Resumen
El presente
ensayo, es en cierta medida un homenaje y un recordatorio del cambio producido
por el liderazgo de Néstor Carlos Kirchner en la República Argentina. A un poco
más de un año de su fallecimiento, su legado político ha sido la revalorización
de la política, reflejada en un nuevo país, pujante y soberano.
Abstract
This
essay is, in a certain way, a tribute and a reminder of the change the
leadership of Néstor Carlos Kirchner has brought to the Republic of Argentina.
More than a year later after his death, his political legacy has been the
renewed value of politics showed by a booming and sovereign country.
El legado de Néstor
Kirchner, o la revalorización de la Política
Hernán
Fair
Una consternación y profunda
tristeza me invadió en la mañana del miércoles 27 de octubre del 2010, cuando
me enteré del prematuro fallecimiento del ex presidente de los argentinos,
Néstor Kirchner. Trágico final para un hombre que literalmente dejó su vida por
sus valores e ideales políticos. En este eje analítico es, precisamente, en el
que quisiera centrarme en este breve ensayo conmemorativo, ensayo que iniciara
en su escritura a los pocos días de su muerte, y que ahora retomo para concluir.
No es intención de este trabajo, entonces, dar cuenta de un largo o corto
recuento, o de una interpretación exhaustiva de sus hechos políticos más
importantes durante su período de Gobierno (2003-2007). Entre ellos, claramente
se destacarían la impresionante recuperación económica y social del país frente
a la crisis casi terminal de diciembre del 2001, a partir de una oposición
firme y decidida a las políticas neoliberales que empobrecieron al pueblo
argentino entre 1976 y el 2001, y su indiscutible rol de liderazgo en la
creación y recuperación de un marco de paz y gobernabilidad política duradera,
que le permitió mantener altas tasas de respaldo popular. Además, un análisis
integral no puede dejar de recordar su firme y activa política a favor de los
Derechos Humanos y la búsqueda de Memoria, Justicia y Verdad, frente a los feroces
crímenes de la última Dictadura cívico-militar y la vergüenza e impunidad de
las leyes de Obediencia Debida y Punto Final del alfonsinismo y los indultos
del menemismo. Finalmente, otros hechos concretos y tangibles que merecen ser destacados
son la modificación de la Corte Suprema “adicta” del menemismo, la fuerte
integración regional con los países Latinoamericanos y la histórica reducción
porcentual de la carga condicionante de la deuda externa.
Simplemente, lo que quiero
enfatizar en este ensayo es que, para aquellos que consideran que todo es lo
mismo, que las ideologías están muertas y todo da igual, que las políticas de
izquierda y de derecha ya no tienen sentido, lo que pretendo señalar es que en
realidad no todo lo es: no es lo mismo, ni mucho menos, neoliberalismo y Estado
subsidiario en defensa de los sectores de mayor poder económico, que
recuperación del Estado social interventor y regulador para los sectores que
menos tienen (y más lo necesitan para su supervivencia). No es lo mismo los
ajustes permanentes sobre los sectores menos favorecidos, que el incremento de
la inversión pública social; la reducción de salarios, que su incremento vía
paritarias y negociaciones permanentes; los indultos a los militares responsables
de Terrorismo de Estado, que su juzgamiento y establecimiento en cárcel común;
la “reconciliación” con los principales ideólogos de la Dictadura, que el bajar el cuadro del dictador Videla del Colegio militar y crear el museo de
la ESMA; la desocupación del 25% y la pobreza del orden del 53% de la población,
que la firme recuperación del empleo y la dignidad del trabajo iniciada en el
2003; el 1 a 1, con su paridad fija sobrevaluada, que un tipo de cambio competitivo
con flotación administrada que incentiva la producción y el desarrollo de la
industria nacional a partir de la sustitución de importaciones y la
exportación; la privatización compulsiva de las empresas públicas, que la
nacionalización de las empresas estratégicas; la flexibilización laboral y los
salarios y jubilaciones “congeladas” o directamente reducidas (13%), que la
implementación de mejores salarios y jubilaciones. Tampoco es lo mismo el arrodillamiento
vergonzoso ante las “recomendaciones” del FMI, los Estados Unidos y el establishment
internacional, que el fin de las relaciones “carnales” y la subordinación
permanente a sus dictados. En ese contexto, no es lo mismo inserción internacional
en el marco de una sumisión claudicante ante los países centrales, que la
ansiada unidad latinoamericana con los gobiernos progresistas de la región y la
recuperación de la soberanía económica y la independencia política. Finalmente,
no es lo mismo la Corte Suprema de Justicia “adicta” y corrupta del menemismo,
que la renovación de la Corte, con sus prestigiosos integrantes actuales,
reconocidos, incluso, por sus más furiosos opositores.
