necesidad que, como tal, es un desequilibrio. Traspóngase en el tiempo la «necesidad de nutrirse» y nos hallamos con un adolescente frente al imperativo de encontrar un «alguien» que provea «algo», hacia cuyo objetivo se dirige (de manera más decidida como adulto joven) reconociendo que ese «algo» a alcanzar supone actuar decididamente.

 

En suma, el acto reflejo (reflejo, reflexión remiten a espejo) es activo y desempeñará “un papel en el desarrollo psíquico ulterior” (Piaget 1968: 20). A partir de los dos años y hasta los siete va descubriendo hechos superiores a él a los que se subordina: antes de la aparición del lenguaje observaba en sus padres entes grandes fuente de actividades imprevistas y misteriosas; ahora bien, con la aparición del lenguaje descubre el pensamiento de esos entes envueltos en una aureola de seducción y de prestigio. Se trata de un «yo ideal» del que emanan órdenes y consignas que se le imponen. Una esfera de lo misterioso y de lo fuerte establecen núcleos de obediencia desarrollándose “una sumisión inconsciente, intelectual y afectiva”, debida a la “presión espiritual ejercida por el adulto” (Piaget 1968: 35). Comienzan a construirse los arquetipos primordiales que se convertirán en los referentes que marcarán de manera inconsciente el mundo afectivo, psíquico y social de sus conductas futuras.

 

Al llegar a los siete años ya se encuentran asentadas las bases de todas las conductas adultas ulteriores. La primera socialización influye, no como determinismo absoluto, pero sí como fuerte condicionamiento, en la mirada hacia el «mundo», que es a la vez «imagen ideal y situación en la que nos movemos con otros» (cf. Ricoeur 2001: 106-107). Si en el «mundo construido» por el niño dominan los arquetipos vinculados al gozo, seguridad, libertad, si el juego simbólico ha sido lo suficientemente rico y la socialización se plantea como libre dialéctica entre las partes donde los «por qués» reciben una respuesta vivida satisfactoriamente, las bases están dadas para construir la adultez que dice de «hacer frente» en libertad como «ser-en-el-mundo» «con-otro» (Heidegger 2002: § 26 113-114). Pero aún si las vivencias del niño no hubieran encontrado ese ámbito ideal en el proceso de crianza y educación, toda la estructura orgánica guarda espacio para albergar lo donante. La palabra que en alguna instancia proviene del otro es reparadora, no obstante advenga en el período del desarrollo conflictivo del proceso adolescente, o aún cuando ha sido superada la turbulencia propia de la madurez biológica. Las tres áreas de la conducta (mente, cuerpo, mundo externo) (cf. Bleger 1969: 30-37), siempre en constante interacción, no son impermeables a nuevas experiencias, de allí que “la actitud del mundo externo sea decisiva para facilitar u obstaculizar el crecimiento” (Aberastury 1971: 26).

 

Aquí reside la auténtica y significativa historia del ente humano que nada dice de la impostación historiográfica que siempre resulta remedo imperfecto e intelectualizado de una realidad cuyas coordenadas se le ocultan al historiógrafo, de manera rotunda si se atribuye la pretensión de constituirse en portador de «verdades». Su accionar expresa aquello que los psicólogos definen como «conducta omnipotente».

 

Esta mirada historiográfica objetivista de nuestro tiempo sólo persigue escudriñar el archivo y lee la masa documentaria como documento y nunca  como texto. El «ver discerniendo» en donde al ser «le va este mismo» se alza en enigma para el sentir y pensar genuinamente post-moderno. Se impone bloquear a su mirada todo aquello que indique socialización (proceso por el cual los sujetos adquieren y se identifican con el sistema de normas y pautas de su sociedad). Congelada su visión en aquello «ante los ojos» y reacio al «ver a través» se le oculta, por ejemplo, que mediando escasa socialización una determinada comunidad en cualquier tiempo y lugar encontraría bloqueado básicamente el sentir erógeno (pulsión de vida) a favor del tanático (pulsión de muerte); se le oculta también el decir del mito. Si, v. gr., aborda el Medioevo, ignora la dimensión socializadora, porque para ello se haría necesario (al decir de un medievalista inscripto en el positivismo decimonónico) “penetrar con la imaginación en toda esta susceptibilidad del espíritu” (Huizinga 1930:18).  

 

La vivencia erógena aguarda embozada dentro del paradigma tanático post-moderno pues eros y tánatos definen la historia humana; a veces la pulsión de vida se oculta en un remoto fondo del alma o, si se quiere, en la primera de las áreas de la conducta psíquica: el área de la mente.

 

Sí importa notar que decir «historia humana» remite a la ontología del ente humano y no a la impropiedad recogida por historiografía objetivista alguna que, si de Medioevo hablamos, traduce en clave racional aquello que requiere de una hermenéutica mítica y simbólica [2] .

 

La cultura totalitaria (Sartori 1990: I, 47-51) que se asienta rápidamente desde la tercera década del siglo pasado para reinar luego de 1970 de mano de la publicidad y de los distintos resortes de control audiovisual, es expresión auténticamente tanática que requiere del sometimiento psíquico de grandes «masas de individuos»; voz «masa» que no dice de sentido de pertenencia a una específica «clase social», sino que refiere a individuos manipulados cognitivamente: la «inteligentzia» es un ejemplo de «masa» en tanto cree conocerlo todo cuando desconoce los auténticos mecanismos del comprender. Hablamos de individuo porque dentro de la cultura totalitaria, quien se entrega pasivamente al vaho sulfuroso de los medios de comunicación, no logra constituirse en ente reflexivo (persona), sino que es simple individuo (objeto no divisible) en tanto desactivado cognitivamente.

