Revista Nº46 "TEORÍA POÍTICA E HISTORIA"

 

RamÓn MenÉndez Pidal y la crisis de fin de siglo[1]

José María López Sánchez

Universidad Complutense de Madrid

 

La derrota en la guerra colonial de 1898 abrió una crisis que tuvo poco de económica y social, algo más de política y fue, sobre todo, un aldabonazo intelectual. A lo largo de las siguientes décadas las transformaciones económicas y sociales poco o nada tuvieron que ver con el 98, sino con dinámicas de más amplio espectro derivadas del proceso lento pero ininterrumpido de progresiva industrialización y modernización económica del país, crecimiento del movimiento obrero y conflictividad social derivada de las colosales diferencias sociales y económicas generadas por un desarrollo muy desigual. En lo político, la crisis finisecular representó, junto con el asesinato de Cánovas, el inicio de una nueva etapa para el sistema político de la Restauración, que venía ya cuarteándose desde antes, y para el que el desastre colonial vino a ser como ese último mazazo que hunde un poco más el clavo, pero sobre todo abre las grietas. El 98 tampoco fue la causa, aunque aceleró la creciente fuerza de los movimientos nacionalistas en Cataluña y el País Vasco, facilitando una corporalidad política que se consolidó en los primeros años del nuevo siglo. Precisamente, una parte importante de ese aldabonazo intelectual al que me refería más arriba pasó por lo que se empezó a conocer como la “cuestión nacional” o “el problema de España”.

La crisis finisecular disparó la exégesis sobre la decadencia, la postración, la ruina y el estado de calamitosa decrepitud que la apocalíptica literatura regeneracionista había inaugurado la década anterior. Pero si «crisis» equivale a oportunidad, el 98 lo fue, al menos para algunos. Quizá los que mejor supieron agarrarse a ella, a la oportunidad, fueron los institucionistas, aquellos krausistas que habían fundado en 1876 la Institución Libre de Enseñanza (ILE) y, como cuerpo cuasi religioso, se habían encomendado a un santo laico, Francisco Giner de los Ríos, para que encabezara un movimiento de reformas educativas, científicas e intelectuales que los krauso-institucionistas creyeron eran la única salida viable para el país. La creación del Ministerio de Instrucción Pública en 1900 y la fundación de la Junta para Ampliación de Estudios (JAE) en 1907, ambas dos con nutrida presencia de las filas institucionistas, parecían colmar aquellos anhelos largamente esperados. Este grupo de intelectuales y reformistas, encabezado por el propio Giner de los Ríos, pero en cuyas filas militaban Gumersindo de Azcárate, Manuel Bartolomé Cossío o Rafael Altamira, entre otros muchos, venía proponiendo un proyecto político, social e intelectual alternativo al liberalismo doctrinario más conservador, y antagónico al integrismo católico. El nacionalismo liberal y romántico que había construido la idea de nación en el siglo XIX había creado sus propios mitos nacionales en torno a un discurso histórico dentro del cual incorporó determinados dogmas procedentes del ultramontanismo católico. Jaime Balmes, Donoso Cortés y, finalmente, Marcelino Menéndez Pelayo habían unido catolicismo y nación en un edificio intelectual que no supo afrontar la crisis de conciencia finisecular, como tampoco pareció hacerlo el historicismo romántico de Modesto Lafuente o Cánovas del Castillo. El krausismo, primero, y su posterior correlato – la ILE – venían manteniendo serias querellas con el integrismo católico, encarnadas en las dos “cuestiones universitarias” y la famosa polémica sobre la ciencia en España. Los institucionistas deseaban colmatar una idea de nación que no se alejaba del esencialismo nacionalista del integrismo católico, pero levantada sobre pilares secularizados, laicos y basados en constructos histórico-culturales con el mismo marchamo científico con el que las disciplinas sociales y humanísticas habían rendido notable servicio a la construcción de la idea de nación en Francia, Alemania, Italia o Gran Bretaña.