Todas estas fronteras políticas tangibles
entre el neoliberalismo menemista y el neokeynesianismo kirchnerista, la
privatización versus la nacionalización, la apertura comercial versus la
protección industrial, la flexibilización laboral y el congelamiento de
salarios versus las paritarias y los incrementos salariales, el ajuste del
gasto público social versus el incremento de la inversión pública, el desempleo
y subempleo masivo versus el incremento del empleo a partir de la creación de
millones de puestos de trabajo, la ficción del 1 a 1 sobrevaluado, versus un tipo de cambio competitivo y con orientación exportadora. Y también, la
frontera entre una corte adicta al poder versus una corte independiente y
prestigiosa, las relaciones “carnales” con Estados Unidos versus la relación de
respeto mutuo, el pago religioso al FMI y la aplicación de sus recetas
ortodoxas, versus la independencia del FMI. Finalmente, los indultos y la idea
de “reconciliación” versus el juzgamiento a los militares y la política de la
memoria, justicia y verdad para los crímenes de la Dictadura, así como el abrazo simbólico con Isaac Rojas, versus la eliminación del cuadro de
Videla y la creación de un museo en la ESMA y un feriado conmemorativo del 24
de marzo.
Todas estas fronteras, decía,
pueden ser resumidas en la doble confrontación cultural y política en relación
a la vergüenza que significó el menemismo y su neoliberalismo atroz, y en
relación a la trágica y feroz Dictadura cívico militar y su bestial impunidad.
Cada una de estas contraposiciones se consolidó, no sin algunas
contradicciones, desde el año 2007, a partir de la asunción del actual gobierno
democrático presidido por Cristina Fernández. De todos modos, en este breve
ensayo no quisiera hacer mención específicamente a estos cambios tangibles y
concretos que se oponen de forma irreconciliable a los ideólogos neoliberales de
un mundo sin la presencia de cosmovisiones y proyectos concretos de país que
resultan antagónicos. Un mundo que se pretende utópicamente sin sectores
históricamente dominantes y dominados, sin explotadores y poderes concentrados
y explotados y discriminados, que nada tienen que perder más que su vida y su
dignidad arrebatada. Existe, creo, un elemento que es central y que, sin embargo,
no se encuentra de ningún modo desligado de los anteriores. Es más, constituye
el núcleo nodal de lo que se encuentra en juego desde la emergencia de estos diversos
líderes nacional-populares, de izquierda nacional, progresistas, o de
centroizquierda, que han emergido a comienzos de este siglo como oposición a la
feroz dictadura del mercado liberalizado y el pensamiento único neoliberal. Sin
pretender originalidad, ese elemento central, que permite entender todo el
proceso de cambio, es la recuperación o, mejor dicho, la revalorización de la
política. A partir de ahora, lo voy a escribir con mayúscula, ya que se trata,
en realidad, de una verdadera revalorización de la Política, con todo lo que ello implica de positivo para las sociedades y pueblos que
requieren de ella como el agua.
Históricamente, aunque en
particular en las últimas décadas, la política ha sido vinculada en nuestro
país a cuestiones de orden negativas. Sin pensar mucho, se la relaciona con la
corrupción, las habituales mentiras y manipulaciones de los políticos y la
impunidad. En ese marco, la política no puede ser más que defensa de intereses
particulares o personales, chantaje, pura retórica vacía o edulcorada con
lindas frases marketineras. En la política siempre hay algo que se esconde, un
detrás o pantalla que nos estaría ocultando la real realidad del poder y la
dominación. Un poder que, desde esta concepción, claramente se encuentra depositado
en los políticos y en la partidocracia del Congreso, lugar donde, con la excusa
del debate de ideas, se hace política para buscar todos los medios disponibles
para enriquecerse de forma personal y enriquecer, al mismo tiempo, a los familiares,
amigos y conocidos.