 

Ese sentir erógeno puede despertar en circunstancias inesperadas de diferentes maneras dependiendo del carácter seguido por el proceso de socialización, básicamente a partir de la infancia. Con esto queremos decir que, si bien todo sujeto respira y habla con el pensar de su tiempo, niveles afectivos arquetípicos pueden influir en el primer año de vida de manera de forjar una figura de identificación positiva que se pueda traducir en la posibilidad de sentir por afuera del círculo violento de su paradigma. La psiquis no necesariamente se quiebra en el marco de una cultura totalitaria. En ella siempre existen «nichos» que resisten las discursividades violentas. Si en el transcurso de su niñez y de su adolescencia el sujeto logra preservar la integridad de su psiquis, podrá aún con una instrucción elemental «hacer frente» («encontrándose») al «mundo» del cual es inseparable. Podrá advertir, aunque borrosamente, esa imagen primitiva de su niñez depositada en alguien que sospecha rescata algo de lo gozosamente vivido; alguien que intuye como restaurador de posibilidades.

 

Si ha conseguido «encontrarse» en su «nombre» reconociéndose como ente al que “le va su ser en este mismo [3] ” (Heidegger 2002: § 9, 48), su ser emotivo (que es el «encontrarse») (Heidegger 2002: § 29, 130) le activará el caudal mítico y simbólico que atesora desde sus primeros años de vida. Sirva, a manera de ejemplo, el «¿por qué?» que define la conducta de los niños de tres o cuatro años y que es continuado en el tiempo cronológico de su existir y, fundamentalmente, en el tiempo íntimo de sus vivencias, convirtiéndose tal «¿por qué?», en el momento evolutivo correspondiente, en causalidad lógico argumentativa. Ante el arribo durante la adolescencia (expresión de la cultura occidental) del estadio lógico formal (logicidad, vale aclarar, que sólo advendrá mediante un auténtico proceso de socialización), el mundo del «mito», intenso en  los primeros años de vida del niño o estadio sensorio-motriz, se preserva (ontogénesis) (Bleger 1969: 132) descendiendo al nivel inconciente de la psiquis.

 

Vale decir, la continuación natural del proceso socializador en la instancia lógico formal será efectivamente formadora en tanto no violente la estructura de personalidad básica del sujeto que impone dejar abierto el camino hacia el «pensamiento mítico» originario. Éste será el que le rescate como «proyecto [4] » y se activará vivencialmente en instancias decisivas, así como también le permitirá desarrollar la actividad creadora que, por esencia, distingue al humano. La vitalidad mítica de la niñez se desplazará íntegra en el transcurso del existir a otras realidades con la fuerza originaria. En suma, aunque la fuerza mítica ocupe un pequeño lugar dentro del mundo robótico, bastará para proteger al sujeto de la fragmentación de su psiquis. También el mundo simbólico, v. gr., de los cuentos, del animismo, vividos en plenitud surgirá con el mismo ímpetu en su adolescencia, y todo ello le significa al sujeto «abrirse» «cuidándose» en su continuo peregrinaje por el mundo del que él es parte desde el fondo de su ser [5] .

 

El «poder político» (potestas) expresado en el «mito de la realeza» (García Pelayo 1981: 18) dice mucho acerca de la vida de los «mitos» y de los «símbolos». Baste recordar el ritual de coronación de los reyes; ritual al que el gobierno británico, en oportunidad de la coronación de la reina Isabel II (1953), otorgó singular solemnidad, entendiendo que contribuiría a compensar afectivamente el efecto destructor de la Segunda Guerra. La Realeza es expresión genuinamente mítica (Weber 1987:  81-82) y, además,  símbolo de «continuidad».

 

El cortejo fúnebre al que referimos en el comienzo de este trabajo remite a ese mundo «mítico» vinculado al poder político. Sujetos de entre 18 y 40 años representaban un rito, única forma en que se actualizan los mitos (Caillois 1988: 30). La forma ritual pretendía «cuidar» una situación que parecía entrar en zona de turbulencia. Ahuyentar la fuerza de la imagen arquetípica del «miedo» requiere en simetría cuidar lo que se teme que sucumba.

 

 

IV.       EL «MITO KIRCHNER»

 

1.        Ya desde del segundo apartado de estas notas anticipamos sobre la cuestión del mito o del pensamiento mítico, cuestión sobre la que volveremos. Importa sí, dado que presentamos un mito contemporáneo, acudir a algún concepto.

 

Mytos es una palabra griega que “en el antiguo uso lingüístico homérico no quiere decir otra cosa que «discurso», «proclamación», «notificación», «dar a conocer una noticia»” (Gadamer 1997: 25). Es “todo sistema de valores situados fuera del saber exacto.” Es “una forma esencial de orientación, una forma de pensamiento, más aún una forma de vida”.

 

“El mito es una asociación de imágenes […] no es individual, sino colectivo y social. Toda una comunidad se expresa en él, y en él encuentra sus aspiraciones y ansiedades, sus temores y esperanzas”. Se trata de “tendencias inconscientes básicas […] cuyo mecanismo es entonces el de la proyección, o si se quiere el de la condensación” (Castagno 1980: 28, 30-32).