Los institucionistas querían separar la idea de España de su exclusiva vinculación al catolicismo. La religión, si algún papel debía de desempeñar, sería cultural, contribuyendo a forjar la españolidad en un grado de igualdad e incluso inferioridad con respecto a la lengua, el arte, la jurisprudencia, el folklore, la literatura y cualquier otra manifestación cultural o histórica que permitiera poner al “pueblo” en el lugar privilegiado que los integristas habían otorgado al catolicismo. Este proyecto intelectual, con reminiscencias del Volksgeist germano, había de forjar una nueva idea de nación que hundiera sus bases en argumentos histórico-culturales signados con la aureola cientificista de la Historia, la Filología, la Jurisprudencia, el Arte y la Antropología. De esta forma, se ofrecería un concepto de nación más sólido y asimilable que el romántico de Modesto Lafuente, que el pesimista conservador de Cánovas del Castillo, que el exaltado integrismo de los neocatólicos y, por descontado, una alternativa al creciente desafío de los nacionalismos periféricos.

En 1910 la JAE creó el Centro de Estudios Históricos, dirigido desde 1915 por Ramón Menéndez Pidal, un organismo que se dedicó en cuerpo y alma a elaborar dicho nacionalismo cultural y cientificista. Para ello, los investigadores del Centro se lanzaron a buscar los fueros, las cartas pueblas, la poesía épica, los romances, las expresiones de la cultura popular, los orígenes de la lengua castellana, las manifestaciones artísticas propias, todo – eso sí – desde un acendrado castellanocentrismo, no porque se despreciaran el resto de tradiciones culturales peninsulares (incluidas las portuguesas, por cierto), sino porque se tenía la convicción de que Castilla había sido el alma forjadora de la nacionalidad. En este proyecto los institucionistas embarcaron a las principales figuras del saber finisecular, pertenecieran o no a la ILE, como fue el caso de Menéndez Pidal. Su figura es excepcional en la historia de las humanidades en España, sobre todo en el terreno de la filología y la historia, equiparable según alguno de sus discípulos a la obra de Cajal en medicina. Su larga longevidad (1869-1968) lo convirtió en maestro de varias generaciones de filólogos y su intensa actividad investigadora, facilitada por unas plenas facultades casi hasta su muerte, hicieron de él una referencia incomparable. Gallego de nacimiento, estudió filosofía y letras en la Universidad Central, pero su magisterio lo recibió de Marcelino Menéndez Pelayo y Milá i Fontanals, así como de un autodidactismo que le llevó a descubrir a algunos de los grandes romanistas decimonónicos como Friedrich Diez, Gaston Paris y Meyer-Lübke.

Los investigadores del Centro de Estudios Históricos tuvieron muy en cuenta el ambiente intelectual en el que se movían, incorporaron el concepto de “intrahistoria” de Unamuno, porque era compatible con su programa científico-intelectual, y en ocasiones aprobaron y, en otras, se opusieron a las lecturas históricas y culturalistas de Ortega y Gasset. De la generación del 98, a la que en alguna ocasión se ha vinculado al propio Menéndez Pidal, asumieron la exaltación de Castilla y la lectura panegírica del concepto “pueblo”, en quien depositaron las esperanzas de regeneración del país. De la generación del 14 y de la del 27, esta última literaria como la del 98, se incorporaron el entusiasmo europeizador y la recuperación de algunos temas de la historia literaria, como el homenaje a Góngora, liderado por un Dámaso Alonso, que además de poeta era discípulo de Pidal en el Centro de Estudios Históricos.

La ILE representaba un liberalismo abierto al extranjero, idea que atrajo a intelectuales como Menéndez Pidal contra aquellos casticistas a los que Unamuno acusaba de poner sus castros a vigilar las esencias patrias. En la Junta vio un proyecto intelectual que, en el terreno de las ciencias humanas, buscaba sacar a la nación de su modorra rebuscando entre legajos y archivos. Pidal coincidía con los círculos institucionistas en entender la investigación como estudio de la civilización que aúna la historia de la cultura con la preocupación por la psicología del pueblo español. Al frente de la Sección de Filología del Centro y como máximo responsable de su dirección, Menéndez Pidal sintonizó a la perfección con el proyecto de recuperación científica y cultural que la Junta y el Centro representaban.