Como toda creencia parcialmente
sedimentada, esta creencia extendida tiene un firme asidero en la realidad
práctica. En efecto, la política tiene una cuota de seducción ante el público,
aunque debemos reconocer que todos, en mayor o menor grado, hacemos o
intentamos hacer esa seducción en nuestras relaciones interpersonales (por
ejemplo, en una relación amorosa, o en una entrevista de trabajo). También
tiene un importante elemento realista de lucha por el poder, al menos si tomamos
en cuenta la antropología negativa del hombre que lleva inherente nuestro
enfoque crítico. Finalmente, en países como el nuestro, la vinculación de la
política con los políticos, y de estos con la manipulación, la corrupción y el
enriquecimiento personal, tiene largos y lamentables antecedentes. La cuestión,
sin embargo, es más compleja de lo que parece, ya que, de forma corriente, la
política deja de ser vinculada únicamente a cierta seducción inherente, o a una
mera lucha por alcanzar los beneficios ligados al poder, para ser relacionada
con otros “valores” muy ajenos a su concepción. Me refiero a los adjetivos negativos
antes mencionados, relacionados con la mentira, el ocultamiento, la corrupción,
el nepotismo y la defensa única de intereses personales, entre los que podemos destacar
el enriquecimiento particular a cualquier costo y con total impunidad. Todas
estas cuestiones, pese a que realizan una clara generalización injusta (como
toda generalización) de lo que se considera despectivamente como la “clase
política”, tienen como eje de apoyo un error conceptual. Básicamente, el de
confundir a los políticos, o a ciertos políticos “realmente existentes”, con la
especificidad de la política.
Debemos reconocer que lo que han
hecho muchos políticos históricamente en nuestro país, y no sólo en el nuestro,
ha sido mentir, enriquecerse y enriquecer a sus familiares y amigos y alejarse
de las demandas postergadas de quienes los eligieron, defraudando a sus
electores y al conjunto de la sociedad. Sin ser exhaustivos, el ex presidente Raúl
Alfonsín prometió que con la democracia se iba a comer, educar y curar y que “la Casa estaba en orden”, mientras que su gobierno dejó una crisis hiperinflacionaria caótica en
1989, y un acuerdo con los militares “carapintadas”, que fue visto por gran
parte de la sociedad como una traición al famoso “Felices pascuas, la casa está
en orden”, con el que el dirigente radical se despidió de su discurso en la
Plaza de Mayo en abril de 1987. Desde el trabajo inicial de Oscar Landi, hasta
la fecha, numerosos estudios han demostrado el fuerte impacto negativo que
generó la promesa alfonsinista incumplida sobre el valor articulador de la
palabra política. Y ello porque, como lo destaca la teoría de los actos de
habla de John Austin, la promesa es mucho más que palabras vacías y sin sentido.
La promesa, esa maravillosa creación del hombre que tan bien señalara Hannah
Arendt, exige su cumplimiento efectivo, por lo que su incumplimiento, para el
discurso político, puede generar, como en aquella ocasión, una desafección
generalizada de la sociedad, que depositó su fe y esperanza en las palabras del
líder.
Con la asunción de Carlos Menem,
la esperanza popular se renovó. En 1989, el entonces candidato justicialista de
origen riojano vociferaba con sus largas patillas su deseo de realizar una
Revolución productiva y un Salariazo que lo asemejaba a las clásicas banderas
del populismo nacional del primer peronismo. Una vez en el poder, el
desconcierto que generó su alianza con los enemigos históricos de su
partido-movimiento (Bunge y Born, la Ucedé) fue mayúscula. Se habló, y mucho,
de traición a los ideales históricos de Perón y Evita. Al mismo tiempo, para
complicar el panorama, la corrupción y el nepotismo de su gobierno fueron
siderales. Finalmente, la frivolización de la política, con su lógica del “Pizza
con champán” y las contradicciones ideológicas permanentes, que predominaron
como nunca en esa época, marcó un punto de inflexión en lo que hasta allí
significaba la política en tanto debate público de ideas y defensa programática.
Precisamente, el tema de la
honestidad, en oposición a la corrupción, fue el eje dominante con el que en
1999 asumió el poder Fernando de la Rúa. Como la Ley de Convertibilidad (paridad cambiaria fija establecida en abril de 1991) se
transformó con el tiempo en un modelo socioeconómico intocable, por temor a los
efectos regresivos de una posible devaluación, y sus palpables efectos de
estabilización económica y social muy pocos querían poner en cuestión frente al
recuerdo caótico de la hiperinflación anterior, el eje de la promesa
delarruista giró en torno a una mayor honestidad y ética en la función pública,
manteniendo el modelo de acumulación neoliberal que había desarrollado su
antecesor, y que parecía ir por buen camino hacia esa Argentina “moderna” e “integrada
al mundo”.