 

Su función es mantener y conservar una cultura contra la desintegración y destrucción. Sirve para sostener a los hombres frente a la derrota, la frustración, la decepción. Los momentos críticos de la vida social abren la puerta al mito (García Pelayo 1981: 19).

           

Como apuntamos arriba, el mito se realiza mediante el rito: “Al margen del rito, el mito pierde, si no su razón de ser, cuando menos lo mejor de su poder de exaltación: su capacidad de ser vivido” (Caillois 1988: 30). Contrariamente al mito, el símbolo es la “representación sensible de una idea”; los símbolos “sugieren antes que expresan” (Castagno 1980: 2, 4).

 

2.         Juventud dice de fuerza, de irreverencia, de frontalidad. Se muestra reacia ante «lo adulto» por sentirlo apocado, asténico, derrotado. Para reconocer a «alguien» como valor o figura de identificación positiva le exigirá algún compromiso. Según la clase social y el grado de instrucción de cada sujeto los caracteres mencionados revestirán matices varios, pero en todos los sujetos se hallarán importantes similitudes. Si el finalizar biológico de un adulto con el poder de gobernar un país conmociona, es porque se han cumplido gran parte de los pasos enumerados en el proceso evolutivo descrito. El caer en el «frente de lucha» convierte definitivamente al sujeto de referencia en héroe o, tal vez, para traducir psicológicamente el pensar de estos tiempos, en inconfundible luchador (Henderson 1984: 109). El “héroe” (el «luchador») es la proyección (en términos psicológicos) del propio individuo: “imagen ideal de compensación que tiñe de grandeza su alma humillada”. El sujeto presa de conflictos psicológicos múltiples “de los que la mayoría de las veces él es inconsciente, dado que en general son producto de la propia naturaleza social […] está en la imposibilidad de salir de esos conflictos, pues sólo podría hacerlo mediante algún acto condenado por la sociedad y, por consiguiente, por sí mismo, pues su conciencia está fuertemente marcada y, en cierto modo, es garante de las condiciones sociales”. Paralizado ante el acto tabú confía su ejecución al héroe.

 

En suma, “la noción de héroe [de luchador] en el fondo está implícita en la existencia misma de las situaciones míticas. Por definición, el héroe es aquel que encuentra a ésta una solución, una salida feliz o desdichada” (Gadamer 1997: 27-28).

 

El héroe es el que resuelve el conflicto en que se debate el individuo, «el que viola las prohibiciones que el mito siempre justifica». (Gadamer 1997: 28-29). El héroe es el que tiende el puente que conduce a lugar seguro; es el que tiende la mano al abandonado.

 

El modelo del héroe tiene significado psicológico “tanto para el individuo que se dedica a descubrir y afirmar su personalidad, como para toda sociedad, que tiene una necesidad análoga de establecer la identidad colectiva” (Henderson 1984: 109-110)”.

 

Extender la mano hacia un alguien (presidente) que transita por la calle y depositar  en sus manos (como era costumbre) una nota que encierra un pedido, dice de un acto de fe hacia el depositario. Este acto de solicitud es pensado hacia alguien que conmueve al solicitante. Intentar explicar el fenómeno psíquico que produce ese movimiento que aparece (que se ve) como espontáneo es el acto final de un proceso cognitivo complejo que determina tal acción. Pero hay una voz que captura el significado de la acción: «esperanza», voz que encierra un complejo de haces de significación cargados de sacralidad. El «abrirse» hacia alguien de manera tan espontánea como incondicional supone necesariamente el accionar del mundo mítico que todos los humanos guardan en distinto grado, aún en estos tiempos de incredulidad y violencia cognitiva.

 

“ […] porque un país que castiga a los asesinos, a los corruptos, a los ladrones es un país que tiene futuro, es un país que recupera la esperanza, la dignidad, que recupera los valores éticos, que son fundamentales para construir una nueva sociedad […]” (Kirchner 2005)


 “[…] con argentinos excluidos, con argentinos indigentes, con una desocupación que superaba el 20 por ciento y con algo que era peor, nos habíamos resignado, habíamos perdido la autoestima […]”
(Kirchner  2005).

 

El ejemplo dice de un hombre revestido de cualidades excepcionales para cuya explicación el análisis argumentativo carece de respuestas  y que se define desde la perspectiva del «carisma» o, al decir de Max Weber, detenta naturalmente un «poder carismático» (Weber  1987: 78-81, posee ese algo denominado por los latinos auctoritas (autoridad moral).

 

Carisma (que dice literalmente de unción sacral) remite a «misterio», a «fuerza tremenda», que el otro intuye de varias formas, ya naturalmente, ya intelectualmente. Dice de quien es confiable y lo dice así porque provoca un acto aparentemente espontáneo de acercamiento que, en realidad, debe leerse como acto en donde se activan fantasías reprimidas desde la niñez vinculadas a la protección paterna y que el tiempo ha adormecido pero no sepultado. Esas fantasías de la «roca en forma de tejado que protege con amor» (según el Proverbio de Isaías) aguardan ocultas el momento de hacerse oír. Pueden permanecer así a lo largo de toda la existencia, pero pueden también encontrar un momento de concreción: es el momento en que bullen y hacen erupción.

 

Néstor Kirchner surge como el sujeto cuya conducta impregna los ojos de ese «otro» esperanzado en la era de la humillación y del sometimiento.