En el ámbito de la lengua y la literatura españolas, ya desde finales del siglo XIX y a lo largo del primer tercio del siglo XX, Menéndez Pidal fue confeccionando – merced a sus trabajos de investigación – lo que definió como concepto de tradicionalidad. En este concepto hay que ver parte de la herencia que desde los institucionistas había recibido, sobre todo a través de la intrahistoria y la idea de historia interna de Rafael Altamira, es decir, el interés por los productos tradicionales. El magisterio de Altamira era evidente además en aspectos como el del psicologismo del pueblo español. En la obra de Pidal hallamos asimismo el influjo del evolucionismo, en especial aplicado a la poesía tradicional y a la comprensión del desarrollo del idioma. Si Giner y su escuela pudieron contribuir en la adopción por parte de Pidal de opiniones evolucionistas, tampoco fueron ajenos a su aceptación del romántico espíritu nacional. El tradicionalismo y evolucionismo de Pidal están, pues, unidos a la doctrina krausopositivista.

La tradicionalidad es a su vez uno de los resultados más logrados por parte del Centro de Estudios Históricos en la renovación de los métodos y la praxis de la literatura e historiografía española. A través de la tradicionalidad buscó Menéndez Pidal vindicar la pertenencia de España al grupo de países cuya literatura medieval había sido expresión de una poesía épica nacional y narrativa. Diferentes hispanistas como Ferdinand Wolf, el arabista R. Dozy, Gaston Paris o Paul Meyer habían negado la existencia de una poesía épica en España y se la habían atribuido sólo a determinados pueblos (el indo, el griego, el persa, el celta, el germano y el galo-germano). Obviamente, si se quería dar a la nacionalidad española una carta de naturaleza tan válida y antigua como la de Francia o Alemania, resultaba imprescindible rebatir aquellas teorías. Demostrar la existencia de una poesía épica nacional y original significaba haber encontrado un argumento de peso para justificar la presencia de una conciencia nacional castellana y española de rancio abolengo.

En este terreno encontró en Joseph Bédier a su antagonista contemporáneo. Bédier recogió la herencia francesa que había negado la existencia de una poesía épica meramente española. Menéndez Pidal dedicó buena parte de sus esfuerzos investigadores a demostrar lo contrario, es decir, que España o, mejor dicho, Castilla contó con una epopeya autóctona y, además, histórica, pues recogía fielmente testimonios de hechos históricos y demostrables. Detrás de ello había algo más que una mera disputa científica, pues lo esencial era demostrar la presencia de una conciencia nacional y de una integridad de pueblo capaz de codearse con las grandes nacionalidades históricas: “Todos los pueblos pueden ofrecer una poesía popular y nacional que cante las conmociones del sentimiento patrio o las hazañas guerreras. Pero muy pocos poseyeron este género de poesía en forma ampliamente desenvuelta, en forma de poema extenso narrativo, por el estilo de la Ilíada, la Chanson de Roland, los Nibelungen, o el Poema del Cid”, escribió Pidal en sus estudios sobre el Romancero.

Entre esos pueblos se encontraba España, que aun poseyendo en Castilla el núcleo creador de esa epopeya, pues castellanos eran todos sus héroes, vio como posteriormente esta poesía heroica salió de Castilla para difundirse por el resto de la península. La transformación de la canción de gesta castellana en romancero representó la aparición del pueblo como protagonista principal en el proceso que conduce a la configuración del alma nacional, confundiendo a nobles y plebeyos en empresas e ideales, lo que luego recogerá la literatura del Siglo de Oro. El pueblo era el eslabón perdido.