El episodio de las coimas en el
Senado del 2000, más allá de la promesa incumplida de vender el avión
presidencial (el “Tango 01”), marcó los límites de la promesa de oponerse a la “Fiesta
menemista”. Dentro de la propia frontera se colaba nuevamente el sucio tema de
la política y su íntima relación con la corrupción, la impunidad y el
enriquecimiento personal. Pero el eje que era intocable, el modelo de
Convertibilidad, sería el que terminaría por desencadenar el final de la
experiencia delarruista. Una economía que, tras la devaluación monetaria de
Brasil de 1999, ya no podía mantener en pie la fantasía del 1 a 1, lo que se expresaría sintomáticamente en un crecimiento consistente de la desocupación y
subocupación, la pobreza y la indigencia, además de la inequidad distributiva.
El resultado de este proceso de creciente decadencia sería un simultáneo
incremento del descontento popular, que se pondría de manifiesto en toda su
magnitud en las elecciones legislativas de octubre del 2001 y su famoso “voto
bronca”. Dos meses después, la ciudadanía literalmente derrumbaría al gobierno
de origen radical, con su famosa movilización popular contra la confiscación de
los ahorros de la clase media y alta.
Haciendo una pequeña digresión,
quisiera señalar lo llamativo que resulta que aun se piense que la causa que
llevó a la implementación confiscatoria del “corralito” fue alguna cuestión
económica no del todo resuelta, o bien la corrupción gubernamental. En todos
los casos, lo más interesante y curioso de notar es su desvinculación con la
aplicación sistemática de las políticas regresivas neoliberales que, tras más
de 25 años, llegaron a su fin en diciembre del 2001 o, más precisamente, en
mayo del 2003, con la asunción de los K. Esta no articulación de un relato coherente
de por qué se llegó realmente a la trágica crisis del 2001 se manifiesta
claramente cuando se observa que, en las elecciones presidenciales realizadas
durante el 2003, se volvió a votar como presidente a Menem, al punto tal de que
si no hubiera habido ballotage (paradójicamente, incorporado durante la primera
presidencia de Menem), el que hubiera gobernado el país a partir del 2003
hubiera sido el propio Menem. No está de más recordar que en esos años Menem,
de un modo similar al candidato que salió tercero, Ricardo López Murphy, prometía
dolarizar la economía, es decir, entregar la poca soberanía política que aun le
restaba al país a manos de Estados Unidos, y profundizar la integración al
proyecto de libre comercio del ALCA, con la consecuente renuncia absoluta a la
independencia económica, por no decir la claudicación final a todo atisbo de
recuperación de la justicia social que legara como premisa de base el peronismo
histórico.
De todos modos, más allá de esta
falta de un verdadero “atravesar la fantasía” (de traspasar el fantasma que
estructura la realidad, en el sentido lacaniano) que nos señala el psicoanálisis
como condición de posibilidad para superar el trauma, lo interesante de este
recorrido vertiginoso es situarnos en lo que representaba y caracterizaba a
nuestro país, si es que podemos llamarlo así, hace tan sólo una década. Un país
que prácticamente dejaba de serlo, o sólo lo era en sentido formal. Sin
soberanía nacional e independencia económica, socavada internamente por los
poderes económicos de las corporaciones y externamente por los poderes de
Estados Unidos y los organismos multilaterales. Sin justicia social, con una
sociedad sumida en la más absoluta desolación y tristeza y sin un vínculo básico
entre representantes y representados, con una sociedad civil fragmentada y caracterizada
por una profunda desconfianza hacia sus representantes y hacia las propias
instituciones representativas.
En ese contexto desolador, en el
que la Argentina como Estado-Nación parecía ir hacia su transformación en una
semi-colonia de los Estados Unidos, y la mayoría de su población caía y era
dejada a la intemperie en la más absoluta pobreza, parecía que la respuesta
sólo podía ser la salida hacia el abismo de un nuevo Golpe de Estado. Sin
embargo, la ciudadanía ni siquiera quería eso, pese a que algunos lo
interpretaron así (“Que se vayan todos, que no quede ni uno solo!”). Sólo
pretendía que se fueran todos los políticos, que no habían hecho más que
defraudar a la sociedad con sus promesas incumplidas, su traición al pueblo, su
enriquecimiento personal, su impunidad manifiesta y sus políticas centradas en
los intereses del establishment.