 

Priorizamos la respuesta del joven, porque es futuro y horizonte; «proyecto». La «cultura totalitaria» persiste en envolverlo en el «conformismo», le requiere «adicto» a imágenes y realidades virtuales escabulléndole la vida y los ideales, precisamente a quien psico-físicamente es energía por definición. El panóptico corporativo vigila las veinticuatro horas del día con la consigna de desalentar y sembrar de ruina y horror toda construcción de mundo. Frente a las figuras de identificación positiva le impone manifestaciones varias de violencia. De manera conciente o no el joven busca orientación y guía: en Argentina, las corporaciones a través de la «telepantalla» orwelliana, con hábiles estrategias intentaron ocultar y silenciar una voz que anunciaba consignas básicas que podrían sintetizarse como sigue: «lucha por tu libertad», «no dejes que oscurezcan tu horizonte»; «recuerda que, cuando debas hacer frente, fuerzas oscuras siempre estarán al acecho»; «recuerda que eres persona y no ente inanimado». «Eres ente pensante, recuérdalo».

 

“[…] les pido que tengamos muy buena memoria, porque la lucha cotidiana contra los intereses es muy difícil y los intereses se pueden agazapar, pero quieren volver a retomar la iniciativa” (Kirchner  2006).

 Ese mensaje recorría la didáctica oratoria de Néstor Kirchner; conformaba la matriz de una discursividad que se asentaba en ciertos ejes invariables construidos dentro de la figura retórica de la repetición que opera como reforzador  argumentativo.

Su lenguaje gestual y la palabra encendida que «nombra» al objeto que acecha, siempre repetido y siempre matizado (el «nombre» desnuda al nombrado), dice a su vez de la sustancia nutricia de la infancia y advierte sobre aquellos que se la apropian, que es apropiarse de su existencia.

Ese hombre captura lo que el joven silenciosamente aguarda. En el extremo, el anciano advierte que alguien «ve» y reconoce su «estado de abandonado», que es abandono del ser, desprecio por la raíz misma del valor sacral humano. A su vez, muchos adultos jóvenes escuchan palabras extrañas para el vocabulario de estos tiempos: «la dignidad no es una cuestión de negocios» (“No se negocia la justicia social ni la dignidad” [6] ). Gestos y palabras que evocan el estado de “moratoria social” (Aberastury 1971: 27) en que el orden político había sometido al humano más desprotegido. El joven se reencuentra a través de la figura salvífica con ese «yo ideal» paterno que le incita afectivamente (jugándose)  a hacer lo propio, a actuar de un modo combativo (donde le va su ser) «en-el-mundo-con-otro».

“[…] me juego por mi pueblo, me juego por la Patria, me juego por una Argentina para todos y con todos […]” (Kirchner 2006).

“[…] Tenemos que recuperar esa vocación de cambio, esa vocación transgresora que tuvo durante muchísimo tiempo la sociedad argentina […]”(Kirchner  2006).

“[…] decirle a los jóvenes argentinos […] militen donde militen tienen la posibilidad de hacer el cambio en paz y en democracia que nosotros como generación no tuvimos, por eso participen, por eso opinen, por eso sean transgresores, por eso ganen las calles, por eso recorran todas las universidades, los talleres, los trabajos, esa juventud debe ser el punto de inflexión de la construcción del nuevo tiempo […] (Kirchner  2005).

 

“[...] mis convicciones […] las voy a llevar hasta el final, vine a luchar por una Patria justa, vine a luchar por la dignidad, por la inclusión social, por que se consolide el nuevo modelo, por el nuevo tiempo por la nueva historia” (Kirchner  2005).

 

“[…] se fortalece la esperanza de cambio, se fortalece la posibilidad de estar en un punto de inflexión para construir un nuevo país, el país que nos contenga a todos […]” (Kirchner  2008).

 

“[…] Solidaridad, convivencia son elementos fundamentales para construir un País que lo soñamos […]” (Kirchner  2008).

 

”[…] Fuerza dignidad, alegría, convivencia […] adelante con Uds. no somos de los que dicen anímese y vayan, vamos adelante como corresponde” (Kirchner  2008).

 

“[…] Quiero llegar a la Argentina donde los padres y las madres vuelvan a sonreír porque el hijo está mejor […]  porque el hijo tiene dignidad, porque el hijo tiene futuro, esa es la Patria con la que sueño […]” (Kirchner  2005).

 

Como toda muestra, las aquí escogidas exigen ser explicadas dentro del contexto dentro

del cual circulan. Decir algo es hacer algo (Austin 1971: 48, 53,138) y, como quiere la teoría de los «actos del habla», hacer algo remite a la expresión realizativa (performative uterances) del lenguaje. En la muestra ese acto realizativo que afecta al receptor del discurso lo hace de manera eminente y, se traduce en el “acto perlocucionario, que consiste en lograr ciertos efectos por el hecho de decir algo”. Actos donde decimos algo como “convencer, persuadir, disuadir” (Austin 197: 153, 166).

 

El reverso de la moneda salvífica muestra el contoneo de los activadores de la telepantalla que, agitando las consignas de los «grupos de poder» que representan, entienden acercarse al objetivo final por ellos anhelado; final que, para el nativo argentino, suponía regresar a las calamidades que, gestadas al mediar los años ’80 y desatadas con furia impiadosa a partir del año 2001, habían devorado casi dos generaciones. Muchos integrantes de un variado espectro de profesionales de la política (que no excluye expresiones del mismo partido gobernante) enemigos de la puesta en marcha (por parte del matrimonio Kirchner) de un ideario que priorizaba las cuestiones de carácter social y político sobre las de contundente sesgo económico, y a quienes visualizan con la firme convicción de avanzar con su «modelo de país», aguardan el ocaso de esa energeia renacida con la esperanza de retomar el camino de ortodoxo disciplinamiento dentro del orden globalizado.