Basándose en estudios sobre la métrica y la temática de los romances, Menéndez Pidal completó su concepto de tradicionalidad con el de estado latente. No aceptaba una división meridiana entre el llamado romancero viejo (siglos XIV y XV) y el denominado romancero moderno (siglos XIX y XX), sino que Pidal apostó por una permanencia entre ambas formas de poesía. Para él existía una solución de continuidad entre las manifestaciones antiguas y modernas del romancero, un estado latente, en el que este fenómeno colectivo vivió. Incluso llegó a remontar este fenómeno a períodos históricos anteriores, a una época primitiva, en la que ya podríamos precisar algunos de los caracteres. Además, y esto es muy importante en el pensamiento de Pidal, no es fenómeno exclusivo de la historia literaria, sino que también lo encontramos en la jurídica, política y lingüística. De esta forma conecta Menéndez Pidal las distintas disciplinas científicas al asignarles una misma característica histórica y al ponerlas a servicio de la fundamentación de una conciencia nacional rastreable en todas ellas.

Los estudios de historia literaria fueron una constante en la labor científica de Menéndez Pidal. Ya en 1896 apareció su primera gran obra, La leyenda de los Infantes de Lara. En este libro, sin existir por supuesto aún una formulación acabada de su teoría de la tradicionalidad, se asiste a la compilación de los principales ingredientes que con posterioridad contribuyeron a la misma. En torno a 1898, amplió con más detalle sus investigaciones sobre las Crónicas Generales de España y el Poema del Cid. Esta serie de estudios recibieron en 1914 un nuevo empuje en el camino que condujo a la definitiva formulación de la teoría tradicionalista en 1916. El foro que Menéndez Pidal eligió para dar a conocer su concepto tradicionalista fue la Revista de Filología Española, editada por el Centro de Estudios Históricos y fundada por él mismo. Entre 1914 y 1923 publicó una serie de artículos, la mayor parte de los cuales tuvieron por temática la poesía épica y el romancero.

Menéndez Pidal no estuvo solo, labor fundamental fue la formación de una escuela de filólogos que marcaría la evolución de los estudios lingüísticos españoles durante el siglo XX. Mientras Menéndez Pidal trataba de dar carta de naturaleza a una poesía épica castellana y originalidad al romancero, sus discípulos participaron a través de otros estudios en los intentos de compaginar las singularidades de la lengua y la cultura españolas con los elementos comunes al desarrollo histórico europeo. Este fue el caso de Américo Castro y sus estudios sobre Cervantes o la literatura de Oro del Siglo XVI y XVII. Frente a las acusaciones que negaban a Cervantes poseer un barniz humanista y renacentista, El pensamiento de Cervantes se convirtió en todo un alegato y en una exposición de las ideas vitales del genial escritor complutense en temas literarios, religiosos, morales y demás. Cervantes aparecía como prototipo del artista consciente de la España del Siglo de Oro. Este estudio era además la culminación de una línea de pensamiento que Castro había iniciado con su contribución sobre el concepto del honor en la literatura española del XVI y XVII, que la conectaba con su homóloga europea y renacentista. En este mismo terreno cabe encuadrar los estudios de Federico de Onís o José Fernández Montesinos acerca de la poesía y teatro español de aquel Siglo de Oro.

En la defensa de la lengua española hay que destacar el esfuerzo de Menéndez Pidal con sus Orígenes del español y el frustrado Atlas lingüístico de la Península Ibérica, al modo como se habían llevado otros atlas en Alemania y Francia. Junto a ello, otra gran línea de trabajo que el Centro de Estudios Históricos asumió dentro de los estudios dialectales fue la de defender la unidad del grupo iberorrománico, el cual englobaba todas las lenguas románicas peninsulares, y contraponerlo frente a otros grupos dialectales como por ejemplo el galorrománico. Los trabajos más importantes fueron los artículos de Amado Alonso en la revista de la sección sobre el catalán. Al igual que en otras ocasiones fue la tesis de un investigador extranjero el que sirvió de espoleta para la reacción desde el Centro de Estudios Históricos. En este caso se trató de Meyer-Lübke, quien en su estudio Das Katalanische aseveró que el catalán, por comparación entre elementos lingüísticos fonéticos, estaba más cercano al grupo galorrománico que al iberorromano. Amado Alonso, desde el Centro, y Antonio Griera, desde las páginas de la Zeitschrift für romanische Philologie, fueron los encargados de responder a las tesis del profesor alemán.

 



[1] Publicado anteriormente n la revista Trépanos.