La situación durante el año 2002,
con Eduardo Duhalde como nuevo presidente provisional, continuó con muchos
vaivenes que, a pesar de iniciar la recuperación económica y social -producto,
en gran medida, de los efectos positivos de la devaluación monetaria sobre el
desarrollo industrial y las exportaciones- no dejaron de incluir nuevamente la represión
de la protesta social (masacre de Puente Pueyrredón de los militantes Kostecky
y Santillán). El saldo de estos fantasmas del pasado serían decenas de muertos
inocentes, consecuencia, primero, de la feroz represión de la movilización social
del 19 y 20 de diciembre de 2001 que había dejado como herencia de De la Rúa, y
luego, de las dos muertes referidas del Puente Pueyrredón de junio de 2002 de Duhalde,
que concluyeron, finalmente, en el adelantamiento de la fecha de elecciones
presidenciales.
Es en ese panorama triste y desolador
que asume un flaco y desgarbado líder proveniente del sur del país, un
desconocido “delfín” de Duhalde que hasta entonces gobernaba la patagónica provincia
de Santa Cruz. Este ignoto dirigente parecía destinado a repetir la historia,
con sus promesas demagógicas de campaña sobre la supuesta recuperación de un
modelo de industrialización y de trabajo para todos los argentinos. Sin
embargo, el rechazo a la figura de Menem, a aquel político por excelencia, el
traidor, corrupto y “vendepatria” que algunos señalaban como culpable del
desastre del 2001, era mayor. Así, con mucha suerte, y algo de lógica política,
el “chirolita” de Duhalde, como lo denominarían maliciosamente algunos intelectuales
orgánicos del establishment, asumiría el poder un 25 de mayo del 2003
con una legitimidad de origen que orillaba tan solo el 25% de la población.
La épica acompañó a Néstor
Kirchner desde su asunción. Con la recordada sangre en su frente, tras un
accidentado choque con un camarógrafo que cubría su asunción. También lo acompañó
la rebeldía, con su saco desabrochado, su andar desgarbado, su pelo al viento y
desarreglado, su juego inicial con el bastón presidencial. Ya desde los inicios
parecía que estábamos en presencia de un líder diferente. Incluso, recuerdo, se
generó mucha expectativa social por el “pingüino” que venía con aires nuevos desde
el “sur” del país. Con sus “verdades relativas” y su promesa de restituir la
política, como señalaría en su discurso de asunción. Pero, ¿qué política podía
restablecerse, si la política no puede ser más que sinónimo de defensa de
intereses personales, enriquecimiento personal, impunidad, mentiras y
ocultamiento? Aquí ingresamos nuevamente en el punto nodal de este trabajo. La
Política, aunque relacionada en muchos países, entre ellos el nuestro, a esos
“valores”, lejos está de representar eso. La Política, vale la pena recordarlo,
nació en la Grecia antigua como una actividad compartida y pública relacionada
con el bien de la polis, con el bien de la comunidad. La Política, además, no
es igual a los políticos. Primera cuestión a dejar en claro. Si bien es cierto,
como señalamos, que la política implica la seducción de “venderse” ante la
audiencia, ello es, o debería ser, sólo un medio circunstancial para alcanzar un
fin general y más trascendente que es lo que definimos como la búsqueda del
bien común. Es lo que Rousseau, paladín de la democracia moderna, denominaba la
“voluntad general”, que era la voluntad del Pueblo como soberano y Gramsci,
desde otra concepción, vinculaba a la formación de una “voluntad colectiva” de
raíz “nacional y popular”. La Política implica la búsqueda de un proyecto
colectivo y horizontal de defensa de las demandas y valores del conjunto de sus
integrantes. Complejo problema en sociedades con amplios y fragmentados intereses,
valores y demandas que muchas veces entran en contradicción entre sí. Los
representantes políticos, precisamente, son los servidores del Pueblo, los que
deben escuchar y satisfacer las múltiples demandas que estos últimos les
dirigen.
La principal demanda de fines del
2001 y comienzos del 2002 era “que se vayan todos”. Que se vayan, porque no
habían logrado satisfacer los derechos básicos, el derecho a una vida digna,
con trabajo, educación, salud. También era una demanda de dirigentes de
partidos tradicionales que sólo se habían enriquecido personalmente, que decían
una cosa y hacían otra, o que traicionaban las banderas históricas de sus
partidos.