 

Permítasenos un desvío aún a expensas de interrumpir el ritmo del texto.

 

La accidentalidad histórica enfrentó a la Argentina con una aguda crisis que tuvo su punto más álgido en el mes de diciembre del año 2001. El colapso social era el final anunciado de la «felicidad subjetiva» que le había proporcionado la «era del consumo» de la década de los años ‘90.

 

El paisaje urbano argentino semejaba al de un campo arrasado: en pocas palabras, la crisis europea de nuestro tiempo reproduce (aunque sólo débilmente) aquello que aconteció en nuestras tierras. El país quedó a la deriva política conducido por administraciones obedientes de los mandatos de las gerencias más aquilatadas del orden corporativo imperial (Fondo Monetario Internacional, Banco Mundial), hasta que finalmente en 2003 resultó electo un ignoto sujeto proveniente del extremo sur del país llamado Néstor Kirchner.

 

Este alguien de perfil heterodoxo comenzó a agitar la modorra cotidiana actuando con decisiones enderezadas a rescatar del estado de desamparo y desasosiego a aquellos que, en distinto grado, conformaban más de la mitad de la población. Se descubría un alguien sobre quien proyectar la incertidumbre, en la certeza de que ese alguien no dudaría en «hacer frente» a la «sombra» de lo adverso. El mito comenzaba a gestarse pues éste trata de satisfacer “una necesidad existencial de instalación y de orientación ante las cosas, fundamentada en la emoción y en el sentimiento” (García Pelayo 1981: 23).

 

Como el objeto de estas notas no pretende hacer una reseña de su acción gubernativa, trazamos sólo algunos ejes que influyeron en su proyección a la estatura de «mito», vinculado con el regreso al «modelo» de gobierno denominado «Estado máximo», antítesis  del «Estado  mínimo» (Bobbio 1987: 139-147) donde el poder económico decide el camino de la administración de gobierno en detrimento básicamente de la denominada «política social», forma de Estado imperante entre 1990 y 2003 fiel a las consignas emanadas de la Corporación imperial.

 

El eje central de su accionar se centró en el rescate de la palabra. La palabra es un arma y su impronta quedó pronto demostrada. El sentido ético del discurso se tradujo en un «modelo» de gobierno denominado de «crecimiento económico con inclusión social», cuya clave residía en subordinar el accionar económico a la esfera política.  Esa fue la consigna en acción que (con suerte varia) continúa hasta el presente, siempre acompañada por un discurso incisivo enderezado a conmover una sociedad frustrada psicológicamente y socialmente anómica y cuyas expresiones exhortaban a apropiarse de esa «dignidad» que le había sido arrebatada, a luchar por aquellos ideales éticos sin los cuales todo porvenir resulta ilusorio, a rescatar el sentido comunitario de la existencia, al tiempo que desnudaba al auténtico poder corporativo local e internacional al que comenzó a enfrentar y nombrar, empleando la misma estructura retórica de la «repetición». A partir del año 2006 reveló el nombre de las mayores corporaciones locales que condicionaban no sólo el accionar de su gobierno sino que lo habían hecho a través de muchas administraciones con el beneplácito de éstas: se trataba de dos oligopolios de la comunicación, representados por las empresas La Nación y Clarín, con quienes se encolumnan las expresiones partidarias afines, lo cual supone hablar de casi todo el espectro opositor.

 

“[…] con la fuerza y la dignidad de millones de argentinos que desean tener una Patria, no me importó lo que decían […] muchos medios de comunicación […] No me importa a mí, no vine a tratar de que escriban bien de mí […]”  (Kirchner  2005).

 

” […] También dijimos que con el Fondo Monetario Internacional ya no íbamos a aplicar más las recetas que hundieron la Patria. […] Que sepan […] las autoridades del Fondo Monetario Internacional que no vamos a negociar cediendo nada de lo que corresponde a la Argentina. No se negocia la justicia social ni la dignidad, no se negocia el crecimiento argentino, no se negocia el desendeudamiento de la Patria […]  (Kirchner  2005).

 

”[…] junto con la dignidad de este Pueblo, le pagamos al Fondo y le dijimos chau, los argentinos vamos a gobernar nuestro destino […]” (Kirchner  2008).

 

¿Hacia quiénes iba orientada específicamente la estructura discursiva de Néstor Kirchner? ¿Quiénes podían tener la energía para traducir vivencialmente en hechos sus palabras? Los sujetos más jóvenes y los jóvenes adultos desencantados. Discurso (dice a la vez de palabra y acción) que martillaba los oídos de los oyentes y fue escuchado en una alocución pronunciada pocos días antes de su muerte.

 

Al atender a la configuración del mito «Kirchner» lo hacemos desde la visión de quienes lo observan desde una perspectiva amigable: así entendido, el objeto mítico queda expurgado de cualquier atributo negativo, dado que el «mito» se construye en base a un patrón virtuoso (García Pelayo 1981: 22).

 

Importa precisar que quienes confrontaban, tanto desde la mirada oficial como desde la contraria, respondían a la generación de los nacidos en torno a los años ’50 («padres fundadores de la Post-Modernidad»), cada uno asistido por un nutrido grupo de asesores pertenecientes a la auténtica generación post-moderna (nacidos en la década de los ’70).

 

Respecto de las expresiones que serpenteaban (y aún lo hacen) dentro de un amplio espectro de la partidocracia en busca de un quiebre del orden constituido enarbolaban un pendón de cuño ciceroniano: «Kirchner debe ser destruido». Como todas sus energías convergían hacia ese objetivo, se sintieron relevados de esbozar cualquier programa electoral de circunstancia con miras a las elecciones presidenciales de 2011.

 

Se trata del cómodo refugio que encuentra aquél que no se atreve a confesarse cómodamente instalado dentro de un «sistema-mundo» que entiende le asegura su pertenencia a un privilegiado «grupo de status». «Grupo de poder y de status» cuya consigna consiste en repetir una y otra vez por la «telepantalla» la consigna orwelliana: «Esclavitud es Libertad», vale decir, asegurar la «neutralización psíquica» de la multitud.

 

Este profesional político representa la total abdicación ética; en suma, es el rostro auténtico de la época de los presidentes corruptos que definen el perfil político del discurso hegemónico post-moderno. Al advertir que alguien «hace frente» a aquello a lo que él ha renunciado junto a sus compañeros de fracasos y de resignaciones, sólo queda destruirlo y hacer evidente ese imperativo.

 

Como dijimos, todo el sistema de control se había puesto en marcha para neutralizar a la figura molesta. Los noticieros televisivos y radiales no daban descanso ni al oído ni a la vista del (en apariencia) pasivo espectador u oyente. Importa rescatar la locución adverbial en apariencia: sucede que el dispositivo mediático no se encuentra adaptado para advertir fenómenos anímicos distintos del minimalismo ético. El discurso hegemónico (en tanto discurso de control) opera sobre una base social estandarizada (mayoritaria) hipermediatizada, sometida al «ver todo» lo más rápido posible (cf. Lipovetsky 1994: 48, 237) en donde implanta opiniones y emociones: su presa es  una sociedad desgarrada, anómica, cuya actividad lingüística o mental ya no es intencional sino más o menos automática (van Dijk 2001: 31) a la que todo «horizonte de expectativa» le es ajeno. Se le escabullen entonces los complejos procesos psíquicos que venían actuando en buen número de jóvenes y de adultos jóvenes (en torno a los cuarenta años) que, aturdidos de consignas confusas, se refugiaron en su «mundo interno».

 

La “sociedad de control” encuentra en los medios de comunicación su auténtica expresión  pues se lanzan hacia la organización directa de los cerebros y los cuerpos “con el propósito de llevarlos hacia un estado autónomo de alienación, de enajenación del sentido de la vida y del deseo de creatividad.” (Hardt y Negri 2002: 36).

 

Cuando el ojo avizor de la multitud detectó en el afuera signos de salvación que guardaban sincronía con lo que le dictaba la mirada interna, «idealizó» a cierto sujeto adulto cuyas palabras y actitudes se adecuaban bastante a esa emotiva identidad inconsciente que hablaba de supervivencia (arquetipo de la nutrición): a partir de entonces el «mito Kirchner» quedó forjado.

 

Abordemos el final de la crónica:          

 

Súbitamente, un día de asueto en razón de un censo poblacional, aquel que había luchado y al que expresiones eclécticas habían enfrentado hasta el día anterior, fallece.

 

Antes del mediodía las varias telepantallas anuncian la noticia: al anochecer la Plaza de mayo comienza a poblarse de un nutrido grupo de personas. Al día siguiente (ya lo adelantamos) las corporaciones locales deben reconocer con desconsuelo que el monstruum horrendum virgiliano era un «mito». Más aún se trataba, dentro de los tipos míticos, del más potente: el reconocido en silencio y que muere conciente de que tal situación final lo aguardaba en las cercanías. Ante dos crisis cardíacas los médicos ordenan vida sosegada. Llevado por sus convicciones eligió no cejar en su accionar y avanzó hacia lo inevitable. El mito del héroe está completo: en plena lucha “contra las fuerzas del mal” llega el “sacrificio heroico que desemboca en la muerte” (Henderson 1984: 109).

 

 

V.        LA FUERZA DEL MITO

 

La fuerza mítica se verifica en el desfile de los presentes durante el funeral del luchador (héroe); fuerza que dice de la auténtica historia que se hunde en los mitos, en esos arquetipos primordiales anteriores a toda ontología, es ese «pre-ser» que envuelve y cuida al ente humano, cuidado existencial que anuncia la vida intrauterina. El vivir impropio de su naturaleza humana se diluye cuando el ente humano deviene héroe pues se funde en una dimensión carismática. Al entrar en el panteón de los héroes el sujeto deviene entramado de valores éticos.

 

Al mencionar los «mitos políticos» no puede ignorarse que muchos que lo fueron en su tiempo sostenidos en el culto a la personalidad, de los cuales el siglo XX exhibe conocidos exponentes (Hitler, Stalin), se derrumbaron apenas concluido el régimen que los había cobijado.

 

En el ámbito del pensamiento mítico occidental resulta frecuente que el reconocimiento del «héroe» (luchador) se haga efectiva manifestación años después de su muerte. Pero la construcción mítica rompe la barrera racional cuando la muerte le sorprende en pleno combate: entonces hace eclosión el sentimiento que venía gestándose.