Con el ascenso de Néstor Kirchner,
la economía logró ser rápidamente estabilizada, así como la situación de caos y
anomia social. Se impuso, así, un orden que otorgó paz y gobernabilidad
política y mejoras socio laborales tangibles y concretas para gran parte de la
población. Se crearon millones de puestos de trabajo, se incrementaron los
salarios y jubilaciones a montos razonables, se apoyó el desarrollo industrial
y científico, se mejoró macroeconómicamente, con una inédita reducción del
índice de endeudamiento externo en relación al Producto Bruto Interno y una inédita
mejora de todos los indicadores económicos (consumo, inversión, demanda) y
sociales (desempleo, subempleo, pobreza, indigencia). Al mismo tiempo, se
fomentó una activa y vigorosa política de defensa de los Derechos Humanos que
claramente se ubicó a la izquierda, e hizo más, de lo que podían constituir las
demandas sociales de la mayoría de la población. Me atrevo a decir, nuevamente
sin ser original, que, en el campo socioeconómico y de defensa de los Derechos
Humanos, Néstor Kirchner fue el mejor presidente que hemos tenido en los
últimos 50 años.
Creo que Kirchner ha logrado, no
sólo mediante su discurso progresista y sus actos simbólicos de reparación,
sino también mediante prácticas políticas concretas y tangibles, recuperar con
coherencia ideológica los principios doctrinarios básicos del peronismo
histórico, basados en la independencia económica, la soberanía política y la
justicia social. En ese sentido, pese a que es imposible realizar una demarcación
objetiva, y pese a que algunos indicadores socioeconómicos (especialmente, el nivel
de inequidad distributiva y trabajo informal) y algunas alianzas con sectores
que no son precisamente “progresistas” (como algunos sindicalistas y
gobernadores peronistas), pueden expresar lo contrario, entiendo que lo que
permiten, en cambio, es remarcar los matices que se hacen presentes en todo proceso
político. En ese contexto, me animo a decir que Kirchner fue un presidente que,
no sin importantes contradicciones, puede ser situado no sólo dentro de la
izquierda del peronismo, sino también como un líder de centro-izquierda o, como
lo definen los peronistas, como un dirigente nacional y popular auténtico, un
verdadero líder de la izquierda nacional que logró trascender con hechos
palpables lo meramente retórico.
No obstante, como dije al
comienzo, la intención de este ensayo no es hacer un recorrido por los
principales elementos que definieron lo que Nun hace un tiempo señalaba
atinadamente como un “nacionalismo sano”. El elemento más interesante e
importante del recordado gobierno de Néstor Kirchner fue su revalorización de
la política, o, mejor aún, su revalorización y enaltecimiento de la Política. Una Política que, a diferencia de la sigla K, que, en una intencional maniobra
mediática iniciada en 2008, pasó de ser positiva (recuerdo que algunos lo
asociaban inicialmente a la K de Keynes), a ser vinculada a una cuestión puramente
negativa y descalificadora, recuperó su protagonismo. ¿Cuál protagonismo? El
que la vincula con el debate público enmarcado en la presencia de ideas
antagónicas y, sobre todo, el de la búsqueda de un proyecto colectivo e
igualitario de transformación radical que logra satisfacer las múltiples demandas
sociales insatisfechas de la población, con particular énfasis en las demandas
insatisfechas de los sectores populares. Es el proyecto de una democracia
entendida como el gobierno del Pueblo y para el Pueblo, por la vía inevitable
de representantes populares electos democráticamente por la ciudadanía.
Ahora bien, la Política no sólo fue revalorizada de este modo, frente a aquellos sectores que la niegan en
busca de una utópica reconciliación consensual. Lo fue también a través de una
recuperación histórica del significado de la palabra política. La palabra del
líder recuperó esa fuerza ilocucionaria que permitía emocionar y generar
identificaciones colectivas capaces de movilizar a la ciudadanía en torno a
ideales compartidos. Ideales, por ejemplo, como la independencia económica, la
soberanía política y la justicia social, que históricamente eran la bandera que
identificaba al peronismo. Pero también, ideales más generales que exceden al
peronismo, y que han costado la vida de miles de militantes a lo largo de
nuestra historia, como el valor universal de la igualdad, la solidaridad, la
paz y la democratización social. Una revalorización de la palabra política que
permite confiar en que no existe una distancia flagrante entre el decir y el
hacer, entre la lógica militante y con convicciones y la acción concreta a
favor de la sociedad.
Este “ethos militante”, que se ha destacado como su valor supremo, tiene la
importancia de haber revalorizado a la Política militante y apasionada de otros
tiempos, frente a la noventista dominación de los tecnócratas, aquellos
economistas iluminados de presunto saber superior que, bajo el manto de la
racionalidad y objetividad en la gestión de lo público, no hicieron más que
desprestigiar a la Política en su medio más importante para alcanzar el bien
común, que es transformando en sentido progresista y radical la realidad social.
En efecto, para alcanzar el bien
de la comunidad, resulta necesario transformar la realidad. La Política,
precisamente, es una herramienta que, siempre en el marco de un proyecto colectivo,
permite modificar la realidad. Resulta claro que, a primera vista, permite
modificarla por diferentes vías. La elegida por el gobierno de Néstor Kirchner
fue la que priorizó sin dudar a los que menos tienen. La que dejó de favorecer
prioritariamente los intereses de los sectores dominantes, como había sido
moneda corriente al menos entre 1987 y el 2002, para favorecer a los
desposeídos, a los incontados, a los sectores subalternos que no tienen el
poder de expresarse más allá de su voz y su voto.
Siempre nos vemos obligados a
elegir, implícita o explícitamente, si pretendemos identificarnos y defender a
los que más tienen, a los sectores concentrados y con privilegios, o bien identificarnos
y defender a los que menos tienen, al Pueblo, a los olvidados, resignados y
discriminados. Debemos elegir, y de hecho siempre lo hacemos, entre defender a los
trabajadores y a los sectores populares, o defender a los grandes empresarios y
las corporaciones. Entre identificarnos con los sectores históricamente dominantes
y explotadores, los dueños de la tierra y el capital, o priorizar la defensa de
los dominados, explotados y olvidados por la historia oficial. Entre defender
los privilegios, o bien la igualdad y la democracia. Claramente, si bien con
inevitables marchas y contramarchas, vacilaciones y contradicciones, creo sinceramente
que a partir del 2003 se decidió priorizar en todo sentido a los que menos
tienen. Y ello sólo se pudo hacer con decisión política y mucho coraje y
valentía democratizadora para enfrentarse a los intereses dominantes que siempre
se resisten y resistirán a perder sus históricos privilegios.
Como en ningún momento, pese a
los vaivenes, se claudicó en la defensa de esas banderas políticas, banderas que
se extendieron a los más grandes poderes político-económicos, desde el
empresariado local más concentrado y el establishment internacional,
hasta la Iglesia y las Fuerzas Armadas, se logró recrear con valentía y coraje el
fracturado vínculo entre representantes y representados, entre el líder y su
pueblo. Con ello, se revalorizó a la Política en su capacidad de transformar
crítica y radicalmente la realidad social, y se recuperó a la palabra política
como capacidad de debatir ideas antagónicas en un marco de respeto y fomento a
la pluralidad.
Pero además, creo que se produjo
una tercera, y no menos importante, revalorización de la Política, esta vez, en
el sentido lacaniano de hacer lo imposible, de “patear el tablero”. Es esta
Política audaz y corajuda la que permitió a Kirchner decir “bajen ese cuadro”,
por el cuadro de Videla, o a atreverse a decirles a los dueños del capital que
la Argentina dejaba de ser esclava de las imposiciones del establishment
financiero internacional. Se pasó, así, del mítico Fin de la Historia y la administración iluminada de los tecnócratas consensualistas al servicio de los
tradicionales sectores dominantes, al gobierno de la decisión política a favor
de los desposeídos y el debate político acerca de la democratización de la
democracia, en el marco de proyectos antagónicos e irreconciliables sobre la
marcha del país.
El ethos militante de Kirchner,
ese ethos inclaudicante que se remonta a sus comienzos de militancia en los años
´70 en la Juventud Peronista, ha sido tan fuerte y decidido que creo que,
literalmente, podemos decir que el ex Presidente dejó la vida por sus valores e
ideales. Su zoon politikon, su animal político, terminó por destruirlo, como
metáfora perfecta de aquella forma de vida tan valorada hasta la trágica
Dictadura cívico-militar, y tan denostada desde entonces por los poderes
concentrados como modo implícito de disciplinar la lucha y las reivindicaciones
populares.