 

En el caso del «mito Kirchner» asoma otro rasgo singular. Las historias hablan, v. gr., de Isabel de Castilla y Fernando V de Aragón como de dos portentosas figuras que se identificaban en la energía combativa. La actual presidenta era su esposa y ambos compartían la voluntad y la energía cuyo objetivo consistía en materializar ideas forjadas durante los años juveniles que guardaban la impronta del Mayo francés. Ella, ahora viuda, se representa como custodio natural del legado del héroe; rinde culto ante el cuerpo yacente de su esposo, pero a su vez se sabe comprometida con la continuación de una misión trunca. Despide un cuerpo y en el acto resignifica el ideal compartido.

 

Somos, vemos la luz del mundo míticamente: todo nuestro ser desde la misma primera nutrición es una construcción imaginaria que dice de una misteriosa fuente de donde mana el alimento: el humano en su transitar es siempre necesidad de reencontrarse con esa fuente benéfica, con ese bien mágico-mítico que el intelecto intuye (en tanto proyección adaptada de ese primer acto nutricio), capta y aguarda. ¿No expresa acaso el Estado esa fuerza donadora y justa que da a cada uno lo que le corresponde según el principio de la justicia distributiva? Cuando esa fuerza encarna en alguien, la experiencia arquetípica de la imagen primera se activa en el sujeto y se proyecta (porque lo reconoce) en ese «alguien». Se trata de un «regreso» a las fuentes, al que se arriba después de un largo y tortuoso peregrinaje interior.

 

¿Cuál es el nutriente que atesora ese hombre cuyo nombre una multitud espontáneamente encolumnada comienza a agitar en la hora aciaga?

 

El nutriente es para los hombres y mujeres de todas las edades la voz esperanza, síntesis del ente humano en tanto «persona». La palabra preñada de mínimo contenido (y es «mínimo» porque el decir auténtico aún no ha podido ser recuperado de las zarpas del discurso hegemónico post-moderno) se impone a la palabra hueca de la telepantalla. Por ahora se trata de consignas gritadas, tal vez de frases que condensan un mínimo de significado respecto del trágico hecho que arrebató al «luchador». Como «ser relativamente a la muerte» que es el ente humano, Néstor Kirchner ha sido tempranamente sorprendido por ella. Pero llegar al final biológico significa «finalizar», no «morir», que guarda significación ontológica y no habla de «final» (cf. Heidegger 2002: § 53, 236-242). Esta particularidad del fenecer identifica al héroe: el es muerto, vale decir, su ser sigue conjugado, permanece esencialmente por fuera del acontecer biológico. La multitud que saluda al héroe encuentra en ese finalizar de la vida el triunfo sobre la “sombra” de sus aspectos reprimidos. La imagen del héroe se le representa en gerundio como siendo, pues (de manera singular en las generaciones jóvenes) ese final marca el comienzo de «la batalla de la liberación» (Henderson 1984: 117, 120). El héroe siempre es portador de la «verdad» y ésta en rigurosa etimología dice de lo que permite «ver»: «ve» tanto la luz que «abre hacia» como la «sombra» que «cierra» el «horizonte». El héroe ha combatido contra la «sombra» que había iniciado la invasión del yo íntimo del sujeto joven. Es en la instancia en la cual el joven inicia el lento descenso en búsqueda de ayuda a ese fondo inconsciente de imágenes primordiales o arquetípicas para «hacer frente», cuando su psiquis materializa lo que ha ido a buscar en el inconsciente, se trata de esa «coincidencia significativa» que Jung denomina «sincronicidad», conexión inexplicable entre el mundo interno y el externo (von Franz 1984: 207).  

 

Ese «morir» es donante: conciente de su «finalizar» apura sus palabras para dejar un mensaje de lucha por la libertad de la conciencia del «porvenir» (que es el joven), o mejor, de un porvenir que advierte que ya está siendo y que es necesario vigorizar con nuevos esfuerzos reflexivos. Los ideales se le imponen frente a la preservación biológica de su cuerpo.

 

Denigrar o exaltar un nombre propio, con la magia y la dureza diamantina que tienen los nombres propios, habla de identidad y pone al enemigo del nombrado en la encrucijada de un final irreversible. Una comunidad sana nombra con precisión tanto lo que condena como lo que venera. El héroe que emergió el 27 de octubre le colocó el nombre a la cosa.

 

“[…] Empecemos a ser los políticos dueños de nuestras propias palabras. La Argentina y los argentinos tenemos que recuperar el sentido de la autoestima, el sentido de ser […]” (Kirchner  2005).


 “[…] nos jugamos por un país distinto, que somos capaces de decir las cosas que hay que

decir y que hay que hacer, más allá de los impedimentos que nos pongan […]”.
(Kirchner  2005).

 

El mito, apunta Fernández Savater al referir a la obra Espartaco de  Howard Fast, no sólo transmite el deseo de «otro mundo posible», sino su posibilidad concreta, en los hechos. Como explicaba G. Sorel, los mitos son lo contrario de las utopías: éstas exigen fe en el advenimiento de un modelo acabado, pero los mitos expresan la fuerza de una comunidad presente. La esperanza que movilizan brota de la confianza en las propias posibilidades y capacidades. Dice y recuerda que no hay que rendirse ante ninguna ineluctabilidad (Sorel 2005: 83).

 

Espartaco porta “la «ilimitada claridad de la esperanza humana», la aseveración testaruda del valor de la vida cotidiana de todos los seres humanos sobre la tierra. «Su triunfo se debe a que conserva vivo en el alma del hombre el sentimiento indestructible de que lo que se hace vale la pena ser hecho […] de que el pueblo merece que se le libere» (Chesterton)” (Fernández  Savater 2004).