El legado más importante de
Kirchner, entonces, es la revalorización de la importancia de la Política. Dos
acontecimientos concretos, entre muchos otros, ponen de manifiesto, en toda su
magnitud, este legado. El primero, la recuperación de las movilizaciones activas
a Plaza de Mayo en defensa de los derechos sociales y laborales de los
trabajadores y minorías, ya sea la ley de democratización de los medios, el
matrimonio igualitario o la defensa de la educación pública. El segundo, la
masiva y totalmente espontánea concurrencia que ha generado su trágico fallecimiento.
Ambos elementos ponen de manifiesto, muy a pesar de las corporaciones
empresariales (entre ellas, la corporación mediática) que la Política ha
recuperado las calles, que la militancia activa y sus deseos de transformar radicalmente
el mundo vuelven a la escena, frente a aquellos poderes que desean mantener como
sea sus históricos privilegios. Un mundo en el que las ideas y valores políticos
vuelven a tener un protagonismo transformador, aunque esta vez en sentido
progresista e igualitario, frente a la política regresiva y la lógica dictatorial
y segregada de transformación del neoliberalismo y su pensamiento único. Una
política democratizadora y popular en la que la palabra “crispación” adquiere
sentido solamente con una negación de lo que en verdad significa, la pasión de y
por Cris, la “(cris) pasión” militante que ha retornado por la actividad política
y que las almas bellas racionalistas no pueden entender, reducidas a pensar que
lo único que puede movilizar colectivamente a la sociedad es “un pancho y una
coca”.
Es la recuperación de la pasión humana
y la racionalidad crítica por un verdadero proyecto colectivo e incluyente de
transformación social que ha dado vuelta el significado asociado a la política
en mucha gente que desconfiaba de aquella, para revalorizar la importancia de
la militancia, el debate y combate plural de ideas y proyectos colectivos, la necesaria
rebeldía y la crítica social al modelo de dominación. Una crítica política y
cultural tendiente a modificar radicalmente la sociedad, pero ya no para que
nada cambie, para que dominen veladamente los mismos de siempre, como fue el
intento gatopardista del gobierno de De la Rúa, sino más bien para terminar con
toda forma de opresión y explotación económica, política, social y cultural de
los sectores que históricamente han poseído y poseen el poder, aquellos sectores
privilegiados que sólo pretenden mantener y perpetuar su histórica y brutal dominación.
Señores, como nunca en mucho tiempo, se ha revalorizado y enaltecido el
significado que adquiere la Política. Y para este logro popular y colectivo fue
crucial la incansable lucha transformadora que llevó a cabo el pingüino del sur,
que ahora nos ha dejado en cuerpo para siempre. Sin embargo, nos deja como
herencia su proyecto, su rebeldía y sus convicciones profundas. Algunas veces
me pregunto por qué los políticos que denigran a la Política desde la propia política
para ponerla al servicio de la dominación de los sectores privilegiados, los
Videla, Margaret Thatcher, Pinochet, Reagan, Menem, De la Rúa, suelen tener una larga vida, y muchos de los más fieles defensores de la Política como
praxis transformadora de toda forma de injusticia y dominación, suelen morir
tan jóvenes. Quizás porque, pese a sus imperfecciones, sólo los que defienden
de verdad ideas y valores que los trascienden, los que priorizan proyectos
colectivos de democratización social, en lugar de pensar en las mejores fórmulas
y técnicas marketineras de manipulación ideológica para gestionar sin
conflictos desde arriba, tienen la pasión y las convicciones necesarias para
morir tan jóvenes por sus ideales. Néstor Kirchner ha muerto, pero su legado
recién comienza, dejando un camino que muchos no dejarán morir.
"Quisiera que me recuerden, sin llorar ni
lamentarse. Quisiera que me recuerden, por haber hecho caminos, por haber
marcado un rumbo, porque emocioné su alma, porque se sintieron queridos,
protegidos y ayudados, porque nunca los dejé solos, porque interpreté sus
ansias, porque canalicé su amor. Quisiera que me recuerden junto a la
risa de los felices, la seguridad de los justos, el sufrimiento de
los humildes. Quisiera que me recuerden, con piedad por mis errores, con
comprensión por mis debilidades, con cariño por mis virtudes. Si no es así,
prefiero el olvido, que será el más duro castigo por no cumplir con mi deber de
hombre".
Poema del detenido desaparecido
Joaquín Areta, leído por Néstor Kirchner en la Feria del Libro de Buenos Aires
del año 2005. Disponible en http://www.youtube.com/watch?v=1ponih2NAwQ
Este ensayo fue publicado también en la revista Globalización. URL: http://rcci.net/globalizacion/2011/fg1247.htm