 

CONCLUSIÓN

El pensamiento mítico que ha emergido por las ranuras del materialismo relativista del conformismo no puede ser destruido, pero requiere evitar que se oculte nuevamente.

 

Una vez activado, el pensamiento mítico debe continuar sacudiendo de su modorra a la conciencia racional en aquellos que han vivido como una eclosión sorprendente ese pensamiento oculto en el nivel inconsciente de su estructura psíquica.

 

Mirando por última vez a los historiógrafos de la pretensión de objetividad, a aquellos para los cuales hablar de pensamiento mítico o de cualquier otro que no sea el de su propia cárcel les parece mera impostura, en fin, a aquellos que desde su disciplina hacen gala de fragmentar, y al tiempo esterilizar, el conocimiento, nos parece oportuno recordar aquello que Ernst Cassirer sostuviera en la década de 1920, donde señalaba que era difícil llevar a cabo “una separación lógica entre mito e historia”. Para decirlo mejor: toda concepción histórica tiene que estar impregnada de elementos míticos y necesariamente ligada a ellos:

 

Si esta tesis está en lo justo, entonces no sólo la historia sino todo el sistema de las ciencias del espíritu que se fundan en ella tendría que serle arrebatado a la ciencia para entregarlo al mito (Cassirer 1971: II, 14)

 

           

Como consideración final de estas «notas» nos importa señalar dos cuestiones. La primera refiere a  la ceguera historiográfica que (como aconteciera durante el año 2001) volvió a ignorar la realidad por la que transitábamos los humanos de estas tierras. La historia construida con pretensión de verdad poco le dice al historiógrafo, más allá de sus amañados escritos de fragmentos documentales ensamblados a los que su acrisolada ignorancia venera.

 

La segunda cuestión (en la hora actual del mundo y atendiendo a la construcción del «mito Kirchner» como expresión de un «hacer frente» al «paradigma» del discurso hegemónico) obliga a los intelectuales, a quienes convoca a reconocer su «daltonismo cognitivo» y a plantear, menos un trabajo interdisciplinario entre las llamadas «ciencias del espíritu» y más un trabajo que proyecte una nueva subjetividad convencida de la necesidad de integrar el conocimiento; donde el criterio holístico domine sobre la extrema fragmentación del conocimiento. Para acudir a este llamado que, v.gr., encuentra en la obra de Michel Foucault  Las palabras y las cosas un significativo ejemplo, la filosofía parecería la más indicada (por su tradición) para comenzar con ese emprendimiento.

 

Esa nueva subjetividad se expresó con fuerza el 28 de octubre en Argentina: dejó al desnudo la discursividad hueca de la partidocracia en su conjunto, pero, fundamentalmente, enarboló un «mito» para significar aquello que ya en el año 2001 se había apenas esbozado: «otro mundo es posible» ([…] se puede construir un nuevo orden en forma paulatina […]) (Kirchner  2005).

 

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* Profesor y Licenciado en Historia (Facultad de Filosofía y Letras, UBA).  Doctor en Historia (Facultad de Historia y Letras. Universidad del Salvador). Docente-Investigador: Proyecto financiado por  la Secretaría de Ciencia y Tecnología (Universidad Nacional del Sur, Bahía Blanca): Período 1997-2000 / 2001-2003 / 2004-2007 / 2007-2010. Profesor de Post-grado en el Seminario de «Historia del Derecho» de la Facultad de Ciencias Jurídicas (Universidad del Museo Social Argentino). Miembro titular del Instituto de Investigaciones de Historia del Derecho. Libros publicados: Estado, Lenguaje y Poder en el Río de la Plata (1816-1827), Buenos Aires, Instituto de Investigaciones de Historia del Derecho, 1998; El discurso histórico-jurídico y político-institucional en clave retórico-hermenéutica. Del Clasicismo ilustrado a la Post-Modernidad, Buenos Aires, Instituto de Historia del Derecho, 2004. Colaborador de la Revista de Historia del Derecho (Buenos Aires), Jahrbuch für Geschichte Lateinamerikas (Berlin), Iberoamericana (Instituto Iberoamericano, Berlín)

Correo electrónico: rubendariosalas@gmail.com.  

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[1] FERRATER  MORA (1976), s.v. «metáfora».

[2]       Cf. respecto de la Alta Edad Media el acápite «El marco de la idea de la política como Reino de Dios» (GARCÍA PELAYO 1981: 195-200).

[3]       Ferrater Mora: 1976, s.v. «Dasein».

[4]       “La noción de proyecto ha adquirido importancia en varias filosofías contemporáneas. Tal sucede en Heidegger al introducir en  Sein und Zeit el vocablo Ent-wurf”. Se trata de “proyectarse a sí mismo”; “vivir como proyecto”” (Ferrater Mora 1976: s.v.. «proyecto»). (Heidegger 2002: § 31, 135-140).

[5]       Según Heidegger, como la existencia del ser está siempre en juego («le va su ser en este mismo») antes de lanzarse al juego en el mundo está previamente “cuidado”. El cuidado es el ser de la existencia. (Ferrater Mora 1976: s.v. «cuidado», «Existencia») (Heidegger 2002: § 46, 215).

[6] «Palabras del Presidente Néstor Kirchner en la Ciudad de Balcarce, Provincia de Buenos Aires», 21 de julio de 2005.